Capítulo Diecisiete

Marcelo botó su primer barco en el mar en tiempo récord gracias las habilidades en ingeniería de Regimus y el ritmo de trabajo de los astilleros locales. El viejo marino, ahora una vez más decurión, había sido un verdadero hallazgo. «No se puede hacer» no era una expresión que él entendiera. A partir de sus cuadernas desnudas, los navíos empezaron a tomar forma rápidamente y aquel hombre maduro se enorgullecía, en más de una manera, de lo que habían conseguido los astilleros.

– Construyen mejor que nadie que haya conocido, y eso está muy bien. Aquí, más allá de las Columnas de Hércules, las condiciones no se parecen en nada a las del mar Medio.

Marcelo se había interesado por todos los temas náuticos desde su primer viaje a bordo de un trirreme, y a los marinos les encantaba hablar, aunque había que tomar ciertas precauciones para evitar caer en sus proverbiales exageraciones. Había oído hablar sobre subidas y bajadas de la marea de boca de aquellos a los que había preguntado, pero las historias sobre el mar exterior podían poner los pelos de punta. Algunos de los capitanes mercantes habían navegado hasta tan lejos que unas islas de hielo, que flotaban en la superficie, les habían hecho dar la vuelta. Estos hombres comerciaban con ámbar y otros objetos preciosos, como estaño y plata. Traían magníficas capas de lana de las islas Pretánicas, que eran fáciles de alcanzar puesto que sólo estaban a veinticinco leguas de las playas de la Galia del norte. Resultaba difícil creer los cuentos que narraban sobre tormentas durante las cuales las olas se habían elevado por encima de los mástiles; sobre ballenas con un tamaño diez veces mayor que el de un barco, que se cantaban unas a otras, y que nadaban a su lado sin hacer ningún daño a los hombres, y él había descartado por increíbles más cosas de las que hubiera debido.

Ahora, en el mar, hubiera admitido de buena gana que se había equivocado. Nada le había preparado lo suficiente para aquella inmensa cantidad de agua y la manera en que se comportaba una vez que salías por la estrecha entrada al mar Medio, algo que ya les costó bastante debido a la corriente, pues el barco estaba obligado a ceñirse a la orilla del norte y eso sólo fue posible gracias al buen viento que sopló después. ¡Y las olas si podían ser enormes! Coronadas de espuma blanca, azotadas por un viento ululante, rizándose sobre sí mismas para formar oscuras cavidades, precipitándose a increíble velocidad y rompiendo después contra rocas a las que el desgaste del paso del tiempo había dado fantásticas siluetas. Otros días veían que la misma agua era una masa descomunal y dócil, llena de depresiones tan profundas como para ocultarte la vista de tierra. Y el olor también era diferente, con el aire que había viajado sobre un océano que parecía no tener fin, desde los confines del mundo, y que transportaba elementos mágicos que podían marear.

– No es magia, Marcelo. Ya te acostumbrarás -decía Regimus mientras se tambaleaba por el fuerte viento, y el viejo marino tenía razón: al final se acostumbró.

Marcelo estaba en medio del barco, sujetándose al mástil con una mano, con el cabello revuelto por la brisa, la nariz alta y los ojos brillantes de placer, mientras que, bajo sus pies, los remos se hundían tranquilos en el agua, haciendo avanzar al primero de sus barcos a buen ritmo. Se volvió para gritar a Regimus, que sujetaba en sus brazos el gran timón.

– ¿Decías que me acostumbraría a esto, hombre? ¡Me encanta! Creo que en alguna parte de mi linaje debe de estar Neptuno. Aquí de pie siento que soy uno con los dioses.

Habían sacrificado un toro antes de zarpar y también habían escuchado cuidadosamente a los augures, pero los dioses eran inconstantes, dados a golpear a los insensatos mortales. Los augures y sus pollos alimentados con grano no garantizaban nada; lo que les daba cierta sensación de seguridad era la lectura, hecha por quienes ya habían navegado por aquellas aguas, del cielo, la forma y la dirección de las nubes, el estado del mar, una cautelosa observación del comportamiento de las aves marinas, el olor de la espuma.

