Capítulo 2

Junko echó un rápido vistazo a su alrededor. Tenía que esconderse. Por suerte para ella, la oscuridad era tan densa que actuó como pantalla natural.

– ¿Qué coño estás haciendo?

– ¡Shh! ¡Baja la voz, imbécil!

Las voces se hicieron más nítidas. Las luces de dos linternas barrían el lugar de arriba abajo y se entrecruzaban por momentos. Pudo distinguir unas siluetas moviéndose entre los destellos. Al parecer, había tres personas, quizá cuatro. Intentaban colarse por la misma puerta de hierro derrengada por la que la ella misma había entrado antes.

Se agachó, bajó la cabeza y se arrastró hasta quedar detrás del tanque de agua. Una vez allí, pegó la espalda a la pared. Su energía, contenida de golpe momentos antes de la liberación, había vuelto plácidamente a su cauce. Sin embargo, su corazón respondió a la repentina intrusión latiendo con fuerza. ¿Quién demonios eran aquellos tipos? ¿Qué estaban haciendo allí a esas horas?

La piña de siluetas humanas aún se enmarañaba junto a la puerta. Daba la sensación de que tenían problemas para entrar. Junko se enderezó para poder verlos mejor. Pudo oír algo golpear contra la puerta.

De pronto, la oscura silueta de la persona que iba en cabeza se volvió totalmente visible. Gracias a la luz constante pero tenue que arrojaba uno de los focos, pudo distinguir que quedaba de espaldas a ella. Parecía estar reculando. Tuvo la impresión de que transportaban algo…

Junko se quedó sin respiración.

Estaban arrastrando un cuerpo. Muerto o inconsciente, sus extremidades quedaban extendidas entre los merodeadores mientras el tronco colgaba en el aire. El tipo que acababa de divisar lo llevaba cogido por las axilas, y otro lo sujetaba por los pies. Dedujo que el ruido sordo que había oído procedía de los zapatos del individuo inánime contra la puerta.

Tras ellos, aparecieron dos personas más que llevaban linternas y movían de un lado a otro la cabeza, nerviosos, vigilando la calle. Acuciaban a los otros a seguir avanzando. Las linternas que llevaban parecían ser mucho más grandes que la de Junko, y la luz que despedían también era más potente. Agachada aún, puso las manos sobre la pared para guiarse mientras se deslizaba más lejos hasta quedar agazapada en la sombra del tanque de agua.

– ¡Eh! ¡Daos prisa y cerrad el pico! -ordenó alguien.

En respuesta, la maltrecha puerta se cerró de un empujón tan violento que se inclinó ligeramente hacia un lado. Una estrecha grieta quedó abierta, y la luz de la calle se filtró en un fino rayo diagonal. No había otra fuente de iluminación en la fábrica abandonada que las dos linternas que llevaban los intrusos.

Una vez consiguieron sortear la puerta, el progreso del grupo ganó en velocidad. Uno de los tipos provistos de linterna abría el paso a los demás. Avanzaban en dirección a Junko, por el camino que ella misma había despejado. Sus pasos se oían cada vez con más claridad.

Cuando alcanzaron el centro de la nave, Junko pudo distinguirlos un poco mejor. El caprichoso vaivén de los focos no le ofrecía una perspectiva detallada de los individuos, pero podía discernir su complexión. Y también sus voces.

– ¿Qué tal aquí?

Un chico joven. Más joven que Junko. ¿Unos veinte años, quizá? ¿Serían todos tan jóvenes?

– Dejémoslo en el suelo. Pesa mucho.

Con un sonido sordo, el cuerpo impactó contra el suelo. No lo habían cargado con demasiada delicadeza, pero el modo de desprenderse de él resultó escalofriante. No obstante, no pudo oírse ni un gemido de dolor, ni el menor quejido, en un impacto que le habría cortado la respiración a cualquiera. Parecía tan indefenso. ¿Estaría muerto?

Junko apretó los puños. Le sudaban las palmas de las manos. Lo mirara por donde lo mirase, aquello no pintaba nada bien. Estaba claro que no se trataba de una cuadrilla de estudiantes problemáticos que, tras correrse una juerga, cargaba con uno de los suyos en coma etílico. Tampoco parecía una banda de moteros que buscaba un escondite donde ocultar a uno de sus miembros, herido tras una refriega con la policía. No, había algo sombrío en todo aquello, algo malvado.

Junko observó con atención sus movimientos. Por lo visto, ninguno de los cuatro se había percatado de su presencia. Uno de los que alumbraba el camino, bostezó con fuerza.

– Tío, estoy hecho polvo.

– ¿Qué sitio es este? Apesta.

Los haces de luz empezaron a recorrer frenéticamente la fábrica. Arriba, abajo, a la derecha, a la izquierda. Para evitar quedar al alcance de las linternas, Junko se agazapó todo lo que pudo, y siguió con la cabeza gacha.

– Asaba, ¿cómo encontraste este lugar?

– Mi viejo trabajaba aquí hace mucho.

