Capítulo Ocho

Cholón se enjugó la frente con las manos, mientras fuera, aunque no llovía, el retumbar de los truenos sacudía el cielo. La atmósfera ya era lo bastante opresiva sin la perspectiva de la inminente reunión. Tito y él esperaban a una delegación de los equites, un grupo que estaba en constante liza con el Senado por la división de poderes. En realidad, el problema era la falta de división: el Senado los acaparaba todos, denegando a las otras clases el derecho a sentarse durante los juicios en los tribunales, y se oponían de la misma manera a compartir la concesión de la ciudadanía romana con sus aliados. Los pueblos de Italia podían proporcionar tropas para que murieran por el Imperio, podían ayudar a alimentar a la creciente bestia que era Roma, pero tenían pocos derechos, si es que tenían alguno, y el hombre que había luchado para mantener así las cosas era el difunto Lucio Falerio Nerva. Ahora que había desaparecido, había una oportunidad, mientras sus sucesores fuesen débiles, de buscar reparación.

– Me temo que estoy desarrollando cierto talento para las intrigas -dijo.

Tito era consciente, igual que Cholón, de que el griego sólo era el mensajero, aunque se necesitaba a un hombre ducho en el arte de la mensajería para jugar aquel juego, para engatusar a gente recelosa y que así tratara con aquellos a los que creía sus enemigos, y además cedía su apartamento para aquel propósito. La presencia de unos caballeros allí no provocaría rumores; la única persona que tenía que andar con cuidado para no ser visto era el propio Tito, aunque aquellos con los que habían decidido encontrarse llegaran en apariencia dispuestos a levantar sospechas. En vez de hacer un acercamiento ruidoso, al estilo de unos hombres que visitan a un viejo amigo, se aproximaron al apartamento de Cholón en silencio, animándose unos a otros con susurros. Incluso la forma en que llamaron a la puerta olía a conspiración: un suave golpeteo en vez de un martilleo confiado. Cholón abrió la puerta rápidamente y los reunió a todos en el interior.

Eran tres hombres muy diferentes, como si se hubieran propuesto encontrar un perfil de los de su clase. Uno, Casio Laterno, era alto y delgado; el segundo, Marco Filator, tenía la cara y el cuerpo redondos, como si fuera una bola humana. El tercero era el más importante, aunque su aspecto era el menos imponente. Fronto era pequeño y enjuto, más parecido a un chico que a un hombre adulto, pero bastaba con mirar sus ojos para ver la fuerza de su carácter. Se colocaron las sillas, se sirvió el vino y se intercambiaron las preguntas generales que preceden cualquier encuentro, sobre amigos de la familia, esposas, hijos y el estado de las finanzas de la República. Se conocían todos muy bien; puede que Roma fuese una bulliciosa metrópolis asentada en el centro de un enorme Imperio, pero las personas que la dirigían eran escasas en número, tendían a vivir cerca unas de otras y, por causa de sus ingresos, compartían gustos similares en cuanto a entretenimiento. No había ningún hombre en la habitación con el que Tito no hubiera apostado en una u otra ocasión, él a favor de un equipo de carros mientras que los otros apostaban por otro. Pero el juego era una cosa y la política otra.

– Entiendo que habéis discutido mis propuestas, ¿verdad? -preguntó Tito, centrando la reunión de manera formal en su verdadero propósito.

Los otros dos miraron a Fronto para que hablara. Él, que parecía un enano al lado de Tito, negó lentamente con la cabeza.

– Aún no hay nada decidido.

Cholón interrumpió, pues él había mantenido las primeras reuniones con aquellos hombres, intentando animarlos para que entraran en razón.

– Pero veis a dónde quiere llegar Tito Cornelio.

– Para hombres que no tienen nada es difícil aceptar que sólo pueden exigir un poquito.

Aquella era una declaración un tanto deshonesta; los tres hombres eran muy poderosos, especialmente en la asamblea constituyente. Los tres habían conspirado para aumentar ese poder para chocar de frente con los privilegios del Senado -unos hombres que eran mucho más ricos y que tenían la determinación de mantener las cosas como estaban.

