Capítulo 8

En ese preciso momento, en un frenético intento por escapar, la madre de Asaba se abalanzó sobre su verdugo. En cuanto Junko reparó en el extraño brillo de sus ojos, la cinta de un viejo recuerdo se proyectó en su mente. El fenómeno fue tan intenso que el transcurso de la escena que tenía lugar en el interior de la licorería parecía desarrollarse a cámara lenta. Junko perdió todo sentido de la realidad. Desde el prisma de sus recuerdos, veía cómo la madre de Asaba arremetía contra ella, muy lentamente, como si atravesara un mar denso y viscoso.

«Junko, ¿por qué has hecho eso?», era la voz de su propia madre. «¿Cómo has podido hacerle eso al perro del vecino? Pobre criatura. ¡Pensaba que te gustaba!».

«¡Pero mamá, me atacó! Se acercó con una mirada rara. Y entonces se abalanzó sobre mí y me mordió. Tuve mucho miedo. Tuve mucho miedo y por eso…»

La madre de Asaba impactó contra ella, y ambas acabaron en el suelo. Junko aterrizó dolorosamente sobre su espalda y codos, y sintió que la sangre fluía de nuevo de su herida reabierta. ¡Claro! Aquel perro tenía la misma mirada que esta mujer. Como si no estuviese en sus cabales.

«¡ Por eso quemé al perro, mami!»

Junko lo recordaba. «Esa fue la primera vez que maté a un ser vivo. Pero ¿por qué ese recuerdo asoma ahora a la superficie?».

La voz de su madre regresó a ella. «Entonces, Junko, ¿cada vez que algo o alguien te moleste o se niegue a seguirte el juego vas quitarles la vida, sin más? ¿Qué hay de tu padre y de mí? Si te regañamos o te castigamos, o hacemos cualquier otra cosa que no sea de tu agrado, ¿vas a quemarnos vivos como hiciste con ese pobre perro?».

En su intento por llegar hasta la puerta, la madre de Asaba trepó por encima de ella y la pisoteó.

«Si obras así, no habrá nadie que cuide de ti. Te quedarás sola. ¿Es así como quieres vivir, Junko?».

La evocación del duro interrogatorio al que le sometió su madre la despertó bruscamente de su ensueño, y la realidad retomó sus derechos. Junko se sentó. La madre de Asaba acababa de alcanzar la puerta y llevaba la mano hacia el pomo. Junko apuntó a su espalda y lanzó un rayo de energía. El blanco salió disparado hacia adelante, llevándose la puerta consigo; con las extremidades desplegadas sobre la tabla arrancada de sus goznes, parecía estar pilotando una alfombra mágica, cuya carrera acabó en un estrépito al impactar contra la puerta de cristal automática de la entrada de la tienda. Entonces, se prendió fuego.

Junko se incorporó y salió para presenciar los restos de la puerta y de la madre de Asaba mientras las llamas los reducían a cenizas. Solo un par de piernas sobresalía de la hoguera, y Junko se sorprendió al ver que su pie izquierdo aún lucía su sandalia.

El estrépito y el fuego no tardarían en atraer a los vecinos. Junko se apresuró a escabullirse y buscó la escalera que daba a las plantas superiores. No le costó mucho encontrarla, la guió el ruido de los pasos de alguien que la bajaba.

– ¿A qué viene tanto jaleo? -gritó una voz de hombre.

Junko corrió hacia el pie de la escalera y a punto estuvo de colisionar con un joven delgado y de tez pálida. Tenía el pelo largo y su indumentaria se reducía a un par de calzoncillos sucios.

– ¿Dónde está Asaba? -preguntó Junko.

El joven se detuvo en seco.

– ¿Quién coño eres tú?

– ¡Asaba! ¿Dónde está? -Junko puso un pie en el primer escalón-. ¡Apártate de mi camino!

