Capítulo Siete

Claudia se inclinó por encima de su nuevo marido, con sus manos puestas sobre los hombros de él y sus ojos revisando los papeles que tenía delante. Podía oler su cuerpo, o más sinceramente el tenue aroma de los aceites perfumados con los que solía cubrirlo. Su cabello plateado, cepillado cuidadosamente, brillaba junto a los ojos de ella.

– ¿Te molesta mi presencia? -preguntó.

– Nunca, nunca, nunca -dijo él rápida y sinceramente, mientras levantaba la cabeza y se giraba dando golpecitos con su mano en la de ella. De perfil, su nariz era imponente, aguileña y patricia. Claudia pensó que pese a todos los subterfugios y mentiras descaradas de Quinto, se las había arreglado para encontrarle el perfecto marido. Sextio no sabía nada de las maquinaciones de Quinto, pero compartía de corazón los sentimientos de Claudia. Atractivo y vanidoso, y muy posiblemente el hombre más rico del Senado, siempre había temido que si se casaba, sería por haber sido elegido a causa de su considerable riqueza.

La idea nunca le había atraído; Sextio quería que lo quisieran por sí mismo, la única persona de la que se ocupaba en el mundo. Claudia había sido un regalo de los dioses, rica por derecho propio y de una familia noble y famosa. Podía perdonar el toque sabino de su linaje, pues también era una hermosa mujer, que afortunadamente no le hacía demasiadas exigencias. La consumación de su matrimonio no había sido un éxito resonante, si bien Claudia no se lo había echado en cara; en vez de eso, mientras se echaba toda la culpa a sí misma, le había asegurado que apreciaba su compañía. Así que Sextio se ahorraba la prueba del lecho matrimonial y sacaba la mayor parte de su placer en otro sitio; con discreción, por supuesto.

– Para ser absoluta y completamente sincero contigo, Claudia -dijo, usando, como siempre, diez palabras donde dos habrían bastado-, estoy francamente sorprendido de que muestres el más mínimo grado de interés.

– Debe de ser la sabina que hay en mí, maridito, la que causa este interés por la agricultura.

Sextio frunció el ceño; aquella referencia a su linaje le inquietaba, pues era algo que podía perdonar sólo mientras no se mencionase.

– Debo discrepar contigo. Describiría lo que justo acabas de decir como muy romano en realidad.

– Nunca hubiera imaginado que un hombre pudiera ser dueño de tanta tierra, y toda ella tan cerca de Roma. -Su dedo se movió por el mapa-. Al norte, al sur, al este y al oeste, es maravilloso.

– Mi querida Claudia, uno no desea alejarse demasiado de la ciudad. La vida fuera de Roma puede ser en exceso monótona, a menos que te alejes hacia el sur. Aun así, ya sabes…

Era extraño en él no terminar una frase, pero no pudo pronunciar las palabras que la concluirían. A Sextio le gustaba el sur; las ciudades griegas eran mucho más acogedoras y placenteras para él que Roma, aunque las cosas en el norte habían mejorado desde su juventud. Pero era parte de su ficción, como severo romano, visitar lugares como Neápolis sólo muy ocasionalmente: demasiadas visitas podrían alentar las malas lenguas.

– ¿Puedo acompañarte cuando visites las granjas?

Las cejas plateadas de él se levantaron.

– ¿Cómo se te ocurre algo semejante, Claudia?

La voz de ella sonó débil y apremiante.

– Sé que no es algo corriente, maridito, y que entonces la gente podría hacer bromas, diciendo que somos inseparables.

Sextio apenas se detuvo para tomar aire; pese a toda falta de peso intelectual, tenía el grado justo de astucia y estaba claro que la idea le resultó atractiva, como Claudia pretendía que ocurriera. Él, por supuesto, se consideraba muy inteligente, un experto en desvelar los motivos más profundos detrás de las simples palabras de los demás. También se tenía como muy capaz de enunciar oscuros subterfugios, opinión que era del todo contraria a la verdad.

