Capítulo 30

Tras un buen rato de indecisión, Junko acabó eligiendo un vestido de lana de color borgoña. Cuando se lo vio puesto, se sintió avergonzada. Era demasiado corto. Se disponía a elegir otra prenda cuando se dio cuenta de que ya llegaba tarde. Tendría que aguantarse. Cogió su abrigo y salió corriendo de su piso. Ya que no estaba acostumbrada a vestir de ese modo, no podía evitar observar su reflejo en los escaparates del metro. A punto estuvo de tropezar y caer al suelo. Le quedaban diez minutos. Los tacones de sus botas nuevas repicaban en la acera de camino al Tower Hotel. En cuanto entró en el vestíbulo, se percató de las miradas de los jóvenes trajeados, y sonrió para sí misma. No era muy habitual que alguien volviera la cabeza a su paso.

Había una gran variedad de restaurantes en las distintas plantas. Koichi había quedado con ella en el italiano situado en la entreplanta. Un camarero la recibió, pero antes de que pudiera mencionar a nombre de quién estaba hecha la reserva, «Kido», divisó a Koichi que le hacía gestos desde una mesa para cuatro. Iba vestido con su habitual estilo casual.

– Menudo escándalo has formado de camino hasta aquí -dijo Koichi, obviamente de buen humor-. Con todos esos hombres silbándote.

Junko se acomodó en su asiento y procuró ignorar el comentario. Cuando apartó la mirada en un gesto de fingida indiferencia, los rizos le cayeron sobre el hombro.

– El pelo te queda genial así.

– Gracias.

– El vestido también. Por fin, llevas algo que te compré.

– Como dijiste, es un uniforme de trabajo, ¿no?

– Así que, cuando estás en tu apartamento, ¿eres la Junko de siempre, con tus vaqueros?

– Claro que sí. Así soy yo. ¿Qué le vamos a hacer?

– Entonces, la próxima vez tendré que regalarte un bonito apartamento para que te vistas así incluso estando en casa. -Koichi se encogió de hombros con despreocupación y añadió-: O podrías ahorrarte tiempo y venirte a vivir conmigo.

Junko distinguió el tono de seriedad que subyacía tras esa broma y respondió con una enigmática sonrisa.

– ¿Nos ponemos manos a la obra? Kaori viene a cenar, ¿no?

– Tienen reserva para las seis y media -suspiró Koichi-. Comer fuera de casa no puede ser bueno para un niño.

– ¿Y cuándo viene el otro miembro de los Guardianes?

Koichi desvió la mirada hacia la puerta.

– Ya debería estar aquí. Pero hoy es fiesta, así que quizá tarde un poco.

– ¿Fiesta?

– Es veintitrés de diciembre, el cumpleaños del Emperador. ¿Lo has olvidado?

– Desde que no trabajo, he perdido la noción del tiempo.

– Bueno, ¿sabes qué día es mañana?

– ¡Pues claro! -rió Junko-. Nadie olvidaría la víspera de Navidad.

– Será nuestra primera Nochebuena juntos. -Tendió las manos, en un gesto de cómico enfado-. De todos los días para llevar a cabo una misión, han tenido que elegir el más romántico. Vaya jefes tan crueles tenemos.

El restaurante tenía el aforo casi completo y un agradable vocerío los rodeaba. Del lujoso ambiente se desprendía el olor a especias y un indefinible aire de satisfacción que alguien más acostumbrado quizá ya no pudiera distinguir. Sin embargo, un forastero sí que podía apreciarlo. Sentada ahí con Koichi, como si fuera lo más natural del mundo, Junko se dejó llevar y saboreó el agradable momento.

– ¿Qué pasa? -Koichi la miraba desconcertado.

– Nada -dijo Junko, negando con la cabeza-. Es que no suelo venir a lugares como este. Siempre he llevado una vida más sencilla.

– Pues encajas perfectamente en ésta -aseguró Koichi y, alegre, sentenció-: Y no te preocupes, no tardarás en acostumbrarte. – Entonces, miró de soslayo a la entrada y la sonrisa se le borró de la cara-. Mira, por aquí viene.

Junko se quedó tensa. Controló el impulso de girar la cabeza de inmediato y, tras un instante, echó un casual vistazo por encima del hombro en dirección a la puerta. Sus nervios se disiparon parcialmente al divisar a un hombre bajito de avanzada edad que se encaminaba hacia la mesa, sonriente.

