Capítulo 26

– ¿Qué estás haciendo ahora?

– ¿Por qué quieres saberlo?

– Por nada en especial. Solo tengo curiosidad.

– ¿ Para qué llamas?

– ¡No seas tan borde!

– ¿Es por trabajo?

– Así es, señorita.

– ¿Eso significa que ya soy miembro de los Guardianes?

– Por supuesto, ¿acaso lo dudabas?

– Bueno, no me han convocado para hacerme una entrevista, ni me han pedido que rellene ningún tipo de formulario.

– ¡Como si hiciera falta! No tienes que presentar tu candidatura, te fichamos de entrada Y, por si no fuera obvio, tu impecable hoja de servicios es el mejor de los avales. Sabemos perfectamente de qué eres capaz. Por eso te buscábamos.

– Entonces, ¿no hay una ceremonia? ¿Un rito de iniciación, quizás?

– ¿Como si fuésemos masones o algo parecido? Podría ser divertido. Pero no, siento decepcionarte, no hay nada semejante.

– ¿Así que no tendré el placer de conocer a ningún otro miembro?

– Algún día, cuando se presente una misión que no podamos acometer solos, quizá alguien venga a prestarnos ayuda. Pero no hasta entonces.

– De modo que, ¿trabajaremos juntos?

– Eso es. Seremos el Dúo de Oro.

– No sé por qué, pero no me siento muy cómoda con eso.

– Eh, no seas tan mala conmigo.

– ¿Y cuánto sabes acerca de los demás Guardianes?

– Vamos, cielo, es demasiado pronto para inquietarse por esas cosas.

– Es normal que me preocupe. ¿Cómo voy a meterme en algo que desconozco?

– Eh, fuiste tú quien aseguró saber cuidar de ti misma.

– ¿Cómo te has enterado de eso? ¿Has estado hablando con ese otro hombre?

– Sí, es mi jefe.

– ¿Y no debería conocerlo yo?

– No.

– ¿Por qué?

– Porque yo soy tu jefe. Puedes verme a mí, y lo único que has de hacer es acatar mis órdenes. ¿No es así como funcionan las empresas? Delegación. No recibes órdenes ni del presidente de la compañía ni de los directivos, sino del jefe de tu departamento.

– Es cierto. Sin embargo, cuando entras a formar parte de una empresa, todos acuden al discurso de bienvenida que pronuncia el mandamás. Y así, puedes hacerte una idea de qué aspecto tiene.

– Claro, pero qué mala suerte, tu contratación cae justo entre dos discursos. Oye, ¿sabes manejar un ordenador?

– No tengo ni idea. Jamás lo he intentado.

– Entonces no tienes ninguno.

– No lo necesito.

– Vale, pues tendremos que ir otra vez de compras. Te recogeré en seguida.

– No, gracias.

– No puedes negarte. Es una orden. Es necesario que todos dispongamos de ordenadores. Y también de teléfono móvil.

– ¿Para qué?

– Para poder pasarnos información. No podemos enviar detalles sobre un objetivo en concreto por el servicio de correo tradicional, ¿no te parece? Además, debemos poder establecer contacto en cuanto sea necesario. Podemos mandar correos electrónicos siempre que queramos y borrarlos una vez los hayamos leído.

– Ah… No había caído en eso.

– Te lo instalaré todo y te enseñaré cómo utilizarlo. Estaré allí en una hora. Lávate el pelo, cámbiate de ropa y ponte algo de maquillaje.

– No saldré con el pelo mojado en un día tan frío como este.

– Es increíble, ¡qué testaruda! -Koichi Kido miró de arriba a abajo a Junko mientras ésta cerraba el paraguas y se metía en el coche-. ¿Por qué no llevas la ropa que te compré?

– No puedo aceptar nada que no me haya ganado. Es un principio. -Junko se abrochó el cinturón de seguridad. Llevaba un jersey acrílico comprado en rebajas. Unos vaqueros y zapatillas de deporte completaban la indumentaria. Sin embargo, optó por la misma trenza que la propietaria de la tienda le hizo. Era más cómodo tener el pelo retirado de la cara.

