Capítulo 3

Chikako Ishizu acababa de recoger la cocina tras el desayuno. Cuando se preparaba para ir a trabajar, sonó su teléfono móvil.

Hurgó en el bolsillo de la chaqueta que había dejado colgada en el respaldo de la silla hasta dar con él. Era el capitán Ito.

– ¿Dónde estás? ¿Sigues en casa?

– Sí, pero estaba a punto de salir -repuso Chikako. Se sorprendió al encararse con su imagen en el espejo, junto al teléfono: la habían interrumpido en pleno proceso de maquillaje y solo llevaba pintado el labio superior. «Qué pinta tan rara.»

La voz de Ito sonaba apremiante, así que procuró concentrarse en la conversación.

– Escucha, tenemos la escena de un crimen a la que me gustaría que echaras un vistazo. ¿Puedes pasarte directamente por allí?

Chikako sintió que el corazón se le salía del pecho.

– Sí, por supuesto. ¿De qué va el caso?

– Va de algo raro, otra vez.

Chikako supo exactamente a qué se estaba refiriendo su superior. Se aferró con firmeza al auricular.

– ¿Ha ocurrido de nuevo?

– Sí. Esta vez hay tres cuerpos. Yo no los he visto, pero me han dicho que están totalmente carbonizados. ¿No te suena a dèjá-vu?

– Entonces, ¿solo cadáveres? Es decir, no hubo ningún incendio, ¿verdad?

– Muy perspicaz por tu parte. Esa es la razón por la que quiero que vayas a husmear. He contactado también con Shimizu. El ya está de camino, así que os encontrareis en el lugar de los hechos.

– De acuerdo. Entendido.

Ito le proporcionó toda la información pertinente: localización, acceso y algún que otro detalle. Ella lo apuntó todo antes de colgar. Deslizó los brazos por las mangas de la chaqueta mientras observaba su rostro en el espejo. Se frotó los labios para dar algo de color a la zona inferior. Satisfecha con el efecto, se colgó el bolso al hombro y salió corriendo de casa. La emoción arrebolaba sus mejillas.

La detective Chikako Ishizu cumpliría cuarenta y siete abriles ese año. En la Brigada de Incendios de la División de Investigación Criminal de la policía de Tokio, solo había dos oficiales mayores que ella, y ambos se encargaban de tareas administrativas. Chikako solía ser la más veterana de entre los compañeros que aparecían en la escena de un crimen. Los detectives de la Brigada de Investigación de Incendios la apodaban «mamá», en una amalgama de sarcasmo y consideración. Incluso el capitán Ito, jefe de la brigada, era cinco años menor que Chikako. Kunihiko Shimizu, su compañero, solo tenía veintiséis años. Apenas mayor que su propio hijo.

Pero a Chikako no le preocupaba especialmente la cuestión de la edad. En realidad, era un elemento que jugaba a su favor. Había empezado a trabajar en la División de Tráfico como simple agente, y de ahí fue pasando de un puesto a otro, a cual más mediocre. Tres años atrás, cuando a los cuarenta y cuatro años fue repentinamente ascendida a detective y destinada a la policía de Tokio, la noticia causó tal revuelo que fue tema de conversación en todas las comisarías de la ciudad. Existían numerosas razones que explicaban su ascenso, y la verdad era que ninguna tenía nada que ver con sus méritos. Llevaban una temporada presionando al departamento para que incorporara a más mujeres detective. Sin embargo, al mismo tiempo, prevalecía la opinión de que «no podías contar con una mujer para que te cubriera la espalda en caso de una pelea». Para complicar aún más el asunto, existían rotundas a la vez que inoportunas discrepancias entre los altos cargos del cuerpo. Resultaron incapaces de ponerse de acuerdo a la hora de escoger a una candidata puesto que cada uno defendía con uñas y dientes la candidatura de su joven favorita. Acabó convirtiéndose en una verdadera batalla dialéctica. Pronto quedó claro que el tema no se zanjaría sin que se hicieran concesiones. Al final, eligieron a Chikako, por ser la menos polémica, para hacerse con la prestigiosa placa de detective.

Chikako era consciente de ello, pero no le importaba lo más mínimo. Supuso que hacerse más vieja bien valía alguna especie de compensación, y fueran cuales fuesen las maniobras llevadas a cabo entre bastidores, era ella quien había conseguido el puesto y estaba decidida a hacerlo bien.

Una única vez, poco después de que la trasladaran allí y el capitán Ito la llevara a tomar unas copas junto con otros miembros de la brigada, sacó a colación el tema, entre risas, delante de sus compañeros.