– Siento llegar tarde -dijo-. Hay mucho jaleo en la calle.

Junko reparó en el semblante rígido de Koichi cuando miró al hombre. ¿Por qué le impondría tanto la llegada de un colega?

– Permiso. -El hombre apartó una silla y se acomodó. Soltó un gruñido de alivio-. ¿No ha llegado aún nuestro objetivo?

Koichi permanecía impasible, como si desaprobara todo aquello.

– ¿Tú estás en esta misión? -preguntó en voz baja.

– Sí, yo.

– ¿Y por qué tú? -preguntó bruscamente Koichi-. No tienes nada que ver con esto. Nadie me ha dicho que ibas a participar… ¿Por qué estás aquí?

– El supervisor se ha puesto enfermo -explicó el hombre, cargado de paciencia-. Yo era el único disponible en este momento, pero me han puesto al tanto de todo. De modo que aquí estoy.

– ¿No es aún demasiado pronto…?

El hombre se apresuró a desplegar la servilleta blanca y a colocársela en el cuello de la camisa.

– Ya sabes lo que se dice -sonrió-. Cuando te caes de un caballo, es mejor que vuelvas a subirte pronto o si no, jamás lo harás. Es parecido, ¿sabes?

– Dicen lo mismo de los aviones -añadió Junko, en un intento por atenuar la tensión entre ellos. Aunque no tenía ni idea de qué estaban hablando.

Por primera vez, el hombre la miró. Las patas de gallo que se extendían hacia sus sienes eran profundas y le daban un aire bondadoso a su rostro. Si el padre de Junko siguiera vivo, tendría la misma edad que ese hombre. No llevaba un traje extremadamente caro, y bajo este, lucía un chaleco de lana roja que parecía hecho a mano. Era el modelo perfecto de marido y padre.

– Usted debe de ser Junko.

– Sí.

– Es tan bonita como todos dicen.

No hubo nada desagradable en su mirada cuando pronunció aquellas palabras, pero a Junko le pilló por sorpresa. «Tengo la sensación de que me reconoce de otro sitio. Es casi como si estuviera comparando mi antigua yo con la que me he convertido».

– Perdone, ¿nos hemos visto antes?

Se oyó un estrépito. Koichi acababa de volcar su copa.

– Os presentaré -dijo entre risas mientras absorbía el líquido con una servilleta-. Este tipo es el tercero en discordia.

– A su servicio. -El hombre inclinó la cabeza-. Haré lo posible por no entorpecer la marcha.

– Si nos das toda la información, nos encargaremos del resto.

– No, no puedo permitirlo. Ya sabes, es la primera vez de Junko.

– No te preocupes por ella -contestó Koichi, aún radiando hostilidad-. Es mucho más fuerte que tú.

– De eso no cabe duda. -De nuevo, el hombre clavó la mirada en Junko. Y, una vez más, ésta sintió que sus ojos la evaluaban.

– Lo siento, pero no me he quedado con su nombre…

Koichi interrumpió a Junko.

– A él no le gusta que lo llamen por su nombre. No sé por qué le preocupa tanto ocultarlo, pero tendremos que utilizar su apodo.

– Por favor, llámame Capitán -dijo.

– ¿No le pega nada, no crees? -resopló Koichi.

– No sabría qué decir -sonrió Junko-. Pero si no le molesta, me gustaría saber por qué ha elegido ese nombre. ¿Le gusta el océano? ¿Tiene usted un barco, quizá?

– No, no tiene nada que ver con eso -dijo el hombre, negando con la cabeza.

– Solo es para hacerse el interesante -interrumpió Koichi.

– ¡No te pregunto a ti, sino a él!

El Capitán lanzó una sonrisa tranquilizadora en dirección a Koichi y, entonces, se volvió hacia Junko.

– Tengo una hija y un nieto, y vivimos junto al mar. A todos nos gustan los barcos, sobre todo, a mi nieto.

– ¿Cuántos años tiene?

– Cuatro. Fue él quien me apodó así. Uno de mis amigos, de hecho, es capitán de un crucero, y cuando viene a visitarnos de vez en cuando, me gusta probarme su gorro. Eso le hace mucha gracia a mi nieto, y mi hija dice cosas como: «En nuestra casa, el abuelo es quien manda, así que él es el Capitán».

