Capítulo Catorce

– Un viaje así me fatigaría, Marcelo -dijo Avidio mientras se abanicaba con la mano-. El calor, el polvo.

– Pero, ¿es prudente que tu esposa vaya a Citra sin ti, mi señor? -preguntó Marcelo-. ¿No se tomaría a mal algo así el rey Estrobal?

El gobernador descartó con un movimiento de mano la objeción de su cuestor.

– Pues sería un tonto si lo hiciera. Espero que mi esposa y tú le informéis de mi intención de retirarme aquí en Útica, y puesto que serás tú, Marcelo, el único que regresará a Roma, es mejor que seas el único que converse con él. Será deber tuyo decirle que sus continuadas luchas con Mauritania deben cesar. También queremos saber a quién ha designado como su sucesor, porque es algo que Roma debe aprobar. En cualquier caso, deberás encargarte de llevar cualquier mensaje que quiera enviar al Senado, uno de los cuales será, así lo espero, la promesa de más caballería para Hispania.

– ¿Tu buena esposa está de acuerdo con esto, mi señor?

– Una buena esposa, Marcelo Falerio, ¡eso es lo que dicen de ella!

El joven se ruborizó. En un lugar tan pequeño como Útica, lo que hacían quienes estaban en el poder solían convertirse en rumor popular. Su propia familia no escapaba a la vigilancia, así que era bien sabido que su esposa y él mantenían una disputa sobre la manera en que debían educar a sus hijos. Claudianilla intentaba, en todo momento, atenuar el duro régimen que él había instituido. El pedagogo griego que él había contratado se quejaba si él castigaba a sus hijos, Lucio y Casios, y enseguida Marcelo tenía que afrontar la ira de su madre. El tutor encargado de enseñarles artes marciales intentaba mantenerlos a salvo del más mínimo rasguño, algo a todas luces imposible para unos jóvenes que se dedicaban al pugilato, a la lucha y a la esgrima. Los chicos lo sabían y se aprovechaban de ello, y con el cabeza de familia ausente durante todo el día estaba haciéndose cada vez más difícil mantener la disciplina.

– Además -continuó Avidio-, dama Iniobia puede ayudarte. Conoce a todo el mundo en la corte de Estrobal y estoy seguro de que su voz, sumada a la tuya, tendrá mayor peso.

Ambos hombres sabían que el gobernador estaba incurriendo en un incumplimiento del deber, pero desde que Avidio había decidido no regresar a Roma, poco le importaba lo que pensaran sus iguales. Defendía que aquella franja costera de África, y el calor extremo que atenuaba la brisa del mar, convenía a sus huesos. Marcelo podía haberse negado, aunque cuando puso las cosas en la balanza, supo que Avidio cargaría con cualquier culpa si fracasaba, mientras que él, al enviar su propio informe, recibiría cualquier mérito en el caso de que la misión tuviera éxito.

– Entonces sería mejor que partiéramos a lo largo de esta semana.

– Tonterías, Marcelo -gritó Avidio-. Dama Iniobia es esposa de un procónsul romano. También es princesa de la casa real númida. No puede viajar si no es con regio esplendor.


Tardaron un mes en prepararlo, durante el cual Marcelo se inquietaba por los continuos retrasos, mientras que cualquier sugerencia de salir él antes con una pequeña tropa de caballería era rechazada. Por fin la caravana estuvo lista: centenares de camellos y porteadores, docenas de literas y una escolta formada por casi una guarnición completa. Allí estaba la mismísima princesa, que viajaba en una inmensa litera doble, transportada por relevos de doce guardias númidas, junto con su séquito, formado por doncellas, cocineras, costureras y una astróloga personal. Las tiendas necesarias para acomodar a un personaje tan elevado venían a continuación en una hilera de carros, junto con los sirvientes necesarios para montarlas y desmontarlas, además de las esclavas de la casa que cuidaban de cualquier necesidad que no estuviera cubierta. Todo aquel grupo deprimía a Marcelo; en vez de sentirse complacido por aquella grandeza, le dio por pensar que hubiera sido mucho más apropiado para un senador romano de toga sencilla, con las varas de su cargo gubernamental, presentarse ante un rey aliado sin escolta. Nada más que eso podría resaltar más el imperium de Roma. Como las dos únicas personas elevadas de aquel caravasar, la dama Iniobia y Marcelo cenaron juntos y, reclamando su preeminencia sobre el cuestor, ella rechazó usar una silla y se recostó sobre un camastro, igual que él. Era una mujer atractiva, mucho más joven que su marido, y a la luz de las lámparas, que hacía brillar su piel de ébano, resultaba fácil imaginar que él pudiera ir más allá de los límites de la prudencia. Su primera noche quedó claro que él tenía libertad para hacerlo, pues Iniobia aludió al hecho de que la inercia de su marido no se limitaba tan sólo a sus obligaciones oficiales. Aquello no resultó embarazoso, pues la esposa del gobernador le dejó varias vías de escape y tampoco se ofendió porque él las usara, mostrando una notable sensibilidad por las restricciones del cargo de Marcelo.