– Oh, vaya -dijeron los otros tres, con un tono en el que se mezclaba el respeto y la burla.

– Eh, ¿no dijiste que tu viejo no tenía curro?

– No lo tiene desde que cerraron este sitio.

– Pero eso debió de ocurrir hace años, ¿no? ¿Y no ha trabajado desde entonces?

– Bah. ¿A quién le importa?

Se echaron a reír. El sonido de sus carcajadas delató su juventud y confirmó las sospechas de Junko. Adolescentes, con toda seguridad. Se trataba de una risa desenfrenada, juvenil. Estaba tan fuera de lugar que a Junko se le erizó la piel.

– ¿Y ahora qué? ¿Lo enterramos? -preguntó uno de ellos.

– Eso. El suelo es de tierra, ¿no? -contestó otro mientras, linterna en mano, pateaba la tierra con la punta del zapato.

«¿Enterrarlo? Entonces, ¿ese tipo está muerto? ¿Se han colado en la fábrica para deshacerse de un cuerpo?»

– Oye, la tierra está dura. ¿En serio vas a hacernos cavar un agujero aquí?

– ¿Y si lo tiramos al vertedero sin más?

– Ya, claro. ¿Y qué si lo encuentran? -dijo aquel al que acababan de llamar «Asaba»-. Tenemos que esconderlo.

– ¿Y, entonces, por qué no me hacéis caso y lo tiramos al río?

– Tarde o temprano acabarían encontrándolo -repuso Asaba con tono de amonestación. Aquello dejaba entrever que se trataba del líder-. Mientras no aparezca ningún cadáver, no se dará la voz de alarma. Siempre nos ha funcionado. Lo conseguiremos si seguimos el plan.

– Mierda. Nos va a llevar toda la noche.

– Tienes la pala, ¿verdad? -espetó Asaba, silenciando el murmullo de descontento.

– Aquí está.

– Pues cava por aquí. Este es un buen sitio. Nadie va a venir a fisgar detrás de estas máquinas.

Junko supuso que Asaba debía de estar al otro extremo de la fábrica, cerca de la cinta transportadora, puesto que uno de los focos venía de iluminar esa zona. Pero la segunda linterna volvió a rastrear el interior de la fábrica. Y por si fuera poco, ya no apuntaba hacia el techo, sino que ahora barría minuciosamente toda la nave. Junko aguantó la respiración y se encogió todo lo que pudo en el diminuto espacio que se abría entre el tanque de agua y la pared de la fábrica.

Oyó el crujido de la pala golpeando la tierra.

– ¿Qué coño? Esta pala no nos servirá de nada. El suelo está demasiado duro.

– Cierra el pico y hazlo.

La otra linterna seguía iluminando aquí y allá. La luz se posó en el tanque de agua tras el que se escondía Junko y avanzó por la pared, recorrió el borde del depósito de retención y prosiguió su camino hasta la cinta transportadora… Inesperadamente, la luz retrocedió hacia el escondrijo.

– Eh -gritó el chico a los demás-. Aquí hay una piscina o algo parecido.

El halo de luz se rezagó en el depósito de retención, a unos pocos pasos de donde Junko se escondía. Comprimida entre el tanque de agua y la pared, Junko sentía las costillas aplastadas. Estaba incómoda y le costaba mucho respirar, pero procuró mantener la calma y permanecer totalmente quieta. Advertirían hasta el más mínimo movimiento.

– ¿De qué estás hablando?

– Ahí, mira.

Cesaron los palazos contra la tierra. Los chicos se acercaron al depósito de retención. Uno de ellos se asomó por el borde. Junko pudo ver su silueta reflejada en la superficie del agua.

– ¡Esta agua está podrida!

– ¿Es petróleo, no?

– ¡A eso me refiero! Es perfecta. Si lo tiramos aquí dentro, nadie lo encontrará nunca. Además, parece bastante profundo.

– Quizá funcione…

Se oyó un chapoteo. Uno de ellos habría sumergido la mano en el líquido.

– Creo que es mejor aún que enterrarlo. ¿Verdad, Asaba?

Asaba no contestó de inmediato. Junko supuso que era él quien había hundido la mano en el depósito de retención. Al cabo de unos segundos, la retiró y respondió:

– Un agua tan turbia puede ser una buena solución.

Los otros acogieron con entusiasmo la decisión. Junko cerró los ojos. ¿De qué iba todo aquello? Primero, esos chicos irrumpían ahí para deshacerse de un cadáver, y ahora se ponían eufóricos por haber encontrado el depósito de retención, su depósito de retención. ¿Quiénes eran esos chicos? ¿Qué eran? ¿Seres humanos?

«Humanos.»

Junko abrió los ojos, y se estremeció ante un tipo de tensión distinta a la que había experimentado hasta ese momento.

«Estos cuatro. Estos cuatro desgraciados…»

Los chicos se alejaron del depósito y se encaminaron hacia donde habían empezado a cavar. Llevaban un objetivo en mente. ¿Estaban contemplando seriamente la posibilidad de arrojar un cadáver ahí dentro? ¿El cuerpo de una persona muerta?