– Es una bonita historia.

El Capitán agachó la cabeza.

– En realidad, no soy nadie, ni en casa ni en ningún otro sitio. Le prometí que algún día compraría un barco de verdad, aunque fuera uno pequeñito, para que pudiera llamarme Capitán con todas las de la ley.

Junko seguía sonriendo, pero se dio cuenta de que la historia concluía en pasado y, de súbito, dudó si seguir preguntando. Del mismo modo, se sentía incómoda ante el obcecado empeño de Koichi en no sumarse a la conversación. ¿Por qué estaba siendo tan maleducado?

– El camarero se acerca -les advirtió, algo aliviado cuando se volvió hacia ellos y se cruzó de nuevo de piernas. El Capitán también parecía impaciente por concentrar su atención en el menú.

Pidieron una comida ligera y una botella de vino. En cuanto el camarero terminó de anotar la comanda y se retiró, Koichi anunció:

– Ahí están.

Junko echó un vistazo y divisó a Kaori, a la señora Kurata y a Fusako Eguchi.

– Van a todos lados juntas -añadió el Capitán, sin apartar la mirada de las tres mientras las acompañaban hacia una mesa situada en el centro del comedor-. Así que, te necesitamos, Kido.

Junko estaba observando a Kaori, hipnotizada. Era una niña débil, algo pálida y apática, y aparentaba menos de trece años. Su bonito rostro carecía de la vitalidad que cualquiera esperaría ver en una niña de su edad.

La señora Kurata dijo algo a Kaori cuando tomaron asiento, y el rostro de la niña se iluminó inesperadamente con una sonrisa que también pareció dotar de luz a todo lo que la rodeaba. Fusako Eguchi aportó su grano de arena a la conversación, y las tres se echaron a reír. Junko no podía oír sus voces, pero imaginaba la feliz sonrisa de la niña.

– Llamaremos la atención si no dejas de mirarlas así -masculló Koichi. Junko asintió y apartó la mirada. Durante la cena, el Capitán, Junko y Koichi organizaron metódicamente el plan para el día siguiente. Ultimaron detalles con suma tranquilidad, casi como si sus objetivos no se encontraran a pocos metros de ellos.

– Se alojan en la suite de la planta veintiocho, habitación 2825 -informó el Capitán-. Empezaréis mañana por la tarde, a las ocho y media. Tienen reserva para la cena de Navidad en el restaurante del piso de arriba, a las seis y media. Es de suponer que no regresarán a la habitación hasta pasadas las ocho. No creo que salgan de nuevo, puesto que están con la niña.

– ¿Fusako Eguchi se aloja con ellas?

– Sí.

– ¿El hotel registra las visitas a las suites?

– Probablemente no. Ya que es Nochebuena, el personal andará atareado tanto con los invitados como con los clientes que se hospedarán esa noche. Pero para estar más seguros, tomaremos ascensores diferentes.

– ¿Y cuando llamemos a la puerta, crees que nos abrirán?

– Ahí entro yo. Paso por un anciano inofensivo -rió ligeramente el Capitán-. Aunque deberías saber que la señora Eguchi ha pedido consejo a la policía para evitar que el señor Kurata se lleve a su hija.

– ¿Qué policía? -Koichi esbozó una mueca de preocupación.

– Bueno, ahí viene lo interesante. Ayer averiguamos que ha estado hablando con un detective llamado Makihara, del distrito de Arakawa. Aún no sabemos gran cosa sobre él.

– Me pregunto si tienen algún vínculo personal.

– Podría ser. Tal vez sea el hijo de un primo o algo parecido. Al parecer, ayer por la tarde, se reunieron en la cafetería. Les acompañaba otra mujer, pero no hemos podido identificarla todavía. Makihara y ella se separaron en cuanto salieron del hotel. Ella tomó el metro.

– Quizá sea una amiga de la señora Eguchi y solo acudió para hacer las presentaciones.

– Es posible. En cuanto a Makihara, se marchó y regresó una hora más tarde. Preguntó en recepción por la señora Eguchi. Ella bajó a recogerlo para llevarlo a la suite. Cuando apareció de nuevo, una hora más tarde, estaba con la señora Kurata y no con la señora Eguchi, de modo que tuvo que hablar con las dos.