Él retrocedió un paso, pero se tropezó. Se las arregló para evitar la caída, agarrándose del pasamano.

– ¿De qué cojones vas? ¿Qué quieres de Asaba?

Los curiosos empezaban a agolparse en la tienda. Resonaban sus voces que llamaban al propietario y se hacían cada vez más nítidas. Junko supo que no tenía tiempo que perder.

Clavó la mirada en el joven de pelo largo. Un rayo de energía lo propulsó por los aires, escalera arriba. Golpeó la pared de la primera planta y aterrizó envuelto en llamas.

– Deberías haberme hecho caso -murmuró Junko mientras subía corriendo la escalera. Cuando llegó al primer piso, reparó en la puerta entreabierta que quedaba a su izquierda. Pudo distinguir un sofá y unas sillas a juego, y durante un instante, vislumbró un rostro masculino asomando desde detrás de la puerta antes de que ésta se cerrase de golpe.

No creía que se tratase de Asaba. ¿Con cuántos secuaces contaría? Junko ya se había deshecho de tres en la fábrica abandonada. ¿Había traído más refuerzos a la guarida? ¿Por qué motivo?

Oyó el grito de una mujer desde detrás de la puerta cerrada. Esta vez no podía tratarse de un error.

De repente, entendió por qué la banda de Asaba andaba por allí. Habían ido a relevarse para vigilar a Natsuko. Junko echó la puerta abajo. La rabia ganaba en intensidad, sentía la energía aullando en su interior, rogando ser desatada. Bastó con una simple arremetida para hacer astillas la puerta. Las llamas resultantes ya lamían el techo. Junko distinguió el olor a pelo quemado, los rescoldos de ese «fuego amigo» que le habían caído sobre el pelo.

A través de la cortina de humo, apenas pudo distinguir nada del salón en el que se encontraba. Había un sillón y una mesa de cristal en la que se apilaba ropa, y el suelo estaba cubierto de calcetines y ropa interior. Las llamas de la puerta empezaron a propagarse por el cuarto.

A mano izquierda había una única puerta corredera, un elemento que no podía faltar en una típica habitación revestida de tatami. Pese a toda la conmoción, nadie se aventuró a abrirla. Junko estaba convencida de que Natsuko aguardaba al otro lado. Y Asaba con ella.

Dio un paso hacia adelante cuando, de súbito, oyó una voz.

– ¡Detente! ¡No te muevas! -Un chico se agazapaba en una esquina a su derecha. Empuñaba una pistola con ambas manos, y le apuntaba con ella.

Junko giró ligeramente la cabeza para mirarlo. La ropa que descansaba sobre la mesa de cristal estaba echando humo y le escocían los ojos. Parpadeó para dejar salir las lágrimas.

– ¡Te he dicho que no te muevas! ¿Qué quieres? ¿Que te pegue un tiro? -Sin más aviso, apretó el gatillo. La bala pasó muy rápido junto al aladar derecho de Junko y acabó abriendo un agujero de razonables dimensiones en la pared que quedaba tras ella.

Junko ignoró la trayectoria del proyectil y clavó la mirada en el joven. Era un crío, vigoroso, de buena constitución. Llevaba unos vaqueros desteñidos de color caqui. Sus pies descalzos quedaban ennegrecidos por las cenizas de la puerta.

Sorprendido de no haber alcanzado a la intrusa, su firmeza flaqueó. Junko avanzó hacia él y este reculó hacia la pared.

– ¡A-a-apártate! -Su dedo buscaba frenéticamente el gatillo. Junko entrecerró los ojos, despidiendo un delgado hilo de energía hacia la pistola.

– ¡ Ay! -El joven dejó caer el arma al suelo. Tenía ambas manos enrojecidas, y la suave piel de sus palmas se ampollaba ante sus ojos. Gritó e intentó calmar el escozor frotándose las manos contra los pantalones.