Y no solo muerta. Esos tipos la habían asesinado, de eso Junko estaba segura. Planeaban deshacerse del cadáver ahí mismo. Y para colmo, por lo que se desprendía de las palabras de Asaba, aquella no era la primera vez que hacían algo semejante.

«Siempre nos ha funcionado.» Sí, eso era lo que había dicho, palabra por palabra. No podía ser la primera vez que asesinaban a alguien.

¿Podía considerarlos seres humanos? ¿O era un concepto demasiado generoso para describirlos? Bueno, cualquier etiqueta valía. La gente era libre de calificarlos a su antojo. Cuatro jóvenes despiadados y salvajes, víctimas de la sociedad… Cada cual podía elegir la fórmula que más le gustase. Pero ella, Junko Aoki, no consideraba que aquellos cuatro fueran seres humanos. Es más…

No le importaría quitarlos de en medio.

El corazón comenzó a latirle con una dolorosa intensidad. Tuvo que controlar la respiración para apaciguar la creciente ira. «Puedo encargarme de ellos. A mí no me supone ningún inconveniente. Solo tengo que dejar fluir la energía que he estado reprimiendo. Eso es todo. De nada sirve dudar.

«Porque yo si soy un ser humano normal, no como ellos.»

El polvo se levantaba a su paso. Retrocedían hacia el depósito, y llevaban consigo el cadáver. ¿Qué debía hacer? ¿Por dónde empezar? ¿A quién apuntar primero?

Si en la emboscada, Junko quedaba demasiado cerca de sus contrincantes, corría el riesgo de salir herida. Y la posición en la que ahora estaba no jugaba a su favor. Sería mejor desplazarse hacia un lugar desde donde pudiera abarcar la escena en su conjunto y localizar a los cuatro objetivos en sus ubicaciones exactas.

– Venga. Sujétalo por los pies. -Era la voz de Asaba-. Sumérgelo lo más lejos posible del borde.

– Tíralo de cabeza -rió otro.

Junko movió ligeramente la cabeza, lo justo como para poder verlos. Tan solo el depósito la separaba de ellos. Los dos que quedaban más cerca sujetaban el cadáver por el tronco y los pies e intentaban izarlo hacia el borde del tanque. Las linternas los iluminaban desde ambos lados, lo que permitió a Junko vislumbrar sus rostros.

Le sorprendió que fueran tan atractivos. La piel de sus mejillas y frentes seguía siendo lisa, como la de un bebé. Uno de ellos, el que llevaba una camiseta chillona a cuadros, era increíblemente alto. Su prominente nuez le daba cierto toque salvaje. El otro lucía un corte muy moderno. Su melena, que le caía sobre los hombros, quedaba dentro del círculo de luz y parecía de un brillante castaño rojizo.

Desde su posición, Junko solo podía distinguir parte del cuerpo sin vida. Vio su nuca mientras los jóvenes intentaban levantarlo por el borde del depósito de retención. Pudo comprobar que se trataba de un hombre vestido de traje. La corbata le caía hacia un lado, rozando la superficie del agua.

No había manera de apreciar los rasgos de los dos chicos que quedaban en segundo plano alumbrando con sus linternas. Cuando uno de ellos se dio la vuelta, quizá alerta a lo que le rodeaba, ella pudo leer las palabras «Big One» estampadas en el dorso de su chaqueta.

Junko tomó una decisión instantánea. Apuntaría primero al melenudo. El pelo era buen combustible, y el resplandor resultante podría serle muy útil. Sí, le prendería fuego a su pelo y, aprovechando la confusión de los demás, saldría disparada de su escondite. Ella conocía mucho mejor el terreno que sus adversarios. Una vez dejara atrás su escondrijo, correría alrededor de la cinta transportadora y apuntaría hacia cada uno de los chicos conforme intentaran darle caza. Y si se les ocurría escapar, tendrían que hacerlo por la única salida, la puerta de hierro. Se mantuvo alerta.

– ¿Preparados? Allá va…

Pero justo cuando los dos chicos más avanzados se disponían a tirarlo, el «cadáver» soltó un gemido.

– ¡Mierda! ¡Está vivo! -gritó el Melenudo.

Ante la confusión, las linternas recorrieron frenética y aleatoriamente el lugar, hacia arriba y por todo el perímetro. Junko también se sobresaltó, y su rostro asomó brevemente entre uno de los círculos de luz.

«Oh, oh. ¡Maldita sea!»

Antes de darse cuenta de que quizá la hubiesen descubierto, los jóvenes ya estaban gritando:

– ¡Hay alguien ahí!

– ¿Qué?

– ¡Ahí! ¡Detrás de ese tanque!

Junko quiso salir del agujero que quedaba entre el tanque de agua y la pared. Pero de tanto agazaparse en su empeño por mantenerse oculta, había quedado atascada y le costó reaccionar con rapidez. En el lapso de esos segundos perdidos, la luz de una de las linternas la enfocó directamente a la cara, cegándola. Por reflejo, se cubrió los ojos con la mano.

