Capítulo Dieciséis

A cualquiera que lo conociese, el rostro de Sextio Paulo mientras le ayudaban a descender por la rampa en Mesana le habría provocado una incontenible hilaridad. Parecía un hombre que hubiese descendido a una letrina de legionarios, justo hasta el punto en que sus contenidos hubieran alcanzado su labio inferior. Decir que el senador no era un hombre feliz habría sido faltar definitivamente a la verdad. Puede que no comprendiera lo que se había apoderado de Claudia; de ser la perfecta esposa, amable, atenta y del todo consciente de la innata superioridad de él, se había transformado en una arpía gritona. A él la palabra «divorcio» le horrorizaba, y al menos ella se había comprometido a no pronunciarla más. Así que, aquí estaba él, en Sicilia, tras haber sido verdaderamente arrancado de Neápolis antes de que hubiera tenido una oportunidad de buscar a viejos conocidos, y sólo para quedar varado, a causa del mal tiempo, en Rhegnum, un horroroso puerto plagado de rufianes. Claudia se había comportado como si aquello también fuese culpa suya. Habían emprendido la travesía antes de que la tormenta hubiese amainado del todo, lo que le había puesto enfermo, y después el capitán de la nave, cuando ya tenían bien a la vista la entrada del puerto, le había exigido una tarifa incrementada por desembarcarlos, diciendo que el oleaje lo hacía peligroso.

Al menos su administrador se había asegurado los servicios de un carruaje y partieron hacia el palacio del gobernador en silencio. Claudia, que iba a su lado, se asomaba por la ventana del modo más indecoroso, como si fuera una pescadera llamando a gritos a los amigos que pasaban. Pero él se abstuvo de pedirle que dejara de hacerlo, pues sabía que nada de lo que decía aquellos días resultaba en otra cosa que no fueran insultos.


Tito Cornelio, a quien se había otorgado poderes proconsulares sobre toda la península Ibérica, también sustituyó al gobernador de la provincia del sur, Hispania Ulterior. Aquel hombre, no menos venal que Mancino, se tomó su sustitución con mayor elegancia, pero después iba a volver a Roma y no a ser puesto en manos de sus enemigos, con la perspectiva de sufrir torturas y vejaciones, antes de ser quemado vivo dentro de una jaula de mimbre. Las tropas de su provincia, aunque bastante menos numerosas, estaban en las mismas condiciones que aquellas que habían servido bajo las órdenes de Mancino, y el enemigo, en el norte y el oeste, era incluso más fuerte, al estar menos expuesto a Roma y su influencia civilizadora.

Marcelo, a quien Tito había concedido el rango de legatus, enseguida se puso a trabajar, instituyendo un nuevo y duro régimen en la legión, con serios y, a menudo, fatales resultados para los transgresores, e interrogó a los oficiales disponibles con la intención de conseguir una valoración adecuada de la situación. Aquí el problema era diferente, pues estaban expuestos a las actividades de los asaltantes marinos así como a las incursiones de los lusitanos por el norte. Aunque carecía de experiencia real para manejar él sólo la situación, la suerte intervino, pues en Regimus, un viejo y experimentado marinero, encontró justo al hombre que andaba buscando.

Pasaban mucho tiempo juntos, tanto en los cuarteles como en la orilla del mar, hasta que Marcelo arrendó una nave y desapareció durante una semana con su recién hallado compañero. Aquello le vino bien a Tito; lejos de su campamento principal del norte y de los problemas diarios de entrenar a un ejército, pudo dedicarse a pensar cómo iba a derrotar a Breno. Sabía que si no conseguía encontrar el método apropiado, su ejército sufriría un destino peor que aquel al que se habían enfrentado al rendirse ante Pallentia: Breno no buscaría la tregua, sino sólo la completa destrucción de sus enemigos. De entre toda la gente, era Tito Cornelio quien sabía que la derrota de sus legiones no sería para Breno nada más que un paso hacia un plan mayor y más peligroso.

Lentamente, mientras examinaba el problema, el germen de una solución se presentó por sí mismo, pero sólo tendría validez si podía controlar, en los ataques iniciales, el número de tropas a las que se enfrentaba. Por mucho que lo intentó, no consiguió pensar en una manera de impedir a los lusitanos que reforzaran a su principal enemigo.


