Capítulo 14

Chikako actuó con rapidez. Fusako se quedó paralizada junto a la bandeja de plata que había caído al suelo, así que Chikako tuvo que zarandearla por el brazo para atraer su atención.

– ¿Dónde está el extintor?

– ¿El extintor? -farfulló ésta, confusa.

Chikako volvió a sacudirla por el brazo, con más vigor esta vez.

– ¿Dónde?

Por fin, Fusako pareció despertar y salió apresurada por las dobles puertas del salón. Chikako la seguía de cerca. El ama de llaves emergió en un gran pasillo, giró a la izquierda y empujó un nuevo par de dobles puertas que daban a otro pasillo. Se detuvo frente a lo que parecía ser un estante repleto de cachivaches y sacó un pequeño extintor de entre la oscuridad. Empezó a manipularlo a tientas.

Chikako se lo arrebató de las manos sin mediar palabra y regresó al salón, quitando la clavija de seguridad de camino. Las flores del jarrón seguían ardiendo pero las llamas de lengua rojiza ya no lamían el techo ennegrecido que, al menos, no se había prendido fuego. Era obvio que habían elegido una pintura ignífuga.

Sin perder la sangre fría, apuntó al jarrón con la boquilla del extintor que, con un fuerte siseo, despidió una generosa cantidad de espuma, apagando las llamas en el acto. No solo acabó con el incipiente foco sino que, en menos de un minuto, el potente olor químico del matafuego invadió la habitación, y subyugó por completo el humo resultante de la combustión.

Chikako no había dejado de apretar el gatillo del extintor y seguía sin apartar la boquilla del jarrón. Fue acercándose poco a poco hasta rellenar el florero de espuma, que ya no contenía más que las estructuras de alambre de las flores artificiales. Los majestuosos pétalos de papel quedaban reducidos a cenizas y hollín que se disolvían en un mar de espuma.

Chikako reparó en los tallos: eran lo suficientemente sólidos como para sostener la guarnecida composición floral. Y pese a estar formados por alambres trenzados de unos cinco milímetros de grosor aproximadamente, estaban parcialmente derretidos. Semejante resultado en un periodo tan breve de tiempo significaba que la temperatura alcanzada había sido extremadamente alta.

Durante las primeras sesiones de formación que precedieron su traslado a la Brigada de Incendios, se prendía fuego a todo tipo de materiales para aprender a reconocer el olor que desprendían al arder. Naturalmente, los experimentos excluían sustancias tóxicas, y se centraban en la combustión del papel, la madera, el algodón o el cáñamo, y también algunos materiales de construcción. Todos ellos desprendían un olor característico.

Pero en este caso, Chikako no pudo identificar otra señal olfativa que la dejada por el papel. Papel y calor, eso era todo. Tampoco había rastro de ningún acelerante de combustión y la experiencia le indicaba que, en esas condiciones, era imposible que el papel alcanzara temperaturas tan altas. Lamentó no haber examinado más de cerca las flores a su llegada.

Eso le sonaba de algo. Se acordó entonces de que era la misma pregunta que se había formulado días antes. Otro caso, otro escenario. La misma incógnita se planteó en circunstancias muy distintas al examinar la vieja fábrica de Tayama, y descubrir que la base de una estantería de hierro cercana a uno de los cuerpos carbonizados se había derretido. Ahora que lo pensaba, la cuestión de las altas temperaturas seguía siendo un enigma sin resolver en todos aquellos casos de incendios homicidas.

Tenía que tratarse de una coincidencia. Una coincidencia muy extraña…

La espuma del extintor ya se había disuelto en una solución que colmaba el jarrón. El extintor vacío era tan ligero que se balanceó en la mano de Chikako cuando ésta se dio la vuelta hacia las presentes.

– ¿Está todo el mundo bien?

Fusako y Michiko se acurrucaban la una junto a la otra, detrás del sillón en el que Chikako había tomado asiento antes. Con ellas estaba Kaori, que había bajado al salón sin que la detective se hubiese percatado de ello. Estaba aferrada a Michiko.

Las tres miraban a Chikako como si hubiese dicho alguna barbaridad.

Sin embargo, la detective se concentró en una sola de ellas e intentó leer en su mirada. Kaori. Esos ojos negros parecían atravesarla.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Chikako-. No te has asustado, ¿verdad? El fuego está apagado, así que no hay nada que temer.

Con los brazos aún alrededor de Michiko, Kaori apartó bruscamente la mirada.

– Me duele la cabeza -dijo en un hilo de voz, como si estuviese a punto de echarse a llorar.

– Detective Ishizu -intervino Michiko, que rodeaba con el brazo los delgados hombros de Kaori-. Voy a tener que informar de esto en comisaría.

– Sí, acabamos de asistir al decimonoveno incendio, ¿cierto?

– Eso es -asintió la joven detective. Se lamió los labios, nerviosa, como si tratara de escoger las palabras con la máxima cautela-. No les dije a mis colegas que había pedido asesoramiento al tío Ito. Así que si la encuentran aquí, detective Ishizu… -enmudeció y se lamió los labios de nuevo.

Chikako entendió lo que quería decirle. No le llevó la contraria e incluso para templar los nervios, dentro de lo razonable en semejantes circunstancias, sonrió y dijo:

– Tiene razón. Creo que será mejor que me marche. Pero señora Eguchi… -Fusako se sobresaltó-. Me gustaría regresar y hablar con usted más tarde. La llamaré. Agradeceré su cooperación.

Fusako miró a Michiko antes de responder, pero ésta, probablemente a propósito, tenía la mirada gacha mientras acariciaba el pelo de Kaori. Aunque en un principio sus palabras sonaron a asentimiento, resultaron ser una negación. Chikako no se molestó en intentar descifrar su respuesta. Recogió sus cosas con rapidez y se dirigió hacia la salida.