– Lo siento, eso debe de quemar -dijo Junko, sonriendo casi con ternura-. Pero no te preocupes. Me aseguraré de que no padezcas nunca más.

Conforme soltaba su sátira, fue liberando otro rayo de energía. El chico se consumió bajo las llamas, aún agazapado contra la pared. Los ojos empezaban a derretirse en las cuencas cuando ella se giró sobre sus talones y se encaminó hacia la puerta corredera.

Entreabierta, dejaba un claro de unos pocos centímetros sobre el salón envuelto en llamas. Pero en el instante en el que Junko desvió la mirada hacia ella, la puerta se cerró de golpe. Junko no pudo hacer nada contra la sonrisa de satisfacción que dibujaron sus labios.

El aire se volvía cada vez más sofocante y la temperatura iba en aumento. Sin embargo, se dijo para sus adentros que esa sensación abrasadora no procedía ni de la puerta que seguía ardiendo, ni de los cuerpos envueltos en llamas, sino de su interior. Hervía de rabia. Cuanto más intentaba controlarse, su furia más redoblaba los esfuerzos para abrir una brecha y escapar de su propio cuerpo y, como resultado, más calor generaba.

Junko se dio cuenta de que si Asaba salía de su escondrijo en ese preciso momento, lo incineraría en el acto, lo cual también podía significar el final de Natsuko. Aspiró una profunda bocanada de aire y sacudió ligeramente la cabeza. Las cortinas de encaje del salón se prendieron fuego de inmediato.

Con cuidado, Junko se colocó frente a la puerta corredera. Podía sentir el calor de las cortinas en la espalda. Entonces, abrió de un golpe la puerta.

Era una pequeña salita cubierta de tatami. No había mobiliario; tan solo una pila de ropa de cama arrugada en el centro. Pese a haber oído los sollozos de una mujer al abrir la puerta, no encontró a nadie. Junko entró.

Una ventana se abría hacia una escalera de emergencia metálica, del tipo que solía verse en todo edificio pequeño. Se podía acceder directamente a ella desde el alféizar de la ventana. Aún en el interior, Junko pudo oír la sirena de un camión de bomberos acercándose.

Los sollozos. Junko miró hacia atrás. En la pared opuesta, en una esquina que quedaba cerca de un armario empotrado, una joven con las piernas dobladas, se cubría el pecho con los brazos. A excepción de la toalla que cubría su cuerpo, estaba desnuda.

– ¿Natsuko? -Junko se acercó. La joven intentó hacerse más pequeña si cabía, escondiendo su cara veteada de lágrimas tras la toalla.

Junko corrió hacia ella y la estrechó entre sus brazos.

– No te preocupes, he venido a rescatarte. Fujikawa me envía.

En cuanto escuchó su nombre, la joven levantó la cabeza.

– ¿Fujikawa? ¿Está bien?

Junko se tensó. La energía se nutría de su rabia, cual reactor nuclear dentro del que opera una reacción en cadena. La batalla que se libraba en su interior le nublaba la vista y ajaba su lucidez. No tenía la sangre fría necesaria para tramar una mentira convincente a la repentina pregunta de Natsuko.

– Está bien -se limitó a contestar, pero había guardado silencio demasiado tiempo y la expresión de su cara traicionaba sus palabras.

– ¿Es… Está muerto? -preguntó Natsuko con voz temblorosa, antes de añadir-: Por favor, no me mientas.

Natsuko sujetó a Junko por los brazos. Ahora que la veía tan de cerca, pudo contemplar las marcas resultantes de una brutal paliza: la cara cubierta de moratones, los labios rajados e hinchados, quemaduras de cigarrillos que estigmatizaban sus brazos.

– Sí, así es -asintió Junko-. Ellos lo asesinaron. Justo antes de morir, me pidió que te encontrase.

El rostro de Natsuko se deformó, rindiéndose a los sollozos. Tenía el corazón roto. A Junko le sorprendió que aún le quedaran fuerzas para prorrumpir en llanto.