Koichi también llevaba vaqueros, pero Junko supuso que habría de añadirle un cero a la etiqueta. Lucía un jersey de lana de color beige, y Junko reparó también en su camiseta interior. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo con una felpa de color azul marino. Nada que ver con el banal elástico negro que Junko solía utilizar. Parecía incluso más joven que el día anterior. A Junko se le ocurrió que cualquiera que los viese juntos los tomaría por la hermana mayor y su hermanito.

Había amanecido en un torbellino de lluvia y aguanieve. Solo faltaba una semana para Navidad, y parecía hacer más frío conforme pasaban los días. El parte meteorológico pronosticaba buen tiempo para el día siguiente, pero otro frente tormentoso se acercaba al archipiélago, y cabía la posibilidad de tener unas Navidades blancas.

La carretera que quedaba frente al edificio de Junko era estrecha, y Koichi tuvo que maniobrar con sumo cuidado para incorporarse a la avenida principal. Mientras ponía toda su atención en el proceso, Junko observó el payaso bailarín. Cuando se detuvieron en la primera intersección, Koichi preguntó con brusquedad:

– ¿Te importaría…?

– ¿Qué?

Koichi apartó la mano izquierda del volante, rodeó el cuello de Junko y tiró de ella hacia sí. Enterró la cara en su cabello durante un segundo y le rozó ligeramente la nuca. Entonces, se alejó y espetó:

– ¿Por qué no puedes lavarte el pelo para mí? -Junko estaba demasiado sorprendida como para articular palabra. El suave roce de su mano se rezagaba en algún punto del nacimiento del pelo. Las mejillas le ardían-. ¡Te has puesto colorada!

Koichi se echó a reír. El semáforo se puso en verde, y reanudó la marcha. Ahora Junko estaba furiosa y se volvió hacia la ventanilla. ¿Cómo lograba sacarla de quicio y hacer que su corazón latiese de ese modo a la vez? En su interior, sabía la respuesta, pero prefirió convencerse de que no era así.

– ¿Te he enfadado? -preguntó Koichi con una traviesa sonrisa-. ¿Has tenido novio alguna vez? -Junko se negó a responder-. Yo he tenido un montón de novias -prosiguió. Junko empezó a contar las gotas de aguanieve conforme golpeaban el parabrisas-. Deberías ver la cantidad de regalos que guardo de los días de San Valentín. Asistí a un instituto bastante moderno para su época. Era un centro privado y mixto. Aunque no había demasiadas chicas.

– ¿Oh, de veras? -masculló Junko con sarcasmo.

– Pero ¿sabes qué? -continuó Koichi, ignorando la falta de interés de su acompañante-. La única que realmente me gustaba no me hacía ni caso. Cuando teníamos catorce años, todos los chicos del colegio estábamos locos por ella. Yo estaba convencido de que tarde o temprano se fijaría en mí. Era muy popular. Pero resultó que ella ya le había echado el ojo a un chico mayor del equipo de béisbol que no solo era un increíble lanzador, sino que además sabía manejar el bate.

Junko dejó de contar las gotas de aguanieve.

– Decidí adoptar otra estrategia y le escribí una carta de amor. Pasé días trabajando en ello. Plagié clásicos románticos. Mi madre no podía creer que me quedara sentado al escritorio, inmerso en libros que no habían asignado en clase. ¡Incluso me hizo un pastel!

Junko se echó a reír.

– La última noche, no pude conciliar el sueño. Mi borrador final era una obra de arte. Estaba tan emocionado, que me eché a llorar. Era una confesión de amor que venía del fondo del alma. Al día siguiente, se la entregué. Dos días más tarde, encontré la carta en mi buzón. Ni siquiera la había abierto.

Junko se volvió para mirar a Koichi que, a su vez, le lanzó una mirada de reojo.

– Al menos podría haberla leído, ¿no? -rió él de nuevo-. No la hubiera matado abrirla y echar un vistazo.