– ¡Es una mujer! -vociferó uno de ellos, sorprendido.

– ¡Date prisa y sácala de ahí, gilipollas! -ordenó Asaba.

Se movieron con rapidez para cortarle la salida. Estaba acorralada. El que quedaba más cerca de ella, estiró la mano para atraparla y consiguió engancharla por la manga.

Entre tropiezos, mientras la arrastraban hacia afuera, Junko se las arregló para mirar de soslayo al «cuerpo» que habían ido arrastrando. En efecto, estaba vivo. Tenía la cara llena de cortes y moratones, los ojos entreabiertos, pero se sujetaba al borde del depósito con ambas manos.

«Tengo que asegurarme de que no salga más herido de lo que ya está».

Entonces, se concentró en su objetivo. Volvió la vista hacia el chico que tiraba de ella. Se percató de que estaba sonriendo. «Una mujer. ¡Hay una mujer aquí!», se diría para sus adentros. Cómo no, aquellos machotes no tenían nada que temer de una mujer. «Van a morir. Voy a freírlos a todos. Será tan fácil como activar el triturador de basura, hacerla picadillo y abrir el grifo para que no quede rastro alguno».

Junko logró soltarse.

Aquel que la tenía cogida por la manga fue propulsado hacia atrás. La linterna salió volando de su mano, dibujando una graciosa estela en el aire, y se hizo añicos al impactar contra la escalera de metal que conectaba con la pasarela. Junko había reparado en cada detalle de la secuencia, no así los demás: tenían los ojos clavados en su compinche. Su pelo, camiseta y pantalones escupían llamas trazando una estela no menos graciosa en el aire. Para cuando aterrizó en el suelo, era una bola de fuego. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar. Junko sintió todo el poder de su ataque. La energía había fluido como una flecha, y parecía haber atravesado el cuello de su adversario, matándolo en el acto antes de prenderle fuego.

Los demás se pusieron a gritar. Incapaces de moverse, incapaces siquiera de borrar el pánico de sus caras, en un estado de conmoción que rozaba lo cómico.

Junko se tomó su tiempo para enderezarse. Acto seguido, volvió la cabeza hacia los demás. El que quedaba más cerca de ella, el chico de la camiseta a cuadros, estaba aproximadamente a un metro de distancia. Justo detrás, se plantaba el Melenudo y, más allá, el que sujetaba la segunda linterna. Era bajito, llevaba una sudadera de color rojo chillón, y lucía un pendiente en una oreja.

Junko dio un paso hacia la fila de jóvenes petrificados. Todos retrocedieron a la vez. El que llevaba la sudadera, reculó incluso dos pasos. Le temblaban los labios, y parecía estar a punto de echarse a llorar. Junko pudo distinguirlo perfectamente gracias a la luz que manaba del cuerpo en llamas. El hedor empezaba a envolverlos.

– ¿Qué le has hecho? -preguntó el Melenudo con voz trémula. Sus ojos escrutaban a Junko de arriba abajo-. ¿Qué tienes?

Ella guardó silencio pero mantuvo la mirada fija. «¿Quieres saber qué tengo? ¿Te refieres a si llevo un arma encima? Si es eso, entonces sí, la llevo. Pero mirarme de ese modo no te ayudará a encontrarla.

«El arma la llevo dentro de mí. En mi cabeza.»

Esbozó lentamente una sonrisa, y dio un nuevo paso hacia adelante. Esta vez, todos retrocedieron dos pasos, al unísono. Ya se encontraban en el centro de la fábrica.

– ¿Qué le pasa a ésta? -prosiguió el Melenudo, temblando como un flan y sin poder apartar la mirada de Junko-. ¿De qué va? ¡Haz algo, Asaba!

Se dirigía al chico alto, a Camiseta a Cuadros.

«¿Así que tú eres Asaba, eh?»

Junko lo fulminó con la mirada. Era el más sereno e impasible de los tres. Y pese a toda la conmoción, pudo percibir en sus ojos algún tipo de sensación. ¿Sería miedo? ¿O acaso…?

Junko se apartó algunos mechones que le caían sobre la cara. Con un brusco movimiento circular de cabeza arremetió contra los tres a la vez.

La energía fluyó con suavidad. Su control era perfecto, como si se tratase de un domador experimentado que chasquea el látigo con una distancia y fuerza bien medidas. Pudo incluso divisar el latigazo ardiente.

Pero Asaba logró esquivar el golpe. Sus intentos fueron algo torpes y, aunque la onda expansiva lo eyectó sobre la cinta transportadora, sorteó el fuego. Los otros dos se vieron envueltos en llamas en el instante en el que los alcanzó la radiación. Rostros, manos, pelo: todo ardía. Incluso sus gritos eran de fuego. Asaba se agitaba con violencia en la cinta transportadora. Tenía los ojos como platos; no los podía apartar de sus amigos que ardían vivos. El dobladillo de sus vaqueros echaba humo.

«Ha llegado tu turno.»