En cuanto regresó, se hizo evidente que cualquiera que fuese el plan que Marcelo había ideado para tratar aquello le tenía exaltado. Tras pedir una serie de mapas, explicó a toda prisa los detalles básicos sin detenerse a respirar, sin darse cuenta de que su general no compartía del todo su entusiasmo.

– Depende de la rapidez con la que se enteren que estamos asediando Numancia -dijo Tito.

– ¿Vas a asediar Numancia?

– Si puedo, primero tendré que llegar al lugar.

– Las comunicaciones son buenas y comparten una frontera tribal. No hay nada que pueda evitar que los lusitanos acudan en ayuda de Numancia antes de que tengas la oportunidad de lanzar tu primer ataque. Es decir, a menos que alguien distraiga su atención.

Tito miró el mapa de la costa occidental que Marcelo acababa de colocarle delante con una leve sonrisa.

– ¿Me vas a decir, quizá, que Marcelo Falerio puede hacer eso?

El joven recorrió con su dedo los entrantes y salientes del litoral, intentando contener al mismo tiempo su deleite. Nunca había pensado que Tito, tan anclado a la tierra firme como la mayoría de los generales romanos, fuese a captar la lógica de sus ideas, pero al menos fue lo bastante abierto como para escucharle.

– No podemos asediar Numancia y combatir a los lusitanos en una campaña por tierra, así que debemos encontrar un camino para mantenerlos ocupados con las fuerzas que ya tenemos. Una cosa que los mantendría entretenidos sería la preocupación por sus propias posesiones. Estas son las desembocaduras de su río principal en el mar, y si podemos establecer nuestra presencia en cualquiera de ellas, podemos atacar el interior. Estarán tan distraídos intentando desalojarnos de allí que no tendrán tiempo de auxiliar a Breno.

– ¿Y qué pasa con sus incursiones marítimas?

– Atacaremos nosotros primero si es que aparecen. Sus embarcaciones son pequeñas y navegan desarmadas, no son rival para un quinquerreme.

– Que no tenemos -dijo Tito-, y no estoy seguro de que el Senado acceda a enviar ninguno, sin tener además en cuenta el tiempo que tardaría.

– Entonces los construiremos. Tenemos madera en abundancia y yo me encargo de instruir a los remeros. Cuento incluso con un centurión que ha pasado años en el mar, un tipo llamado Regimus. Dice que podemos ir formando la tripulación para los barcos.

– ¿De las legiones?

Marcelo asintió. Sin embargo, Tito movió su cabeza en desacuerdo.

– Eso no es bueno, necesitas auténticos marinos. ¿Recuerdas aquel combate que tuvimos con los esclavos sicilianos junto a Agrigento? Pudimos arrojar nuestras armas con acierto, pero fue necesario que unos buenos navegantes nos llevaran a un punto donde pudimos luchar.

– Un marino por remo, quizá, y lo demás una tripulación gobernar el timón y dominar las velas.

– Aún es un montón de hombres que no tenemos.

– Los muelles de Portus Albus están llenos de navíos comerciantes, tomaremos de ellos lo que necesitemos.

Tito dedicó una sonrisa irónica al joven.

– Casi estoy oyendo las palabras de mi acusación. ¿Quiénes crees que son los propietarios de esos navíos mercantes? Un buen número de ellos, si no la mayoría, son propiedad de mis compañeros senadores.

– Escribe a Quinto. Él te los quitará de encima.

La sonrisa seguía allí.

– Tienes ideas algo magnánimas sobre el poder de mi hermano, por no mencionar su buena disposición a sacrificarse por mí. Terencio mencionó algo sobre que iba a ser retirado, aunque yo mismo le quité importancia. Entiéndelo, Marcelo, Quinto sólo continuaría apoyando esta operación y a mí mientras convenga a sus propósitos. Si en algún momento siente que su posición se ve amenazada, me apartará como si fuera un ladrillo roto, y a ti conmigo.

Si le hubiera preguntado, Marcelo habría negado su desesperación, pero era la pura verdad; todos aquellos años que había pasado en destinos seguros lo habían vuelto así. Fueron los necesarios para justificar su candidatura para el cursus honorum y Quinto nunca se cansaba de decirle, antes de despacharlo a algún destino muerto, que heredaría el poder de su padre, pero nunca le había dicho cuánto tiempo tendría que esperar. Marcelo sospechaba que tendría problemas para conseguir cualquier cosa de Quinto en su lecho de muerte y, por esa única razón, mantenía los papeles de su padre en secreto, mientras esperaba que llegase el momento en que pudieran ser usados para su beneficio político, el momento en que retara por primera vez a Quinto a bloquear su camino hacia el liderazgo de los optimates.