– Esto me da mala espina -dijo Koichi, arrugando la nariz-. Es la primera vez que oigo que la policía está indagando en el asunto. Será mejor que tomemos las precauciones necesarias.

– Oh, no es para tanto. No creo que tengamos que preocuparnos por el tal detective Makihara. No puede hacer gran cosa por su cuenta. Al fin y al cabo, la policía no suele inmiscuirse en casos de divorcio y disputas por custodia.

– Una vez que saquemos a Kaori de aquí mañana, ¿qué ocurrirá?

– El señor Kurata y su abogado se encargarán de todo. No tienes de qué preocuparte.

– ¿No crees que el personal del hotel sospechará algo?

– De darse el caso, no podrán hacer nada.

El plan en sí mismo era simple. El Capitán llamaría a la puerta y aseguraría venir de parte del detective Makihara, así que Fusako Eguchi le abriría. Y en cuanto lo hiciera, Koichi le daría un pequeño «empujón». Bajo el hechizo, la señora Eguchi diría a la señora Kurata que Makihara había venido a discutir un asunto urgente con ella pero que no quería hacerlo delante de Kaori. Entonces, añadiría que el detective la esperaba en el vestíbulo, y que ella se quedaría cuidando de la niña.

La señora Kurata bajaría. Si mostraba la más mínima duda o sospecha, Koichi le daría un «empujoncito» en cuanto se acercara a la puerta. Así conseguirían que Kaori y la señora Eguchi, una marioneta para entonces, se quedaran solas en su suite.

– Y ahí es donde entra en juego Junko. Será ella quien nos ayude a sacar a Kaori de allí. Junko, le dirá que posee la misma capacidad que ella, y eso la tranquilizará. Hágale ver que su padre está preocupadísimo por ella y que hemos acudido en su ayuda.

– Quizá no sea tan fácil… -Junko volvió ligeramente la cabeza para mirar a Kaori. La niña apartaba a un lado la comida del plato. No parecía tener mucho apetito. Su madre bebía vino mientras que Fusako Eguchi hablaba con ella y manoseaba el horrible collar que le colgaba del cuello.

– A la señora Kurata la gusta beber -masculló el Capitán-. No solo una copa o dos. Últimamente empina demasiado el codo.

– Y aparte de Kaori, ¿qué hacemos con la señora Kurata? No podemos dejarla aquí y marcharnos sin más.

– El señor Kurata la estará esperando en el vestíbulo. Le explicará que Kaori ha sido puesta bajo custodia preventiva. A la señora Kurata no le quedará otra que tranquilizarse y hacer lo que él diga.

De repente, Junko se sintió algo inquieta.

– No le hará daño ni la amenazará, ¿verdad?

– Por supuesto que no -negó el Capitán-. Solo vamos a quitarle un peso de encima. Eso es todo.

Junko miró al capitán y, a continuación, a Koichi. Este enarcó ambas cejas y esbozó una sonrisa.

– Eh, princesa, ¿recuerdas? Ya te lo he dicho. Nosotros siempre estamos del lado de la justicia.

Junko sostuvo la mirada durante un buen rato. Entonces, en un intento por imitarlo, también esbozó una sonrisa. El capitán se echó a reír.

– Parece que os lleváis bastante bien.

– Bueno, gracias por organizar nuestro encuentro -contestó Koichi.

– Es un gustazo ser joven -dijo el Capitán, como para sí mismo-. Y tener un montón de tiempo por delante.

Junko tuvo la sensación que sufría por alguna pérdida, y no solo por la de la juventud. ¿De qué se trataría? ¿Tendría algo que ver con su adhesión a los Guardianes?

– Se marchan.

Junko alzó la mirada al escuchar las palabras de Koichi. La madre de Kaori parecía algo mareada, y la niña le rodeaba su esbelta cintura con el brazo mientras se encaminaban hacia la salida.

«Buenas noches», dijo Junko en silencio. «Te veré mañana. Y ya no tendrás que temer nada.»

– Mi hermanita -masculló Junko.