Una vez fuera del edificio y mientras atravesaba la zona verde que lo rodeaba, reparó en un sedán sencillo y sobrio, que estaba aparcando. Debía de venir de la comisaría de la Bahía, donde trabajaba Michiko. Un joven de la misma edad iba al volante y nadie lo acompañaba. Chikako no aminoró la marcha al pasar junto al automóvil. Tenía que ser el segundo agente favorito de la pequeña Kaori. Dada la situación de ahí arriba, no era posible que Michiko hubiese llamado a un colega que no le agradara a la pequeña. Y a juzgar por la velocidad con la que había llegado, Michiko y él debían de tener buena relación. Puede incluso que se tratase de su novio, ahora que lo pensaba. Brindaría esta noche por ello, pensó, sonriente.

La estación más cercana era Tsukiji, en la línea de Hibiya. Había llegado en taxi por lo que no sabía exactamente qué dirección tomar para llegar allí. Lo único que sabía es que a pie quedaba a un buen trecho. Cuando diseñaron aquel impresionante bloque de viviendas, debieron de asumir que ninguno de los posibles inquilinos engrosaría las hordas de tokiotas cuyas vidas dependían de los transportes públicos.

El paseo la ayudó a relajarse. Al pasar junto al templo Tsukiji Honganji, divisó una pequeña cafetería y decidió entrar. Quería ordenar sus pensamientos y planear sus siguientes movimientos antes de regresar a la central e informar al capitán Ito sobre lo sucedido.

Se sentó junto a la ventana y tras pedir un café a la camarera, sonó su teléfono móvil. No lo oía cuando lo llevaba en el bolso, así que siempre lo llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta. La camarera le lanzó una mirada cuando lo sacó.

– ¿Detective Ishizu? -Era Makihara. Chikako pensó que debía de tratarse del destino o de una intervención divina. Estaba pensando distraídamente en él antes de recibir su llamada.

– ¿Tiene dotes telepáticos? -preguntó con toda seriedad-. Estaba pensando ahora mismo en llamarlo.

– ¿Ha ocurrido algo? ¿O es que tiene mucho tiempo libre?

¿A qué venía eso? ¿Mofa? ¿Toque de atención? De repente, tuvo un presentimiento y, por lo visto, dio en el clavo.

– ¿Dónde se encuentra ahora mismo? ¿Está en la comisaría central?

– ¿Cómo lo sabe? -repuso Makihara.

– Déjeme adivinar. Se ha pasado por ahí con la intención de hacerme una visita y alguien del departamento le ha dicho que ya no trabajo en el caso de Tayama, ¿cierto? Debe de creer que he perdido el interés de la noche a la mañana y que he decidido quitarme de en medio. Y no está muy contento, que digamos.

Hubo una pausa.

– ¿Tan previsible soy?

– No, solo que la situación es demasiado clara.

La camarera se acercaba con el café, por lo que la detective bajó la voz.

– Escuche. Le explicaré qué ha pasado para que me asignaran otro caso. Y acabo de experimentar algo verdaderamente interesante. Algo que me gustaría compartir con usted…

Poco después, sentado en la mesa de la misma cafetería, Makihara se limitó a escuchar, en un silencio absoluto, lo que la detective tenía que contar. Chikako le relató los detalles de la investigación extraoficial que había emprendido para dar impulso al caso de la pequeña Kaori. Pasó a describirle lo que acababa de presenciar en casa de los Kurata. Mientras tanto, Makihara permaneció impasible, no pestañeó ni emitió sonido alguno. Estaba tan quieto que, de haber una grabadora en la mesa registrando la conversación, cualquiera que escuchara la cinta posteriormente habría jurado que Chikako hablaba sola. No se inmutó en ningún momento, ni siquiera cuando Chikako hubo concluido la exposición de los hechos. Ella tomó un sorbo de su café tibio.

– Dígame, ¿qué opina? -le preguntó.

Makihara apuró su té negro, sin azúcar ni leche, antes de encender un cigarrillo. Cuando finalmente contestó, la miró fijamente, con los ojos nublados por algo más que el humo.

– A ver si lo entiendo. Cuando me pide mi opinión, ¿a qué aspecto de la cuestión se refiere? ¿Quiere saber cómo creo que se iniciaron los incendios en casa de los Kurata? ¿O quién creo que los provoca?

Chikako estalló en carcajadas. Makihara le recordaba a su humilde y dócil collie, y ahora resultaba que también enseñaba los dientes.

– Lo uno, lo otro, o a ser posible ambos -repuso con cortesía Chikako-. Mi experiencia en la investigación de incendios criminales no es suficiente. Francamente, resulta bastante desconcertante ver cómo las llamas surgen de la nada, frente a tus narices. No tengo ni idea de cómo pudo iniciarse.

Makihara apagó el pitillo.

– Pero sabe quién lo hizo. No pudo ser otra persona.

Chikako decidió que había llegado la hora de ser sinceros.

– ¿Se refiere a Kaori?

– Por supuesto.

– Bueno, es la sospechosa principal y creo que la opción más probable. Sin embargo, después de ver cómo se inició el incendio, tengo mis dudas.

Makihara encendió otro cigarrillo y Chikako prosiguió.

– Si se trata de Kaori, entonces ha desarrollado un ingenioso método que le permite provocar incendios a distancia, algo como un dispositivo activado por control remoto. Y por si fuera poco, tiene bastante destreza para utilizarlo. No deja evidencia de la técnica empleada ni rastro del mecanismo. Es más, el fuego alcanzó la temperatura suficiente como para derretir el alambre. ¿Puede hacer eso una niña de trece años? No me parece muy factible.