En vez de eso, y sin hacer alusión ni una sola vez a la atracción mutua, se hicieron amigos. La conversación de ella era fluida y entretenida, y durante el viaje Marcelo aprendió mucho sobre el litoral del norte de África, sobre sus distintos pueblos, sus gobernantes, su pasado y el futuro que esperaban. A pesar de su frustración por la lentitud de sus pasos, se vio forzado a entender el viaje como un placentero interludio en su vida. A su llegada a Citra se separaron: ella fue a buscar a la familia y los amigos; él se fue a los aposentos que le habían asignado como dignatario de visita, donde su primera tarea fue conseguir que las esclavas desnudas que habían enviado para bañarle fueran sustituidas por hombres. Nada tenía que ver aquello con la mojigatería -eran mujeres despampanantes y estaban a su disposición-, pero si dejase que una debilidad así llegara a Roma, alguien podría usarlo para menoscabarlo.

Al día siguiente, la princesa y él llegaron juntos a la audiencia conjunta con el rey Estrobal, donde él descubrió que, pese a la opinión de su marido, la dama Iniobia ejercía poca influencia sobre su padre y le dejaba a él que cumpliera con diligencia todo lo que le habían encomendado. Esto consistió, a grandes rasgos, en escuchar pacientemente mientras el rey echaba la culpa de todos los problemas fronterizos a su rival de Mauritania. Ya que Marcelo había estado presente cuando Avidio recibió a una embajada de aquel país, escuchando el punto de vista opuesto, sospechaba que las dos partes eran culpables.

– Debéis entender, Majestad, que Roma no puede permitir conflictos en las fronteras del Imperio, sin que importe qué parte sea la culpable. Debemos intervenir para ponerle fin, por la fuerza si es necesario.

Era evidente que al rey Estrobal, que llegaba al final de su mediana edad y estaba acostumbrado a la deferencia que se le debía, le había molestado esa manera de dirigirse a él; aquello ya era lo suficientemente malo, pero el hecho de que Avidio hubiera confiado aquella reprimenda a otra persona, a un subalterno, le ofendió profundamente. En cuanto al asunto de su sucesor, fue inflexible: ninguno de sus hijos era aún lo bastante mayor como para demostrar su capacidad, aunque él ya estaba preparado para enviar a Roma a su hijo mayor, Yugurta, con un contingente de caballería.

Quedó muy claro que esto no implicaría en absoluto que fuese favorito como potencial sucesor; quizá cuando sus otros hijos llegasen a la madurez elegiría a otro. Si Marcelo hubiera sido el verdadero gobernador por pleno derecho, le habría dicho que semejante actitud apestaba a inútil prevaricación; que tras un error en la decisión de elegir la sucesión de un rey, Roma podría convocarle para hacer que asegurara una continuidad pacífica. Pero carecía de peso para exponer tal punto de vista y permaneció en silencio, aunque fue lo primero que le dijo a Avidio tras regresar a Útica.

– Creo que no quiere nombrar a ninguno de sus hijos porque teme por su propia vida. Mientras sigan compitiendo unos con otros por su favor, no intentarán quitarlo de en medio. Si, como sospecho, vamos a involucrarnos en la elección, mi señor, ¿podría sugerir que se invite al rey Estrobal a que envíe también a sus otros hijos a Roma?