– Si fuera a garantizarte que Quinto no sólo te respaldaría, sino que tiene el poder de hacerlo, ¿aceptarías mi palabra?

Tito disimuló bien su sorpresa, igual de bien que enmascaró su curiosidad. Miró largo y tendido al joven que tenía delante; el muchacho al que había visto por primera vez boxeando en el campo de Marte, el joven al que había enseñado a conducir un carro se había ido para siempre. Alto, moreno, con aquella mirada fija que, unida a su innata honestidad, la mayoría de los hombres encontraba desconcertante. Desde luego que a Quinto lo desconcertaría, pero sólo porque su hermano era cínico y furtivo. Marcelo podía ser cualquier cosa menos eso, de hecho, Tito no podía recordar ninguna ocasión en que hubiese sospechado siquiera que este joven le mentía. Durante el viaje desde Cartago Nova, le había pedido que dejara aparte las cuestiones personales y le dijera qué pensaba de Áquila Terencio. Marcelo era bien consciente de que su general apreciaba a aquel hombre, pues había puesto bajo su mando las legiones del norte, dándole el rango temporal de cuestor.

La mayoría de los hombres habría alabado delante de él las cualidades como soldado de Áquila y lo habrían condenado a espaldas de Tito porque les disgustaba o lo envidiaban.

Pero no Marcelo Falerio.

– No dudo de que sea competente, Tito Cornelio, ni de su valentía, pero es un matón grosero criado en una granja. No tiene educación ni conocimientos de nada más elevado que las ingles de un caballo. Habla de reformas como si fueran asunto suyo, en vez de darse cuenta de que, por su nacimiento, debe hacer lo que le digan hombres mejores. Me vas a odiar por esto, pero me pregunto si es conveniente ascender a un hombre como él por encima de su posición natural.

Tito no hizo ningún esfuerzo por ocultar el hecho de que se sentía menos que complacido.

– ¿Estás diciendo que debería librarme de él?

– No, pero tú diriges las legiones y lo haces por derecho propio, así como por capacidad. No quisiera que ese Áquila llegara más allá de donde está ahora, pues de otra forma podría intentar usurparte tus prerrogativas. Después podría intentar hacerse también con tus derechos de nacimiento.

– Eso son tonterías, Marcelo, y en realidad no estás hablando de tus derechos de nacimiento. Haces que parezca que quiere asumir el control de la República. ¿No puedes admitir simplemente que el hombre es un soldado, y uno muy bueno?

– Roma no anda corta de soldados, Tito, y tú eres prueba de ello.

Pudo haber buscado la adulación en aquellas palabras, pero hubiera sido una pérdida de tiempo, pues era otra de las costumbres de Marcelo, su falta de inclinación a halagar a la gente a menos que lo mereciera, y aun así, raras veces. A más de un senador, al tratar con él, se le había oído decir que era peor que hacer negocios con el padre del muchacho. Pero reflexionar sobre eso no les haría llegar a ningún sitio; a Tito se le había pedido que pusiera toda su carrera, su reputación, ganada con esfuerzo, y puede que incluso su vida, en manos de este joven, y era evidente que tendría que asumir todo el riesgo de confiar en él.

– ¿Dudas de mis palabras? -preguntó Marcelo.

– Nunca lo haría -dijo Tito sincero-. Pero me pides demasiado.

– ¿Y si te dijera que lo que le daré a tu hermano, si no tenemos éxito, le hará tan poderoso como mi padre…?

Tito interrumpió.

– Si fuera el caso, parece un precio excesivo.

– ¿Tengo que explicártelo?

– No, Marcelo, no, pero pregúntate esto. ¿Merece la pena que desperdicies eso que tienes, que aumentaría tanto el prestigio y el poder de mi hermano, por un pequeño mando independiente?

Marcelo, normalmente muy serio, sonrió de repente.

– Me sorprende bastante que me preguntes.

Tito permaneció en silencio todo un minuto, y mientras tanto los ojos de Marcelo no abandonaron su rostro. Por fin, asintió.

– Que sea así. Toma lo que necesites.

– Gracias, Tito.