– Puede serlo, si mira la situación desde una perspectiva diferente -rebatió Makihara-. En cuanto empiezo a hablar así la gente cree que he perdido la cabeza.

Mientras examinaba el rostro de Makihara, ahí sentado y diciendo aquello, Chikako intuyó que el detective le imploraba a gritos que lo escuchase, que le preguntase por qué la gente lo consideraba un bicho raro y que, después, lo reconfortase y le asegurase que no era tal cosa. Chikako le lanzó una sonrisa.

– Eh, no se enfade conmigo. Es una pérdida de tiempo. Gracias a mi marido y mi hijo, estoy hecha a prueba de balas. -Chikako levantó la mano y pidió a la camarera que le pusiera otro café. Makihara cerró la boca, y el brusco gesto mandó parte de la ceniza de su cigarro al suelo. Ahora que reparaba en él por el rabillo del ojo, parecía que la fiera se había amansado.

– Por favor, dígame lo que piensa -prosiguió Chikako-. No voy a escandalizarme me cuente lo que me cuente. Y sé que quiere contarme algo, así que adelante.

Makihara dejó escapar un suspiro.

– Durante la investigación de los homicidios de Arakawa, comenté esa teoría a los compañeros. Se burlaron de mí y dijeron que estaba loco. Me advirtieron de que si no me lo tomaba en serio, me echarían a patadas del caso. Así que, desde ese momento, me ando con cuidado.

– Pues de seguir así no llegaremos a ninguna parte -repuso Chikako con calma-. De todos modos, no estoy en posición de sacarle a patadas de ningún sitio. Lo único que ha de decidir es si podrá lidiar con el riesgo totalmente trivial de que una colega de mediana edad llamada Chikako Ishizu piense que ha perdido la cabeza. Con lo cual, no tiene mucho qué perder… Vamos, suéltelo ya, hombre.

Makihara se quedó helado, miró con atención a Chikako y, entonces, estalló en carcajadas muy a su pesar. Chikako también se echó a reír pero no tardó en volver al tema que le ocupaba.

– De acuerdo, ¿de qué teoría se trata?

Esta vez hubo una nueva pausa. Y no tenía nada que ver con sus dudas. Solo era cuestión de vocalizar la palabra de la forma más clara.

– Piroquinesis.

– ¿Piro…?

– La capacidad de provocar fuegos por medio de la mente.

Chikako parpadeó. Ahora que lo pensaba, no era la primera vez que escuchaba al detective pronunciar esa palabra.

– El poder de prender fuego a cualquier sustancia, ya sea orgánica o inorgánica, a discreción, simplemente concentrándose -prosiguió Makihara-. La piroquinesis no solo permite provocar incendios sino alcanzar, al instante, temperaturas suficientemente altas como para derretir el metal. -La imagen de la estantería de metal en la fábrica invadió de nuevo la mente de Chikako.

– Estoy convencido de que la persona que se esconde tras los homicidios de Arakawa y los sucesos posteriores domina esta técnica. Hablamos de alguien muy especial, que se ha convertido en todo un maestro en este arte; que puede controlar ese poder casi a la perfección, proyectarla en el espacio con gran precisión, arrojarla sobre su objetivo con escaso margen de error. -Makihara se encogió de hombros un poco antes de añadir-: Y pese a que Kaori Kurata obedece a este perfil, no es la homicida tras la que andamos: aún no tiene experiencia suficiente. ¿Qué piensa? Ha dicho que nada la escandalizaría, pero se le ve bastante sorprendida al fin y al cabo.

Chikako bajó la mirada. Pues sí, estaba sorprendida. No podía creer las palabras que salían de boca de un detective de la policía que, además, hablaba con toda seriedad.

Makihara enmudeció pero su expresión decía: «Ya se lo había advertido». Mientras miraba al suelo, Chikako pudo distinguir por el rabillo del ojo que encendía un nuevo pitillo y, hecho esto, quizá irritado, aplastó el paquete en la mano. Reparó en sus dedos finos y largos, como los de una mujer. Lo interpretó como un rasgo que denotaba una personalidad muy nerviosa y no tardó en llegar a la conclusión que el problema de Makihara no provenía exclusivamente de sus opiniones poco ortodoxas, sino también de un carácter difícil.

En realidad, se comportaba como un niño. Si utilizaba ese tipo de estratagema para atraer la atención de sus compañeros y superiores, no era de extrañar que lo marginaran. Por otro lado, a las mujeres podría resultarles atractivo. Algo burlona, Chikako alzó la mirada y preguntó:

– Detective Makihara, dígame ¿qué le hace creer en la existencia de tal prodigioso fenómeno paranormal?

– ¿Quiere decir que por qué creo en algo tan ridículo? -preguntó este, enarcando ambas cejas.

– No, eso no es lo que he dicho. Escúcheme, por favor. He dicho «prodigioso fenómeno». No he dicho «ridículo». Si el poder del que habla existe realmente, y la gente que lo utiliza existe de verdad, no sería una ridiculez, sería espantoso.

Makihara estaba escucharlo, sin apartar la vista del rostro de Chikako. Se trataba de una mirada recelosa, suspicaz, como si procurara averiguar si Chikako fingía seguirle el juego mientras se mofaba de él para sus adentros.

– Así que, dígame -prosiguió-. Sus colegas del departamento o el equipo encargado del caso de Arakawa le habrán preguntado en qué se basa para sacar a colación esta teoría, ¿no es cierto?

– La verdad es que no llegaron tan lejos -resopló-. Se limitaron a decir: «Tómatelo en serio y déjate de tanta ciencia ficción».