– ¿Por qué motivo?

– Si van a ser clientes de Roma, lo inteligente para ellos sería que vieran el alcance de nuestro poder. Entonces tendrían menos tentaciones de emular a su padre e ignorarlo.

– ¿Y él no pensará que son rehenes? -preguntó el gobernador.

– Eso es lo que espero, señor. Si todo su linaje está en nuestras manos, puede que él deje de hacer incursiones en Mauritania.

– Me parece demasiado riguroso, Marcelo -replicó Avidio que, como era frecuente, tomaba partido por los nativos en vez de tomarlo por su propia gente-. Dejemos que las cosas sigan su curso.

– ¿Será esa la recomendación de tu informe final, señor?

El anciano lo miró y por una vez Marcelo pudo ver el sentido de determinación que en algún momento le había conducido al consulado.

– Lo será.

– Creo que el joven Yugurta es demasiado inmaduro para tener el mando.

– Es de sangre real y será obedecido. Además, se enviará a alguien con experiencia para mantenerlo vigilado. ¿Estás seguro de que mi esposa regresará a Útica con esa caballería?

– Esas fueron sus palabras, señor. Ella dio a entender que con su presencia en Citra el rey dedicaría todos sus esfuerzos a cumplir su promesa.

Hubo un grado mayor de disimulo en aquella réplica. La verdad era que su esposa era más feliz entre los suyos de lo que lo era en Útica, y tras asistir a varios banquetes mientras estaba en la capital númida y haber observado el comportamiento de ella con algunos de los nobles de aquella ciudad, Marcelo tenía profundas sospechas de que ella tenía al menos un amante. Pero le había prometido que regresaría a tiempo, a sabiendas de cómo interpretaría su marido su ausencia continuada.

– Mejor hubiera sido que te quedaras allí.

– Dama Iniobia fue bastante insistente, y yo no tengo poder para hacerla cambiar de opinión.

– ¿Cuándo partes para Roma? -espetó Avidio, cambiando bruscamente de tema y haciendo que su subordinado se preguntara si no sospecharía la verdad.

– En cuanto tu informe esté preparado, excelencia.

Se hacía la ilusión desesperanzada de que su superior mostraría más diligencia que hasta el momento en llevar a cabo esta tarea. Con que se retrasara algo de tiempo, Marcelo perdería las elecciones anuales para el cargo de edil. Como era típico de él, Avidio se extendió demasiado en aquel asunto, así que para cuando Marcelo y su familia llegaron a Ostia ya era demasiado tarde, pero su disgusto por esto se vio sobrepasado por su reacción ante las noticias, que habían llevado a Roma los gemelos Calvinos, sobre lo que le había ocurrido al ejército de Mancino en Pallentia.


– Podía verse que el desastre se avecinaba -dijo Cneo- nada más fracasar el primer ataque.

– ¿Por qué no se retiró Mancino entonces? -preguntó Marcelo.

Fue Publio Calvino quien contestó.

– Sólo los dioses lo saben. Ya le habían dado multitud de consejos.

Cneo rio con amargura.

– Malos la mayoría de ellos.

Marcelo no llegó a entender el chiste y su rostro saturnino enrojeció de ira.

– Veinte mil soldados romanos hechos prisioneros. Tendría que haberse arrojado sobre su espada en vez de dejar que eso sucediera, y todos sus oficiales con él.

Publio se sintió herido; era como si su amigo le estuviera reprochando el haber sobrevivido. Y eso que le había contado a Marcelo todo acerca de las conferencias que habían tenido lugar antes del ataque a Pallentia. Mancino era tan impaciente como todos sus predecesores, y ansiaba tanto el botín y el triunfo que abandonó toda prudencia militar.

– Áquila Terencio es el único que ha destacado por méritos propios. Sin él, la Decimoctava habría sufrido el mismo destino. Lo que no sé es cómo nos sacó de allí.

– Él no te sacó, Publio. Lo hizo el legado al mando.

– Eso es lo que tú crees. Si hubiera sido por ese, nuestros huesos estarían esparcidos por Iberia. Gracias a los dioses que Áquila Terencio se negó a cumplir sus órdenes.