– Tienen muchísima suerte de que sea una mujer de mediana edad. No habrá rumores desagradables, ni mujeres celosas. Además, mi hijo ya está crecidito, por lo que no faltaré al trabajo si se pone enfermo. ¿No creen que puedo ser bastante útil?

Casi todos sus compañeros esbozaron una sonrisa forzada ante esa socarronería, no así el miembro más antiguo de la Brigada de Investigación de Incendios, un sargento que no dudó en sacar a relucir su hostilidad.

– Se-ño-ra -la amonestó-. Usted solo haga lo que se le diga y procure no entrometerse en el camino de los demás. La única razón por la que está aquí es por lo que llaman «discriminación positiva». Dos años aquí y, después, la trasladarán al centro de relaciones públicas del cuerpo. Eso es lo que pasará, ya lo verá.

Pero Chikako quiso quitarle hierro al asunto y respondió con un risueño:

– ¡Señor, sí, señor!

Sabía perfectamente que era una pérdida de tiempo enzarzarse en vanos debates con hombres que presentaban problemas de actitud.

El padre de Chikako murió en un accidente laboral cuando ella tenía diecisiete años. Era ingeniero de obras y cayó desde un andamio de una tercera planta. La muerte fue instantánea. La familia intentó consolarse con el hecho de que todo aconteció tan rápido que no tuvo tiempo de sentir miedo ni dolor.

A su muerte, Chikako se convirtió en el sostén de la familia. Su hermana tenía trece años y su madre, que padecía problemas de salud crónicos, no hacía otra cosa que ir y venir del hospital. Así que decidió entrar en la policía. Por un lado, tendría asegurado un empleo de por vida; por otra parte, el trabajo sonaba más emocionante que el de secretaria en el ayuntamiento. También supuso que, de este modo, su hogar, compuesto únicamente de mujeres, estaría más seguro y mejor protegido.

Ingresó en la academia de policía y salió de allí como agente en la sección de tráfico. Mandó a su hermana al instituto y cuidó de su madre. Disponían de la pensión y el seguro de vida de su padre, y lograron salir adelante. La mayor preocupación de Chikako era su madre que estaba al borde de la depresión. Siempre había dependido de su marido y era incapaz de sobreponerse a su pérdida. Cada año, se alejaba más de la realidad y se sumía paulatinamente en un mundo de retales de sueños y pena.

Aun así, no pocas veces dijo Chikako a su hermanita: «En este mundo, depende de ti que la vida sea fácil o difícil. Es mejor no darle demasiadas vueltas». La pequeña, que se parecía mucho a su madre, se preguntaba cómo su hermana mayor podía permanecer tan impasible mientras se enfrentaba a un ritual diario de multas, coches mal aparcados y conductores ebrios. Ella no veía del mundo sino su lado más desenfrenado y execrable. En cuanto hacía algún comentario, Chikako sonreía y contestaba: «Pues claro que hay montones de perdedores en este mundo. Pero también intentan hacer lo que pueden para seguir adelante. Además, la gente seria no siempre salimos perdiendo. De algún modo, la balanza se equilibra».

Chikako no sabía si su optimista teoría tenía o no valor universal, pero, al menos, resultó ser efectiva en el seno familiar. Su hermanita acabó casándose con uno de los profesores de su instituto, poco después de graduarse. Era un hombre de fiar y con temperamento sereno; encarnaba todo lo que Chikako había deseado para su hermana. Además de sus muchas virtudes, resultó ser un buen partido. Era hijo único de un viejo terrateniente que poseía una gran fortuna. Y puesto que no había más herederos, tampoco existía ningún tipo de conflicto con parientes problemáticos. La pareja no tardó en acudir en busca de la madre de Chikako para llevarla a la hacienda y cuidar de ella.

De la noche a la mañana, las dos mayores preocupaciones de Chikako se habían esfumado, y su motivación con ellas. Fue entonces cuando tuvo la sensación de que su trabajo como agente de policía, el que había elegido para poder sustentar a su familia de la manera más eficaz posible, llegaba a un callejón sin salida. Prosiguió con su rutina, si bien con apatía. Y a medida que transcurrían los días, llegó a contemplar seriamente la posibilidad de abandonar el cuerpo.

En ese preciso momento, protagonizó una actuación que sería todo un logro en su hoja de servicios. Durante una patrulla rutinaria, divisó un coche con un faro roto y le dio el alto. Estaba amonestando al conductor cuando percibió algo extraño en la conducta de este. Movida por la sospecha, decidió proceder al registro del vehículo. Y encontró nada menos que a un niño, atado y amordazado, en el maletero. Acababa de poner en jaque una tentativa de rapto.