El salón estaba en llamas, y el fuego se había extendido por las cortinas hacia el techo, bloqueando la salida.

– Vamos, tenemos que salir de aquí.

Junko levantó a Natsuko e intentó conducirla hacia la ventana, pero ésta se resistió, presa del pánico.

– ¡No podemos salir por aquí! ¡Es por donde ha escapado él!

– ¿El chico que te secuestró?

A modo de respuesta, Natsuko asintió.

– Se oyó un fuerte ruido. El se asomó para ver lo que estaba sucediendo y, entonces, ¡saltó por la ventana y huyó por esa escalera!

– Tengo que ir tras él.

– ¡Te matará!

– No te preocupes. Soy más fuerte que él -le aseguró Junko cargada de confianza-. ¿Ha sido él quien te ha hecho esto? -Junko señaló las quemaduras de su brazo. Natsuko asintió-. Pues entonces le provocaré otra clase de quemaduras que le den qué pensar. ¡Venga, vámonos! ¡Este lugar está ardiendo, no puedes quedarte aquí!

Junko no lograba dar con ninguna prenda para tapar el cuerpo medio desnudo de Natsuko. La cabeza empezaba a dolerle solo de pensar lo que había tenido que padecer la chica en todo ese tiempo. Otra vez, se sublevaba su poder, buscando una salida con vehemencia.

Le tendió su abrigo. Natsuko se lo puso y se balanceó por encima de la baranda de la ventana. Fue en aquel instante cuando Junko atisbo rastros de sangre seca que emanaban desde los cortes de su muslo. Le palpitaron las sienes.

Junko siguió a Natsuko por la escalera de incendios. En el estrecho espacio que separaba los edificios, distinguió un grupo de vecinos que observaban la progresión del incendio. Los vio señalarlas y gritar. También reparó en el camión de bomberos rojo, en los uniformes plateados del equipo.

– ¡Tengo miedo! -gritó Natsuko.

Junko la sujetó por el brazo izquierdo con firmeza para ayudarla a mantener el equilibrio.

Supo de repente que jamás lograrían descender por la escalera de incendios. El tramo de escalones inferior quedaba obstaculizado por viejas cajas de cerveza, de cartón y de madera. «Conque una escalera de emergencia. Mejor dicho de almacenamiento», pensó Junko con resignación. Era imposible apartar todos esos trastos para abrirse camino hasta abajo y toda tentativa de escalar el montón de escombros sería inútil. De ahí los angustiosos gritos de la muchedumbre que se arremolinaba abajo.

Había demasiada altura desde el primer piso como para saltar. Si querían escapar de las llamas que estrechaban cada vez más el cerco de fuego a su alrededor, tendrían que subir hasta la segunda planta e improvisar. Conforme subían, Junko se percató de que la escalera culminaba en la azotea. Si Asaba había escapado por esa ventana, tendría que haber seguido el mismo camino.

Se detuvo en seco al oír un sonido sordo que procedía del interior. Se quedó paralizada y esperó. ¿Podría tratarse de él?

Abrió la puerta de la escalera que daba a la segunda planta, aunque todo quedaba sumido en el silencio. Había dos puertas en el pasillo, y Junko intentó abrir cada una de ellas, sin éxito. Divisó lo que parecía ser un diminuto ascensor al otro extremo del pasillo.

Pulsó el botón, pero el mecanismo no respondió. Probablemente el sistema eléctrico hubiese sufrido daños en el siniestro. El humo empezaba a invadir la segunda planta, y el olor a quemado llenaba el pasillo. Junko se apresuró hacia Natsuko.

– No está aquí. Venga, tenemos que subir al tejado. -Ayudó a la chica a sortear la ventana para que se incorporara a la escalera de emergencia. Solo quedaba un tramo de escalones que subir.