No hubo sonrisa de consentimiento en el rostro del hombre mayor ni gentileza en su voz. Ambos estaban tan rígidos como lo habían estado cuando arrestó a Mancino.

– Será mejor que tengas éxito, Marcelo. No me importa lo que le des a Quinto, pero si fracasas, perderemos en Numancia. Después, incluso asumiendo que sobrevivamos para afrontar su castigo, se unirán para destrozarnos. Ahora debo marcharme y ver cómo se las está arreglando el otro brazo de mi mando.

– Quiero que se cierren las tiendas y los burdeles. Que las mujeres salgan también del campamento, incluidas las esposas de los soldados.

Las miradas de protesta fueron colectivas. Incluso Fabio, recién nombrado ordenanza de su «tío», estaba claramente horrorizado, y casi derramó la copa de vino que se estaba sirviendo, fuera de la vista de los oficiales allí reunidos. Librarse de los mercaderes, las tabernas y los burdeles era una cosa, pero, ¿también de las esposas del campamento?

– Habrá un motín -dijo Cayo Trebonio, uno de los pocos tribunos que había servido a las órdenes de Mancino a quien, por hacer un favor a Marcelo, el nuevo procónsul había permitido que se quedara.

– Tiene razón, Áquila -dijo Publio Calvino.

Sus ojos azules relampaguearon de furia.

– Si el general estuviera aquí, ¿lo cuestionaríais? -Todo el mundo negó con la cabeza-. Entonces no os atreváis a cuestionar al hombre al que dejó al mando. Algunos de esos hombres han estado aquí durante catorce años. Tienen esposas y familia en sus casas, decidles que es allí adónde irán en breve, a casa.

– Dudo que se lo crean.

– ¡Entonces se lo diré yo mismo! -espetó Áquila.

Ordenó que sonaran los cuernos con la llamada a la plataforma de los oradores de la Vía Principalis y esperó con impaciencia a que llegaran, andando de un lado a otro por el rostrum. Fue el tiempo que tardaron en formar lo que demostró a Áquila por encima de todo lo relajadas que habían llegado a estar las legiones.

– Menudo hatajo de viejas estáis todos hechos -les dijo cuando, por fin, se callaron. Dio un giro completo, mirando la plataforma con una mirada significativa-. A menudo me he preguntado cómo sería estar ahí arriba. De algún modo pensaba que el aire olería distinto, más refinado y placentero, pero no es así. Aún huele a vosotros y a meada de caballo, por ese orden.

Todos rieron cuando él se tapó la nariz.

– Hemos oído unas cuantas mentiras podridas contadas desde ahí arriba, camaradas, ¿no es así? -Algunos de los otros tribunos se miraron alarmados mientras los hombres mostraban su conformidad a gritos-. Los cabrones que han usado esa plataforma nos han prometido todo lo que hay bajo el sol.

Ahora incluso algunos de los soldados parecían incómodos. Áquila estaba forzando las cosas: llamar cabrones a senadores nacidos de buenas familias era algo peligroso, por muy lejos que estuvieran de ellos. Ninguno se daba cuenta de lo nervioso que estaba, pues los nervios no eran algo que asociaran con su comandante temporal.

– Bien, pues dejad que os diga que ahora estáis mirando al mayor cabrón que haya pisado nunca estas tablas.

– Y yo secundo esa moción -dijo Fabio desde detrás de él.

No pasó nada porque sólo pudieron oírle aquellos que estaban sobre la plataforma. Áquila caminó hasta el mismo borde y tomó su águila de oro en la mano. Ni un sólo ojo se perdió aquel movimiento y quienes llevaban más tiempo sirviendo con él sabían que cuando hacía eso, estaba a punto de hacer un juramento. Lo curioso fue que, cuando sus dedos se cerraron alrededor del amuleto, el miedo que tenía a ponerse en ridículo se evaporó de inmediato.

– ¿Y por qué soy mayor cabrón, de hecho, mayor mierda, que los otros? No es porque sea rico, ¿verdad? No es porque sea avaricioso, pues no quisiera ver muerto a ninguno de vosotros para conseguir un triunfo o ni siquiera un denario de plata. No, camaradas, soy un cabrón y un mierda porque, por primera vez en años, veis aquí en pie a alguien que va a deciros la verdad.

Ahora ya tenía toda su atención.