– Nunca creí que en toda mi vida escucharía a un amigo mío alabar a un centurión por desobedecer a un legado. Y pensar que estudiamos con el mismo tutor y aprendimos las mismas lecciones, y así es cómo hablas. Timeón estará revolviéndose en su tumba.

– ¡Tú no conoces al hombre en cuestión! -dijo Cneo bruscamente, mientras se preguntaba cómo Marcelo, que había odiado a su tutor griego tanto como él, podía hablar como si aquel hombre hubiese sido algo más que un tirano con una vara. ¡Oh, dioses!, su viejo compañero de escuela, que una vez había dado de puñetazos a aquel hombre y por eso había recibido una paliza de los sirvientes de su padre. Si Marcelo alcanzó a ver su enojo, este no tuvo ningún efecto en él.

– Creo que conocí a ese tipo hace unos años -dijo Marcelo-. Estaba en mi cohorte cuando marché a Hispania. Alto, de pelo entre rojizo y dorado, y con aires de gallito.

– Tiene motivos para ser gallito.

Se volvieron todos al oír un ruido y vieron la imponente figura de Tito Cornelio que entraba por la puerta. Su cabello antes negro ahora estaba matizado por el gris, pero conservaba su porte soldadesco, tanto que recordó a Marcelo la primera vez que había visto a su padre. Este también estaba de pie en una entrada y hacía ver a su tutor, que estaba a punto de azotar a Marcelo, que algún día el muchacho sería su amo. El recién elegido cónsul júnior parecía tan fuerte y decidido como siempre, por lo que los saludos fueron breves, pues conocía a aquellos jóvenes desde que eran niños y no tenía tiempo para andarse con cortesías. Miró con dureza a los gemelos Calvinos.

– Lo primero que quiero saber es cómo puede ser que si todo un ejército fue capturado, una legión escapó y vosotros dos habéis sobrevivido.

– Quizá es que somos mejores soldados que Mancino -dijo Publio, que aún se resentía por el reproche indirecto de Marcelo y no quería sentirse intimidado ni por la reputación de Tito ni por su imperium consular.

– Tengo un cerdo que cumple ese requisito.

– Estamos aquí a petición de Marcelo, Tito Cornelio -dijo Cneo-. Ya hemos redactado nuestro informe oficial.

– Si, con lo que me cuentas, quieres que te ayude, necesito saber cómo escapasteis.

– Entonces debes preguntárselo al centurión sénior de la Decimoctava Legión, Tito, porque fue todo obra suya.

– ¡Explícate! -le espetó Tito. Se dio cuenta por sus caras de que había ofendido a los gemelos Calvinos y que no iban a sentirse intimidados. Era posible que durante su periodo en Hispania se hubiesen convertido, al fin y al cabo, en auténticos soldados, así que suavizó su gesto y añadió una súplica de cortesía-. ¿Por favor?

– ¿Estaría fuera de lugar que empezara por el principio? -preguntó Publio.

– Desde luego que no, es esencial -dijo Tito antes de dirigirse a Marcelo-. ¿Podríamos contar con los servicios de un escriba?

Los jóvenes llevaban hablando casi una hora y todo lo que decían atestiguaba el hecho de que Mancino era el único responsable de su propio infortunio. Narraron con detalle los hechos de aquel reconocimiento inicial y la forma en que se habían ignorado sus recomendaciones, los de los ataques sin la adecuada preparación, cuyo resultado habían sido bajas terribles; los del día que, delante de todos los demás oficiales, Áquila Terencio informó a su general sin rodeos de que las otras tribus se estaban reuniendo detrás de él, diciéndole además que si no se retiraba se enfrentaban a un desastre.

– Está claro que tenía razón -dijo Tito sin agrado-. ¿Ninguno de los otros oficiales sénior cuestionó las órdenes de Mancino?

– No es de los que aceptan que se le cuestione -replicó Cneo-, y Gavio Aspicio estaba poniéndole en ridículo.

Publio y él, demasiado jóvenes en realidad para asumir tamaño riesgo, habían respaldado a Áquila Terencio, pero decirlo ahora sonaría como una alegación especial.