La «azotea» no era más que una diminuta plataforma de hormigón provista de un depósito de agua en el centro. Junko echó observó la zona. Su mirada no captó más que un detalle singular e insignificante: en el suelo se amontonaban pequeños montones de tabaco, no ya cenizas ni colillas, sino cigarrillos despedazados. Algunas reliquias de pitillos estaban partidas en trocitos, otros solo eran filtros de los que sobresalía el papel vacío. El frío viento del norte se había encargado de llevarse las briznas de tabaco. ¿Acaso la banda de Asaba subía a fumar marihuana o algo por el estilo?

Tras ella, Natsuko se había hecho un ovillo y estaba estornudando. Junko se acercó y le frotó el hombro en un intento por serenarla y dejarle saber que todo estaba bajo control. Volvió a mirar a su alrededor.

Divisó un diminuto cuarto que se erigía a un lado del tejado de cuya puerta colgaba el letrero: «Prohibido el paso». Probablemente se tratara del cuarto del ascensor. Si Asaba había escapado por el tejado, ese era el único lugar donde podía haberse ocultado.

Junko hizo gestos a Natsuko para que se quedase donde estaba mientras ella se deslizó con sigilo hacia el tanque de agua. Podría utilizarlo como escudo en caso de necesidad. Rodeó el depósito sin hacer el menor ruido. Se enderezó y avanzó de puntillas hacia el cuartucho. Colocó la mano en el pomo, lo giró lentamente hacia la derecha y tiró de él con suavidad. La puerta era muy pesada. La abrió unos centímetros y esperó a ver lo que sucedía a continuación.

Nada. Junko procuró recapacitar, los latidos de su corazón se habían disparado. Apenas cerró la puerta, muy despacio, aspiró profundamente. Hecho esto, abrió la puerta de par en par. Le costó más de lo esperado. Estaba lista para arremeter en el caso de que Asaba apareciese de repente.

Oyó cómo el rugido del viento se mezclaba con las sirenas de los camiones de bomberos, las ambulancias, con el rumor de la multitud agolpada frente a Licores Sakurai. Pese a toda la tensión del momento, se vio distraída por la vaga sensación de que el alboroto se hacía cada vez más estridente. Se apartó un poco de la puerta. Requería un esfuerzo considerable tener la energía dispuesta para manar al mismo tiempo que la mantenía bajo control. Tenía los dientes firmemente apretados y le palpitaban las sienes.

Se agachó y apoyó la mano derecha en el suelo para equilibrarse. Acto seguido, avanzó arrastrándose hacia delante. Una sombra negra cayó sobre ella.

Era un cuerpo humano. Incapaz de soportar su peso, Junko se desplomó sobre el hormigón. Podía oler la sangre.

Tras ella, oyó a Natsuko gritar. Junko luchó por liberarse del cuerpo. Solo llevaba unos pantalones vaqueros, y la parte superior del torso quedaba ensangrentada por completo. El cadáver había caído de bruces, y durante el forzoso cara a cara, percibió que le habían volado los sesos. Tendió la mano y le asió del pelo para apartarlo.

Era un hombre joven. Tenía ambos ojos abiertos y empapados de una sangre fresca que se deslizaba desde un agujero negro rojizo que se le abría en la frente. La herida de bala era tan grande que Junko podría haber introducido el dedo fácilmente.

Natsuko soltó un nuevo grito. Esta vez se prolongó, histérico, y Junko se percató de que la gente que aguardaba abajo podría oírla. El sonido alarmaría al equipo de rescate más de lo necesario. Así que, se libró del peso muerto y corrió hacia ella.

– ¡No te preocupes! ¡Por favor! ¡Intenta guardar silencio!

Junko la zarandeó, pero ésta continuaba gritando. No le quedó otra que soltarle una bofetada.

Bajo el impacto, la mejilla pálida adoptó un tono rojizo. Natsuko dejó de gritar y empezó a jadear, entre convulsiones.