– Bueno, probablemente no te correspondiera.

– ¿En serio? ¿Y eso por qué?

– Quizá pensó que traicionaría al otro chico si leía tu carta. Aún quedan adolescentes tradicionales.

– Hum.

– ¿Acaso te alegraría más saber que su novio y ella se sentaron juntos a leer tu carta?

– ¡Eso es horrible! ¿Cómo se te ocurre tal cosa?

– Solo digo que no es imposible que una chica contemple esa idea.

Entre las malas condiciones meteorológicas y la estampida de gente que salía de compras en esas fechas, el tráfico era horrible. El coche avanzaba hacia adelante y se detenía, se arrastraba unos metros más y volvía a pararse. Cada vez que Koichi frenaba, el payaso se balanceaba de un lado para otro.

– Me sacó de mis casillas. -Koichi tenía una mirada soñadora-. De modo que le di un «empujoncito». -La sonrisa de Junko se esfumó. Koichi ya le había dicho que fue a los trece años cuando se dio cuenta de que tenía el poder de controlar a los demás. Y eso significaba que probablemente aún no era dueño de su capacidad cuando sucedió lo que le estaba contando.

– ¿Se te fue de las manos?

– Tenía el corazón roto. -Koichi aún lucía una débil sonrisa en los labios.

– ¿Qué ocurrió?

– Tuvimos una cita.

– ¿La «empujaste» a acudir a una cita contigo?

– Sí. Hice que me lo prometiera en el colegio y, cuando acabaron las clases, fui a recogerla a casa. Incluso llegué a presentarme a su madre. Cuando el efecto se pasó, le di un nuevo empujón. Y otro.

Temía que si volvía en sí y quería regresar a casa, me viera metido en algún lío.

– ¿Y adonde fuisteis?

– No había muchos sitios a los que pudiéramos ir los chicos de nuestra edad. Fuimos a un museo de arte. Supuse que a sus padres les gustaría. Era parte de mi estrategia.

Condujeron en silencio durante unos instantes.

– ¿Os lo pasasteis bien? -preguntó Junko finalmente.

– No -repuso Koichi sin dudarlo un segundo.

Ya lo imaginaba. Junko cerró los ojos. Podía vislumbrar a un par de adolescentes cogidos de la mano, caminando con torpeza por los pasillos del museo. Cualquier adulto que los viera, pensaría que eran adorables. Pero ¿hubo alguien que se volvió a su paso, atraído por la más leve sospecha? ¿Alguien imaginó que no eran una pareja, sino una marioneta y un titiritero?

– Tuve que pararme a vomitar hasta tres veces de camino a su casa.

Koichi debió de haber utilizado más poder del que podía manejar.

– ¿Castigo divino?

– Algo parecido. -Koichi frunció el ceño y Junko recordó cómo se había iniciado la conversación. Intentaba averiguar si ella había tenido novio alguna vez.

– Yo siempre he estado sola -reconoció-. No he tenido ninguna cita.

– Lo suponía -contestó Koichi con tono respetuoso.

– No soy como tú con todo ese ejército de admiradoras detrás.

– Probablemente te aseguraste de que nadie se interesara por ti.

Las palabras fueron sencillas, pero dieron en el clavo.

– Ni siquiera tenía amigos. Desde que soy pequeña, he ido mudándome de un sitio a otro.

Ella había empezado a utilizar su poder mucho antes de que Koichi supiera que lo poseía. De bebé, incluso mientras se quedaba sentada jugando, sus padres no podían apartar la vista de ella ni un solo segundo. No podían anticipar cuándo o dónde se iniciaría el fuego.

Junko le habló a Koichi sobre sus padres y abuelos. Le dijo que ninguno poseía ese poder, pero que todos la aceptaban tal y como era. Le contó que siempre se habían mostrado muy protectores con ella, que inconscientemente, se culpaban por ello. Por su parte, Junko jamás les reprochó nada. Estaba convencida de que sus propios hijos o nietos jamás la condenarían, por la sencilla razón de que no tendría descendencia.

