Capítulo 6

Mientras Junko Aoki salía del Café Currant, la detective Chikako Ishizu se encontraba conversando con el sargento Kinusaga en un despacho de la División de Investigación Criminal de la comisaría. Los hombres de Kinusaga trabajaban sobre el caso de robo y homicidio ocurrido una semana antes en Akabane. Pasaba mucho tiempo en la zona norte del distrito, de modo que para Chikako fue un golpe de suerte poder encontrarlo en su visita a la comisaría central.

Kinugasa tenía cincuenta y dos años. Un hombre bajito pero fornido, muy conocido por la diligencia y meticulosidad con la que llevaba sus investigaciones. Algo en su mirada, tal vez en sus ojos que caían hacia los lados, dejaba entrever un carácter afable. Pese a no haberse conocido nunca, al sargento «Kinu» -afectuoso diminutivo con el que se dirigían a él sus subordinados- le precedía su reputación.

Kinugasa soplaba sobre un vaso de café instantáneo suavizado con no pocas cucharadas de azúcar. A Chikako le pareció algo cansado, una sensación avalada por la amarillenta degradación de color que teñía el cuello de su camisa. No se habría cambiado de ropa en varios días. Estaba segura de que no había dormido a pierna suelta ni se había dado un buen baño desde que aquel homicidio tuvo lugar.

– He oído lo del incidente de la fábrica Tayama -dijo Kinugasa después de tomar un sorbo de café-. Claro que he estado bastante ocupado con lo mío, así que solo me ha llegado algún que otro comentario. Desconozco los detalles del caso.

– Guarda cierta similitud con el caso del río Arakawa que su departamento cubrió el año pasado y que, según tengo entendido, quedó clasificado como caso pendiente. Por si el mismo asesino está detrás de ambos asuntos, he pensado que quizá valga la pena solicitar la cooperación de alguien de su división. ¿A quién cree que debería dirigirme?

Le hubiera gustado ahondar más en el precedente de Arakawa, pero dado el visible agotamiento del hombre que tenía enfrente, no se atrevió a molestarlo.

Kinusaga entrecerró los ojos, reflexionando por un momento. Tomó otro sorbo de café y respondió:

– Hay un detective llamado Makihara. Es joven, pero sabe lo que hace. Estoy seguro de que podrá echarle una mano. Le diré que se pondrá en contacto con él.

– Eso sería estupendo -sonrió Chikako, satisfecha.

– Que yo sepa, Tayama no entra en su jurisdicción -añadió Kinugasa en voz baja, con una mirada burlona.

– Tiene razón -reconoció Chikako-. La Brigada de Investigación de Incendios solo interviene en calidad de asesor.

– ¡Qué absurdo! -rió Kinugasa-. ¿Tan difícil es asignar los casos de incendios a la división creada a tal efecto?

– El problema es que no están seguros de que se trate de un incendio premeditado cualquiera. ¿No fue eso lo que ocurrió con el caso del río Arakawa?

– Fue muy extraño -apuntó Kinugasa con un asentimiento de cabeza-. A simple vista, las cuatro víctimas murieron quemadas. Las heridas fueron mortales, pero…

Chikako conocía el resto de la historia. La autopsia reveló que las víctimas tenían el cuello roto, y fue imposible determinar si las heridas habían sido infligidas antes o después de que las llamas arrasaran con todo. La Brigada de Investigación de Incendios estaba familiarizada con casos en los que el cráneo de las víctimas presentaba lesiones que apuntaban a traumatismos causados por acciones mecánicas externas, como podía ser un impacto con algún objeto contundente. A primera vista, aquello podía llevar a los investigadores a concluir que se trataba de un homicidio, previo al incendio premeditado. Sin embargo, podía resultar que dichas lesiones solo fueran provocadas por la dilatación y explosión del cerebro, el cual llegaba a reventar dentro del cráneo a consecuencia de una exposición a temperaturas muy altas.

Por otro lado, un cuello roto, era harina de otro costal. No había constancia forense de que los efectos del calor hubiesen bastado como para quebrar las vértebras. Aquello significaba que las víctimas del río Arakawa debieron de ser asesinadas primero, y quemadas después. La hipótesis, no obstante, fue finalmente descartada por evidencias contradictorias que sugerían que las víctimas fueron quemadas vivas.

Si bien el informe de la autopsia practicada por el médico forense estipulaba: «Muerte por incendio», este también ponía de manifiesto en el diagnóstico del fallecimiento un dato destacable. Según él, el arma del crimen había emitido unas ondas expansivas tan poderosas que habían roto en el acto el cuello de las víctimas al mismo tiempo que les prendía fuego. En otras palabras, heridas y llamas se sucedieron simultáneamente.

Sin embargo, la teoría de las ondas expansivas cojeaba. Las ventanillas del automóvil en el que se encontraban las víctimas quedaron hechas añicos. La investigación determinó que fueron rotas antes de que los cuerpos ardieran, ya que varios fragmentos de cristal esparcidos aparecieron parcialmente derretidos en el interior del vehículo. La disposición de los fragmentos de vidrio permitió llegar a la deducción de que fueron diseminados por una fuente de «energía» no identificada y emitida desde el exterior del coche, en su lateral derecho.

¿Existía un arma que encajara con esos elementos?