– ¿Qué sucede ahora normalmente? El general permanece en pie y os dice que sois todos unos soldados maravillosos y unos tíos valientes. Yo no puedo hacer eso, puesto que he prometido deciros la verdad.

La voz decayó ligeramente, de forma que tuvieron que esforzarse para oírla.

– No sois maravillosos, camaradas. Excepto algunos hombres de la Decimoctava, los demás sois blandos, estáis hinchados por el vino, la carne y la comodidad de las mujeres. ¿Qué general os diría esto, incluso aunque fuera lo que piensa? No, tras elevaros hasta los cielos a base de halagos, ahora os diría que ha planeado una pequeña campaña, nada peligroso, sólo una pequeña escaramuza contra un par de bárbaros mal preparados, que es necesario para la seguridad de la República. Os prometería gran cantidad de comida, campamentos confortables, un enemigo mal preparado y pocas bajas.

Se detuvo de nuevo, levantando el amuleto a tanta altura que la cadena se le escapó del cuello. El sol se reflejó en él, haciendo que relumbrara como un mensaje de los dioses.

– Pero yo no quiero mentiros. Vamos a la guerra, muchachos, y esta vez es una guerra de verdad. Vamos a enfrentarnos al mayor y más peligroso grupo de guerreros nativos que se pueda encontrar. Esos malnacidos están escondidos en una fortaleza casi inexpugnable, así que no habrá sólo una batalla. De hecho, me sorprendería si no contase toda una docena antes de que ni siquiera lleguemos a acercarnos a ese sitio. En cuanto a las bajas, si hemos calculado bien, al menos un hombre de cada cinco de vosotros no regresará. Si nos hemos equivocado, no lo hará ninguno de nosotros.

– Entonces, ¿por qué coño vamos? -dijo una voz desde las filas.

– He dicho que no quiero mentiros. No es por la gloria ni, desde luego, es una excusa para llenarle la bolsa a algún cónsul, pero vamos a ir. Es la batalla que tendríamos que haber librado hace años, y cuando dejemos este campamento seremos los mejores hombres que Roma pueda poner en un campo de batalla. Todos estáis a perder algo de peso, igual que estáis a punto de perder esas comodidades que se han convertido en parte de vuestras vidas.

Hubo un sonoro murmullo, como si una ola recorriese las aglomeradas filas de los legionarios.

– Este campamento entra en pie de guerra desde hoy. Sólo se permitirán en el campamento soldados, mozos de caballería y armeros. -Áquila se detuvo, dejando que calara la importancia de sus palabras, y después agarró una lanza de uno de los guardias pretorianos-. Si a alguien no le gusta, puede venir a verme.


– Pero esto es un robo -dijo el rollizo capitán, y sus mejillas se bambolearon mientras protestaba.

– Es muy probable -replicó Marcelo-. Pero al menos tendrás la satisfacción de saber que ayudas a salvar la República.

– A la mierda la República -replicó, aunque retrocedió bastante rápido al sentir la espada de Marcelo en su garganta.

– ¡No vuelvas a decir eso nunca más! Y sólo para que recuerdes de qué lado cae tu lealtad, me llevaré el doble de hombres de lo que me estoy llevando de los otros barcos.

– No seré capaz de salir de Portus Albus. El dueño me despellejará vivo.

Si creía que así debilitaría la determinación de Marcelo, quedó tristemente decepcionado. Sus remeros marcharon por la orilla, conducidos a lo largo de la playa hasta las plataformas que el joven tribuno había mandado levantar. Estaban rodeadas por montones de remos recién cortados, así como por legionarios, que parecían estar tan poco seguros de las razones por las que estaban allí que los marinos recién llegados. Marcelo saltó al primer escalón y se dirigió a ellos.

– Justo ahora, todos los astilleros de la provincia están ocupados construyendo una flota de quinquerremes, el arma más poderosa del mar. Una vez que estén construidos, voy a zarpar hacia el norte para atacar a los lusitanos. -Miró a su alrededor lentamente para evaluar el efecto de sus palabras-. Podríamos esperar a que los barcos estén listos y después pasar meses aprendiendo a remar, pero no tenemos tiempo para eso. En su lugar, usaremos estas plataformas para practicar, un marino por cada cuatro soldados. Vosotros los marinos les enseñaréis a remar en tierra firme. Para cuando los barcos estén construidos, pretendo salir directamente al mar. Si sois buenos, venceremos, si no, es probable que nos ahoguemos todos.