Sabía que el árbol genealógico de sus padres, abuelos, y todos sus ancestros, acabaría con ella. Estaba segura de que ningún hombre correría el riesgo de enamorarse de un lanzallamas humano.

– Mis padres hicieron todo lo posible para enseñarme a controlar mi poder. Pero fue como domar a un animal salvaje. Mis emociones se me escapaban de las manos y desencadenaban un incendio tras otro. De modo que tuvimos que mudarnos constantemente. Siempre anduve cambiando de colegio. Los profesores no sabían qué hacer conmigo.

– Debiste de sentirte muy sola.

Junko estuvo a punto de reconocer que sí, pero optó por decir algo completamente diferente.

– Contaba con el amor incondicional de mis padres. -Koichi la miró durante un instante, y después, volvió a concentrarse en la carretera. El aguanieve caía con más fuerza que nunca-. Ambos sacrificaron sus vidas por mí. El éxito profesional, un buen estatus social y, en general, todo lo que se suele asimilar a la felicidad… Tuvieron que renunciar a ello y vivir exclusivamente para mí. Ahora que vuelvo la vista atrás, me parece un sacrificio increíble. No me veo capaz de pasar por algo así. No podría criar a un niño tan… peligroso. Sin embargo, ellos no me abandonaron. Se ocuparon de mí hasta el día de su muerte.

Al otro lado de la espesa cortina gris de aguanieve, se distinguían las luces de las tiendas de electrónica de Akihabara [13]. Junko, repentinamente avergonzada por el giro que había dado a la conversación, se apresuró a cambiar de tema.

– No me digas que hasta las organizaciones secretas adquieren su equipo en las tiendas de toda la vida.

– Comprar en ese tipo de comercios hace más difícil que rastreen nuestros movimientos -contestó Koichi con semblante serio antes de estallar en carcajadas-. ¡Es coña! Pero ya sabes, hay que ahorrar siempre que se pueda.

Al final, resultó que Koichi era un experto en ordenadores. Junko no entendió ni una palabra de la conversación que mantuvo con los vendedores mientras recorrían las gigantescas tiendas.

– ¿De qué habláis? -preguntaba una y otra vez.

– Ya te lo explicaré después -respondía siempre el joven.

Junko acabó perdiendo la paciencia.

– Vivo en un apartamento diminuto. ¡Elige algo que no ocupe demasiado espacio!

– No tendrá capacidad suficiente.

– ¿Cuánta capacidad necesitas para mandar un correo electrónico? No estás buscando algo para mí, ¡estás eligiendo un ordenador que te gusta a ti!

– ¿Tanto se me nota?

Por fin, eligieron un modelo de sobremesa pequeño. Koichi lo metió en un carrito, lo empujó hacia el aparcamiento, y lo cargó en el maletero.

De camino al apartamento de Junko, se detuvieron a cenar. No sacaron a relucir ni el tema de los Guardianes ni el de sus propias vidas. Koichi se limitó a enseñarle el funcionamiento básico de un ordenador. Junko formulaba preguntas a las que Koichi respondía con mayor o menor grado de admiración hacia ella, desde un eufórico «¡Eres un genio!» hasta un dramático «Eso no tiene importancia alguna». Junko rió con tanta fuerza que se le escapó alguna que otra lágrima. De repente, se dieron cuenta de que en el exterior, el aguanieve empezaba a cuajar.

– No va a parar -declaró Koichi.

– Pues yo creo que sí -rebatió ésta con tono optimista. Sin embargo, para cuando llegaron a su apartamento, nevaba con mucha fuerza. Ambos sacaron las compras del coche y corrieron a resguardarse. Una vez dentro, Koichi echó un crítico vistazo a su alrededor.

– ¿Qué estás mirando?

– Tienes razón. Es pequeño.

– Mis más sinceras disculpas, alteza.

– Quitemos esa estantería de ahí y, quizá, tengamos sitio para instalarlo. Deberíamos comprar una mesa de escritorio.