– Os tendréis que sentar en el tribunal y juzgar el comportamiento de los senadores.

– ¿Sin una clara mayoría?

– A modo de cuña, Fronto -replicó Cholón.

– Sí, ya sé. Ya has empleado antes esa expresión, pero ¿para quién es la cuña? -Se giró hacia Tito, y su expresión se hacía evidente en su gesto-. Algunos de nosotros sentimos que nos están utilizando.

– ¿Y tú eres uno de ellos? -preguntó Tito con dureza.

Fronto no se alarmó ni por su altura ni por sus ademanes amenazantes.

– Te aseguro que soy uno de ellos.

– Pues es mejor así -dijo Tito-. Si piensas que hago esto por amor a la clase de los caballeros, estás equivocado.

El gesto dolorido de Cholón hablaba por sí sólo, ya que les había pintado cuidadosamente la imagen de un noble senador al que sólo movían a actuar razones de puro altruismo.

– Lo que Tito Cornelio quiere decir es que…

Fronto interrumpió con la mano levantada.

– Sé lo que quiere decir…

– Entonces, ¿qué quieres conseguir? -preguntó Marco Filator, con su fofo rostro bamboleándose mientras hablaba.

– Justicia.

Incluso Cholón, que había oído las palabras anteriores de su amigo, levantó las cejas ante aquella respuesta. Tito acababa de usar la palabra de la que más se abusaba en Roma: todo charlatán del Senado se levantaba sobre sus patas traseras y exigía «justicia» cuando lo que en realidad quería decir era que deseaba que lo dejaran en paz para continuar con sus robos.

– Quiero que se lleve a juicio a Vegecio Flámino por lo que le ocurrió a mi padre. Abandonó a propósito a mi padre y a sus hombres en Thralaxas.

– Justicia personal, ¿o se trata de venganza? -preguntó Laterno.

– Llámalo venganza si lo deseas -replicó Tito ignorando los movimientos de cabeza de Cholón-. También me gustaría que el Senado fuese más responsable con el pueblo, pero no tengo motivos para ver por qué deberíais creerlo. Y tengo un sentido claro de cuál es mi lugar en el mundo. Los Cornelios somos patricios. No tengo ningún deseo, por ejemplo, de que se me cuente entre los populares.

– ¿Y la reforma agraria? -preguntó Filator.

– No es posible y, a mi entender, su beneficio sería cuestionable.

– ¿Así que no apoyarás una ley que dé tierra a los pobres?

– Lo haría si alguien pudiera garantizarme que no se la comprarían quienes tienen dinero.

Tito sonrió para quitar hierro a sus palabras, pero el mensaje fue tajante para todos. Les estaba diciendo a la cara, si es que no se había permitido ser un hipócrita, que tampoco ellos podían hacerlo. Muchos de los equites, incluidos ellos tres, poseían recursos financieros como para presentarse al Senado. Haría falta algo para persuadir al censor para que los admitiera en el rollo e insistiría en que se olvidasen de algunas de sus operaciones más lucrativas, pero si lo deseaban tanto podía hacerse. Si decidían no hacerlo, sólo podía ser por una razón: preferían ser peces gordos en el estanque de los caballeros que alevines en otro sitio. La lucha por el poder no era cuestión de dinero; era cuestión de qué personalidades llevaban las riendas del gobierno.

Los tres caballeros intercambiaron miradas preocupadas. Dejaron que fuera Fronto quien hablase.

– Mi punto de vista es que deberíamos aceptar lo que ofreces.

– ¡Bien! -dijo Tito.

– No he terminado. Has supuesto de forma bastante apropiada que el momento es el adecuado, pues tu hermano está fuera y Lucio Falerio acaba de morir. También tienes razón cuando dices que podemos poner en escena senadores dispuestos a presentar y secundar esos cambios -Fronto se detuvo un momento, dejando que aquellas palabras hicieran su efecto-. Pero lo que no has llegado a apreciar es la igualada que estaría la votación.