Era una reacción comprensible. Sin embargo, ella no intentaba demostrar nada con su interrogatorio. De alguna manera, tenía la sensación de que Makihara necesitaba exteriorizar todo aquello. Eso explicaría la impaciencia que manifestaba y también los repentinos cambios de humor. Del mismo modo que encajaba con el hecho de que acudiera a la central a buscarla o que se enfadara cuando Chikako le comunicó que ya no seguía en el caso. Significaba que había depositado todas sus esperanzas en ella. Y después de todo, ahora que estaba involucrado en la investigación de unos crímenes tan despiadados como misteriosos, la opinión de los demás ya no importaba; no había vuelta atrás. Y no estaba dispuesto a olvidarse de ello. De su disparatada teoría tampoco…

– Mire, que quede bien claro que ni creo que sea estúpido ni me estoy riendo de usted. Es cierto que cuesta dar crédito a esa teoría de la piroquinesis. Así que, ayúdeme a entender y conteste esta sencilla pregunta, ¿qué le lleva a barajar semejante hipótesis? -Chikako insistió-. Deme algo a lo que aferrarme, argumentos, convénzame. Uno no se traga cualquier cuento porque sí. Eso es lo que hacen los niños. Ya lo sé, acabo de comentarle que he visto un objeto estallar en llamas ante mis ojos, como por arte de magia. Pero de momento, ahí queda la cosa; no me aclara nada, ni sobre los incendios ni sobre Kaori. De acuerdo, he presenciado un incendio que se ha iniciado en circunstancias extrañas, pero no es suficiente como para que me trague lo de la piroquinesis. No obstante, estamos limitados por nuestros cinco sentidos, y la vista, en especial, puede ser muy engañosa. Debe de existir algo más allá de lo que vemos. Algo que le haga apostar por esta teoría.

La mirada de Makihara pareció perderse por un momento.

Cuando Chikako fue ascendida al rango de detective, aprendió mucho de un aguerrido compañero. Se convirtió en todo un maestro para ella. El viejo policía se había ganado la reputación del ser el más hábil a la hora de llevar a cabo un interrogatorio. En toda comisaría, siempre destacaba un agente que se ganaba el apodo de «Mentalista» por tener la aptitud de derribar cualquier muro del silencio en la sala de interrogatorio. La mayoría era detectives ya veteranos que habían visto mucho mundo y aquel hombre no era ninguna excepción. Y típico de los hombres hechos de esta pasta, tenía costumbre de simpatizar con las ovejas negras, por lo que estaba destinado a tomar bajo su protección a Chikako, la única mujer de la brigada. De todas las cosas que le enseñó, había una lección en particular que su alumna no olvidaría jamás.

«De vez en cuando, Ishizu, la mirada del sospechoso que se sienta frente a ti en la sala de interrogatorios se perderá por un momento. No se trata de una mirada huidiza que denota que acaba de contradecirse ni tampoco de esas que delatan sus mentiras. Solamente dan la impresión de estar soñando durante una décima de segundo.»

«Lo que esa mirada significa es que algo que han guardado en los abismos de la memoria y que no quieren recordar nunca, de repente, remonta a la superficie de su mente. Un recuerdo muy vivo. Con lo cual, durante un instante, este retazo de memoria moviliza toda su atención y su mirada se pierde. Es algo que has de aprender a reconocer.»

«Para algunos sospechosos, se trata de detalles de un crimen. Para otros, no es más que la reminiscencia de un abuso sexual por parte de un padrastro. Otros se acordaran de un terrible accidente. Es decir que no tiene por qué delatar ningún crimen cometido. No obstante, esa evocación frustrada puede ser la clave que permita adquirir un conocimiento más profundo del sospechoso. Así que, cuando ocurra, fíjate bien en la conversación, la situación o el momento, en lo evocado justo antes de que notaras esta señal en los ojos de la persona que tienes en frente. Te dará una perspectiva mejor del caso.»

Chikako nunca había olvidado eso. No le había servido en la sala de interrogatorios, pero el truco le había resultado muy útil en un sinfín de ocasiones.

Ahora no sería una excepción. Chikako se percató del instante en el que la mirada de Makihara pareció perderse en la nada, como si sondeara sus adentros. Es más, observó que el detective desviaba la mirada de lo que fuese hubiera visto en su mente, cerraba los ojos y volvía a concentrarse en Chikako.

¿Qué habría recordado Makihara? ¿De qué habían estado hablando? Piroquinesis. «¿Podría ser…?»

– Makihara, ¿no tendrá usted ese tipo de poder, verdad? – preguntó.

Parecía como si alguien acabara de verter sobre él un cubo de agua fría. La ceniza cayó del cigarrillo que sujetaba entre los dedos. Chikako se inclinó hacia adelante y repitió la pregunta, algo más seria.

– ¿Es eso? ¿Esa es la razón por la que cree firmemente que la piroquinesis existe?

Makihara miró a Chikako a los ojos y estalló en carcajadas.

– De acuerdo -rió ésta y soltó un suspiro-. Entonces, ¿no es eso?

La camarera se había percatado de sus risas y ahora estiraba el cuello para poder verlos mejor. Cogió una jarra de agua fría y se encaminó hacia ellos.

– No es eso, ¿verdad? -reiteró Chikako a la espera de confirmación.

– No, no tengo ese poder -negó con la cabeza.

– Vale, entonces, ¿se trata de alguien cercano a usted?

Esta vez, el detective se sobresaltó como si Chikako le hubiese propinado un puñetazo. «Ese dardo ha estado muy cerca de la diana», pensó ella.

La camarera miró a Chikako y, después, a Makihara. Sirvió algo de agua en sus vasos, con suma lentitud y, también se tomó su tiempo para darse la vuelta y marcharse.

– A mi hijo le gustan las novelas de ciencia ficción -explicó Chikako-. Y también las películas. Tiene una colección bastante impresionante. No es la primera vez que oigo hablar de percepción extrasensorial o de poderes sobrenaturales. Probablemente sé más sobre el tema que la mayoría de mujeres de mi edad.