– ¿Es Asaba? -preguntó Junko mientras señalaba con la barbilla al cuerpo semidesnudo-. Lo reconoces, ¿verdad? Fue él quien te hizo esto. A ti y a tu novio, Fujikawa. Fue él quien te mantenía cautiva antes de que yo llegara, ¿no es así?

– S-s-sí.

Junko se volvió para observar el cuerpo de Asaba. Desde su posición, distinguía sus hombros desnudos expuestos a los caprichos del viento; la piel, pálida de por sí, parecía de un blanco inmaculado. Junko reparó en la cicatriz de su brazo izquierdo. Parecía tratarse de una herida antigua, un corte profundo que había necesitado puntos de sutura. Quizá fuese una herida de la infancia.

Su madre debió de haberse preocupado mucho cuando ocurrió. Quizá lo cogiera en brazos y saliera corriendo hasta la consulta médica más cercana. Quizá le apretase la mano mientras le cosían y lo felicitase después, por ser un chico tan bueno y valiente. Pobre desgraciada, ¿cómo se hubiera imaginado que su hijo se convertiría en un monstruo, un ser que disfrutaría maltratando y asesinando a los demás? ¿Cuándo se desvió Asaba del camino? Si existió un signo precursor de que tomaba la dirección equivocada, ¿por qué nadie lo previno? ¿Qué había salido mal?

«¿Y cómo voy a saberlo?», concluyó Junko que se encogió de hombros.

– No te preocupes. No corres peligro. Está muerto. -Junko abrazó con fuerza a Natsuko-. Te ha hecho cosas horribles, pero finalmente ha recibido su castigo.

La garganta de Natsuko comenzó a emitir un sonido extraño, como si le faltase el aire. Su llanto continuo pero silencioso quedaba ahora salpicado por gemidos. Sonaba como si algo en su interior hubiese estallado en pedacitos y la sensación de alivio se hiciera insoportable.

Aún sujetándola entre sus brazos, Junko se volvió. El frío viento no daba tregua y la obligó a entrecerrar los ojos. Algo le cruzó la mente: ¿cómo había muerto Asaba? ¿Fue un suicidio? ¿Se pegó un tiro? No había nadie más allí. Era la única explicación posible.

– Era… Era… – Natsuko comenzó a hablar con suma dificultad-. Era… nuestra primera cita.

– ¿Tuya y de Fujikawa?

Natsuko asintió en una convulsión.

– Hoy… teníamos el día libre. Así que decidimos dar una vuelta en coche. Era la primera vez. Trabajábamos juntos…

Junko frotó la espalda de Natsuko.

– No tienes por qué hablar ahora. -Dicho esto, se puso de rodillas, se levantó y se acercó al cuerpo sin vida de Asaba. Lo miró con atención, pero no pudo ver ningún arma. Debía de estar en el cuarto.

– ¿Por qué? ¿Por qué nos ha pasado esto a nosotros? -prosiguió Natsuko con voz ronca. Junko pasó junto al cuerpo de Asaba y se adentró en el cuarto. Cerró los ojos durante un instante y se limitó a contestar mentalmente a las preguntas de su protegida. «Has tenido mala suerte, eso es todo. Estabas en el lugar equivocado, en el momento inoportuno. Cometiste el error de toparte con Asaba.» Era la única respuesta a la pregunta de Natsuko, pero Junko supuso que era demasiado cruda como para darle voz.

Dentro del cuarto del ascensor, reinaba un fuerte olor a aceite. Avanzó con cuidado, rebuscó a tientas en la oscuridad, detrás de los objetos que no podía identificar.

¡Ahí estaba!

La pistola había caído detrás de una caja de cartón aplastada. La tapa de la caja había sido arrancada y unos cables cortados sobresalían de la misma. Cuando se dispuso a recoger el arma, se arañó la palma de la mano con uno de los cables. Tuvo la irónica sensación de que Asaba había planeado cobrarse esa fútil venganza póstuma.