– Tú mismo me diste a entender que habíamos amañado una mayoría -dijo Cholón, el miembro más reciente de la clase de los caballeros.

– Lo que dice la gente no siempre está en consonancia con lo que hace. Ningún voto es seguro hasta que se ha depositado.

Tito miró a los ojos de Fronto fijamente. El hombrecito le sonrió, aunque sirvió de poco para quitarle acritud a sus palabras.

– Pero si justo antes de que se cierre el debate el muy noble Tito Cornelio fuese a hablar a favor de la moción, en la cámara algunos tendrían la impresión de que cuenta con el apoyo secreto de tu hermano.

– Me estás pidiendo mi suicidio político -dijo Tito enfadado-. Quinto nunca me lo perdonará.

Los ojos del hombrecito se mantuvieron fijos en los de Tito, al tiempo que esbozaba una sonrisa malvada.

– Incluso podrías añadir una última enmienda, otorgando la elección de todos los miembros del jurado a los caballeros o, al menos, dándonos la mayoría. Tienes que decidir, Tito Cornelio, con cuánta fuerza deseas vengar a tu padre.


Para Quinto y sus legiones, el resto de la marcha hasta Massilia transcurrió con tranquilidad. Embarcaron en sus transportes, proporcionados por el gobierno de la ciudad griega situada en la desembocadura del Ródano, y zarparon rumbo a la costa de Hispania. Marcelo era dichosamente feliz, pues amaba el mar: el olor a limpio, el viento fresco y el sonido de los remos de la galera que se sumergían en las profundas aguas azules. Cuando no estaba obligado a cumplir su turno como remero, Fabio pasaba el tiempo pescando y después le ofrecía los pescados, sin espinas y crudos, a su mareado «tío», lo que hacía que su rostro se pusiera de un verde aún más oscuro.

Áquila había estado enfermo desde el mismo momento en que había subido a bordo. Las alusiones románticas a un mar oscuro como el vino no produjeron más que débiles maldiciones, y eso sólo cuando el tiempo era clemente. Maldijo a Neptuno y todas sus obras, luego se retractó por la insistencia de sus compañeros de padecimientos, que temían que el dios de las aguas desencadenara una tormenta a modo de revancha. La flota siguió adelante, sin perder nunca de vista la tierra, hasta que llegaron a Emphorae, justo al sur de los Pirineos, que se asentaba en el extremo de la primera de las provincias romanas en la Península, Hispania Citerior, una franja de valiosa tierra que recorría toda la costa del este.

Quinto, que no podía asumir su mando sin sus tropas, tenía mucha prisa por que desembarcaran. Se enviaron mensajeros a Servio Cepio para comunicarle que ya había sido reemplazado y debía prepararse para ceder el control de todos sus soldados al comandante recién llegado. Tampoco podía permitirse estar demasiado lejos de Roma: una razón más para darse prisa; si pretendía hacer alguna fortuna en Hispania, y alcanzar, si era posible, algo de gloria, tenía poco tiempo para conseguirlo, así que eludió la ceremonia formal del traspaso de poderes y dio la orden de que estuvieran listos para marchar desde la costa hacia el interior.

A Servio se le permitió una breve entrevista para poner al día a Quinto sobre la situación, antes de embarcarlo sin ceremonias en un barco para que volviera a casa. Después Quinto salió a galope para alcanzar a sus tropas. La legión que había entrado en combate marchaba en otra dirección por una ruta diferente y Quinto no tenía intención de que sus fuerzas se mezclaran. Las tropas que ya llevaban un tiempo en Hispania solían tener la moral baja; el país era difícil, los nativos, astutos y fieros, al tiempo que la guerra parecía interminable. Eligió a varios tribunos, incluido Marcelo, y les encargó la nada envidiable tarea de intentar recomponer con aquellas legiones rotas una fuerza de combate razonable. Y puesto que albergaba el deseo de desinflar la vanidad de Marcelo, Quinto obtuvo un gran placer al decirle que sería enviado a un puesto que estaría muy lejos de cualquier oportunidad de gloria. Sin duda su voz sonaba melosa por su insincera preocupación.