Junko tenía a Asaba en el punto de mira. Él aguantó firme la mirada. No se molestó en echar a correr. Se limitó a sacudir ligeramente la cabeza y a levantar la mano como si quisiera detenerla. Una mano. No las dos.

«Eso es. Levanta las manos. Implórame piedad. Supongo que es lo que le obligaste a hacer a este pobre hombre. Arrástrate y suplica por tu vida, tal y como él tuvo que hacer.»

Aún podía sentir la energía palpitando en su interior. Hacía mucho que no liberaba tanta cantidad. Pero aún había más, dispuesta a brotar, como si hubiese estado esperando aquel preciso momento.

Junko levantó la barbilla y clavó la mirada en Asaba, preparada para dar rienda suelta a la siguiente onda de energía. Asaba llevó la mano al bolsillo trasero de los pantalones. Gritó algo incoherente, sacó un objeto y la apuntó.

Un arma… En cuanto Junko la divisó, sintió un dolor terrible en el hombro.

El impacto de la bala fue tremendo. Junko sintió que se alzaba en el aire, que era propulsada hacia atrás. Una emoción cercana al asombro le cruzó la mente. «Así que esto es una pistola. Esto es lo que se siente cuando te disparan.»

Golpeó el suelo con la espalda y, después, con la parte posterior de la cabeza. Vio las estrellas. El hombro le quemaba de dolor. Algo caliente se deslizaba por su brazo. Sangre. Estaba sangrando.

Junko luchó a la desesperada por mantenerse consciente. No podía desmayarse. Tenía que levantarse. «¡Acaba con Asaba!» La vida de ese pobre hombre del tanque de agua dependía plenamente de ella. Tenía que ayudarlo. Junko clavó las uñas en la tierra. Intentó ponerse de pie mientras procuraba reprimir la ola de náusea que amenazaba con ahogarla.

Resonó otra detonación. Pasos alejándose, los de Asaba. Al principio, pensó que le había disparado de nuevo, pero no había sentido un segundo impacto ni tampoco dolor. Así que ¿hacia dónde había apuntado Asaba esta vez?

Apoyándose sobre un codo, Junko logró levantar la parte superior del cuerpo. Simultáneamente, oyó que alguien arrastraba la puerta de acero. Al mirar hacia allí, distinguió la sombra de Asaba cortar el rectángulo de luz que arrojaba la farola de la calle. No se molestó en mirar atrás, ni tampoco en cerrar la puerta. Se había marchado sin más.

Llamas, de un color rojo vivo, seguían ardiendo alrededor de Junko. Pero el resplandor empezaba a extinguirse, a menguar a medida que las ropas, el pelo y los cuerpos de sus víctimas quedaban completamente calcinados. Junko los contó. Uno, dos, tres. Solo Asaba había conseguido huir.

Se las arregló para ponerse de rodillas y arrastrarse hacia el depósito de retención. El pobre hombre al que habían intentado lanzar por el borde, yacía ahora junto al depósito. El rojo resplandor de las llamas le permitió ver que estaba encorvado, como si intentara protegerse. Tenía la camisa desgarrada y el costado empapado en sangre. Era a él a quien Asaba había disparado. Quería dejar zanjado el asunto antes de salir huyendo.

Estaba pálido. Su tez descolorida resaltaba incluso bajo la luz rojiza. Tenía los ojos cerrados. Junko se arrastró hacia él hasta que pudo alcanzar el pelo con la mano. Intentó acariciarle la cabeza. Le rozó la mejilla. Aún persistía algo de calor.

– Aguanta -dijo Junko. Le dio una bofetada y susurró-: Por favor. -Oyó que su propia voz se quebraba cuando repitió-: ¡Por favor, abre los ojos!

Le sorprendió ver que movía los párpados. Pestañeó. Ahora que lo tenía tan cerca, se dio cuenta de que era joven, más o menos de su edad. Era algo más mayor que Asaba y sus colegas carbonizados, pero seguía siendo joven. Demasiado joven para morir.

– ¡Aguanta! -Lo sujetó por el hombro y lo sacudió. El dio una cabezada y entreabrió los ojos. Pero tenía la mirada perdida. Junko acercó la cara-. No te rindas ahora, no puedes morir. Voy a llamar a una ambulancia. Aguanta.

Sus labios se movieron, pero no logró dar una respuesta audible a la voz que le hablaba. Se las arregló para abrir un ojo completamente. Junko se acercó tanto que su rostro casi rozaba el suyo, y entonces, pudo verla.

El ojo abierto estaba inyectado en sangre y acuoso, nadando en su órbita, como si hubiese visto cosas que no deseaba ni podía creer. Junko extendió su brazo ileso y lo tomó de la mano. La apretó con fuerza y dijo, alzando la voz:

– Estoy de tu lado. No te preocupes, esos tipos se han ido. Tú no te muevas. Voy a llamar a una ambulancia.

Cuando ella se apartó para marcharse, el hombre del traje le devolvió el apretón con una fuerza sorprendente, deteniéndola en seco. El brazo izquierdo de Junko colgaba impotente, así que cuando él tiró de su brazo derecho, ella perdió el equilibrio y se desplomó a su lado.