– No habrá espacio suficiente -replicó Junko-. Podemos utilizar la mesa de la cocina.

– ¿Y dónde comerás?

– Siempre como en esa mesita de ahí.

– ¡Qué vida tan sencilla!

Una vez eligieron el lugar, Koichi empezó a abrir las cajas. Junko miró el reloj de la pared. Ya eran las ocho pasadas.

– ¿Vas a tirarte aquí toda la noche, instalando eso?

– No hay tiempo que perder, cielo. Tenemos trabajo que hacer.

– ¿Cuánto tiempo tardarás?

– Unas dos horas tal vez. -Koichi la miró de reojo-. No te preocupes, no me abalanzaré sobre ti. No correré el riesgo de que me chamusques.

– Capullo.

Koichi trajo la mesa de la cocina y se puso manos a la obra. Enchufó cables y presionó botones mientras mascullaba jerga informática. Junko decidió dejarlo a su aire. Se dio cuenta de que debía retirar todas las bolsas de la ropa que él la había comprado y así dejar espacio suficiente para el ordenador. Koichi también reparó en ellas.

– Podrías haberte decidido antes -protestó-. Ya es demasiado tarde para devolverlas.

– Voy a donarlas.

– No se te da nada bien seguir las normas, ¿sabes? -suspiró-. De acuerdo, tengo una idea. Haremos que los Guardianes la paguen.

– ¡No harán nada parecido!

– Sí que lo harán. Recuerda, señorita, si quieres trabajar para los Guardianes, tienes que estar dispuesta a moverte de un lado para otro. Y eso incluye alojarse en hoteles de lujo, por lo que no querrás llamar demasiado la atención. Así que, esa ropa puede considerarse como gasto profesional.

Junko empezó a apartar a un lado las bolsas.

Era la primera vez que alguien entraba en su casa, en esa y en cualquiera otra en la que había vivido antes. Jamás había invitado a nadie, ni siquiera a Kazuki Tada. Ella sí había estado en su casa, pero él no llegó ni a acercarse hasta allí. Lo único que necesitaba saber era que Junko era su arma. No tenía por qué inmiscuirse en su vida privada. Aun así, si hubiese preguntado, ella le habría permitido la entrada, pero él no llegó a hacerlo nunca.

Junko se quedó plantada junto a la puerta y observó la espalda de Koichi mientras este lo instalaba todo. Desde su posición, se le veía relajado y parecía estar disfrutando. Ella apenas lo conocía, pero ahí estaba, absorto en su tarea, como en casa. Era casi como estar con alguien de la familia. Junko no era bajita, pero Koichi era tan alto que los muebles de alrededor parecían miniaturas. Junko recordó la breve temporada en la que trabajó en una tienda de muebles. El propietario le dijo una vez que los muebles eran femeninos en esencia.

«Cuando se case y viva con su marido, señorita Aoki, entenderá lo que le digo», le había dicho. ¿Explicaba eso lo que sentía en ese momento? No estaba segura, pero tenía la impresión de que tanto ella como los muebles de su casa encogían ante la presencia de Koichi. Y no le molestaba. Miró a través de las cortinas de las ventanas y vio que aún seguía nevando con intensidad. El frío empezaba a filtrarse por el cristal.

Junko decidió hacer café y se acercó al fregadero. El café recién molido era el único lujo que se permitía. Inhaló la deliciosa fragancia de los granos de café cuando los sacó.

– ¡Es todo un detalle! -Junko distinguió la voz de Koichi y se volvió sobre sí misma. Estaba sentado junto al teclado del ordenador con los codos apoyados en la mesa-. Siempre he soñado con que alguien me hiciera café.

– No lo estoy preparando para ti.

– No te rindes nunca, ¿eh?

– Tú termina tu trabajo.

– Está casi hecho. Queda lo más complicado: enseñarte a utilizarlo.