– ¿En quién más puedo confiar? Sé que eres tan decidido como tu padre. Y no temas, tendrás tu oportunidad de entrar en batalla, Marcelo Falerio, en cuanto vuelvas a poner a esos hombres en forma.

No fue el joven el único que pensó que aquello era mentira, al sospechar que Quinto se haría con todos los hombres a los que él entrenara en calidad de refuerzos. Había prometido que Marcelo se uniría a él en su primer mandato consular y había cumplido aquella promesa, pero Quinto no tenía intenciones de proporcionar a Marcelo una oportunidad para destacar.


Quinto Cornelio era un buen general, pero como la mayoría de los hombres de su edad era un avaricioso, y siempre estaba la cuestión del tiempo, o la falta de este, para hacer que pareciese que sus disposiciones militares tenían algún sentido. Servio Cepio le había comunicado hasta la última información que tenía sobre Breno, dejando al nuevo gobernador sin ninguna duda sobre la influencia de aquel hombre en las tribus de la frontera. Era como un cáncer en el corazón de la resistencia celtíbera y continuaría así hasta que fuera extirpado, pero además estaba muy lejos y en una posición inexpugnable. Se podía dedicar tiempo a los otros fuertes más cercanos a las colinas, pero Quinto no quería un largo asedio: quería oro, plata, esclavos y suficientes muertos en el campo de batalla, y todo en el periodo de su año consular; después podría regresar a Roma para emprender la auténtica lucha: estampar su hegemonía sobre el suelo del Senado.

Hizo un ajuste inmediato a las tácticas estándar; normalmente los romanos operaban en grandes unidades, pues era esta la forma en que su fuerza se estructuraba. La caballería, que se empleaba como pantalla protectora, acomodaba su paso al de la infantería. Aquello entorpecía necesariamente la movilidad general, y puesto que las tribus ponían mucha precaución en que no las sorprendieran en grandes grupos, las batallas de cualquier tamaño eran escasas. Las legiones marchaban en una y en otra dirección, y su presencia amenazante aseguraba que no tendrían lugar incursiones mayores, garantizando con su paso de tortuga un nivel continuo de bajas en las tribus, pero sin poder someter a sus oponentes de ninguna manera significativa.

Las prisas, unidas a su ambición, forzaron a Quinto a emplear un método radicalmente diferente. Marchó con sus hombres alejándose de las bases establecidas y eligió un lugar que estaba en el extremo de tres valles que conducían todos al interior. Tras construir un fuerte campamento base, dividió las legiones en cuatro grupos, manteniendo las legiones auxiliares, cuatro mil hombres, más la mayoría de la caballería bajo su mando personal. Los demás formaron tres triples cohortes. Cada comandante dirigía una fuerza de ataque de mil hombres, con las órdenes de imitar a sus oponentes tanto como fuera posible: luchar, incendiar, robar y retirarse. Las tribus aliadas, aquellas de la frontera que mantenían tratados con Roma, fueron obligadas por la fuerza a revelar lo que supieran sobre sus compatriotas celtas, dotando así al nuevo gobernador de un contundente servicio de inteligencia.

Expertos en emboscadas, los nativos siempre contraatacaban tendiendo trampas para atraer a las tropas romanas y atacando después en bloque para intentar aniquilarlos. A la cabeza de su reserva móvil y con un buen sistema de comunicaciones para apoyarlos, Quinto Cornelio caía entonces sobre su retaguardia, matando a cientos de hombres y capturando a miles. Después podía peinarse el campo en busca de mujeres y niños, que serían embarcados, como sus hombres, hacia los mercados de esclavos del Imperio.