Estaban mejilla contra mejilla. Lo tenía tan cerca que parecía estar junto a su amado. Junko lo miró. La sangre brotaba desde la comisura de los labios; unos labios secos, salpicados de lodo. También goteaba de su nariz.

Movió los labios y, finalmente, su voz emergió:

– A… ¡Ayuda!

– Sí, voy a ayudarte -dijo Junko, con un asentimiento de cabeza-. No te preocupes. Procura no moverte.

El hombre cerró los ojos, los abrió de nuevo y, en un movimiento casi imperceptible, negó con la cabeza, como si quisiera decir «no».

– Por favor… Ayuda… -Le soltó la mano y la enganchó por la camiseta. Tiró de ella hacia sí y repitió-: Por favor… ve… ayuda… – Le temblaron los labios-. Ayúdala.

– ¿Ayúdala? ¿Hay alguien más? -inquirió Junko, sin dar crédito.

Sus párpados se abrían y cerraban en espasmos. De su ojo húmedo, manó una lágrima.

– ¿Es alguien que conoces? ¿Tu novia? ¿Dónde está?

Mientras su cara se rezagaba junto a la de él y le hacía todas aquellas preguntas, Junko sintió que una horrible premonición la paralizaba. Tenía la sensación de que, pese a que aquel hombre moribundo no pudiera decírselo, ya conocía la respuesta.

Una mujer. Así que cuando atacaron a ese hombre, no estaba solo. Estaba con una mujer. Los tipos como Asaba no dejarían que una mujer se marchara así como así.

– ¿ Dónde está ella?

El dolor le desfiguraba la cara. Sus labios temblaban, hacían contorsiones imposibles mientras, impotente, intentaba articular palabra.

– Se… la… llevaron. Se… la… llevaron.

– ¿Esos tipos? -El hombre asintió-. ¿Sabes a dónde han ido? ¿Te llevaron allí a ti también?

Otra lágrima le escapó del ojo. La sangre seguía brotándole de la boca. Se aferró a la camiseta de Junko.

– Co… Coche.

– ¿Un coche? ¿De quién? ¿De ellos?

– Mí… Mío.

– ¿Esos tipos se lo llevaron?

– Ella…

– ¿Con ella dentro? ¿Y te trajeron aquí para acabar contigo? ¿Fue eso lo que ocurrió?

– A… Ayuda.

– Ya, ya. Por supuesto que voy a ayudarte. ¿Recuerdas algo del sitio al que la llevaron? ¿Tienes alguna idea?

El ritmo de su respiración se hizo más lento. Junko sintió que la presión que ejercía la mano sobre su camiseta aflojaba paulatinamente. Se estaba muriendo.

– ¡Por favor, aguanta! ¿Sabes a dónde la han llevado? ¡Dímelo!

La cabeza del joven cayó, inerte. Parpadeó. Abría y cerraba la boca convulsivamente, como si le faltara el aire.

– Na… Natsuko -farfulló con tono débil antes de que su mano cayera flácida al suelo. Su ojo entreabierto se perdía en la nada. Tosió más sangre y se estremeció. Las llamas que los rodeaban se estaban apagando, y la fábrica empezaba a sumirse de nuevo en la oscuridad. En esas tinieblas, Junko sintió que la vida abandonaba el cuerpo del joven.

– Pobre chico… -murmuró Junko.

Sentada, tendió la mano ilesa y se las apañó para levantarle la cabeza y llevarla hacia su regazo. No quedaba rastro de vida en los tres villanos; reducidos a cenizas, se los había tragado la oscuridad. Alrededor de sus cuerpos quemados, diminutas llamas titilaban, aferrándose con tenacidad a sus víctimas, cual insectos hambrientos que se arremolinan alrededor de una carroña, ansiosos por saborear el último bocado. Esas llamas eran las leales discípulas de Junko, asesinas que nunca tomaban a la ligera sus objetivos. Y sin embargo, ella no había sido capaz de ayudar a ese joven.

Y lo peor de todo es que había otra persona cautiva: su novia.

«Na… Natsuko.»

Ese debía de ser su nombre. «Natsuko.» ¿Qué habría sido de ella? ¿Qué tormento estaría atravesando en ese momento? Junko cerró los ojos con fuerza durante un instante, lo que duró el escalofrío que se deslizó por su espalda.

«Tengo que ponerme en pie. No puedo desmayarme. Debo rescatar a Natsuko antes de que sea demasiado tarde.»

Bajo el resplandor de las persistentes llamas, brotaba la sangre del hombre cuya cabeza descansaba en su regazo. Otra sangre se deslizaba desde su propio hombro izquierdo. Ambas adoptaban el mismo color: un tono profundo, oscuro y doloroso. El joven había perdido muchísima sangre, más que ella. Tenía el cuerpo empapado.

Junko se apresuró a registrarlo, en busca de cualquier pista que arrojara algo de luz sobre su identidad. Nada en los bolsillos del pantalón, ni en la chaqueta del traje. Seguramente la banda de Asaba le había robado la cartera, incluido el carné de conducir. Pero entonces, encontró un apellido bordado en el interior del cuello de la chaqueta: FUJIKAWA.