Junko llenó dos grandes tazas de café y acercó una silla para sentarse junto a Koichi. Empezó su lección por lo más básico: cómo encender la máquina. Al cabo de un rato, intercambió su asiento con Junko para que ésta quedase frente a la pantalla. Pensó haberlo comprendido todo tras la lección magistral impartida durante la cena, pero le resultó complicado hacerse incluso con el manejo del ratón.

– He tenido peores alumnos -dijo Koichi con magnanimidad-. Ya te acostumbrarás. -Le enseñó a enviar y recibir correos electrónicos y, hecho esto, anunció que había llegado el paso más importante-. Te has quejado por el precio de este pequeño artilugio -dijo, señalando una pequeña caja conectada al ordenador por un cable-. Pero vas a necesitarlo.

No parecía sino un interruptor con una lucecita roja.

– Es un mecanismo de autentificación de voz.

– ¿Un qué?

– Pone en marcha el sistema en cuanto identifica tu voz. -Koichi introdujo un código y Junko vio que una nueva ventana aparecía en la pantalla-. Cuando te registres, podrás acceder a tu cuenta de correo desde los Guardianes. Solo tú podrás entrar, nadie más. Una medida de seguridad, digamos… Algo esencial para una organización secreta.

En la pantalla se leía: «Introduzca contraseña»

– ¿Debo decir una combinación numérica?

– No. Después te diré el código que tienes que teclear, pero este es un proceso de dos etapas. Estos son los pasos. Primero, el ordenador registra tu voz. Segundo, en cuanto reconozca que eres tú quien entra en el sistema, abrirá tu cuenta de correo. Bastante inteligente, ¿no te parece?

– ¿Quieres decir que mi voz actúa como código? ¿Es eso?

– Así es, tendrás que decir la contraseña.

– ¿Qué tal «Guardián»?

Koichi negó con el dedo, cual director regañando a un actor.

– Eso no tendría ninguna gracia.

– ¡No se me ocurre otra cosa!

– A ver qué encuentro yo.

– Más vale que sea buena.

– ¿Qué te parece: «Amo a Koichi»? ¡Ay! -gritó este cuando Junko le dio una patada en la espinilla.

– Alégrate de que no lleve zapatos.

Koichi se frotó la pierna.

– De acuerdo, ya se me ocurrió una hace un rato… -dijo. Entonces, tomó el manual del ordenador, le dio la vuelta y le mostró lo que había escrito en el reverso.

Junko lo leyó.

– ¿Y por qué has elegido esa palabra?

– Porque es lo que eres. -La pantalla esperó pacientemente, con la misma ventana. Junko dudó. Koichi asintió, instándole a continuar.

Finalmente, pronunció:

– INCENDIARIA.

La pantalla convirtió la señal sonora en un diagrama de ondas y, acto seguido, oyó una voz que manaba del altavoz: «Incendiaria».

– ¿Ya está?

– ¡Eso es! Perfecto.

Ahora se abría una ventana en la que se leía: «Registro completo». En un fondo azul cielo, apareció un angelito blanco blandiendo una gran espada de plata hacia el cielo. Parecía algún tipo de cuadro religioso.

– Bienvenida a la Red Guardián -anunció Koichi.

Había dejado de nevar, pero una fina capa de nieve persistía en la escalera de incendios del edificio de Junko. Koichi bajó los escalones con rapidez, sin preocuparse lo más mínimo por resbalar. Se acercó al coche y miró al cielo.

– Ojalá no hubiese parado. -Las nubes se deslizaban rápidamente por el cielo. El aire helaba, y a Junko empezaban a congelársele los lóbulos de la oreja-. ¿Habrías dejado que me quedase si siguiese nevando?

– ¡Ya has visto lo pequeño que es mi apartamento! Tendrías que haber dormido en el baño. Ni siquiera tengo un futón extra.

– ¡Pues múdate a otro sitio más grande!

– ¡Yo no soy un niño mimado y podrido de dinero!

Koichi emitió un tintineo cuando sacó las llaves del bolsillo. Miró a Junko con la cabeza ladeada.

– Cobrarás un sueldo, ¿sabes?