– Eso harían, Claudia. Y, digo yo, dejemos que lo hagan. Por cierto, ¿alguna vez has visitado las ciudades griegas del sur?


Áquila, que una vez más montaba guardia delante de la tienda de Marcelo, se llevó la lanza al pecho en señal de saludo cuando el joven tribuno se acercó. El oficial podía examinarlo de arriba abajo sin problema, mientras que Áquila tenía que intentar examinar a Marcelo al tiempo que mantenía su estirada posición de centinela. Ambos eran más altos que la mayoría de la gente de su edad, pero ahí acababa el parecido, pues la piel oscura y el cabello negro del oficial contrastaba de forma notable con su propio color. Marcelo lo saludó con un movimiento de cabeza cuando se puso firme, añadiendo una sonrisa. Natural y sin afectación, no consiguió su propósito, pues el centinela la interpretó como un intento deliberado de subrayar el abismo que había entre los dos. Entonces el tribuno se detuvo y lo miró de arriba abajo y sus ojos se detuvieron en la cadena dorada que colgaba del cuello de Áquila y fue entonces cuando el inspeccionado lo reconoció.

De pronto estaba de vuelta delante de la villa de Barbino, cerca de los bosques, al otro lado de los cuales vivía con Fúlmina, el día que llegaron los leopardos. Mientras se ocupaba de vigilar el rebaño del senador, había visto llegar la jaula y había hablado con el hombre que había llevado aquellas bestias a la villa, unos animales elegantes y con manchas que se movían con una gracia que le admiraba y cuyos ojos nunca estaban quietos. Este cabrón estuvo presente e incluso entonces había cabreado a Áquila con su perfumada perfección: sus cabellos bien cuidados, su cuerpo limpio y perfumado con aceites, y sus ropas limpias. ¿Había sido este mierda o el propio Barbino quien lanzó a los leopardos contra las ovejas? Daba lo mismo, había acabado de forma sangrienta. Además, era un época que había quedado grabada en su memoria por otra razón: al día siguiente, cuando había ido a buscar a Sosia, el capataz de Barbino había experimentado un salvaje placer al decirle que ella se había marchado.

El amuleto quedaba escondido bajo su uniforme y era evidente que Marcelo Falerio se preguntaba qué colgaba de la cadena. La sangre de Áquila volvió a hervir por aquel examen cercano y, para él, insensible. Aún se resentía de los pensamientos que había tenido la noche anterior y el destello de enojo que sentía ahora era por tener que esperar delante de este oficial. Este hombre, cuyo padre había dado las órdenes que habían matado a Gadoric, podía hacer que lo azotaran a su antojo o darle órdenes que lo llevaran a una muerte segura, y no había nada que él pudiera hacer. Fabio, que marchaba a su lado al día siguiente y escuchó sus quejas, no veía a dónde quería llegar.

– Así está hecho el mundo, Áquila. Están ellos, que han nacido ricos, y después nosotros. Nada va a cambiar eso.

– Y yo seré legionario toda mi vida, mientras que algún día él comandará el ejército.

Fabio le dio un higo.

– Para eso lo criaron.

– Ni siquiera sabemos si sabe luchar -soltó su «tío», con los ojos fijos en la decorada coraza de la espalda de Marcelo.

– Yo creo que sí, Áquila.

Áquila pensaba que montar a caballo debía de ser más fácil que marchar a pie.

– Te cae bien, ¿verdad?

Fabio levantó su escudo sobre su cabeza para que el sol no le diera en el cuello.

– Claro que sí. Es educado, siempre saluda a los hombres con una sonrisa y no anda metiendo las narices en sitios que no le conciernen.

– Eso es porque no sabe que existen y esa sonrisa puede querer decir que es un imbécil. Se lo deja todo a Tulio.