– Fujikawa -leyó en voz alta.

Acto seguido, posó la cabeza del joven sobre el suelo, con delicadeza, y se levantó. Junto a los restos mortales de su primera víctima, una masa ennegrecida, descansaba una linterna. Tenía el cristal roto, pero aún funcionaba. Junko la recogió e iluminó lo que la rodeaba. Empezó a registrar la zona y, con los ojos bien abiertos, escrutó los tres cuerpos y sus alrededores, en busca de cualquier cosa que pudiera ayudarla a averiguar hacia donde pretendían dirigirse.

Los cuerpos estaban en tal estado que era imposible distinguirlos por las ropas que había visto. La respectiva complexión tampoco servía: los restos tenían un tamaño similar.

Por segunda vez, Junko fue consciente de haber liberado su energía a su máxima potencia. Hubo un antecedente. Junko lo recordó fugazmente. Ocurrió dos años atrás. En aquella ocasión también fueron cuatro, y acabó con todos ellos.

Inspeccionó los tres cadáveres, y los volteó con el pie. El dolor del hombro no era tan punzante ya, pero la pérdida de sangre le hacía sentir frío y náuseas. El estómago le daba vueltas.

No sentía el menor ápice de culpabilidad. Por lo que respectaba a Junko, los únicos restos humanos que yacían en esa fábrica pertenecían a Fujikawa. Los otros tres no eran más que alimañas inidentificables.

En condiciones normales, habría tomado la precaución de liberar la energía justa como para no dejar ninguna pista tras ella. Pero la situación no le había dejado otra alternativa.

Apuntó con la linterna hacia la dirección por la que Asaba había escapado. No pudo ver otra cosa que el suelo oscuro y las máquinas de la fábrica. ¿No encontraría nada que le indicara hacia dónde dirigirse? Levantó la cabeza y aguzó el oído. ¿Habrían oído en el vecindario esos dos disparos? ¿Habrían llamado a la policía?

Por el momento, nada alteraba el silencio con el que la noche había retomado sus derechos sobre la vetusta fábrica. Era de suponer que alguien hubiese oído los disparos, pero a la gente de aquel vecindario, acostumbrada a noches tranquilas, le costaría asimilar a la realidad un sonido asociado a las películas y a la televisión. Aunque alguien se hubiese despertado, seguramente habría achacado el estruendo al petardeo de un coche o puede que incluso, con semblante ceñudo, culpara a los niños del barrio del alboroto, antes de acurrucarse de nuevo bajo las mantas de su cama.

Eso es lo que diferenciaba a Junko del resto. Ella sabía que aquella ciudad era un campo de batalla. «Por lo visto, voy a tener que ser yo quien avise a la policía», pensó, bajando la linterna al suelo. En aquel preciso instante, sintió algo bajo el pie. Cuando se agachó para recogerlo, vio que se trataba de un paquete de cerillas. Tenía el nombre «Plaza» impreso. Un bar. Había un número de teléfono y una dirección junto con un mapa sencillo: Komatsugawa, distrito de Edogawa, Tokio. La estación más cercana era Higashi Ojima.

Solo faltaba una cerilla en el paquete. Por lo demás, parecía nuevo. Quizá se le hubiese caído a Asaba.

Junko lo guardó en el bolsillo. En un esfuerzo, se enderezó y procuró mantener el equilibrio. Se encaminó entonces hacia Fujikawa. Se inclinó y acarició su despeinada melena. Como llevada por un impulso, presionó la palma de la mano contra su camiseta empapada en sangre. A continuación, se llevó la mano hacia su hombro izquierdo e hizo lo propio. Rezó para que sus sangres se mezclasen y, de ese modo, jamás pudiera olvidar su horrible muerte.

– Voy a hacer que paguen por lo que te han hecho, que no te quepa duda-murmuró antes de ponerse en pie.

Al salir de la fábrica abandonada, la fría brisa de la noche la envolvió cual manto de rocío. Tuvo la impresión de estar despertando de una pesadilla. No podía coger la bicicleta. Le era imposible levantar el brazo izquierdo y no conseguía mantener el equilibrio. Se las arregló para empujar la bicicleta con la mano derecha por el camino que conducía de vuelta a su casa. Se detuvo en la primera cabina telefónica que encontró y descolgó el auricular. Habló con tono muy bajo al agente de policía de voz entrecortada que respondió a su llamada.

– Hay algunos cadáveres en la fábrica abandonada que queda junto al edificio de viviendas sociales en Tayama 3-chōme.

– ¿Qué? ¿Ha muerto alguien?

– Una pandilla de adolescentes irrumpió en la fábrica. Hubo disparos.

– ¿Oiga? ¿Desde dónde llama?

Junko hizo caso omiso del improvisado interrogatorio y prosiguió su informe, con voz monótona.