– Saquémoslo al viento, Regimus. Arriemos esa vela y veamos cómo se comporta.

Regimus dio las órdenes y se alzaron y desarmaron la mayoría de los remos, manteniéndose en su sitio sólo los que eran necesarios para enderezar la nave y hacer que el espolón se mantuviera bien bajo el agua. Se inclinó sobre el gran timón haciendo virar así el quinquerreme para que el viento de popa muriese. Se elevaron en el oleaje y la costa se dibujó claramente ante ellos: rocosa, con angostas bahías arenosas y con las montañas erguidas en la neblina azulada que había detrás. Los hombres tiraron de los cabos y la botavara que sujetaba la gran vela cuadrada subió por el mástil; después la amarraron bien tensa y esta atrapó el viento, hinchándose tanto que parecía que fuera a rasgarse. El agua empezó a blanquear a los costados del barco y Marcelo corrió adelante, esquivando el corvus, para ver la espuma del mar bajo la proa.

Regresó a popa, tomó el timón de manos de Regimus, acercándolo y alejándolo para intentar averiguar lo lejos que lo podía llevar realmente, antes de que la vela colgase inútil y el barco perdiera velocidad. Satisfecho al fin, hizo que izaran la vela, ordenó a los hombres que volvieran a los remos y envió al jefe de remeros a marcar el ritmo en el timbal sobre el gran estrado de madera que estaba delante de la escotilla mayor del barco. En nada se parecía a un trirreme, construido para embestir al enemigo; el pesado quinquerreme se construía para transportar soldados a una batalla, pero su velocidad podía ser un requisito para maniobrar con éxito, colocando así el barco romano en una posición ventajosa cuando se enfrentaba a los barcos mucho más ligeros a los que Marcelo necesitaría enfrentarse.

Surcaban las aguas a buen ritmo según aumentaba el ritmo del timbal. La tierra, que hace poco era una franja en el horizonte, estaba ahora lo bastante cerca como para que todos sus accidentes pudieran apreciarse a simple vista. Los remeros empujaban y halaban, empujaban y halaban, y el sudor corría en abundancia por sus cuerpos. Marcelo no podía ver sus caras, pero sabía por propia experiencia que estarían retorcidas por el dolor, mientras se esforzaban por llenar sus pulmones de aire. Mentalmente deseaba que hicieran aún más esfuerzos, al tiempo que observaba con cuidado en busca del primer síntoma de colapso. Un remo mal manejado podía arruinar todo el ritmo de una galera. El ruido desordenado de las respiraciones forzadas se oía claramente por encima del sonido del viento y del mar, así que el legado dio la orden y los remos volvieron a ser desarmados, y esta vez, los exhaustos remeros se dejaron caer sobre ellos, como si hubieran muerto de repente.

– Excelente -dijo Marcelo-, volvamos a Portus Albus, Regimus, veamos cómo van nuestros otros barcos y sus tripulaciones.


Breno sabía que se acercaban mucho antes de que el primer legionario pusiera su bota más allá de la puerta del campamento. Lo sentía en sus huesos cuando despertó de su sueño; no era dolor, sino más bien como el alivio de una molestia. Miró a Galina, que dormía a su lado, la única persona que había mantenido su fe en él por amor, en vez de por miedo, sin dudar nunca de que su predicción se cumpliría. No es que nadie se hubiera atrevido a decirle nada a la cara, pero Breno podía ver dentro de las mentes de los hombres, así que sabía que lo consideraban un loco obsesionado con la derrota de Roma. Nunca intentó explicar, desde aquella primera batalla contra Aulo Cornelio, que era el triunfo de los celtas lo que él buscaba; que habría combatido a Cartago, la predecesora de Roma en Iberia, con el mismo rencor. Acarició el muslo de Galina con su mano y ella murmuró en su sueño, mientras con la otra mano tomaba el águila que siempre había llevado colgada al cuello, su talismán personal que, según creía, decidiría su destino.