– ¿Cuántos años tiene su hijo? -preguntó Makihara. Quizá estuviese equivocada, pero al detective se le veía algo aliviado ante el cambio de tema y sus hombros parecían relajarse.

– Veinte. Está estudiando en la universidad de Hiroshima, de modo que únicamente lo veo en las fiestas de fin de año. Los chicos así son una lata -rió Chikako antes de tomar un sorbo de agua-. Makihara, acaba de recordar algo, ¿verdad?

Silencio.

– ¿Algo que tiene relación con todo esto? Al menos esa es la sensación que me ha dado. ¿Ha experimentado en sus propias carnes algo? ¿Algo que tenga que ver con esa piroquinesis?

– En mis propias carnes… -masculló el detective, tanto para sí mismo como para su interlocutora.

– Sí. Tengo razón, ¿verdad? Y ahora mismo acaba de recordarlo.

– ¿Es usted adivina? -preguntó medio sonriendo.

– No, no, nada de eso. Es una técnica que me enseñó un viejo maestro.

Makihara tomó la cuenta bruscamente y se puso de pie.

– Vámonos.

– Pero aún no hemos llegado al fondo del asunto, ¿cierto?

– Será mejor que no lo hagamos aquí. Ya que es usted detective, ¿no le gustaría ver dónde sucedió todo?

Makihara condujo hasta el noroeste de Tokio casi sumido en un silencio autista. A cualquier pregunta que formulaba Chikako, él respondía con un «Espere a que lleguemos».

El tráfico era muy denso y tardaron casi una hora. Cuando él dijo: «Hemos llegado», y detuvo el coche, acababan de salir de la autopista de Mejiro por el paso elevado de Toyotama. Estaban a unos cinco minutos de la estación de Sakuradai.

Era un lugar tranquilo, principalmente residencial. Cerca de ellos colgaba un letrero que rezaba: «Zona escolar». A mano izquierda, había un pequeño parque. Estaba totalmente rodeado por árboles, pero las hojas habían caído y a través de las ramas desnudas podían ver los jerséis y chaquetas coloridas de los niños que ahí jugaban.

Makihara saltó un muro bajo de cemento, atravesó el césped y se encaminó hacia los columpios. Chikako, que no tenía tanta destreza en realizar acrobacias, dio un rodeo hasta la entrada y lo siguió a corta distancia. Algunos chicos se columpiaban con tanto ímpetu que Chikako no pudo sino temer lo peor al escuchar el chirrido de las cadenas. Makihara se detuvo cerca de ellos, con las manos embutidas en los bolsillos del abrigo. Chikako lo alcanzó.

– ¿Fue aquí donde sucedió?

Makihara la miró y asintió.

– Aquí crecí yo. Vivíamos a unos cinco minutos a pie. Construyeron este parque cuando yo era muy pequeño, y jugaba aquí todo el tiempo. Ha cambiado mucho desde entonces, ahora está mejor acondicionado. Eso sí, los columpios siguen en su sitio y también los árboles y parterres. -Había un banco cerca y Makihara apuntó hacia él-. Y este banco. Este banco lleva aquí desde siempre.

Finalmente, parecía dispuesto a abrirse a Chikako. El banco estaba frío, pero ella se sentó igualmente.

– Hace exactamente veinte años, yo estaba en el instituto. Tenía catorce años. Era fin de curso, un 13 de diciembre. Estaba en plena época de exámenes.

No parecía despertar recuerdos de su pasado. Sonaba más bien como si estuviera leyendo en voz alta el informe de un caso archivado.

– Serían las seis pasadas de la tarde. Ya que era invierno, el sol se había puesto y estaba oscuro. Todos los niños se habían ido a casa. No así Tsutomu, que todavía estaba aquí, en este columpio.

– ¿Tsutomu?

– Sí, mi hermano pequeño. Estaba en segundo de primaria.

– Qué pequeñín.

El viento arrastraba hacia sus oídos los gritos de los niños que se balanceaban con fuerza en los columpios. Makihara, que había estado observándolos, se volvió de repente hacia Chikako.

– Era mi hermanastro. Mi madre falleció poco después de que yo naciera. Mi padre me crió solo durante años, pero cuando empecé la escuela, conoció a una mujer y se casaron. Era la madre de mi hermano pequeño.

Con una expresión fría, Makihara encorvó los hombros, negó con la cabeza y prosiguió:

– Mi madrastra y yo no teníamos mucho en común. En realidad, era mi antítesis. Quizá no quería que me sintiese herido o aislado, de ahí que intentara con todas sus fuerzas ser buena conmigo… Pero a cambio, fue muy estricta con su propio hijo. El caso es que para cuando llegó a segundo curso, Tsutomu ya era un niño problemático.

»Aquel día, al regresar a casa después del colegio, hizo una travesura y rompió algo. Mi madrastra perdió los nervios y la emprendió a golpes con él. Tsutomu huyó.

»Ella insistió en que no fuésemos tras él, en que ya volvería a casa cuando se le pasara la rabieta. Pero yo sabía que estaba muy preocupada. De modo que salí a buscarlo. Un niño tan pequeño no puede ir demasiado lejos y, de hecho, lo encontré rápido. Estaba aquí, en este mismo parque, hecho una furia y se balanceaba con mucha fuerza, de pie sobre el columpio.

»En cuanto me divisó, se columpió con más fuerza para ganar impulso y bajarse de un salto. Una vez aterrizó, echó a correr. Yo le grité algo como «¡Está muy oscuro! ¡Volvamos a casa!», y él me respondió con un «¡Te odio! ¡Déjame en paz!» mientras se alejaba. El renacuajo era muy rápido y no tardó en sacarme una buena ventaja. Y entonces, en ese punto, donde está ahora el cajón de arena…

Chikako entrecerró los ojos ante las arremetidas del frío viento, pero no por ello dejó de seguir la mirada de Makihara. El cajón de arena, medio congelado, estaba desierto.