Marcelo llevó su caballo a un lado de la carretera, desmontó y se quedó allí acariciando el cuello del animal mientras los hombres marchaban adelante. No pudo dejar de fijarse en el rostro que le miraba fijamente y no se sintió a gusto con el gesto, una mezcla de antipatía y desprecio casi pensado para obligarle a reaccionar. Le evitó la necesidad de hacerlo el soldado que marchaba junto al otro, que dio tal empujón al legionario de ojos azules que este tuvo que responder bruscamente para evitar una colisión.

– Mira al frente -dijo Fabio en un susurro. Habían adelantado al tribuno antes de que volviera a hablar-. ¿Qué pretendes hacer, ganarte una paliza?

– Intento ver de qué pasta está hecho.

– Está hecho de carne y sangre, Áquila, igual que tú y yo, y ya veremos su calidad la primera vez que nos metamos en una batalla de verdad.

Marcelo volvió a la fila al lado de Tulio, llevando a su caballo de las riendas.

– Dime, centurión, ¿qué opinas de esos hombres?

El centurión esperó un poco antes de responder, pues llevaba siendo soldado el tiempo suficiente como para sospechar que se trataba de una pregunta con trampa. Su lema era contar a sus superiores lo que querían oír, sin exagerar demasiado ni crearles sospechas, pero algo en los ojos de este joven tribuno le decía que no debía hacerlo. Aun así, un poco de fanfarronería no le haría ningún daño, un recordatorio de que, en este grupo de soldados, él era uno de los pocos que había estado en una batalla.

– Cuesta decirlo, honorable, pero no muchos de ellos han visto un combate antes. Y puesto que son novatos en esto de las campañas, me atrevería a decir que están aún un poco verdes.

Marcelo sonrió.

– No pareces un tipo que sea blando con ellos.

– Y no lo soy, señor, pero nunca se puede saber cómo es una legión estando dentro de Italia. La vida allí es demasiado fácil.

– Ya no estamos en Italia, estamos en la Galia.

Tulio miró primero el mar, azul y chispeante, y después las colinas, plagadas de campos y terrazas.

– Pero aún es un país manso, señor, es fácil saquear. Yo esperaría a que tengan que matar sólo para comer antes de confiar en su templanza.

Aquello hizo que Marcelo frunciera el ceño al recordar que el mayor atributo de su padre como soldado era su capacidad como intendente.

– Si les abastecemos de forma apropiada, no tendrán que hacerlo.

Tulio asintió, pero no dijo nada. No sería él quien le dijera que también él era un poco blando ni que lo consideraba un cabroncete engreído, que poco o nada sabía sobre la vida en el ejército.


El primus pilatus, Espurio Labenio, estaba sobre el terraplén, mirando hacia el norte, cuando Áquila subió para ponerse detrás de él. El hombre no se dio la vuelta, así que Áquila se acercó a él con la mirada fija en las lejanas montañas que iluminaba la luna. Quería hablar para preguntarle a aquel soldado condecorado acerca de su pasado y no era sólo la diferencia de rango entre ellos lo que lo detuvo. Fue que Labenio casi parecía perdido en una especie de oración silenciosa, pues se mantenía rígido y contenía su aliento a la fuerza. Por fin sus hombros se distendieron y una ráfaga de aire que salió de su nariz indicó que se había relajado. Habló entonces, con voz grave y triste.

– En esas montañas reposan los huesos de muchos legionarios -se volvió y miró a Áquila, fijando sus ojos en el cabello del joven, que había vuelto a crecer después del rapado que había soportado al alistarte-. No sólo allí, desde luego. Llevo en las legiones unos veinte años y a veces pienso que he enterrado más hombres que los que he dirigido en batalla.

Áquila se acordó de Didio Flaco; el hombre que lo llevó a Sicilia también había sido centurión, uno duro y lleno de cicatrices de batalla, aunque se había visto forzado a mendigar un trabajo a Casio Barbino cuando terminó su servicio. Tras veinte años de servicio a Roma, Didio Flaco sólo había ganado lo suficiente como para llevar una vida apretada, sin lujos ni una joven esposa que le calentara la cama, sólo más trabajo duro. Aunque había sido el destino lo que le había llevado a pasar por casa de Dabo en su viaje al sur, tras haber sido comandante de Clodio, fue él quien le habló a Áquila de la muerte de su padre adoptivo en Thralaxas.