Junko echó un vistazo a su alrededor. Casi todas las luces del edificio estaban apagadas. Era pasada la medianoche, por lo que no le extrañó. Se dio cuenta de que con semejante silencio, las voces podían oírse desde muy lejos.

– No hablemos de eso aquí-dijo, bajando la voz.

– De todos modos, no estás trabajando oficialmente en ningún sitio, ¿no? -preguntó Koichi con algo más de discreción.

– No estoy trabajando ni oficial ni extraoficialmente. De momento. -Junko se acercó a Koichi para que pudiera escucharla mejor. Sus pasos se vieron amortiguados por la nieve-. Trabajaba en una cafetería, pero a media jornada.

– Pues será mejor que busques algo parecido.

– ¿Puedo trabajar?

– Desde luego. Los Guardianes no tendrán una misión para ti cada día. Puedes hacer lo que quieras siempre y cuando no ocupes todo tu tiempo. Es bueno guardar las apariencias. Oye, una cosa… -Koichi sonrió y puso la mano sobre el hombro de Junko-. Te agradecería que no escogieras un curro que me tenga preocupado.

Junko alzó la mirada y se concentró en los ojos de Koichi.

– ¿Por qué? ¿Porque somos compañeros?

Koichi también adoptó un tono serio pero matizado por la dulzura.

– Exacto.

Se miraron durante un buen rato. Finalmente, Junko esbozó una sonrisa, tal y como Koichi solía hacer.

– En ese caso, de acuerdo -concluyó brevemente. Sin embargo, Koichi no sonrió. Mantuvo la mirada firme en los ojos de Junko. Se quedaron allí plantados, expulsando bocanadas de aire blanco, en medio de una calle nevada y desierta, inmóviles como dos estatuas de piedra.

De repente, Koichi se inclinó y le dio un abrazo. Junko no lo apartó de un empujón, sino que apoyó la cabeza en el grueso jersey que le cubría el hombro. Parecía delgado, pero en cuanto lo tuvo entre sus brazos, supo que era más fuerte de lo que aparentaba. Sintió su barbilla rozándole el pelo y, después, sus labios. Junko dejó la mente en blanco. Solo era consciente de estar temblando, aunque no tenía frío ni miedo.

Entonces, del vacío de su mente, asomó un único pensamiento.

– Te sientes solo, ¿verdad? -preguntó.

Koichi se sobresaltó.

– Lo sé porque yo también me siento sola -añadió Junko que se apartó ligeramente de sus hombros para mirarlo. Sus ojos habían adoptado un tono más oscuro. Las siguientes palabras de Junko abandonaron sus labios precipitadamente-. Pero por favor, entiende que jamás podría entregar mi corazón a alguien hasta que hayamos asesinado juntos. Hasta que hagamos el trabajo y nuestras manos queden igualmente manchadas. -Koichi entrecerró los ojos, y tendió la mano para acariciarle la mejilla. Le enjugó una lágrima que había pasado inadvertida para la propia Junko.

– Yo no soy Kazuki Tada -dijo Koichi, con el aliento frío como el hielo- Y no lo olvides. Nosotros no asesinamos.

– ¿Cómo llamas a lo que hacemos, entonces?

Por fin, la sonrisa de Koichi aparecía de nuevo.

– Impartir justicia. -Sostuvo el rostro de Junko entre sus manos, acarició su frente contra la suya, y cerró los ojos. Ella también lo hizo. Era casi como estar pronunciando una oración juntos, aunque ella desconocía por quién o para qué estaban rezando.

– Buenas noches. -Koichi levantó la mirada, sonrió y se encaminó hacia su coche-. Será mejor que entres en casa antes de que pilles un resfriado. -Abrió la puerta, entró y puso en marcha el motor. No volvió la vista atrás, pero Junko permaneció allí sin moverse hasta que la oscuridad se tragó la luz de los faros.

Por primera vez, tuvo la sensación de que los Guardianes existían de verdad. Sintió en lo más profundo de su ser que acababa de entrar en un lugar del que era imposible regresar.

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