– Por aquel entonces, ahí había un pequeño tobogán. Tsutomu se agachó para sortearlo pero de repente, se detuvo en seco. Parecía algo sorprendido y dijo algo. Yo corría tras él, así que no pude escuchar lo que decía, pero pensé que llamaba a alguien por su nombre.

– ¿Un amigo suyo, quizá? -preguntó Chikako casualmente, pero la expresión de Makihara se hizo sombría.

– No sé si era un amigo o no. Sigo sin saberlo. Había alguien ahí, escondido bajo el tobogán. Por ahora dejémoslo así.

La mirada de Makihara se rezagaba en el cajón de arena, pero Chikako supo que lo que el detective veía era el tobogán desaparecido. Sintió un escalofrío. El significado de sus palabras «Vayamos a ver dónde sucedió» no había pasado desapercibido para ella y parecía que estaba a punto de relatar algo relacionado con la piroquinesis. Y tenía la sensación de que no se trataba de nada bueno. ¿Qué pasaría por la cabeza de un niño pequeño y rebelde que mantenía una relación inestable con su madre…?

– Tsutomu se detuvo y dijo algo -resumió Makihara-. Yo ya estaba a menos de diez metros de él. Puesto que se había detenido pensé que tenía la posibilidad de atraparlo, así que corrí tan rápido como pude y le grité: «¡Vamos a casa! ¡Mamá está preocupada!…»

Los niños seguían columpiándose. Chikako oía sus alegres voces, pero cada vez hacía más frío.

– Se oyó un sonido sordo, ¡bum!, como una explosión -continuó Makihara, aún con la mirada fija en el cajón de arena-. El pobre Tsutomu se vio envuelto en llamas.

Makihara se estremeció, fue un estremecimiento que tenía mucho que ver con la reacción de alguien que, tiritando de frío en un sitio sometido a los rigores del invierno, se acerca de súbito a una hoguera.

Aunque no había fuego cerca, las llamas poblaban los recuerdos de Makihara, que revivía la imagen de su hermano ardiendo. Esa era la fuente de su estremecimiento.

– No tengo ni idea de dónde salió el fuego. Apareció de la nada cubriéndole por completo. Eso me pareció ver. Entonces, solo durante un segundo en el que se quedó inmóvil, recuerdo que extendió los brazos. Y que bajó la mirada para observarse, como preguntándose qué le estaba pasando. Como un niño que, después de arreglar su bicicleta, repara en la mancha de aceite que lleva en la ropa. Eso suele suceder, ¿verdad? Sobre todo, con los niños.

– Sí, suele pasar… -repuso Chikako con suavidad.

– Pues así fue como sucedió. «Vaya, ¿por qué estoy cubierto de aceite?». Se le veía atónito, como preguntándose «¿Eh, de dónde ha salido este fuego?». Eso reflejó su modo de observarse el cuerpo y los brazos. Entonces… -Su voz se extinguió durante un momento, como atrapada en su garganta-. Entonces empezó a gritar. Para cuando lo alcancé, pude ver el grito salir de su boca. No se trata de una metáfora, sucedió exactamente como se lo cuento. Tsutomu abrió la boca, escupió llamas, cual dragón en una película. Y a continuación, empezó a dar vueltas como si intentara zafarse del fuego o apartarse de él.

»Me quedé paralizado todo lo que pude hacer fue gritar su nombre, «¡Tsutomu!».

»El me vio. Me miraba pero sus ojos no dejaban de moverse de un lado a otro, como si quisieran escapar de su cabeza. Y no solo sus ojos sino también sus brazos y piernas; cada parte de su cuerpo parecía intentar liberarse del fuego y huir hacia todas direcciones a la vez.

»Se acercó hacia mí, con los brazos extendidos.

»Yo empecé a recular. Tsutomu venía hacia mí para que le ayudase, y yo estuve a punto de echar a correr. Juro que se dio cuenta de ello. Se detuvo y se limitó a gritar mi nombre, una y otra vez.

»El fuego lo quemó desde dentro. Pude ver que tras sus ojos y dentro de su boca todo estaba calcinado. El fuego manaba de la yema de sus dedos. Tendió las manos hacia mí y, entonces, sus labios esbozaron un «¡Ayúdame!».

Makihara se estremeció de nuevo. Chikako se levantó del banco y se colocó tras él. Pudo ver que tenía la piel de la nuca erizada, la zona que su abrigo no lograba tapar.

– Se desplomó. Junto a mis pies -continuó Makihara, con la vista en el suelo.

Con el fin de resguardarse del frío, Chikako se levantó el cuello del abrigo y se cruzó de brazos sin apartarse del detective. Los columpios estaban vacíos; no se había percatado de ello. Los niños que tan decididos estaban a volar, se habían marchado a otro sitio. Reinaba el silencio. Los alegres gritos se habían extinguido, el cajón de arena seguía desierto. Tan solo el rumor del frío viento resonaba en los oídos de Chikako, en un débil sonido quejumbroso. Como el gemido de un niño.

– Cuando Tsutomu se desplomó, finalmente intenté apagar el fuego. Le aticé por todos lados. Después me quité la camisa e intenté sofocar las llamas con ella. Pero ya era demasiado tarde. Tsutomu estaba carbonizado.

– Al escucharle tengo la impresión de que toda la escena sucedió durante una eternidad aunque no pudieron pasar más de diez o veinte segundos -dijo Chikako-. Su reacción fue rápida. Corrió hacia su hermano e hizo lo que pudo por extinguir el fuego. Al recordarlo, uno tiene la impresión de haber actuado con lentitud. Es una especie de ilusión, y suele pasar a menudo.