Una vez que el Capitán se marchó, Junko y Koichi fingieron ser pareja y dieron un paseo por el hotel. Subieron a la planta veintiocho y pasaron frente a la puerta de las Kurata. Acto seguido, dieron media vuelta, entraron en el ascensor y subieron al bar que se encontraba en la planta de arriba. Se acomodaron en la barra, en unos taburetes. Junko tomaba a sorbos el cóctel dulce de color chillón que Koichi había elegido mientras ambos picoteaban de un cuenco de nueces. Le dijo el nombre de la bebida, pero en cuanto la conversación se desvió del trabajo y se encaminó hacia cosas más triviales, se olvidó por completo. Koichi no bebía porque tenía que conducir, pero estaba de buen humor y charlaron animadamente sobre su casa, familia, mascotas presentes y pasadas, con especial hincapié en su adorada siamesa, Visión.

– ¿Y dónde tienes a la gata? ¿En tu apartamento de Yoyogi o en tu casa del lago Kawaguchi?

– Me acompaña a dondequiera que vaya. No puedo dejarla sola tanto tiempo.

– Qué dulce eres.

– ¿Es un cumplido? ¿O estás siendo sarcástica, como de costumbre?

Junko le lanzó la cáscara de nuez en respuesta.

– Visión es una hembra, así que tienes razones para estar celosa. Las siamesas son muy sexys.

– Son muy orgullosas, ¿verdad?

– Es una reina -rió Koichi-. Y yo, su sirviente.

– Me gustaría verte servir a un gato.

Con los codos sobre la barra, Koichi la miró de soslayo.

– ¿Ah, sí? ¿Quieres venir a conocerla?

Junko sostuvo el vaso en la mano, y lo miró a los ojos. «Son más claros de lo que pensaba», se dio cuenta. Entonces, reparó en una tenue cicatriz, de unos dos centímetros de largo, justo sobre su ceja derecha. ¿Un recuerdo de una pelea de la infancia?

– ¿Cómo te hiciste esa cicatriz?

– ¿Esta? -Koichi la tocó, como haciendo memoria-. Adivina.

– Te caíste de un árbol.

– No, lo siento. Yo me crié en la ciudad. Me caí de la bicicleta.

– Pocos reflejos, ¿eh?

– ¡Error! -rió Koichi-. Descendía la colina a toda pastilla, como un rayo, y me estampé contra unos cubos de basura. Los vecinos fueron corriendo a avisar a mi abuelo. Por aquel entonces ya estaba jubilado y se encontraba todo el día en casa. Caminaba con un bastón, pero en ese momento, prácticamente se abalanzó sobre la montaña de basura y me sacó por el pescuezo. Entonces, la emprendió a golpes conmigo por haber armado tal estropicio.

Junko podía imaginarlo perfectamente, y se partió de risa.

– ¿Tienes un don para salirte por la tangente, verdad? -preguntó Koichi.

Junko observó su copa medio vacía.

– ¿Quieres otro? -sugirió.

– No, prefiero que vayamos a otro sitio -contestó Junko y dejó la copa sobre la barra.

– ¿Adónde?

– A un sitio que conozco. -Junko se bajó el taburete, y cogió a Koichi de la mano-. No está lejos de aquí.

El Sans Pareil estaba justo donde recordaba. A través del ventanal, pudo ver a los clientes charlando y riendo, bajo la luz tamizada que despedían las velas dispuestas en las mesas.

Junko alzó la mirada antes de abrir la puerta.

– ¡Han arreglado el letrero de neón! Hace tiempo solía venir por aquí, y faltaba la «P».

– Como un salón de juegos de pachinko que se va a pique.

Las mesas también estaban ocupadas, de modo que Junko y Koichi se acomodaron en la barra. El pidió un expreso y ella lo acompañó.

– Puedes pedirte una copa si quieres.

– No me arriesgaré a emborracharme y que te aproveches de mí.

– Yo no haría nada semejante. -Koichi parecía herido.

Enmudecieron, cual pareja después de una riña. «Puede que sí seamos pareja y hayamos tenido una disputa», pensó Junko.

– Solía venir por aquí sola -explicó Junko sosegadamente y con la mirada puesta en la vela de la barra-. Me encantaba estar rodeada de tantas velas.

– Es precioso. -Koichi echó un vistazo alrededor del restaurante-. Pero la gente no suele venir aquí sola, ¿no?

– Cierto. De vez en cuando, venía acompañada.

Daba la sensación de que Koichi contó hasta cinco antes de preguntar:

– ¿Con Kazuki Tada?