Un arma dotada de semejante poder de destrucción y suficientemente discreta para que un criminal anduviera con ella encima… Un arma capaz de carbonizar instantáneamente cuerpos humanos…

Y aquello no era todo. Tres de las cuatro víctimas del caso Arakawa fueron carbonizadas mientras se encontraban dentro del coche, sentados en sus respectivos asientos. El último que encontraron yacía en el suelo a unos pocos metros. Por lo tanto, la misteriosa arma los neutralizó a todos sin dejarles la menor oportunidad de reaccionar. Ninguno de los tres ocupantes del coche llevaba abrochado el cinturón de seguridad; tampoco se encontró ninguna señal que indicara que estuvieran atados. Y puesto que tenían libertad de movimiento, y suponiendo que habrían reaccionado o salido del coche al percatarse de que uno de ellos estaba siendo atacado, se podía especular que los tres murieron de forma simultánea. Las puertas del coche estaban cerradas, con lo cual era muy posible que la cuarta víctima ya se encontrara fuera del vehículo en el momento del ataque. Y ahí se quedó, fulminado como los demás.

– Todo lo que rodea el caso Arakawa desafía las leyes del sentido común. El caso Tayama también es diferente a todo lo que hemos visto hasta ahora. Puede que no se trate del mismo homicida, lo que sí tengo claro es que nos enfrentamos a una misma y única arma – reflexionó Chikako en voz alta.

Comentó a Kinugasa lo de las estanterías de acero parcialmente derretidas de la fábrica abandonada.

– Ya que la nave está en desuso desde hace muchos años, no podemos afirmar nada todavía. Tendremos que buscar cualquier otro indicio de desperfecto ocasionado por la acción del fuego en el resto de equipamiento industrial. Claro que, esta vez, no hay cristales rotos que nos proporcionen una pista.

– Lo más importante es averiguar si las víctimas tienen el cuello roto.

– Cierto. Pero ¿sabía que esta vez una de las víctimas fue asesinada de un disparo?

– ¿Uno de ellos recibió un disparo? -Kinugasa parpadeó, asombrado.

– Eso es. Un hombre joven. La herida de bala fue prácticamente mortal. No presentaba ni una sola quemadura pese a que todos los cuerpos se encontraban en un perímetro bastante reducido -suspiró Chikako antes de examinar la expresión de Kinugasa-. Eso también encaja con el caso Arakawa, ¿no?

La mirada de Kinugasa se perdió en algún punto situado por encima del hombro de Chikako y, entonces, recordó:

– Sí, la zona de deflagración fue extremadamente acotada.

– ¡Exacto! -coincidió con entusiasmo Chikako-. Prueba de ello es que, aunque los cuerpos del coche estaban calcinados, los cinturones de seguridad y los asientos quedaron casi intactos. ¿Fue así como ocurrió?

Como colofón, Kinugasa evocó el estado de conservación de la ropa del cadáver hallado en el asiento trasero. Pese a que el cuerpo quedó carbonizado, el cuello de la camisa estaba como nuevo. Lo mismo ocurrió con sus pantalones de rodillas para abajo. Ese último detalle determinó que las víctimas no habían sido atadas.

Los ojos de Chikako revelaron su sorpresa al conocer estos nuevos datos. Kinugasa la miró.

– ¿Se ha detectado la presencia de algún tipo de combustible? – preguntó.

– Ni el menor rastro. Ni siquiera un olor.

– Eso también concuerda. -Kinugasa estrujó su vaso de café y se puso de pie. Chikako lo imitó.

– Pero esta vez ha habido un disparo… -murmuró Kinugasa, pensativo, mientras meneaba la cabeza con cansancio-. Ahora estoy ocupado con un caso de robo a mano armada. Ha habido víctimas mortales.

– Sí, dos, según he oído.

– Dos empleados en una sala de pachinko [6] Eran los encargados del mostrador de premios. Asesinados a tiros mientras desempeñaban su trabajo, sin meterse con nadie… Cuesta lograr que no te afecte algo así. Precisamos urgentemente de medidas legales contra la posesión de armas. Una ley que permita dar un golpe en la mesa de una vez. El crimen siempre nos lleva un paso por delante… Es la única manera de cortarle las piernas.

Chikako sabía que Kinugasa todavía se encontraba en las dependencias de la comisaría central porque debía presentar un informe ante la Comisión Especial de Crímenes relacionados con Armas de Fuego.

– De todos modos, contacte con Makihara. Ya que solo interviene en el caso como observadora, dispone usted de margen de maniobra. Quizá le resulte útil enfocar los hechos desde la perspectiva de una mente totalmente abierta.

– ¿Mente abierta? -Chikako parecía desconcertada.

Kinugasa estalló en carcajadas antes de explicarse.

– Lo que quiero decir es que cuesta mucho abordar el asunto sin obsesionarse con los extraños aspectos que rodean el caso. Mantenga a raya toda idea preconcebida y empiece desde cero. En fin, ¿quién soy yo para decirle lo que debe hacer?

Chikako le agradeció el consejo. Kinugasa se encaminó hacia la puerta del despacho, y la detective tomó asiento de nuevo. A pesar de lo que había dicho el sargento, lo mirara por donde lo mirase, era un caso extraño. De eso no cabía duda. Muy extraño. Volvió a recordar las palabras de Kinugasa: «mente abierta». Tenía la sensación de que no le había dado toda su opinión sobre el caso. Se había guardado algo para sí.

Frunció el ceño, absorta. Su ensimismamiento le impidió advertir la prolongada y grave mirada que le lanzó Kinugasa cuando se volvió para lanzar su vaso de papel a la basura, justo antes de marcharse.

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