No estaba diciendo lo primero que le venía a la mente en un intento por reconfortarlo. El tiempo realmente parecía pasar muy despacio cuando ocurría un accidente u otra situación crítica. No era cuestión de que el tiempo se dilatara, sino que el ritmo de procesamiento de la información del cerebro doblaba o triplicaba su velocidad normal. Esa era la razón por la que los sentidos se aguzaban, la percepción se hacía más sensible y los recuerdos de la escena eran tan vivos. La gente que sobrevivía a algún trance y rememoraba el momento, solía atormentarse por lo increíblemente torpe, inútil y lento de su reacción, incluso mucho después de que este sucediera. Una sensación tan normal como dolorosa.

– Seguí golpeándolo para apagar el fuego, pero para cuando terminé no era más que cenizas. Mi hermano había muerto – sentenció Makihara, con tono desprovisto de emoción-. Me puse a gritar como si mi vida dependiera de ello. Mientras lo golpeaba, las llamas chisporroteaban y humeaban. Oí a alguien gritar a lo lejos. Probablemente alguien que pasaba por el parque y al reparar en mí, me interpeló: «Eh, ¿estás bien? ¿Qué ha pasado?». Yo no podía hablar ni respirar siquiera, por las convulsiones. Las lágrimas empezaron a caerme por las mejillas, y apenas podía abrir los ojos. Más tarde, descubrí que me había quemado las pestañas.

Makihara se pasó las manos por la cara, parecía cansado.

– Pero oí algo. Alguien estaba llorando junto a mí. Esos sollozos no eran los míos – Makihara levantó la cabeza y señaló el cajón de arena-. Ya le he dicho que había un pequeño tobogán ahí, ¿verdad? ¿Y que mi hermano se agachó para pasar bajo él antes de que empezara a arder?

– Sí, es lo que ha dicho.

– Yo estaba en el suelo, junto a los restos de Tsutomu. Desde ahí podía ver lo que había bajo el tobogán, junto a la escalera. Era una niña pequeña de la edad de Tsutomu, agazapada bajo la oscuridad.

Pese a las farolas encendidas en el parque, entre la oscuridad de la noche y las sombras que el tobogán arrojaba sobre la pequeña, Makihara no pudo distinguir su rostro. Lo único que vio fue un jersey de color amarillo canario y una cara que se ocultaba tras unas pequeñas manos. Y que estaba llorando. Gemía y sacudía convulsivamente la cabeza, de un lado a otro.

– Intenté levantarme. Quise ir hacia la niña pero estaba muy débil. Creo que le dije «¿Estás bien? ¿No estás herida, verdad?». Algo parecido. Pensé que estaba llorando porque el fuego la había asustado.

Sin embargo, la niña se levantó con una prontitud tan inesperada que su falda revoloteó ante el impulso del movimiento. Su preciosa cara quedaba deslucida por las lágrimas. Se volvió hacia Makihara y lo observó durante un momento y, acto seguido, desvió la mirada hacia los restos carbonizados de Tsutomu.

– «Lo siento» -dijo la niña, en apenas un susurro-. «Le he dicho que me dejase en paz, pero seguía molestándome. Lo siento, siento haberlo quemado. Lo siento, lo siento muchísimo…»

Y entonces, echó a correr. A Makihara le llevó varios segundos percatarse de que no iba a buscar ayuda, no se dirigía hacia las voces de los adultos que ya se acercaban. Estaba huyendo, sin más.

– Cuando salí del estupor, ella ya había desaparecido -dijo el detective, que parecía buscar sus pisadas en la tierra. Su mirada recorrió sin vacilar el camino que la niña había tomado veinte años atrás-. Fue entonces cuando llegaron los adultos y llamaron a una ambulancia. La policía vino, mis padres aparecieron corriendo… -Su mirada abandonó por fin el camino que la niña había tomado y vino a recaer en Chikako. Hizo una mueca-. Supongo que mis padres pensaron que me había vuelto loco.

– ¿Por qué?

– No dejaba de repetir: «Una niña pequeña ha prendido fuego a Tsutomu, una niña pequeña ha quemado a Tsutomu, tenemos que encontrarla…», y no cejaba en mi empeño.

– ¿La gente que fue corriendo hacia usted no reparó en ella?

– Por desgracia, no.

– Pero usted la vio. Y la oyó decir: «Siento haberlo quemado».

– Sí.

– ¿Y los adultos no le creyeron?

Makihara levantó la barbilla en un gesto casi imperceptible mientras evocaba sus recuerdos.

– El ochenta y dos por ciento del cuerpo de Tsutomu estaba cubierto por quemaduras de tercer grado. Y no solo la epidermis, también el esófago y la tráquea. Su cuerpo parecía el de alguien que se inmola. Sin embargo, había una obvia diferencia…

– Ni rastro de combustible, imagino -apuntó Chikako-. La paradoja de siempre…

Makihara asintió.

– No había rastro de gasolina o queroseno sobre Tsutomu. Llevaba pantalones y ropa interior de algodón, y un jersey acrílico. Como ya sabe, es imposible que ninguno de esos materiales alcance una temperatura tan alta.

Makihara negó con la cabeza. Al parecer, el movimiento le recordó que se encontraba a la intemperie y que el frío arreciaba, por lo que se subió el cuello del abrigo.

– Lo que pensaron fue más o menos lo siguiente: «No hay combustible y aunque se trate de un niño pequeño, prender fuego a un cuerpo humano del tamaño que sea es definitivamente imposible sin utilizar algo como un lanzallamas. Este pobre adolescente dice que una niña de la misma edad que su hermano lo hizo y que la oyó decir "Lo siento", antes de que ésta saliera huyendo de la escena, entre sollozos. Es tan triste. Ha visto a su hermano arder y ha perdido la cabeza».