– Ese primus pilatus parece ser una persona excepcional.

– ¿Y eso ayuda? -preguntó Marcelo, que estaba un tanto aburrido de oír hablar de aquel hombre. Los gemelos lo consideraban un ejemplo, mientras que él sabía lo que era, una amenaza de insubordinación. Tito miró al escriba y después a su anfitrión, y Marcelo le ordenó enseguida que saliera.

– Debemos esperar para ver lo que sucede en la cámara -replicó Tito-. Ahora lo que necesito es conocer vuestra opinión acerca de lo que hay que hacer.

– Eso es fácil -dijo Publio-. Dale a Áquila legiones suficientes y él dará fin a la guerra en lo que dura una estación.

Marcelo interrumpió.

– Esto es serio, Publio.

– Lo decía en serio -dijo Cneo.

– Ese tipo os ha hecho perder el juicio. No existe nadie tan bueno. Además, sólo es un patán inculto, me lo dijisteis vosotros mismos. No estaréis sugiriendo en serio que se le conceda el mando a alguien como él.

– Pues para ser serios… -dijo Tito con expresión burlona.

– Pallentia no merecía tanto esfuerzo. Ellos sabían que podíamos tomarla si queríamos, siempre y cuando estuviéramos dispuestos a imponer un asedio. Por eso dejaron que fuera Mancino el que pasara por el aro y él decidió hacerlo porque era el menor de los males. Rezaba para que Pallentia cayera fácilmente porque así no le preguntarían por qué, si quería atacar una colina fortificaba, evitaba el verdadero premio.

– Numancia. -Los jóvenes asintieron. Tito decidió no mencionar que él, como joven tribuno, había sido el primero en recomendar un ataque a Numancia, cuando era no mucho mayor que aquellos muchachos, pero aun así hizo la pregunta, sólo para ver si la respuesta era diferente de las conclusiones a las que él había llegado hacía tantos años-. ¿Por qué?

Marcelo le lanzó una mirada rápida. Sabía muy bien que Tito llevaba años insistiendo sobre eso mismo.

– Porque la tribu más grande, la más difícil de atacar y con los guerreros más duros y numerosos es la de los duncanes. Su caudillo lleva treinta años enfrentándose a la República, aunque él nunca sale a luchar. Nuestra información dice que espera que ataquemos, para que así pueda infligirnos una estrepitosa derrota que marque el final del gobierno romano en Hispania. Menos mal que no estaba en Pallentia. Habría pasado por la espada a todos y cada uno de nuestros hombres.

– ¿Se podría aislar Numancia si tomáramos todas las demás fortificaciones? -preguntó Marcelo.

– Carecemos de los medios -dijo Cneo-. Ahora hay docenas de ellas, pero no hay ninguna tan formidable como Numancia. Destruidla, arrasadla hasta sus cimientos y los demás sabrán que no tienen ninguna oportunidad contra Roma. Dejad que siga en pie y la guerra durará otros treinta años.

– ¿Es ese el consejo de vuestro centurión? -preguntó Tito.

– No. El aconseja que la aislemos manteniendo la paz con todas las tribus que hay entre Breno y nosotros, combatiendo y sometiendo a las que no quieran, y siendo indulgentes con el resto. Una vez que hayamos establecido nuestra paz, tendrá que ser mantenida con severidad, sin deslices por parte de cónsules avariciosos.

– Así que también él le tiene miedo a Numancia…

– No, Tito, él no -insistió Publio-. Sabe, como todo el mundo, que esa es la clave, pero sabe también que está protegida por un cuerpo de hombres que nunca darán a nadie ni los medios ni el tiempo para tomarla.


– ¿Y bien, hermano? -dijo Tito sin sonar interesado, mientras Quinto dejaba a un lado lo que el escriba de Marcelo había registrado.

Por lo común ambos solían ser reservados en presencia del otro, y así fue ahora, aunque el mayor había mantenido la promesa hecha a Claudia de ayudar a Tito a llegar al consulado. Quinto le había dado su apoyo sin mucha gentileza, aunque ahora le estaba agradecido por aquella presión de una manera que no había anticipado. El nombramiento de Mancino en Hispania había partido de él como recompensa por su apoyo senatorial; ahora, a causa de las acciones de aquel estúpido, toda la cuidada estructura de poder personal que había construido desde la muerte de Lucio Falerio amenazaba con derrumbarse sobre su cabeza.