A pesar de su ruda naturaleza, Flaco había sido bueno con Áquila, aunque ahora resultaba doloroso recordar la manera en que ignoró la verdad, cerrando sus ojos ante la crueldad infligida a los esclavos, a los que el viejo hacía trabajar hasta la muerte. Semejante ceguera había convertido aquello en una época feliz; matar a Toger de un lanzazo hizo que los otros, a los que Flaco había reclutado en las cloacas de Roma, le respetaran. Había pasado de ser un chico a ser un hombre, e incluso aquella chica, Foebe, había sido su concubina griega. ¿Qué habría sido de él si el día que Flaco y él cabalgaron hasta Messina para encontrarse con Casio Barbino no hubiera visto a Gadoric medio muerto en la cruz? Lo que vio fue la forma en que había muerto Flaco, víctima de los mismos esclavos a los que antes había tiranizado.

– ¿Y sólo eres centurión aún? -dijo Áquila, sin estar seguro de a quién se dirigía, al ex soldado que le había visto hacerse un hombre o este que estaba cerca de él, aún en servicio-. No es mucho para toda una vida de dedicación.

Cuando respondió, Labenio parecía sentir más resignación que enfado, aunque tenía derecho a esto último teniendo en cuenta que lo que el joven había dicho quebrantaba seriamente los límites de la disciplina.

– Hubo un tiempo en que habría azotado a cualquier hombre que se dirigiera a mí de esa manera.

Áquila se volvió y miró a aquel hombre maduro; la luz de la luna resaltaba las condecoraciones que cubrían la parte delantera de su coraza, así como el brazalete que llevaba. Labenio había ganado seis coronas cívicas, el segundo honor más alto de las legiones, que sólo se concedía a un soldado que hubiera salvado la vida de un ciudadano romano en batalla y hubiera mantenido su posición todo el día. A la luz también se apreciaba el brillo de lágrimas en sus viejos ojos.

– ¿Por qué ahora no?

– Quién sabe, puede que sea por la presencia de aquellas montañas y de las almas de los que han partido.

– ¿También hará que respondas a mi pregunta sobre tu rango?

Labenio lo miró de arriba abajo, y sus ojos se detuvieron en el amuleto de su cuello, que centelleaba a la luz de la luna sobre el fondo de su túnica de color rojo oscuro. Se preguntó si el muchacho sabía que su baratija había sido motivo de discusión entre los oficiales jóvenes.

– He estado observándote, Áquila Terencio.

– Me sorprende que conozcas mi nombre.

– ¡Que no te sorprenda! -replicó Labenio con un dejo de aspereza-. Me fijé en ti el día que te alistaste.

– ¿Por qué?

Labenio miró otra vez al norte.

– Luchábamos continuamente contra los celtas cuando yo tenía tu edad, les arrebatamos toda la llanura del norte y sometimos sus tribus a Roma.

– ¿Pero las montañas no?

– Hay tribus al norte que ven esas montañas como su defensa. Esos son diferentes, más altos y más fuertes, hombres que creen que el camino a la felicidad es morir en batalla, así que vienen al sur, a través de los pasos, con ayuda de los montañeses, para incendiar y destruir. Luché contra ellos con el padre del general, Aulo Cornelio, antes de que fuera cónsul.

– ¿Vencisteis?

– Tomamos los pasos de montaña, pero no creo que ganáramos, no contra esos hombres del norte. Creo que cuando tuvieron bastante simplemente se volvieron a casa.

– ¿Y yo te recuerdo a ellos?