Chikako sintió una emoción inmensa ante la alegría de los padres que, reunidos ya con su hijo, expresaron toda su gratitud a los miembros de la policía. Ese incidente supuso una renovada fuente de motivación, y la ayudó a ver su trabajo como policía desde una perspectiva totalmente diferente. Tuvo la sensación de haber redescubierto una razón por la que vivir.

Como colofón, un amigo de la infancia, que apareció como caído del cielo para felicitarla por su gran éxito, acabó proponiéndole matrimonio.

– Sabía que no me habrías hecho caso si te lo hubiese propuesto antes -confesó-. Pero ahora que tu hermana está casada, he pensado que quizá tenga una oportunidad.

No tardaron en contraer matrimonio, y antes de cumplir un año de casados, tuvieron un hijo, Takashi.

El viejo amigo en cuestión, ahora marido de Chikako, se llamaba Noriyuki Ishizu. Se había especializado en ingeniería civil en la universidad y había sido contratado por una importante constructora. Su trabajo lo obligaba a pasar largas temporadas fuera de casa, en viajes de negocios. Aun así, nunca dejaba de estar presente. Mandaba postales y aprendía los dialectos locales para sorprenderla cuando llamaba a casa. Tenía buen corazón y siempre sabía cómo arrancar una sonrisa a Chikako.

Ishizu era ahora presidente de la sucursal en Kobe. Su tarea consistía principalmente en el plan de reconstrucción de la ciudad que se puso en marcha tras el gran terremoto que, además de cobrarse cinco mil vidas, había asolado gran parte de la ciudad. Tenía un apartamento alquilado allí y regresaba a Tokio cada diez días aproximadamente. Takashi estudiaba en la universidad de Hiroshima, no muy lejos de Kobe y, a veces, se reunía con su padre para cenar o tomar una copa. Y Chikako no tenía más remedio que contentarse con conversaciones telefónicas esporádicas con su hijo.

Al estar ausente su marido, Chikako se encargó de cuidar de su suegro, Ishizu padre. Era un artesano de la vieja escuela con muy mal genio y no menos testarudez. Hasta el día de su muerte, hacía un año, había requerido todos los cuidados y atenciones de Chikako. Cuando ella estaba cerca, se dedicaba a soltar toda una sarta de protestas; en cambio, en cuanto desaparecía, el anciano se sentía muy solo. Chikako dio la talla al ocuparse de un hombre como aquel. Esa experiencia le vino muy bien para lidiar con los recién llegados a comisaría que se mostraban hostiles o sarcásticos con ella, y a quienes Chikako despachaba con un simple resoplido.

Liberada de sus obligaciones para con su familia política, lo cierto es que había mucho de verdad cuando se definía a sí misma como «una mujer de mediana edad bastante útil». Así y todo, la posición de Chikako en la brigada de investigación de incendios era poco relevante. Por suerte, el capitán Ito y ella se llevaban bastante bien. El capitán valoraba el carácter y la perspicacia de Chikako. Y este respaldo ocasional la permitía asistir a las escenas de los crímenes. De no ser por su superior, habría sido destinada a un puesto administrativo, con la única obligación de atender la fotocopiadora. En señal de agradecimiento, Chikako estaba decidida a hacer un buen trabajo y cerciorarse así de que tanto las expectativas de Ito como las suyas propias quedaban cumplidas.

Y ahora este caso. Otro incendio homicida.

Chikako agradeció de corazón que el capitán Ito la hubiese informado tan rápido. Ya habían pasado dos años desde aquella primera vez, cuando Chikako insistió encarecidamente en que la Brigada de Incendios no se había involucrado a fondo en la investigación. A consecuencia de esto, muchos de los miembros de la brigada la evitaron durante un tiempo. De todos modos, no podía dejarlo pasar sin más. Cada vez que surgía la oportunidad, recordaba al capitán que puesto que no habían dado con el autor de los homicidios, éstos volverían a repetirse. Y que, cuando lo hicieran, la brigada tendría mucho trabajo por delante. El capitán se había acordado de ella y de sus predicciones, y ahora le estaba brindando una oportunidad. Pero también, dejó las cosas muy claras: «Ahora te toca a ti coger al toro por los cuernos, mamá».

La escena del crimen estaba en Tayama. El lugar quedaba a veinte minutos en autobús desde la estación de Takada, la siguiente parada nada más salir de Arakawa. Chikako reflexionaba mientras estudiaba el mapa que había comprado en una tienda de ultramarinos y que, en ese instante, desplegaba en el taxi. Esta vez, el asesino o asesinos habían actuado mucho más al norte.