«Cómo les cuesta rendirse a algunos», pensó Junko mientras se agachaba para recoger la pistola. Una gota de sangre del tamaño de una cabeza de alfiler apareció en su mano. Lo lamió. Sabía a metal.

En la mayoría de las batallas que Junko había librado hasta ese momento, los criminales solían rogar piedad por sus vidas. Por más que dedicasen su vida a jugar con la de los demás, cuando les llegaba su hora, se echaban a llorar como niños. Algunos se arrastraban, se prosternaban o le lamían los pies. Ninguno fue capaz de admitir sus crímenes, siempre culpaban a otros, a ser posible a un compinche del que Junko ya se había encargado. «¡Fue él quien me obligó a hacerlo! ¡Me coaccionó para que le ayudase! Yo no quería hacerlo… ¡Créeme!»

Y ninguno había cometido suicidio. Ni uno solo.

¿Era Asaba distinto del resto? ¿Era un caso especialmente malvado? No, era un ser demasiado egoísta, alguien que, por encima de todo, no quería morir. El mismo criminal que persiguió a las colegialas, montado en un coche, como un depredador que acorrala a su presa. Pero cuando en la fábrica le llegó el turno de convertirse en presa, se negó a afrontar lo que había hecho. Cuando Junko lo tenía en el punto de mira, le miró a los ojos y le dijo: «¡No creas que esto va a quedar así!»

A Junko le costaba creer que Asaba se hubiese pegado un tiro.

Se giró sobre sí misma para salir de allí, sujetando con firmeza la pistola. Le agradaba la sensación de pesadez del arma en el hueco de su mano.

Justo entonces, oyó la voz de Natsuko.

– ¿Quién es? ¿Hay alguien ahí?

Junko salió apresuradamente de la sala. Natsuko seguía agazapada, tal y como la había dejado, tan inmóvil como el cuerpo de Asaba que yacía cerca.

Natsuko estaba mirando hacia su derecha, lanzando preguntas a alguien escondido tras el depósito de agua.

– Sé que hay alguien ahí. ¡Oh, eres tú! -A Natsuko se le reflejó la sorpresa en la cara. Las siguientes palabras perecieron en sus labios.

Junko corrió, se inclinó hacia adelante, acortando la distancia que la separaba de ella. Otra vez se congelaba el tiempo, todo transcurría a cámara lenta, el hilo de la acción se hacía interminable, en una inerte sucesión de fotogramas.

En cuanto Junko sorteó el cadáver de Asaba, se oyó una detonación. Un crujido en su cuello precedió el momento en el que su protegida salió despedida hacia atrás, con los ojos abiertos y los brazos extendidos. Parecía nadar de espaldas en un mar de aire, reclamando el abrazo celestial. Aterrizó en la misma posición, con los brazos extendidos y de cara al cielo.

– ¡Natsuko!

Junko intentó levantarla, pero ya estaba muerta. Tenía un agujero en la frente, como Asaba. Flotaba un olor a pólvora.

Se volvió hacia la dirección a la que Natsuko había mirado. No había nada más que el cielo del atardecer. Junko se levantó, se aferró a la baranda que cercaba la azotea y buscó desesperadamente a su alrededor.

Sobre los tejados de los edificios contiguos se arremolinaba el humo negro que salía de Licores Sakurai. La multitud congregada abajo no podía ver la cercana azotea de una casa de dos pisos situada detrás del inmueble en llamas. Desde lo alto, Junko abarcaba el panorama, y al inclinarse por la baranda para echar un vistazo, creyó divisar una silueta saltar desde el tejado al suelo. Intentó observar con atención, pero el humo le oscurecía la visión.

¿Podría alguien saltar desde aquel tejado? ¿Quién? ¿Qué estaba haciendo aquella persona allí? ¿Era el asesino de Natsuko? Pero ¿por qué? ¿Quién haría algo parecido?