En el mismo periodo, Tito había llegado a convertirse en el soldado más exitoso de Roma, tras haber combatido por todo el mar Medio dondequiera que amenazaran los problemas: una campaña sin fin que, sin embargo, nunca había alcanzado las cimas de una guerra abierta. Por causa de esto él contaba con una baza preciosa, una carrera de éxito sin tacha: Quinto le había mantenido apartado de Hispania, ese saco sin fondo de riqueza reservado para sus seguidores acérrimos. Ahora que las cosas habían ido realmente mal, necesitaba que su hermano le sacara las castañas del fuego. Era el honor de Tito el que no sacaba beneficio de esto.

– La impugnación es demasiado suave para él -dijo Quinto-. Este cretino debería ser arrojado desde la Roca Tarpeya.

Tito no pudo resistirse a una pequeña pulla.

– Estoy de acuerdo, pero Mancino tiene amigos poderosos en el Senado.

– Que se cubrirán las cabezas avergonzados cuando lean esto.

Agitó el rollo que Tito había traído de casa de Marcelo, más dañino que el informe oficial, mientras pasaba totalmente por alto el hecho de que, como «amigo» de Mancino, estaba hablando de sí mismo -tanto era así que Tito llegó a preguntarse en qué tipo de hombre se había convertido su hermano. Parecía capaz de cambiar de terreno sin esfuerzo, mientras que al mismo tiempo no paraba de cotorrear acerca de sus principios. Quinto no siempre había sido así, de hecho, hubo una época en que Tito lo tenía por un digno hermano mayor. Si bien eso había cambiado y se le podía poner la fecha en la época en que, justo después de la muerte de Aulo en Thralaxas, Lucio Falerio había atraído a Quinto a su esfera. La perspectiva del poder había seducido a Quinto hasta el punto de que había abrazado a Vegecio Flámino, el hombre responsable de la muerte de su padre.

– ¿Entonces seguimos adelante con su impugnación? -preguntó, a sabiendas de que Quinto supondría que lo que había detrás era su propio orden del día. Si se podía poner a Mancino delante de un tribunal, también se podría hacer con Vegecio Flámino, incluso después de todos estos años-. Y esta vez puedes dejar que se enfrente a su destino. Eso apaciguará a los caballeros.

Quinto frunció el ceño, prueba de que era consciente de su trampa. Aún no había perdonado a Tito por el decreto sobre la participación de los equites en los jurados, así que eludía el peligro con esmero.

– Es peor que eso, hermano. Este no es asunto para un tribunal, ni senatorial ni de otro tipo. Los comitia centuriae claman por el derecho a procesarlo en sesión abierta. Alentados por los caballeros, desde luego. No confían en que nosotros hagamos lo correcto.

Tito torció el gesto.

– Me pregunto por qué será.

– Una vez que dejemos que condenen a un senador, ¡todos correremos riesgo!

No era el momento de que Tito dijese que, a diferencia de Quinto, él sí estaba preparado para asumir el riesgo, aunque sentía curiosidad por la actitud de su hermano, pues parecía no preocuparle la amenaza que provenía de los caballeros o de los representantes de las tribus que formaban los comitia. Estaba claro que se preocupaba más por el punto de vista de sus compañeros senadores.

– ¿Tienes algún plan para evitarlo?

– Oh, sí -replicó Quinto, sonriendo por primera vez desde que su hermano había llegado-. Todo lo que tenemos que hacer es amenazar con procesar también a los tribunos que servían con Mancino. Hay bastantes de ellos que son hijos de caballeros.

– Es decir, que lo que estás diciendo es esto: por primera vez desde que se tiene memoria, ¿el Senado está tan disgustado que se prepara para condenar a uno de los suyos? -Quinto asintió despacio-. ¿Quieres que siga adelante con la moción de impugnación?

– De impugnación no, hermano. Creo que la pérdida de un ejército romano completo exige algo un poco más… ¿cómo lo diría? Permanente.