La gente de allí fue a mirar, los críos, a burlarse mientras miraban a hombres adultos sentados en tierra firme, remando con furia y a ritmo desigual. Comenzaron de modo caótico, con los remos disparándose en todas direcciones mientras los soldados intentaban acostumbrarse a ellos, pero el orden acabó imponiéndose al fin y fue posible ver que algunos remos seguían el ritmo que marcada el redoble del tambor. Marcelo se aseguró de que tuvieran suficiente comida y agua a su disposición, pues sabía lo fatigoso que era aquel trabajo en una playa abrasada por el sol. También dispuso una estricta guardia a caballo, para asegurarse de que ninguno de sus valiosos marinos escapaba.


– No permitimos civiles en el campamento -dijo Áquila de nuevo-, y no soy muy dado a repetirme.

Cholón le aplicó su terapia de choque completa, la mirada de «¿Cómo te atreves a hablarme así?». Sin embargo, no le hizo ningún efecto.

– ¿Debería recordarte que estoy aquí por invitación personal de Tito Cornelio?

– ¿Y cómo vas a recordarme algo que no sé?

– Eso es sofistería, jovencito.

– ¿Qué demonios es sofistería? -Áquila vio que Cholón estaba a punto de explicárselo y levantó la mano-. No te molestes en explicarlo. He llegado hasta aquí en mi vida sin saberlo, así que está claro que se trata de algo de lo que puedo prescindir.

Cholón se molestó.

– ¿Alguna vez te ha dicho alguien que eres un canalla insolente?

– Desde el día en que nací y a cada paso que he dado desde entonces, pero además estoy al mando aquí. Ahora hazme el favor y lárgate del campamento.

– Tito Cornelio se enterará de esto.

El grito casi hizo caer a Cholón.

– Guardias, sacad a este hombre de aquí y recordad a los centinelas de la puerta que ¡no se permite entrar a ningún civil y que no importa con qué cuento de hadas les venga!

El joven tribuno que lo escoltaba intentó aliviar la ofensa causada por las palabras de Áquila.

– El general regresará pronto, señor. Estoy seguro de que todo saldrá bien al final.

El tribuno, a quien preocupaba más Áquila que la comodidad de aquel civil griego, hizo avanzar a Cholón a un paso endemoniado, lo que hizo que su respuesta sonara como la de un hombre recién arrestado que proclamara su inocencia.

– No con gente como esa en posiciones de poder. Ese hombre es un completo alcornoque. No sé a dónde van a llegar las legiones si dejan que hombres como ese se conviertan en oficiales. ¿Cómo has dicho que se llamaba ese tiparraco?

– Áquila Terencio, señor -dijo el tribuno.

– Bien, pues es un bárbaro -replicó Cholón, mientras se preguntaba distraído dónde había oído antes ese nombre.


Tito Cornelio regresó a un campamento diferente. Ahora lo que resonaban eran los choques de espadas, en vez de las voces de los mercaderes, y cualquier grito de dolor provenía de los soldados, y no de las maltratadas y amargadas esposas del campamento. Los niños harapientos que antes corrían medio desnudos por las calles, ahora se habían ido, liberando a los caballos de sus tormentos. Áquila había levantado otro campamento a cinco millas de allí para alojarlos, y lo mantenía abastecido con una leva de sus propios soldados, así como con auxiliares ibéricos. Y los hombres habían vuelto a ser soldados otra vez, lo que resultaba obvio por la eficiencia con la que asumieron sus posiciones alrededor de la plataforma de los oradores. Pero Tito se había dado cuenta ya antes, por el guardia de la puerta principal, que estaba despierto y alerta; de hecho los cuernos habían sonado cuando aún estaba a una legua de allí. Para cuando alcanzó el campamento, el procónsul se encontró con que le estaba esperando un baño caliente, así como todos sus oficiales, dispuestos para discutir las próximas operaciones. Antes de cambiarse, tuvieron una reunión y Áquila no fue el único sorprendido por su decisión de salir hacia el interior sin demora.

– No te dejes impresionar por un poco de saliva y lustre, mi general -dijo-. Si les dices a estos hombres que van a marchar hacia el interior de Iberia, no querrán ir.

– ¿Ni siquiera si se lo dices tú?

– ¡No puedo mentirles!

– No quiero que lo hagas. ¿Por qué no podemos atacar ahora?