– Pero debieron de llevar a cabo algún tipo de rastreo de la niña, ¿no? -preguntó Chikako-. En primer lugar, era una testigo. Sin mencionar que había dicho algo muy importante: «Le he dicho que me dejase en paz, pero seguía molestándome». Según sus propias palabras, usted, como hermano mayor, ha descrito a un niño que daba mucha guerra, ¿verdad? Quizá la niña lo conocía de clase y Tsutomu se metía con ella. Sea como fuere, y la cuestión de si lo hizo o no a propósito no viene ahora al caso, la niña le prendió fuego.

El aliento de Chikako se materializaba en el frío aire en una estela blancuzca.

– Se escondía bajo las sombras del tobogán -prosiguió, con tono indignado-. Tsutomu estaba corriendo y se agachó para sortearlo. Fue cuando la descubrió, ahí escondida. El niño, sorprendido, pensó: «¿Qué estará haciendo aquí?». Si además, se trataba de una niña con la que se metía siempre, razón de más para… para dejar de correr. Quizá le dijo algo. Y, de repente, se vio envuelto en llamas, ¿verdad? ¡Aquella niña era vital para la resolución del caso!

Chikako buscó alguna reacción en el rostro de Makihara, pero él mantenía los ojos cerrados.

– Intentaron hacer una especie de breve búsqueda -explicó con sosiego-. Buscaban a una niña de la edad de Tsutomu. Me trajeron fotos de todas las niñas que asistían al colegio de mi hermano, y también de otras escuelas. Sin embargo, no estaba entre ellas. La chica que yo había visto no aparecía en ninguna de esas fotos. Tal vez estuviera confuso porque vi muchísimas fotos, pero de cualquier modo, no logré identificarla.

»Ya imaginará lo que sucedió a continuación. «Oh, ¿no reconoce a esa misteriosa niña? Bueno, supongo que eso significa que nunca estuvo allí. De todos modos, su historia no se sostiene. ¿Una niña pequeña que se disculpa por haber quemado vivo a otro crío? Sí, claro. ¿Ese muchacho insinúa que una niña se paseaba por el parque cargando un lanzallamas? ¿Para incinerar a un gamberro? Venga ya. Todo es fruto de su imaginación.»

Daba la sensación de que Makihara estaba leyendo el programa de una ceremonia a la que no quería asistir.

– Y aunque sabía que eso era lo que empezaban a creer todos, lo único que pude hacer fue quedarme ahí plantado y dejar que sucediese. Incluso mis padres creyeron que la conmoción me había dejado algo perturbado.

»Entonces, el resto de adultos concluyeron que estaba mintiendo. Los profesores, la policía, los bomberos. Y cuando compartieron su punto de vista con mis padres, quedaron horrorizados. «¿Que nuestro chico ha mentido? ¿Que se ha inventado esa historia? ¿Por qué? ¿Cómo se atreven a insinuar algo así? Es nuestro hijo mayor, y es un chico muy sensato. Siempre ha sido muy maduro. ¿Por qué se inventaría una historia tan disparatada y se aferraría a ella?» Todas esas preguntas, como era de esperar, llevaron a la conclusión final.

Chikako no podía permitir oírlo de sus propios labios, por lo que le interrumpió y le ahorró la pena.

– Sospecharon que fue usted quien prendió fuego a su hermano.

Makihara guardó silencio una fracción de segundo antes de responder:

– Sí.

El frío aire también cristalizaba el vapor que expelía; y Chikako lo notaba por primera vez desde que empezara a contar su historia.

Como si su aliento fuera invisible; como si la temperatura de su cuerpo hubiese caído en picado y, ahora que concluía el relato, su sangre recobraba un calor humano. Makihara parecía haber muerto mientras rememoraba la historia y, ahora, regresaba otra vez a la vida. Esa fue la sensación que ella tuvo.

– Tras la muerte de Tsutomu, mi padre y mi madrastra no volvieron a reír nunca -señaló Makihara-. Como si decir algo divertido, contar alguna anécdota de vuelta a casa, reír por ello equivaliera a traicionar su memoria.

Chikako pensó en aquella madrastra que había decidido que para no herir los sentimientos de su hijastro debía tratar con dureza a su propio hijo. Había perdido a su niño, pero tenía que vivir con su hijastro, sospechoso de su asesinato. ¿Cómo se las había arreglado para seguir con las tareas domésticas o llevar a cabo algún tipo de vida familiar?

– Entré en una residencia de estudiantes y me marché de casa. No regresé ni durante el verano ni durante las vacaciones de invierno. Una vez lejos de allí, se me hacía muy duro volver. Estaba asustado y resentido.

– Y tus padres…

– Mi padre murió cuando yo tenía veinticinco años. Sufrió una hemorragia cerebral y jamás recobró la consciencia. No lo había visto en diez años, pero ya era demasiado tarde. No podíamos hablar. Mi madrastra… -Makihara enmudeció un instante, cargado de dudas-. Hablamos tras el funeral de mi padre. Supe que quizá no volviéramos a vernos nunca, de modo que antes de que ambos siguiésemos nuestros caminos, le pedí que me dijera todo aquello que había estado guardándose para sí.

– ¿Y qué le dijo? -preguntó Chikako con delicadeza.

Cabía esperar que no le costara demasiado recordar ese momento, puesto que lo llevaría grabado a fuego en su corazón, pero Makihara se detuvo a reflexionar un instante. Quizá, para armarse de valor.

– Me dijo: «¿Has entrado en la policía para redimir lo que hiciste entonces?».

Chikako enmudeció.

– Le contesté que no, porque no había hecho lo que ella pensaba. Y después de eso, no tuvo más que añadir.

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