¿Debería estar persiguiendo a otra persona que no fuera Asaba? ¿No era este el líder del grupo? Perdida en sus cavilaciones, Junko regresó a trompicones hasta Natsuko. De repente, sintió algo duro bajo los pies y automáticamente se agachó para recogerlo. Sabía muy bien de qué se trataba.

Un cartucho aún caliente. Junko lo apretó en la mano. Se acercó hacia el cuerpo sin vida de Natsuko, delicadamente y con sigilo, aunque nada podría perturbarla ya. La pobre había pasado por los nueve círculos del infierno desde la noche anterior, y quién sabía lo que había tenido que soportar. Junko no quería molestarla con el menor ruido.

Natsuko tenía los ojos abiertos. Junko dejó la pistola de Asaba a sus pies, tendió la mano y se los cerró. Ya estaban casi secos. En cuanto a los suyos, los notó repentinamente calientes.

Durante unos pocos instantes, Junko lloró por Natsuko. «Lo siento tanto. No he podido ayudarte. Unos pocos segundos más y habrías estado a salvo. He cometido un error y ahora estás muerta.»

Junko observó el cadáver de su enemigo. Yacía frío, indefenso. Ya no supondría una amenaza para nadie. Al reparar una vez más en su cabeza mutilada, tuvo una revelación. Recibió aquello como un puñetazo en el estómago.

¡Asaba no se había quitado la vida! Pero ¿quién lo había asesinado? La persona que había visto saltando desde el tejado de la casa contigua… ¿Podría tratarse del asesino de Asaba? Y de ser así, ¿qué motivo tendría para hacerlo?

Era razonable pensar que cualquiera de la banda habría querido muerta a Natsuko y evitar así que los identificara. No obstante, ¿a qué venía eliminar al jefe del grupo? No tenía sentido. Y tampoco lo tenía que algún enemigo declarado de la pandilla se empeñase en deshacerse de Natsuko. ¿Quién demonios los necesitaba muertos a los dos?

Suponiendo que el francotirador fuese un miembro de la banda, ¿de dónde habría salido? El misterio seguía sin resolver dado que Natsuko había afirmado que Asaba estaba solo en el momento de huir por la ventana.

Mientras se machacaba los sesos con ese confuso torbellino de preguntas, el humo que se elevaba por todas las ventanas del edificio la acorralaba cada vez más.

Junko logró salir del tejado del edificio gracias a la escalera del camión de bomberos. Un bombero la arropó en una manta y le cubrió la cabeza. Junko fingió estar aterrada.

– ¿Hay alguien más aquí arriba?

Puesto que la sacaron del edificio antes de que los equipos de rescate tuvieran tiempo de descubrir los cuerpos de Natsuko y Asaba, solo respondió con un vigoroso asentimiento de cabeza. No dijo nada del panorama que encontrarían ahí arriba. Por mucho que insistieron en llevarla hasta la ambulancia, hizo lo posible por escapar de las manos que venían en su ayuda.

– Voy a vomitar. Discúlpeme -dijo, corriendo hacia el otro lado de la carretera. La zona estaba atestada de bomberos y espectadores curiosos. Junko agachó la cabeza, se mezcló con la multitud y abandonó la escena. Cuando se situó a una distancia prudente, volvió la cabeza para echar un último vistazo a Licores Sakurai. El edificio humeante se alzaba como una gigantesca lápida.

Al sabor de derrota en su boca se añadía un insoportable dolor de cabeza. Sabía que se desplomaría si se detenía, por lo que continuó andando.

Había perdido esta cruenta batalla y había visto morir a sus dos protegidos. Y lo único que tenía ante sí era un acertijo sin resolver. Estaba tan agotada que ni siquiera podía dejarse invadir por la rabia.

Junko siguió su camino. Como un soldado que regresa del frente aferrándose a la placa de identificación de un camarada caído.

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