– Han asesinado a un hombre y raptado a una mujer. Uno de los responsables es un adolescente llamado Asaba. El nombre de la víctima es Fujikawa. También le robaron el coche.

Tras comunicar todos esos detalles, Junko colgó sin esperar respuesta. Empezó a temblar bajo la fría brisa.

La policía contaba con las destrezas propias del oficio, con su movilidad, con su fuerza de acción. ¿Sería suficiente para rastrear a Asaba y rescatar a Natsuko? ¿O Junko sería más rápida que ellos? No le importaba quién lo lograse antes. Junko era consciente de que no podía hacerlo todo sola. Por otro lado, tenía que hacer lo que estuviese en sus manos para rescatar a Natsuko.

Las fuerzas del orden se valdrían de su logística, y Junko de su ingenio. Que la policía diese antes con Asaba no desvincularía a Junko del asunto.

Tarde o temprano, acabaría con él.

Mientras llevaba la bicicleta hacia su apartamento, sintió que las lágrimas le inundaban los ojos. Avanzó con dificultad. Las lágrimas empezaron a caerle por las mejillas, pero estaba demasiado cansada como para enjugárselas. Ahogada en sus propios sollozos, no tardó en rendirse y llorar a lágrima viva.

Esas lágrimas eran fruto de la inesperada batalla y la matanza que había tenido lugar esa noche, sazonadas con una innegable sensación de pavor. Le temblaban las rodillas, y la herida del brazo la estaba matando de dolor. Sin embargo, se empeñaba en obviar todos esos pretextos. «Es la muerte de Fujikawa la que lloro», pensó. Lloraba por él y por Natsuko, en cuyo camino se tendría que cruzar. Al menos, eso es lo que se decía a sí misma.

La policía llegó a la escena del crimen diez minutos más tarde. El agente del primer coche patrulla se sintió abrumado en cuanto puso el pie en la fábrica abandonada. El hedor era tal, que a punto estuvo de ponerse a vomitar allí mismo.

Tal y como había relatado el informante, había cadáveres. Uno pertenecía a un joven que, al parecer, había recibido un disparo. Los otros tres -se dedujo que ese era el número al estar diseminados en la zona- no pudieron ser identificados inmediatamente como restos humanos debido tanto a la condición de los mismos como a la escasa luz en la fábrica.

Los tres habían sido carbonizados.

Algunas máquinas de la fábrica abandonada seguían calientes, no demasiado como para causar quemaduras pero lo suficiente como para que la policía llegara a la conclusión de que, momentos antes, una ingente cantidad de calor había sido liberada. Junto a uno de los cuerpos carbonizados, un agente encontró una vieja barra de metal doblada y parcialmente derretida.

– ¿Qué demonios es esto? -murmuró para sí mismo-. ¿Han utilizado un lanzallamas o algo así?

Junko oyó las sirenas de los coches patrulla a medida que éstos desfilaban uno tras otro hacia la escena del crimen. Cuando llegó a casa, se quitó la ropa para echar un vistazo a la herida del brazo izquierdo. Se mareó al descubrir los jirones de carne y sangre coagulada.

Pero había tenido suerte. Conforme limpiaba la herida con ayuda de una gasa empapada en antiséptico, reparó en que solo se trataba de un rasguño. La bala no le había dado de lleno, solo la había rozado.

Junko frunció el ceño. Se acordó de la sensación que había experimentado al recibir el impacto: fue como si le propinaran un martillazo que la propulsó hacia atrás. Y eso que solo se trataba de una herida superficial de bala. Era imposible que una pistola de bolsillo tuviera tal potencia. Debía de tratarse de un arma más potente, de gran calibre. ¿Cómo había logrado Asaba, un menor, hacerse con un arma como esa?

Una vez que Junko terminó de desinfectar la herida, se dio cuenta de que tenía una sed insoportable. Se encaminó a trompicones hacia el frigorífico y bebió de lo primero que encontró a mano: un cartón de zumo de naranja. Lo apuró, pero su estómago se rebeló y tuvo que salir corriendo hacia el cuarto de baño, donde lo vomitó todo. Aún aferrada al lavabo, se desmayó.

El grifo seguía abierto cuando volvió en sí. Se apresuró a salpicarse la cara de agua. Supuso que solo había estado inconsciente un momento.

Al erguirse sobre sus pies, se sintió algo mejor que antes de desmayarse. Sin embargo, apenas movió el brazo izquierdo, sintió que el dolor la paralizaba. Sacó una bufanda del armario e improvisó un cabestrillo, que la alivió al instante.

Encendió la televisión. Como era de esperar, la mayoría de los canales no emitía a esas horas de la madrugada y los que sí, no retransmitían noticias. Probablemente no hablarían de lo acontecido en la fábrica hasta mucho más tarde.

Junko buscó en los bolsillos de la ropa que se había quitado y sacó el paquete de cerrillas del bar Plaza. Cerraban a las 4:00. Echó un vistazo al reloj. Eran las 3:40.

No lograría llegar a tiempo.

Pero merecía la pena intentarlo. La vida de Natsuko pendía de un hilo. Se puso en camino.

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