Regalo de su tío, un veterano druida que le había ayudado a escapar del agujero en el suelo en que lo habían metido, así como de la muerte a manos de quienes lo odiaban y temían en la comunidad de los druidas, lo había llevado consigo desde aquel día, y sólo se lo quitaba para lavarse. Robado cientos de años antes del templo de Delfos por un tocayo suyo, Breno, le habían hablado de sus poderes mágicos, aunque parecía haber fracasado en el cumplimiento de la profecía que venía con él; que algún día quien lo llevara entraría triunfante en el templo de Júpiter Máximo que había en lo alto de la colina Capitolina de Roma, como el hombre que habría conquistado a las legiones y la ciudad.

Por fin, tras todos aquellos años intentando provocarlos, sus enemigos acudían a encontrar su justo castigo. En los ojos de su mente, podía ver los campos que rodeaban Numancia llenos de huesos blanqueados de los romanos. Una vez que hubieran sido derrotados aquí, una vez que hubiese demostrado que él era el auténtico heredero del primer Breno, los celtas, el más numeroso de los pueblos fracturado por las rivalidades tribales, se unirían todos bajo su gobierno. Formaría y dirigiría el mayor ejército que los celtas habrían puesto nunca en un campo de batalla, después haría lo que su predecesor no había hecho. Primero, Breno acumularía oro suficiente para retirarse de Roma; no le sobornarían, y él arrasaría hasta sus cimientos la ciudad estado, destruiría sus templos y esclavizaría a sus gentes.

Aún tenía dudas; no todo estaba asegurado y no sólo porque los dioses fueran volubles; él ya debería haberlo conseguido. Había combatido contra Aulo Cornelio, incluso había capturado a la esposa de aquel hombre y se había convertido en su amante, más por deseo de ella que de él mismo. Estaba obligado a respetar el celibato, y Claudia Cornelia le había hecho romper su voto. Él recordaba el día que le había dicho a ella que se fuera, aunque no le dijo que era porque su revuelta había fracasado, que su marido estaba ganando aquella guerra de desgaste. Las tribus habían desertado de su bando al firmar la paz, y él ya no podía protegerla a ella ni al hijo que llevaba en sus entrañas. ¿Por qué no había logrado cumplir la profecía? ¿Lo lograría ahora?

Se inclinó sobre la mujer, que se despertó por su movimiento, y sujetó el amuleto a la altura de los ojos entreabiertos de ella.

– Soy viejo, Galina, aunque antaño creía que conquistaría Roma. Ese es el destino del hombre que lleve esto. Ahora no puedo creer en absoluto que vaya a ser yo, así que debo tener un hijo. Esto pasará a él y aunque él tenga que engendrar a sus hijos y pasarles esto, algún día mi linaje vencerá.

Breno empujó suavemente a Galina para tumbarla boca arriba y los movimientos de sus manos pusieron una sonrisa en los labios de ella. Mantuvo el amuleto de oro en su mano y sintió el poder que se abría camino por su entrepierna, con la seguridad de que por primera vez en treinta años podía sentir la fuerza del amuleto, el mismo tipo de poder que había sentido aquella oscura noche en que lo habían depositado en su mano. Pese a ser una criatura apasionada, Galina nunca había concebido, quizá por temor a que él hiciera lo que había hecho con sus otros vástagos y matara a su hijo. Pero él sabía con absoluta certeza que ahora le daría el hijo que necesitaba, uno al que él valoraría y criaría para que cumpliese su destino.

Breno estaba en la arena central mucho antes de que saliera el sol, recitando de memoria las sagas que había aprendido hacía tantos años. Podía sentir que los años se le escapaban y volvían a darle fuerza, como si su vida hubiese vuelto hacia atrás, y mientras salía el sol él esperaba el momento en que tocase el altar que había en medio de aquella plaza. La luz dorada bajaba lentamente por los muros de los edificios de alrededor, y mientras tanto él seguía hablando. La gente se había reunido para escuchar, pues nunca habían visto así a su caudillo. Parecía más alto que nunca, más imponente, y justo antes de que la luz del sol tocase el altar, encendió su cabellera de plata, haciéndola brillar. Fue como si el gran dios de la Tierra lo hubiese bendecido y un sonoro grito nació de sus labios en el instante sagrado en que la luz del sol encendió el altar, sobrecogiendo a quienes observaban. Después giró en redondo, lanzándoles una mirada aterradora, y empezó a dar las órdenes que prepararían Numancia para los invasores.