Junko asintió, sin apartar la mirada de la llama. Le explicó que había llevado allí a Tada para mostrarle que podía encender las velas, pero que, en una ocasión, acabó prendiendo fuego a un Mercedes Benz aparcado en la calle. Tada se quedó de piedra, y ella se arrepintió aunque, por otro lado, también se sintió orgullosa de saber que después de eso, él la miraría con otros ojos.

Koichi escuchó sin interrumpirla ni una sola vez, ni hacer el menor comentario. Sus ojos tenían la misma mirada soñadora que los de Junko. Cuando ésta concluyó su historia ya era medianoche. Tenía la taza vacía y el número de clientes del restaurante ya era más reducido.

– Eh, me pregunto qué es eso -dijo Junko, señalando algo que quedaba medio escondido tras la barra.

Era un candelabro enorme. La parte superior tenía forma de corazón y, con las velas sin encender, parecía parte del atrezo de un escenario.

Koichi sonrió, distraído.

– ¿No es el tipo de velas que utilizan en las recepciones de boda?

Un camarero que andaba cerca los escuchó, y se detuvo con una resplandeciente copa en la mano.

– Es para mañana -sonrió.

– ¿Por qué? ¿Celebran una boda aquí?

– No, es Nochebuena. Muchos de nuestros clientes son parejas, y esto dará un toque romántico al ambiente. También lo utilizamos para el día de San Valentín.

El camarero retomó su tarea, y Koichi dijo en voz baja:

– Una campaña de promoción sobre el buen gusto…

Junko escrutó el candelabro en forma de corazón y contó las velas. Veinte en total.

Koichi no la invitaría dos veces a su casa. Fingió estar bromeando cuando sugirió que fuera a conocer a su gata, pero Junko sabía que estaba solo, era consciente de sus miedos, de su sed de compañía. Estaba segura porque ella también se sentía así. Llevaba muchos años sin saber cómo apaciguar esa sensación que no era capaz de ignorar sino que, por el contrario, ganaba en intensidad.

Se acordó de lo impotente y sola que se sintió la tarde en la que leyó el correo electrónico y oyó la voz de Koichi al teléfono, y cómo su corazón anheló su compañía. Solo hacía diez días que se conocían, pero compartían algo en lo que el tiempo tenía poco que decir.

También recordó que había herido sus sentimientos al entrar en el Sans Pareil. Y que lo había hecho a propósito. Había llegado la hora de dar el siguiente paso.

– ¿Crees que le gustaré a Visión?

Los ojos de Koichi se iluminaron. No daba crédito. Ella sonrió – una sonrisa sincera esta vez- a su genuina expresión de sorpresa.

– Mira -dijo, señalando el candelabro. Koichi giró la cabeza y pareció quedar más asombrado aún. Todas las velas del candelabro estaban encendidas.

– Solo tengo una cosa que pedirte.

– ¿ Qué es?

– Cuando estemos solos, hazme reír. -Su intención era sonreír e intentar quitarle importancia a sus palabras, pero cuando les dio voz, le temblaron los labios-. Pero, por favor, no te rías de mí.

Sintió que Koichi le cogía la mano bajo la barra y la apretaba con fuerza.

– ¿Por qué haría algo así? Te lo prometo.

Koichi cumplió su promesa. En aquel apartamento sorprendentemente acogedor y agradable, y sobre su cama grande y limpia, rió a carcajadas, y cuando dejó de hacerlo, vio sus blancos dientes asomar entre sus labios antes de posarse sobre los suyos. Aparte de la cicatriz de la ceja, reparó en varias heridas más. Koichi explicó pacientemente la historia que se ocultaba tras cada una de ellas hasta que los dos perdieron el interés.

«¿Cuántas veces te has caído de la bicicleta? ¿Cuántos huesos te has roto? ¿En cuántas ocasiones te has golpeado la cabeza? ¿Cuántas veces has ido en ambulancia? ¿En cuántas ocasiones te hiciste daño? Es increíble que hayas sobrevivido a eso…»

«Todo ocurrió porque te sentías solo. Del mismo modo que he estado menoscabando mi corazón, tú has estado maltratando tu cuerpo. Porque no podíamos aceptar que éramos diferentes de los demás. Es un don que no pedimos, sino que nos fue concedido, a la fuerza. Cargamos con demasiada responsabilidad. Nadie puede ayudarnos. Pero a partir de ahora, yo estaré a tu lado.»