– Supongo que no soy el primero que te lo hace saber -replicó Labenio, mirándolo otra vez-. Y eso que llevas al cuello no es romano. -Su voz asumió un tono diferente, más serio-. Pero no es sólo eso. Tan joven como eres, ya eres un luchador. Tienes cicatrices que sólo luce un hombre que ha sido soldado, aunque tienes la edad justa para estar en las legiones. ¿Dónde luchó alguien como tú, Áquila? Dices que eres de cerca de Aprilium. No, con un pelo como ese no. ¿Fue ahí arriba, hacia el norte, entre huesos de romanos muertos?

– No.

Su voz se volvió furiosa, pero también tenía un tono ofendido.

– Mis dos hijos están enterrados allí, Áquila Terencio, asesinados por hombres con el mismo aspecto que tú.

– Yo sólo me preguntaba por qué, con todas tus condecoraciones, no estás al mando de un ejército.

– Porque nací pobre, muchacho, por eso. Puede que mis hijos, si vivieran, hubieran tenido la suerte de ascender a una clase más alta.

– Me han contado que si ganas la corona cívica, los senadores patricios se ponen de pie en tu presencia.

– No les cuesta nada hacerlo, chico.

– Así que ser valiente te ha valido de poco. ¿Todavía tienes que ser elegido por votación?

– ¿Por qué preguntas tanto? -gruñó Labenio.

Áquila había estado pensando en aquello durante días, desde la llegada de Marcelo Falerio. Recordaba haber visto al primus pilatus saludando al nuevo tribuno con rígida formalidad. La imagen, sumada a la pregunta del viejo centurión, a la que había tenido que contestar, cristalizó por fin sus pensamientos e hizo que se diera cuenta de la verdadera fuente de su mal humor.

– No quiero acabar como un don nadie.

Aquellas palabras indignaron a Labenio.

– ¡Un don nadie!

– Miro a un tribuno como Marcelo Falerio, con la riqueza de su padre y su nombre famoso. ¿Por qué está él donde está y yo sólo soy un legionario? ¿Por qué él comandará ejércitos mientras que yo necesitaré su voto para dirigir cohortes?

– ¿Tan seguro estás de que alguna vez dirigirás a algún hombre?

La pregunta lo llevó de vuelta a Sicilia, al ejército que había ayudado a formar a Gadoric, a los esclavos fugados que había dirigido y las escaramuzas en las que había combatido contra su propia gente.

– Ya lo he hecho, Labenio. No te diré dónde, pero no fue en estas montañas, y volveré a hacerlo. Tú has ascendido por tu coraje, y aun así no es suficiente. Estaba esperando que me dijeras qué más se necesita.

– Eres un crío insolente, muchacho, y no mereces una respuesta.

Áquila señaló las montañas.

– ¿Qué les habrías dicho a tus hijos, Espurio Labenio, si te hubieran hecho la misma pregunta?

La cabeza del hombre bajó y en su voz había lágrimas otra vez.

– Les habría dicho que no basta con ser valiente, también has de tener suerte.

– ¿De qué manera? -preguntó Áquila, ignorando el dolor que había engendrado en los recuerdos de aquel hombre.

– El dinero ayuda, eso y alguien poderoso que te tenga en tan alta estima como para adoptarte.

Puso su mano en el hombro de Labenio, que temblaba ligeramente.

– Ya he sido adoptado una vez. Eso ya es bastante para cualquiera.

Áquila no vio la cuerda, pero la oyó pasar silbando junto a su oreja y vio el efecto cuando esta pasó por encima de la cabeza de Labenio. El viejo centurión cayó hacia delante mientras la soga se tensaba, apretando su coraza contra las afiladas estacas de la parte baja del terraplén y Áquila desenvainó su espada en un segundo. Podía ver las figuras imprecisas, cada una de ellas con una cuerda enganchada en las estacas, trepando para atacar, pero las ignoró. El poderoso grito que usó para dar la alarma pareció reforzar el brazo que esgrimía la espada cuando el arma cayó, cortando la cuerda que sujetaba el cuello del centurión. El grito alertó a los guardias, pero sirvió de muy poca ayuda para los dos. Usando pieles de animal para evitar las afiladas estacas, sus enemigos estaban subiendo a los terraplenes. Áquila levantó a Labenio y le dio la vuelta; después giró él justo a tiempo para esquivar la estocada que le lanzó uno de los celtas. El primus pilatus y él permanecieron espalda contra espalda, defendiendo ellos solos el terraplén durante lo que les parecieron años.