Habían esperado que la marcha a Numancia fuese dura, pero ni siquiera Áquila, con sus espantosas advertencias y elaboradas precauciones, estaba preparado para la tenacidad con la que las tribus intentaban bloquearles el paso. Breno quería que los debilitaran antes de que llegaran y había dedicado todo su poder de persuasión a la tarea de asegurarse de que los romanos tuvieran un trayecto de sobresaltos. Cada colina tenía que ser tomada al asalto, cada valle angosto, flanqueado y sobre cada río había que tender un puente bajo una lluvia de lanzas y flechas. Abrieron un camino improvisado a través de inmensos bosques -una recta carretera romana que no tenía en cuenta el terreno. Si triunfaban, se volvería permanente, y abriría el interior de aquella tierra a la civilización romana; si fracasaban, desaparecería como un homenaje cubierto por la maleza a la desaparición de todo un ejército.

El nuevo cuestor sabía desde hacía años que la formación del ejército, con su complicada caravana de equipaje, ya había funcionado previamente para no alcanzar el éxito, pues, cuando se combatía contra un enemigo como aquel, en un territorio como aquel, la velocidad y la movilidad eran de suprema importancia y él se había inquietado al salir, cuando Tito había forzado la marcha de su ejército, dejando que las tribus ocuparan el camino a su retaguardia. Estos legionarios estaban instruidos en un método de lucha y era de sentido común para Áquila que un cambio repentino de las tácticas básicas, en una situación en que la batalla fuera inminente, podría conducirles al desastre absoluto.

Una ventaja era el propio Tito. Por una vez, los hombres tenían un general que los dirigía desde el frente; de hecho, no le gustaba mantenerse al margen de la lucha, a pesar de las continuas argumentaciones de que la pérdida de su vida podría ser fatal para la misión. Tito confiaba a los dioses su persona y a los hombres que estaban por debajo de él con sus legiones. Áquila se dio cuenta de inmediato de que, dada la responsabilidad de tomar sus propias decisiones, pocos oficiales dejarían que su general cayera, puesto que el único requisito que les ponía el cónsul era que evitaran comportarse con insensatez, de forma que se animaba a cada tribuno para que innovara.

El propio Áquila había instituido una manera de hacer avanzar a toda la fuerza de los velites, así como a los auxiliares ibéricos, a ritmo veloz. Al ser tan numerosas, las avanzadillas, formadas por miembros de todas las legiones sumados a los luchadores de la llanura costera, obligaban a los guerreros de las tribus a adelantar demasiado el arranque de sus emboscadas y, al enfrentarlos a la infantería ligera de los romanos, se veían forzados a lanzar sus ataques, lo que les dificultaba una retirada inmediata. El grueso del ejército, sin la habitual caravana de equipaje y los seguidores del campamento, se movía a una velocidad hasta entonces sin precedentes; así, en las primeras semanas de marcha, sorprendían a sus enemigos enfrascados en la lucha una y otra vez. Pero Breno, si es que era él quien estaba dirigiendo el esfuerzo de las tribus, aprendió pronto la lección y, aprovechando con firmeza los accidentes que le proporcionaba el áspero paisaje, abandonó las emboscadas y en su lugar levantó posiciones de defensa que tenían que ser tomadas mediante asalto.

– Esto sólo son pinchacitos de alfiler, Fabio -dijo Áquila, mientras volvían a formar para atacar una empinada cresta-. La verdadera lucha está aún por llegar.