Al principio, fue Koichi quien la sostuvo entre sus brazos, pero cuando quedaron dormidos, fue Junko quien lo abrazó. Como una madre. Como una amante.

Se despertó por el ruido de la calle. Junko se incorporó lentamente. Aún era de madrugada. Koichi dormía como un bebé, con la cabeza hundida en la almohada. Ella echó un vistazo a su alrededor, en busca de algo que ponerse, y encontró su camisa a los pies de la cama.

Junko se bajó de la cama y Visión, hecha un ovillo en el sillón, abrió sus brillantes ojos azules. Era difícil distinguir su cuerpo en la oscuridad, pero Junko se volvió hacia ella, con el dedo en los labios.

– Shh… No despiertes a tu amo.

Junko deslizó los brazos por las mangas de la camisa y, a continuación, abrió la persiana de la ventana. Tal y como imaginaba, estaba nevando. Por una vez, la previsión meteorológica había acertado.

Los copos eran grandes y redondos. Por lo visto, también había estado lloviendo. Desde aquella altura, no podía ver el suelo, pero sí los tejados de las casas vecinas que aún no estaban blancos, de modo que probablemente la nieve acabara de empezar a caer.

«Así que, al fin y al cabo, vamos a tener unas Navidades blancas.»

Junko sonrió. Jamás había esperado que la connotación romántica de esas palabras fuese a extrapolarse a su vida. Descansó la cabeza en el marco de la ventana y observó caer la nieve. Al principio, tuvo algo de frío, pero no tardó en olvidarlo conforme los recuerdos, nuevos pensamientos, sensaciones e imágenes que invadían atropelladamente su mente empezaron a cobrar nitidez. Las lágrimas se le deslizaron por las mejillas.

– ¿Qué haces?

Koichi se levantó y la rodeó con sus brazos desde detrás. Le acarició las mejillas con la cara y retrocedió, sorprendido.

– ¿Estás llorando?

Junko se enjugó la mejilla con la mano.

– No es nada -aseguró, pero las lágrimas se transformaron en sollozos. Koichi la llevó hacia la cama y se sentó junto a ella. La abrazó hasta que las lágrimas cesaron y Junko pudo recuperar el aliento-. Lo siento. -Se secó los ojos con la manga de su camisa. Algo suave le rozó las pantorrillas. Visión maullaba.

– Mira, ella también está preocupada por ti -dijo Koichi. La gata maulló de nuevo, como si quisiera confirmarlo. Se subió a la cama de un salto y se dispuso a acomodarse en el regazo de Koichi, pero este la apartó con suavidad. La gata siguió ronroneando y acabó haciéndose un ovillo contra su espalda.

– Después de todo, parece que vamos a ser rivales.

– Cuestión de magnetismo animal.

Junko se echó a reír. Koichi le apartó el pelo de la cara, tomó sus mejillas entre las manos, y le plantó un tierno beso en los labios.

– Con esto que te acabo de dar, se terminaron las lágrimas.

– ¿Tú crees?

– Claro. Es la mejor medicina.

Aún sonriendo, él la miró a los ojos, intrigado.

– ¿Por qué llorabas?

– Por nada, en serio. No sé qué me ha pasado. Estaba pensando en un montón de cosas, y de repente, me he echado a llorar. -Junko descansó la cabeza en su hombro y permaneció inmóvil, envuelta en su cálida fragancia masculina-. Estaba pensando en alguien que no pude salvar.

– ¿Quién? Espero que no te importe que te pregunte.

– No, no me importa. De todos modos, ya te habrás enterado por las noticias. -Junko levantó la cabeza-. Natsuko Mita.

La única luz que se filtraba por la ventana venía de las rendijas de las persianas. Sin embargo, en el instante en que Koichi escuchó el nombre de Natsuko, una expresión que Junko no pudo reconocer se adueñó de sus rasgos pero desapareció antes de poder escrutarla.

– ¿La mujer que asesinó la banda de Keiichi Asaba en la licorería? -El tono de Koichi era el mismo, y no había ni rastro de la expresión que ya no estaba segura de haber visto.

– Sí. Estaba enamorada del hombre que asesinaron en la fábrica de Tayama.