– ¿Y si te dijera, hermano, que no me prepararé para ir a Hispania a menos que accedas a hacer algo con Vegecio Flámino?

– Te diría que estás loco. Te he conseguido poderes proconsulares que no tienen nada que ver con los de un cónsul en servicio. Tienes tanto tiempo como gustes y puedes pedir las tropas que quieras.

– Con esos poderes, ¿por qué no vas tú?

– Conoces la respuesta a eso tan bien como yo. No me atrevo a salir de Roma después de lo que ha hecho Mancino.

Tenía que presionar; Tito lo tenía en una posición que probablemente no volvería a darse en el futuro, bien porque su hermano fuera demasiado débil, bien porque estuviera demasiado seguro. Quinto estaba debilitado por lo que había sucedido en Pallentia, por lo que estar ausente sería demasiado arriesgado, incluso aunque una victoria final en Hispania fuese el mejor camino para restaurar su poder. El tiempo era el problema, y el riesgo de que sus enemigos hicieran de las suyas mientras él estaba fuera de Roma era demasiado grande para él. Las otras únicas personas que podía enviar podían acumular tantos méritos como para resultar una amenaza a su vuelta, pero si otro Cornelio conseguía el éxito final, él podría atribuirse la mayor parte de los beneficios.

– Lo siento, Quinto.

– ¿El honor de la familia ya no significa nada para ti?

Tito estaba a punto de explotar, pero su hermano lo vio venir y, tan despierto como siempre, habló deprisa para evitarlo.

– Siempre me he propuesto hundir a Vegecio Flámino, pero necesito el poder para hacerlo. Si tú sabes vencer en Hispania, yo seré inexpugnable.

– Quiero que me lo jures, hermano.

– Por cualquier dios que desees -replicó Quinto al tiempo que estiraba el brazo para agarrar el antebrazo de su hermano.


Tito cenó con la familia aquella noche y fue testigo de un diálogo entre Claudia y su marido que lo dejó preguntándose qué tramaba ella, porque su madrastra había cambiado. Físicamente, desde luego, puesto que su gran belleza ya mostraba las señales de su edad, pero tenía más que ver con su actitud. Su sonrisa cínica había desaparecido, igual que aquellos comentarios algo mordaces tan efectivos para deshinchar la pomposidad. Habían sido reemplazados por una cualidad severa, casi carente de todo humor, de forma que hasta sus ojos, que Tito recordaba danzarines, mostraban una mirada más decidida. Y justo así era ahora, cuando ella estaba intentando persuadir al imbécil de su marido para que hiciera algo que a él, estaba claro, no le atraía.

– Sicilia es una provincia -insistía ella.

– Ya lo sé -replicó Sextio, que en realidad no intentaba disuadirla. Parte de él se preguntaba por qué había decidido ella sacar el tema en presencia de Tito, pero principalmente lo que se preguntaba era cómo podría lograr quedarse él en tierra firme italiana y enviar a Claudia a la isla.

– Creo que la comparación añadiría más peso al estudio, la diferencia entre Roma y una provincia. ¿Se abandonan allí más niños? ¿Se comportan de la misma manera, los recogen y los crían? En el fondo la isla es muy diferente, es casi griega en su totalidad.

– Por supuesto que lo es -dijo Sextio, mostrando auténtico interés por primera vez.

– ¿Aún andas ocupada con ese mismo estudio, Claudia? -preguntó Tito. Ella giró en redondo para mirarlo, y le dedicó una mirada tan fija que él cambió de tema-. A propósito, ¿te he contado que he pedido a Marcelo Falerio que venga conmigo a Hispania?


– Digamos que preferiría que me dejaras a mí a ese jovencito y su futuro.

Tito soltó una risita.

– Ya te has encargado de su futuro hasta el día de hoy. Ha sido enviado a todos los puestos sin salida del Imperio.

– No quiero que se arriesgue.

Tito sabía que probablemente aquello era una mentira.

– Es una antigua promesa.

El rostro de Quinto hizo un gesto malicioso.

– Pero, ¿te lo recordó Marcelo, Tito?

– No, no lo hizo.