– Ésa es una de las cosas en las que te equivocas. No sabes distinguir un alfiler de una aguja de calceta, y en cuanto a pinchar…

Áquila dio sus órdenes a gritos y la avanzadilla empezó a moverse, arrojando sus dardos antes que sus enemigos para forzarles a hacer lo mismo y reducir así su reserva de lanzas. El acierto significaría que tendrían menos armas arrojadizas con las que atacar a la infantería pesada. Por una vez, Tito se quedó atrás, como debería hacer un general, de pie sobre una peña para observar la acción, con todo su ejército desplegado a su alrededor en formación de batalla. Cholón se había sentado junto a él con un rollo de papiro en su regazo, mientras sus ojos saltaban de la batalla que tenía lugar ante él al pliego para hacer sus rápidas anotaciones. La conmoción en retaguardia los cogió a los dos desprevenidos. Una gran masa de jinetes celtíberos había aparecido en la carretera que llevaba a la costa, en formación y preparada para atacar. Aunque era una fuerza demasiado pequeña como para derrotar a los romanos, su presencia era, sin embargo, desmoralizante. Eran la prueba viviente para todos los legionarios de que estaban aislados en territorio enemigo y que cualquier ataque que lanzaran, incluso aunque fuera en parte victorioso, conduciría a bajas que Tito apenas podía permitirse.

El general bajó de su atalaya como un rayo y montó su caballo para cabalgar hasta el escenario del problema. Publio y Cneo Calvino, al mando de la retaguardia de infantería ligera, habían hecho girar en calma a sus hombres, formando dos hileras, mientras los jinetes de las tribus se aproximaban a galope. Sus voces sonaban tranquilas y sólo las elevaban lo que fuera necesario para que sus órdenes pudieran entenderse. Su primera línea se arrodilló al recibir la orden con los escudos en ángulo recto con sus cabezas y sus lanzas afirmadas en el suelo, formando ante ellos un friso que empalaría a cualquier atacante a caballo. La segunda línea formó enseguida en grupos de tres, con un soldado delante de los otros dos. Tito tiraba de sus riendas mientras observaba la siguiente hilera de legionarios, la infantería pesada a la retaguardia de los gemelos Calvinos, mientras se colocaban en posición con habilidad, formando en cuatro filas con el espacio adecuado entre cada grupo. Eso permitiría que las cohortes de los Calvinos se retiraran con seguridad. Era una maniobra bien planificada, conducida como si la estuvieran ejecutando en el campo de Marte.

En todo el orgullo de las armas romanas que Tito Cornelio había experimentado como soldado, nada se igualaba a esto, porque se estaba ejecutando no en un campo de prácticas, sino en campo abierto. Esa disciplina de hierro, la capacidad de maniobrar bajo un ataque, además del puro coraje tanto de oficiales como de soldados, cuando se empleaban con propiedad, hacían a las legiones invencibles. Cholón se había reunido con él, abandonando su asiento y sus apuntes. Tito miró hacia Áquila para comprobar si su ataque proseguía con éxito, y vio que los velites y los auxiliares habían subido por la escarpadura y ahora estaban enfrascados en un combate cuerpo a cuerpo con los defensores.

– Escribe sobre esto, Cholón. Esto es lo mejor que verás nunca. Un ejército romano atacando en dos direcciones a la vez.

– Pero no están atacando -dijo Cholón, señalando a los hombres que se retiraban bajo las órdenes de sus oficiales-. Se retiran.

– ¡Observa!

Publio y Cneo hacían retroceder a sus tropas con seguridad, retirando una línea defensiva a través de la otra, con los grupos de tres hombres formando en columnas en cuanto el último hombre escapaba, sin dejar así al atacante ninguna otra cosa a la que enfrentarse que no fuera la certeza de ser empalado. Por fin, cuando estuvieron lo suficientemente cerca de la infantería pesada, rompieron filas y se pusieron a salvo. Los huecos se cerraron inmediatamente rellenados por las cohortes de retaguardia. Se dieron las órdenes pertinentes y los guerreros celtíberos se vieron frente a una línea infranqueable de tropas que avanzaban. Como habían dado vueltas a su alrededor en vano, sus caballos estaban sin resuello, así que se dispersaron al primer aluvión de lanzas, que dejó hombres muertos y animales que daban alaridos clavados al suelo por las jabalinas romanas.

Un grito retumbante llenó el aire y tanto Cholón como Tito se volvieron en sus sillas, justo a tiempo para ver a Áquila, que, a la cabeza de los princeps de la Decimoctava Legión, tomaba la cima de la escarpadura, mientras sus enemigos emprendían la huida delante de él.