– Fujikawa, ¿cierto?

– Sus últimas palabras fueron: «Por favor, ayuda a Natsuko». Pero no lo logré, no pude salvarla.

– Hiciste lo que estuvo en tus manos.

– Pero el hecho es que no lo logré. -Junko negó con la cabeza-.Y si hubiera actuado un segundo antes, ella estaría a salvo. Le pegaron un tiro ante mis ojos.

Koichi la abrazó incluso con más fuerza.

– Deberías olvidarte de eso.

– No, no puedo. No debería olvidarme de eso. -Junko lo apartó de un empujón en el pecho, lo cogió por los brazos y le miró a los ojos para explicárselo-. He matado a mucha gente, y al final, no pude salvarla a ella. ¿Y sabes qué? Para colmo, ni siquiera sé quién la disparó. ¿Puedes creerlo? Ni siquiera sé quién lo hizo.

– Debió de ser uno de los compinches de Asaba. Había un montón de ellos allí, ¿no?

– Sí, pero despaché a todos los que vi. Pensé que no quedaba nadie y la conduje a la azotea para ayudarla a escapar. Pero alguien aguardaba allí. Lo extraño es que Natsuko lo reconoció. «Oh, eres tú», eso fue lo que dijo.

– Pues razón de más para que sea uno de los chicos que abusó de ella -aseguró con tono persuasivo y tranquilizador.

Junko no quería contrariarle, de modo que asintió.

– Probablemente tengas razón.

– Por supuesto que la tengo.

– Aun así, casi había olvidado que seguía sin saber quién la había asesinado. ¿No crees que es una irresponsabilidad por mi parte? Todos los han olvidado ya, pero yo debería pensar siempre en Natsuko y Fujikawa.

– No creo que debas cargar con esa responsabilidad -empezó Koichi, pero Junko lo negó inflexiblemente. Las lágrimas le colmaban los ojos de nuevo, pero levantó la cabeza y procuró retenerlas.

– Cuando la encontré en esa tienda de licores, en esa horrible habitación, parecía una moribunda. Le habían propinado una paliza. Era una muñeca rota. Pero cuando le dije: «Fujikawa me envía», se le iluminó el rostro. Fue como si escuchar su nombre la animara a aferrarse a la vida. Me preguntó si estaba bien. Incluso estando en aquel lugar tan espantoso, se preocupó por él. Del mismo modo que Fujikawa me sujetó por el brazo y me rogó, en su último aliento, que la ayudara. Su conexión era así de fuerte. -Junko enmudeció un momento y, después, prosiguió-: Creí que entendía el dolor de las víctimas, el dolor de aquellos que eran asesinados. De modo que no me importaba en absoluto deshacerme de los asesinos. Pero llegó un momento en que era incapaz de discernir lo que estaba bien de lo que estaba mal. Me sentí perdida.

Junko tendió la mano para acariciarle la mejilla y, con dulzura, trazó con el dedo la cicatriz de su ceja. Koichi se quedó inmóvil, con los ojos fijos en ella.

– Y ahora lo entiendo, porque tengo a alguien que me importa -susurró-. Porque tengo a alguien que no quiero perder. Ni dejar marchar. Ahora entiendo el miedo de Fujikawa, el dolor de Natsuko. Puedo sentir su desesperación como si fuera la mía. Esa es la razón por la que no quiero olvidarlos.

Encontraría al asesino de Natsuko. Lo encontraría y le haría pagar. No importaba quién fuera o dónde se encontrara, no escaparía de ella. Lo encontraría ya se ocultara en los confines del mundo o en las profundidades del océano. Daría con él y no mostraría piedad alguna.

La adrenalina y la fuerza de sus emociones la hicieron temblar. Koichi la abrazó y Junko se percató de que también le temblaban los brazos. Estaba con ella, lo harían juntos, pensó.

«Por fin, me he convertido en un ser humano». Mientras descansaba entre los brazos de Koichi por el resto de la noche, ese único pensamiento la invadió. «Ya no soy solo un arma. A partir de ahora, empiezan mis batallas como ser humano.»

La nieve seguía cayendo. La Nochebuena amaneció bajo un escenario cubierto de algodón. Se acercaban al final de la representación. Unas cuantas almas, desapercibidas, salían a escena en el acto final. Inadvertidas, en un silencio perfecto.

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