Pero al final, el éxito significaba que los objetivos disponibles enseguida disminuían. Quinto tenía que enviar sus cohortes cada vez más lejos. Áquila y Fabio marchaban y se replegaban, luchaban cuando se les ordenaba y se quejaban sin cesar como los verdaderos legionarios en que se habían convertido. Y Tulio podía al menos enorgullecerse por tener razón: casi sin esfuerzo, Áquila había asumido una posición de autoridad entre sus hombres y hablaba en nombre de ellos, lo que a menudo le evitaba a él tener que tomar decisiones, dándoles sabios consejos sobre la mejor manera de luchar sin bajas.

Y todo el tiempo Quinto recibía buena información sobre su principal oponente, el hombre cuyos esfuerzos y subversión mantenían la guerra en marcha.


Breno casi no podía contener su decepción: había llegado otro gobernador romano y rehusaba la oportunidad de atacar Numancia. Ahora se daba cuenta de que había hecho su fuerte de las colinas demasiado sólido; tenía una reputación tan temible que ningún romano quería arriesgarse a fracasar intentando tomarlo. Peor que eso, sus tácticas actuales estaban produciendo resultados y algunas de las tribus en las que había confiado, a fuerza de puro agotamiento, se pasaban al bando de los romanos para convertirse en aliadas, que podían vivir en paz, engordar con sus cosechas y ver a sus hijos llegar a la edad adulta.

No entendía a los romanos, y no había nadie con suficiente conocimiento, sumado a una fuerte personalidad, para decirle dónde se estaba equivocando. Para un hombre con poder absoluto, que tomaba decisiones por sí mismo sin consultar a nadie, la manera fragmentaria en que sus enemigos se ocupaban de los asuntos de estado resultaba desconcertante. No podía comprender que estaba lidiando con un monstruo con cabezas de hidra, con tentáculos que prosperaban mediante una guerra inacabada, y no veía beneficios en una victoria indiscutible. Para él la solución era evidente: se emplearía todo el poder de Roma para someterlo. No podía entender que la destreza para concentrar aquel poder no existía, que siempre había voces en el suelo del Senado que aconsejaban actuar con precaución. Muy raras veces era la seguridad del Imperio su motivación principal: los celos, la oportunidad de sacar provecho personal o incluso la perspectiva de una gloria futura animaban más corazones que el sentido común.

Terco por naturaleza, Breno se ceñía a su objetivo con poca alteración de su idea fundamental. Hostigaría a los romanos hasta que vieran, sin lugar a dudas, que tendrían que destruir Numancia y a él también; los atraería a una batalla en la que, con todas las tribus reunidas para combatirlos y alejados de sus bases, perderían; después usaría esa victoria para favorecer sus propios fines.

Una de las cosas que más corrompen del poder es que pocos se atreven a decir la verdad a quien posee tal supremacía. En vez de hacerlo, le halagan, así que cuando Breno exponía sus planes, una y otra vez, nadie estaba dispuesto a decirle que se estaba haciendo demasiado viejo, que la experiencia debería indicarle que se equivocaba y que su oponente, Quinto Cornelio, avanzaba lentamente, pero con seguridad, con su novedosa táctica de aislar una tribu tras otra y pacificar la zona fronteriza.

No trató el asunto pertinente convocando primero una asamblea tribal, sino que mandó llamar a Costeti, el líder de la belicosa aunque voluble tribu de los avericios. Aunque establecidos cerca de la tierra que controlaban los romanos, gracias a la naturaleza escabrosa del terreno y a sus robustos ponis, tenían la posibilidad de hacer incursiones sin demasiadas amenazas de castigo. Pero Costeti tenía otro problema: satisfacer a sus guerreros más jóvenes, que tenían ansias de entrar en combate, incitados por las alusiones de Breno tanto como a su espíritu marcial.

Breno sabía que tenía que detener la hemorragia de tribus que firmaban la paz y la mejor forma de conseguirlo era mostrarles algo: que para ellos era igual el peligro proveniente de una Roma que les solicitaba su amistad como el de la enemistad declarada de ese estado. El plan que había desarrollado contaba con la ventaja añadida de que, al mismo tiempo, infligiría una sonada derrota a una de las columnas de Quinto, que estaría desplegada a su puerta, demostrando así, una vez más, dónde estaba la resolución del conflicto.

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