– Fue sólo cuestión de suerte que estuviéramos allí -dijo Labenio.

Llevaba el brazo en cabestrillo desde que, mareado y aturdido, había recibido un lanzazo en el hombro izquierdo antes de que pudiera desenvainar su espada. Quinto, que tendría que haber sentido curiosidad sobre la razón por la que el centurión estaba sólo en los terraplenes con un joven recluta, era demasiado listo como para hacer ese tipo de preguntas. Se volvió hacia Áquila, que permanecía apartado y firme. Como el primus pilatus, no llevaba su coraza, y el águila dorada brillaba sobre la pechera de su túnica.

– ¡Deberías haberlos visto! -le espetó.

Áquila no estaba asustado ni sobrecogido, aunque antes nunca había estado en la tienda de mando ni había intercambiado otra cosa que fuera un saludo con su general. Lo normal era que en aquel ambiente los soldados, al ser convocados para informar, se quedaran mudos, pero su voz sonó firme cuando respondió.

– Los hubiéramos visto si se hubieran acercado mientras estábamos allí de pie. La luna estaba bien arriba.

– ¿Qué estás diciendo?

– Digo que aprovecharon que antes, de noche, estaba nublado para avanzar su posición. Se cubrieron con pellejos de animales y se escondieron en el foso hasta que llegó el momento de atacar.

– ¿Y cómo supieron que había llegado el momento?

– Hay formas de saberlo, mi general.

A Quinto no le gustó aquel tono insolente, eso estaba claro. Miró a Áquila de arriba abajo, mientras el águila relumbrante atraía inexorablemente sus ojos, con un gesto que parecía exigir una explicación sobre por qué aquel tipo, un simple recluta, llevaba al cuello algo tan valioso. Aunque gracias a su acción aquel joven le había evitado un buen número de bajas, pues aquellos celtas habrían causado estragos entre sus hombres, profundamente dormidos en sus tiendas. Aun así, había perdido a varios de los soldados poco armados a los que se había asignado la tarea de montar guardia en las murallas.

– Le debo la vida a Áquila, mi general -dijo Labenio, que había visto el gesto de Quinto en sus ojos. Conocía al general desde que este había sido un joven tribuno, por lo que se sentía libre para hablar sin que fuese su turno-. Y no soy el único.

El cónsul se volvió hacia el viejo centurión, excluyendo de golpe a Áquila de la conversación.

– ¿Cuántos de ellos había?

– Pregúntale al muchacho -replicó Labenio tranquilamente-. Él vio más que yo.

Áquila no intervino, sino que esperó a que Quinto se diera la vuelta para mirarlo a la cara.

¿Y bien?

– Más de diez, pero menos de veinte.

– No es muy preciso que digamos.

– Tenemos diez cuerpos, mi general. En mi opinión, más de veinte hombres no podrían haberse escondido con el tiempo de que disponían.

Quinto explotó.

– ¡En tu opinión! ¿Qué te hace pensar que me interesa?

La respuesta que le dio Áquila se extendió por los alrededores, haciendo que muchos movieran sus cabezas y se hicieran más de una pregunta sobre cómo habría evitado que lo torturaran en la rueda por semejante insolencia.

– Soy igual que tú, Quinto Cornelio. Te doy una opinión como simple ciudadano de la República.

De haberse dado la vuelta, habría visto la mirada de su tribuno, mezcla de sobresalto e ira.