El caso con el que había similitudes ocurrió en el otoño de hacía dos años, en la madrugada del dieciséis de septiembre. Un coche quemado fue hallado cerca del río Arakawa. Había tres cadáveres en el interior y otro a unos diez metros de distancia. Todos fueron asesinados, y los cadáveres quedaron tan carbonizados que fue imposible su identificación inmediata. El aspecto de los cuatro cuerpos era tal que ni siquiera fue posible determinar el género de los mismos, aunque el análisis óseo reveló que se trataba de tres hombres y una mujer, y que los cuatro eran o bien adolescentes o bien veinteañeros. Una masacre atroz.

Sin embargo, conforme avanzaba la investigación, salieron a la luz nuevos datos del caso. Para empezar, resultó que el coche fue robado en un aparcamiento en Tokio. Otra pista procedió de una huella dactilar recogida en una de las pocas secciones del coche que no había ardido. Pertenecía al principal sospechoso de una serie de asesinatos de colegialas que había tenido lugar en Tokio unos años antes.

Por aquel entonces, el sospechoso no había pasado aún el umbral de los veinte, la edad de responsabilidad legal, por lo que tanto la investigación como la cobertura mediática fueron limitadas a la vez que cautelosas. Jamás consiguieron arrancar una confesión al presunto asesino en serie. Eso sí, poseían testimonios detallados de una fuente fiable. Según el capitán Ito, dicho sospechoso era, en realidad, el cabecilla de una banda de delincuentes juveniles que había perpetrado todos los asesinatos.

Por lo que al caso de las colegialas atañía, no disponían, por desgracia, de pruebas forenses ni tampoco de declaraciones de testigos oculares. En casos tan horrendos como este, en la sucesión de fechorías que iba acumulando el asesino, siempre aparecía una víctima que, afortunadamente, lograba escapar de las garras de su verdugo. Su testimonio se convertía en una prueba concluyente y el caso quedaba cerrado. Pero en esta ocasión, no hubo supervivientes. Que ellos supieran, todas las chicas elegidas habían acabado muertas.

Estos asesinatos marcaron un punto de inflexión en la tipología criminal. Ponían de manifiesto una diferencia fundamental en comparación con otros crímenes despiadados cometidos en Japón hasta la fecha. Según parecía, el móvil de los asesinatos no era otro que el más puro placer de matar. Nada indicaba que los asesinatos estuvieran motivados por el dinero o la perpetración de violencia sexual. Si bien era cierto que tanto el líder de la banda como sus secuaces contaban con antecedentes penales por agresión sexual o extorsión, todo apuntaba a que, en este caso, el objetivo no era otro que el de asesinar.

El método era bastante sencillo. Divisaban a una colegiala que andaba por una calle desierta, de camino a casa. La perseguían con el coche hasta agotarla. Acababan atropellándola y ahí mismo la remataban. No obstante, las circunstancias propicias no solían darse con frecuencia y no siempre encontraban a chicas que anduvieran por una calle vacía. Así que, la banda comenzó a raptar a sus víctimas para llevarlas a un escenario más adecuado en el que realizar su «persecución mortal». La policía descubrió que los gamberros también despojaban a sus víctimas de sus pertenencias y les propinaban palizas. Pero a tenor de las conclusiones de la investigación, tan solo se trataba de un elemento secundario: el objetivo final era asesinar, no había más. No se trataba de homicidios cualesquiera, disfrutaban matando a sus víctimas mientras éstas intentaban escapar a la desesperada, entre gritos y súplicas por sus vidas. En cuanto la trama de estos sórdidos crímenes ganó en nitidez, los medios de comunicación se hicieron eco de la noticia, provocando la histeria colectiva. Los periódicos y telediarios no se cansaban de repetir que acababa de llegar a Japón una macabra moda importada de Estados Unidos conocida como «safari humano».

Los presuntos asesinos se aprovecharon de la doble ventaja que les brindaba la amplia cobertura mediática y la falta de pruebas materiales. Se proclamaron los chivos expiatorios de una maquinación orquestada por la policía; los cargos de los que se les acusaban eran una falacia. Insistieron en su inocencia, y declararon que resistirían la tropelía policial hasta el final. Recibieron el apoyo de un par de grupos de derechos humanos y algunas secciones de la prensa que se habían tragado el cuento. Se llevaron a cabo varias campañas en su favor. El líder de la pandilla llegó a convertirse casi en una celebridad. Cuando Chikako fue trasladada a la Brigada de Investigación de Incendios observó el caso como una espectadora más. Pero se convenció de que las cosas hubiesen sido muy diferentes de no ser por el carisma del principal sospechoso: poseía un talento interpretativo digno de una estrella de cine.