Tito no estaba cumpliendo una promesa hecha a Marcelo, sino a su padre. Lucio había sido astuto; al haber prestado un servicio a Tito, obligando a Quinto a que lo ayudara a conseguir las magistraturas júnior que necesitaba para tener una carrera de éxito, no le había pedido nada específico a cambio. Sabía que el joven Cornelio rechazaría hacer cualquier cosa que considerase cuestionable, pero había confiado en que haría lo correcto cuando llegara el momento, y ahora las palabras del viejo Lucio cobraban sentido. Tito podía verlo ahora en el ojo de su mente: tan delgado como un palo, con una gran frente abombada para dar fe de su inteligencia y aquella media sonrisa con la que le había concedido lo que él buscaba a cambio de su ayuda. «Me prestarás un servicio, pero no te parecerá que estés haciendo nada para mí en absoluto».

¿Cómo había podido aquel hombre prever con tanta antelación? ¿Cómo habría podido saber la forma en que se comportaría su hermano? Sacar a Marcelo de debajo del yugo que Quinto estaba usando para someterlo era el pago de esa obligación, y, como bien hubiera sabido Lucio, se sentía feliz de hacerlo.

– Si Marcelo no te lo ha recordado, seguramente puedes dejarlo pasar.

Tito se esforzó por controlar su cólera. En otro tiempo habría dejado que aflorase, pero justo ahora estaba limitado por la necesidad de evitar darle una excusa a Quinto. Ante cualquier atisbo de vía de escape, Quinto renegaría del juramento que él le había obligado a hacer en el templo de Júpiter Máximo, el juramento de que al final vengaría a su padre y a los legionarios que habían muerto con él en Thralaxas.

Pero tenía que decir algo para hacer patente su desagrado.

– A veces me pregunto si realmente nos engendró el mismo padre.


– Estoy segura de que serás valiente, marido mío -dijo Claudianilla, mientras tocaba su vientre distendido con una mano-. Aunque preferiría que estuvieras aquí cuando tu hijo nazca.

– Será tan robusto como sus hermanos, Claudianilla. No tengas miedo por eso.

Aquí, en su propia casa, Marcelo recordaba su noche de bodas y la pérdida de la virginidad de la entonces menuda criatura. Había dejado de serlo, primero por la edad y en segundo lugar por los embarazos. Ahora pocas veces cumplía él su deber con su esposa, pero ella tenía una fecundidad natural que al principio le había chocado. Tras haber tenido tres hijos, dos niños y una niña, cuatro abortos espontáneos y un bebé aún por nacer, su esposa estaba oronda y maternal. A sus pechos ya no les faltaba madurar, más bien al contrario, encajaban con sus anchas caderas y el amplio talle que Claudianilla mantenía oculto bajo sus ropas sueltas. Por una vez, Marcelo no hizo alusión a aquello, pues estaba en un estado casi de euforia por ir, al fin, a algún sitio a luchar en una guerra. Aun así, feliz como se sentía, no podía dejar a Claudianilla sin hacer una advertencia.

– Ya he dicho esto antes, pero lo diré otra vez, pues sé que te aprovecharás de mi ausencia. No interfieras en la educación de los chicos, ¿entendido?

El rostro relleno de Claudianilla asumió un gesto de pura aflicción.

– Es difícil para una madre mantenerse apartada viendo cómo sus hijos son usados tan cruelmente.

– Si su profesor considera apropiado castigarlos, ese es su deber. ¿Cómo van a convertirse en soldados si se no se les permite ni una sola herida? Si sientes la tentación de intervenir, entonces piensa en mí. Yo tuve el mismo tipo de educación, y no me ha hecho ningún daño.

Claudianilla bajó la mirada, para que Marcelo no viese que estaba disgustada; para ella, él era cualquier cosa menos normal. Nada más regresar a Roma, visitó la finca donde había instalado a la chica griega, justo antes de hacer varias visitas a la casa de los Vispanios -visitas que siempre tenían lugar cuando Galo estaba ausente. Estaba claro que sacaba poco placer de sus visitas; le dejaban siempre de mal humor e irritado, como si lo que hubiera ocurrido le dejara con ganas de vengarse con ella. En muchos aspectos, ella estaba contenta de que se marchara.

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