– Así que no hay corona cívica para ti, «tío» -dijo Fabio en son de burla-. Eres incapaz de cerrar la boca, ese es tu problema. Pues que eso te sirva de lección. Si vas a salvar la vida a un romano, que sea a la luz del día.

De haber visto que Labenio se acercaba habría cerrado la boca, pero no lo había visto, aunque Áquila sí, así que frunció el ceño de tal forma que convenció a Fabio de que sus pullas le habían herido, lo que animó a su «sobrino» para seguir.

– No te preocupes, Áquila. Puedes llevarme contigo la próxima vez. Lo que necesitas en esas ocasiones es un testigo honrado. Ellos son todos iguales.

– ¿Quiénes? -preguntó Áquila con malicia.

Fabio puso sus brazos en jarras y se inclinó hacia delante para enfatizar sus palabras.

– Los centuriones. Salvas la vida del viejo Labenio y, ¿qué es lo que consigues por tu esfuerzo? Una bronca del general, y después poco más de un simple sestercio del viejo adefesio, y él todo adornado de oro.

La bota herrada de Labenio golpeó a Fabio por detrás y Áquila se echó a un lado, por lo que su «sobrino» cayó de bruces al suelo.

– Solo me estaba diciendo que tuviera cuidado con mi boca -dijo, sonriendo al caído Fabio, cuya boca había quedado abierta en una queja silenciosa.

También Labenio miró a su víctima sin simpatía, pero sus palabras claramente iban dirigidas a Áquila.

– El general quiere verte.

Aquello borró la sonrisa del rostro del joven.

– ¿Por qué?

– No te preocupes, no es para azotarte, que es lo que habría sucedido en años mozos. Estos de ahora no les llegan a la altura de los zapatos a sus padres. No conocen el significado de la palabra disciplina.

Fabio se puso en pie lentamente, frotándose su dolorida espalda.

– Solo estaba bromeando, Espurio Labenio.

– ¿Sí? -espetó el centurión, dejando así claro que no le había hecho ninguna gracia-. ¿Sabes qué pasa, capullo? Que me he pasado media mañana intentando que nuestro noble general cumpla con su obligación -se volvió hacia Áquila-. Y no me he hecho ningún favor en el proceso, porque lo que menos le gusta a Quinto Cornelio es que le cuenten lo que habría hecho su papá.


Si Quinto aún estaba enfadado, lo ocultó bastante bien. Marcelo estaba presente al ser el tribuno que estaba al mando de su sección del ejército, pero se quedó apartado a un lado y no tomó parte en el acto.

– Áquila Terencio, he escuchado a Espurio Labenio y no cabe duda de que, con tus actos, salvaste la vida a un ciudadano romano. -Hizo énfasis en las dos últimas palabras, como para remarcar que no había olvidado la manera en que Áquila las había usado-. Mi decisión es concederte una hasta purae en el desfile de la mañana. Por favor, preséntate con tu tribuno delante de mi tienda a la hora convenida. Puedes retirarte.

Al salir de la tienda, Labenio lo maldijo.

– ¿Una lanza de punta de plata? Tendrías una corona cívica si hubieras cerrado la boca.

Áquila estaba complacido, pese a su falta de respeto por los oficiales, pero habló en voz baja, pues no quería que quienes estaban en la tienda lo oyesen.

– No te preocupes, Labenio. No será tan difícil que concedan las coronas cívicas. Al fin y al cabo, tú tienes seis.

– Te partiría la cara si no me hubieras salvado la vida. -No había acritud en aquellas palabras, más bien una cordialidad que Áquila no había oído desde que Clodio se fue de casa. El viejo centurión levantó su antebrazo-. Dame tu brazo.

Así lo hizo Áquila, y puso su mano justo bajo el codo de Labenio. El centurión lo agarró a él de la misma manera.

– Seis hombres me hicieron esto a mí. Me siento orgulloso de saludarte de la misma manera, incluso aunque tu general no lo haya hecho. Áquila Terencio, te debo la vida. Tienes derecho a pedirme cualquier cosa que quieras.

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