Las acusaciones vertidas contra la banda empezaron a desinflarse. Y la investigación, que se había erigido sobre unas bases inestables desde el principio, comenzó a tambalearse. La cobertura mediática fue decayendo y, unos seis meses más tarde, el equipo movilizado para la investigación quedó disuelto. El caso fue temporalmente clasificado como «pendiente», un eufemismo que no venía a significar sino que había sido archivado. Todos los detectives de la División de Investigación Criminal podían oír chirriar los dientes de sus compañeros encargados del caso. Pronto, la frustración dio paso al desánimo. Poco a poco, se las arreglaron para apartar los recuerdos de las chicas asesinadas y guardarlos en los recodos de sus mentes, más allá del remordimiento de conciencia, hasta que quedaron sumergidos en el fango del olvido.

El caso de los cuerpos calcinados de Arakawa tuvo lugar una vez que los asesinatos de las colegialas habían quedado más o menos olvidados. De nuevo, el principal sospechoso volvía a ocupar las portadas de los periódicos. Y, en esta ocasión, porque había aparecido en la escena del crimen, pero en forma de un horripilante cadáver.

Dado que el fuego resultó ser el arma del crimen, los miembros de la Brigada de Investigación de Incendios fueron convocados para asesorar al equipo de investigación que trabajaba en el caso. Se vieron involucrados tanto en el análisis forense de la escena del crimen como en las reuniones del equipo. Chikako no tomó parte en estas pesquisas y solo siguió el caso a través de las noticias y las fotografías tomadas en el lugar del homicidio. Pero en cuanto se concentró en los entresijos del caso, lo vio claro. «Se trata de un caso de venganza.» Llamémoslo intuición femenina. Supo de inmediato que se trataba de las represalias tomadas por alguien que se había propuesto ajustar cuentas con los asesinos de las colegialas.

El hecho de que un halo de misterio rodeara el caso, hizo que se sintiera más intrigada si cabía. Insistió en que la Brigada de Incendios se involucrara más en la investigación y no se limitara a actuar como meros «asesores». Pero sus compañeros le dieron la espalda. En materia de investigación los detectives se mostraban muy territoriales y detestaban que metieran las narices en sus casos. Era parte de la competitividad que los hombres se empeñaban en aplicar a cada aspecto de la vida. Aquello desquiciaba a Chikako.

El caso de los asesinatos a orillas del río Arakawa no fue resuelto jamás. Ni siquiera habían logrado identificar el arma del crimen. Lo único que averiguaron fue que alguien había robado un soplete en una herrería que quedaba en las inmediaciones de la escena del crimen. La prensa lo señaló como el arma homicida, pero era imposible que un soplete pudiera desprender calor suficiente como para reducir cuatro cuerpos humanos a montones carbonizados. La policía era consciente de ello, pero dado que la investigación comenzó a venirse abajo, nadie se tomó las molestias de enmendar este error de juicio.

Esta cuestión seguía atormentando a Chikako. ¿Qué demonios había sido del arma empleada en la matanza? Estaba convencida de que, para averiguarlo, la policía debería interrogar a los familiares de las colegialas asesinadas. De ahí que cuando se enteró de que el capitán Ito mantenía el mismo interés y decepción que ella ante el caso, ambos continuaron indagando por su cuenta. Estaban seguros de que algún día el asesino volvería a actuar.

Aunque el principal sospechoso de los asesinatos en serie estuviera muerto, aún quedaban algunos individuos supuestamente involucrados en el caso de las colegialas. Los otros tres cuerpos carbonizados hallados a orillas del Arakawa fueron identificados como los de jóvenes conflictivos con antecedentes criminales que, no obstante, no habían tenido nada que ver en el safari humano, según parecía. Solo se encontraron en el lugar equivocado en el momento inoportuno, disfrutando de una velada de vandalismo junto con el principal sospechoso. Sin quererlo, se habían visto atrapados entre dos fuegos porque aquella misma noche, el asesino quiso cobrarse su venganza. Y si la hipótesis de Chikako e Ito era cierta, el asesino del arma misteriosa emergería de nuevo para encargarse de los demás miembros de la banda.

Por lo que le había dicho el capitán, su predicción acababa de cumplirse. Era muy posible que existiera un estrecho vínculo entre los casos de Tayama y Arakawa. De camino a la escena del crimen, en el taxi, Chikako apretó los labios, en una mueca de determinación.

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