Su siguiente batalla tuvo lugar en un cruce de río muy disputado cuyo mayor problema era que en la orilla opuesta no había espacio para desplegarse, pues, aparte de una angosta franja de tierra, era una pared de roca desnuda que se elevaba unos treinta metros. Tito había recorrido el río de arriba abajo en busca de un paso más fácil, pero sus huesos le decían que no había otro. La mera presencia de sus enemigos, y en gran cantidad, en las colinas de enfrente era prueba de ello. Pero una ventaja que tenía la legión romana en esta situación, era que todos ellos sabían nadar; la otra residía en su disciplina. Un ejército con buena instrucción podía atacar de noche -algo inconcebible para las hordas salvajes de los bárbaros. Tito dejó que sus hombres descansaran todo el día, manteniendo ocupada de manera significativa sólo a la retaguardia, e hizo que sus auxiliares se retiraran; aquello no era tarea para las tropas locales.

Entonces, aprovechando la protección que les brindaban las nubes junto con la luz discontinua de la luna, dispuso una línea de caballería atravesada en el río corriente abajo, con los caballos y soldados atados unos a otros. Estos hombres y sus caballos permanecerían allí toda la noche preparados para rescatar a cualquiera que fuese barrido por la fuerza del agua. Después, casi en completa oscuridad, los hombres más experimentados de la infantería pesada, con cuerdas enrolladas a la cintura y con estacas amarradas a sus espaldas, siguieron a los velites en el agua, llevando sus grandes martillos con cabeza metálica en la mano. Áquila iba a la cabeza, con su cabello rojizo dorado recogido con una banda blanca que atrapaba la poca luz que había. Nadó rápidamente a la otra orilla, formando con la avanzadila una pantalla defensiva que permitiría trabajar a sus camaradas. Lo primero que supieron los defensores del ataque que se avecinaba fue el sonido de las estacas que se iban clavando en la tierra húmeda de la orilla del río. Ataron las cuerdas a las estacas y, con paso firme, Tito hizo que su infantería cruzara.

Áquila ya había conducido a su avanzadilla a lo alto de la empinada cuesta, así que los celtíberos se encontraron en medio de una batalla antes de haberse despertado del todo. Luchar en la oscuridad es aterrador, pues nunca sabes dónde está el enemigo ni si el bulto fantasmal que tienes enfrente es amigo o enemigo. Un combate cuerpo a cuerpo como aquel exigía una determinación de acero de la que los defensores carecían. Tito hizo que los cuernos sonaran una y otra vez, y desafinando, desde el momento en que se empezó a clavar la primera estaca. Tal cacofonía rebotaba en las rocas, se multiplicaba y, añadida a los alaridos de los atacantes, hacía que los enemigos sintieran que estaban siendo atacados por algún horrible monstruo. Todos los hombres de Áquila llevaban, igual que él, una franja de tela blanca enrollada a la cabeza. Los romanos, incluso con aquella luz tenue, podían identificar a sus enemigos, y causaron gran mortandad mucho antes de que las tropas pesadas prosiguieran con el ataque.

Pero alguien hizo que los defensores formaran en una línea bien unida, dando órdenes que Áquila oyó claramente. Este envió un mensajero a Tito, consciente de que el efecto al principio, sería mínimo. Los celtas empezaron a arrojar sus jabalinas por encima de las cabezas de los romanos que estaban en el acantilado. Con tal cantidad de hombres en el agua, que se esforzaban por cruzar el espumoso torrente con docenas de cuerdas, muchas de las lanzas hicieron blanco. Los gritos de los heridos se sumaban al resto de sonidos de la batalla, que levantaban eco de la pared de piedra, y río abajo la línea de caballería se dio cuenta de que de hecho eran necesarios, aunque sólo fuera para detener los cuerpos de los ahogados que eran arrastrados hacia el mar.

Cuando se les acabaron las lanzas, resonó un cuerno bien diferenciado, y la defensa se desvaneció, dejando a los romanos sin nadie contra quien luchar.

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