Áquila suspiró y no pudo ocultar su decepción por tener que explicar a uno de los primeros cónsules que había admirado por qué no se podía hacer.

– Todas las condiciones que servían para Pallentia, sirven para Numancia, multiplicadas por diez. Tenemos que ir más lejos. En vez de construir un par de puentes, tendremos que construir una docena. Cada pulgada de la carretera que construyamos tendrá que ser protegida si queremos que nos lleguen los suministros. Y si lo hacemos así, no tendremos tropas para atacar.

– No pretendo atacar, al menos no justo ahora.

– Entonces perdóname, mi general, pero, en el nombre de la entrada al Hades, ¿cómo pretendes vencer?

Tito señaló el mapa que había sobre la mesa e hizo un gesto a los presentes para que se acercaran más.

– Marchamos directos a nuestro objetivo. Construiremos puentes sólo sobre aquellos ríos que no podamos vadear y los destruiremos detrás de nosotros. Una vez que lleguemos a Numancia, tendremos que vivir de la tierra durante por lo menos un mes, después puedo liberar dos legiones para que construyan una carretera de vuelta a la costa para que así podamos recibir suministros.

– Y Breno, ¿qué estará haciendo? Por no mencionar a los lusitanos.

Tito interrumpió a Áquila hablando con una confianza que en realidad no sentía del todo.

– Marcelo Falerio se ocupará de estos últimos, y antes de que preguntes cómo, no voy a decir nada más que esto: que cuenta con toda mi confianza.

– Pero aún tenemos a Breno.

– No te preocupes por él, Áquila Terencio. Tengo un plan para ocuparnos de él y de su colina fortificada.


Recién lavado y ya con su toga de bordes púrpuras, Tito caminó por la plataforma de los oradores. Paseó su mirada por encima de las apretujadas filas de legionarios, todos ellos firmes y con la mirada al frente. Les saludó con parsimonia, algo que ningún senador había hecho antes, espontáneamente, con un soldado. A la sonora y espontánea aclamación siguió un momento de silencio mientras Tito se daba la vuelta e indicaba a Áquila que se uniera a él en el estrado.

– Soldados, odio pronunciar discursos tanto como vosotros odiáis escucharlos. Cuando yo no podía dormir por la noche, mi padre solía decirle a mi madre que me repetiría algunas de las cosas que había oído decir desde aquí arriba. Afirmaba que hasta el crío más ruidoso se quedaría frito en cuestión de minutos.

Tito se detuvo y después cogió del brazo a Áquila, que había ido a colocarse junto a él.

– Mi padre, Aulo Cornelio Macedónico, fue un gran soldado, uno de los mejores que haya tenido Roma. Y yo no le llego a la altura del zapato, así que pretendo ir sobre seguro. -Caminó hacia el borde de la plataforma, llevando a Áquila con él-. Como ya sabéis, cuando llegué aquí envié de vuelta al cuestor y a los legados que Mancino había traído desde Roma. Me sentí tentado de enviarles en la misma dirección que siguió Mancino, pero no lo hice.

Un gruñido enojado salió de veinte mil gargantas.

– También solicité nuevos oficiales sénior y aún tienen que llegar. No creía que fuese a necesitarlos todavía en un par de meses, pero puedo deciros que estáis preparados para la batalla. Resulta increíble que alguien haya podido volver a transformar lo que erais -una chusma- en soldados en tan poco tiempo. Así que no voy a esperar por mis legados, que están en camino desde Roma, ni por el cuestor que pedí. De hecho, cuando se trata de un segundo al mando, no puedo pensar en nadie más apropiado para el puesto que Áquila Terencio.

Debían de suponer lo que se les avecinaba. Tito podía sentir que la tensión se hacía insoportable mientras hablaba. Tomó a Áquila por los hombros y lo abrazó. Los hombres dejaron escapar la mayor aclamación que nunca había oído en todos sus años como soldado.

Áquila consiguió hacerse oír con gran dificultad.

– Estaremos preparados para la marcha en cuarenta y ocho horas, mi general.

– Bien.

Después, Áquila sonrió, y mientras el ruido iba disminuyendo, volvió a hablar.

– Creo que te debo una disculpa.

– ¿Y aún tendré que esperar mucho para un «gracias»? -preguntó Tito con una sonrisa.

– Eso después de Numancia -replicó el nuevo cuestor, que levantó después su águila de oro y la besó delante de todos.

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