Capítulo Diecinueve

– ¿Por qué yo? -preguntó Fabio por enésima vez, con aquella expresión sincera de agonía que podía asumir a voluntad.

Era una letanía a la que Áquila ya se había acostumbrado, pero sabía que su «sobrino» habría matado a cualquiera que intentara acompañar al cuestor en su lugar. Era parte de la forma en que Fabio fingía ser un cobarde empedernido, igual que se reservaba el derecho de robar la comida y el vino de los oficiales; y si hubiera dejado de lamentarse, Áquila se habría preocupado seriamente.

– ¿Y qué hago yo aquí fuera, en compañía de un loco en ropa interior y sin ni siquiera un alfiler para protegerme? Ni una espada, ni una lanza, ¡nada! Bien, pues yo te lo diré, «tío»: si esos salvajes se me acercan un pizca, antes de que me claven un arma, me levantaré el sayo y les regalaré un buen vistazo de mi culo pelado.

– ¿Y eso podría hacer que te dejaran con vida?

Fabio hizo una mueca.

– Me pregunto si en realidad no será un destino peor que la muerte.

Áquila levantó su mano despacio.

– Pues ya es hora de que lo descubras.

Fabio siguió su dedo para ver que el risco que tenían enfrente estaba lleno de jinetes, que habían aparecido como por arte de magia.

– ¿Tenemos alguna oportunidad? -preguntó. No se notaba miedo en su voz, pero tampoco estaba bromeando.

– Si cargan, ninguna. Si permanecen quietos, las mismas.

Áquila levantó sus manos, sujetándose al caballo con las rodillas. Fabio hizo lo mismo, mientras rogaba en silencio que aquellos celtíberos se dieran cuenta de que Áquila venía en son de paz. El único sonido era el de los cascos de sus caballos al subir lentamente colina arriba. El cabecilla de los que estaban delante de ellos era un hombre fácil de distinguir; todo lo que llevaba, desde su casco decorado con oro hasta la plata y el oro que cubrían su escudo y su coraza, así como las grebas de metal, ricamente decoradas, hablaban de su elevada posición. Pero incluso a esa distancia podían ver que era bastante anciano.

El cuestor del ejército romano no parecía importante en comparación, pues sólo vestía un sencillo sayo ribeteado de púrpura, sin más decoración que un águila de oro que llevaba al cuello; sin armas ni casco. La distancia iba disminuyendo y el cabecilla, rodeado por sus hombres, sabía que no corría ningún riesgo, sabía que podría matar a aquellos mensajeros antes o después de hablar con ellos, consciente de que la prudencia le exigía escuchar lo que estos le dijeran. El arrugado rostro estaba impertérrito, como si no tuviese intención de conceder nada, pero según se acercaba Áquila, aquello cambió y no fue sólo el rostro del jefe el que se alteró. Otros hombres murmuraban y señalaban, levantado un ruidoso parloteo.

– Ese pelo rojo tuyo va a conseguir que nos maten -dijo Fabio por la comisura de la boca.

– Puede que tengas razón -replicó su tío.

El cabecilla levantó su lanza engalanada, con el reflejo del sol en el brazalete de oro que llevaba en el brazo, y su grito gutural acalló el ruido, que cesó de golpe; entonces, volvió a hablar, esta vez tranquilamente. Después avanzó cabalgando con un sólo guerrero a cada lado. Áquila hizo un alto y esperó a que se acercara.

– Por los dioses que es un cabrón feísimo -dijo Fabio en voz baja-. Hagas lo que hagas, no le preguntes si tiene una hermana.

Tenía la piel oscura y unas marcas negras en el rostro para resaltar sus ojos. Se detuvieron a un par de pasos, mirándose unos a otros durante lo que pareció un siglo. Entonces, Áquila habló y el rostro del cabecilla reflejó un profundo sobresalto al ver que se dirigía a él en su propia lengua alguien del que pensaba que era romano, raza que si accedía a hablar contigo, lo hacía en latín y usando intérpretes.

– Soy Áquila Terencio, cuestor de Tito Cornelio, comandante del ejército romano que asedia Numancia.

Nadie dijo nada durante unos instantes, excepto, por supuesto, Fabio, para quien un silencio sostenido era anatema.

– ¡Menuda panda de charlatanes!

Áquila lo ignoró y empezó a hablar otra vez en lengua celta, remarcando qué era lo que iban a hacer y cómo pretendían hacerlo los romanos.

– Somos fuertes y construiremos fuertes que no podréis atacar sin daño. Numancia quedará aislada, después traeremos comida por una auténtica carretera romana, si es necesario, con una escolta demasiado fuerte como para que ataquéis.

– No existe una escolta tan fuerte -fue lo primero que dijo el cabecilla.

Los ojos de Áquila nunca parpadeaban, como tampoco se alteraba su voz.

– Si nos atacáis, no necesitaremos columnas de abastecimiento: simplemente vendremos y os sacaremos la comida de la boca.

El jefe bajó su lanza, adelantándola al mismo tiempo. Para Áquila fue difícil quedarse quieto mientras la lanza se aproximaba a él, pero así lo hizo. La punta se detuvo justo bajo su cuello, después se levantó de forma que enganchó el amuleto dorado, haciendo que el águila oscilara adelante y atrás sobre la pechera de su sayo.

– ¿Ya habéis tomado Numancia?

La pregunta sorprendió a Áquila, y por primera vez parpadeó.

– Aún no, pero lo haremos. Si nos atacáis, les dejaremos en paz e iremos a por tu tribu y os destruiremos.

– ¿Entonces tenemos que dejar que matéis a nuestros primos de Numancia?

– ¿Y por qué no? ¿De verdad sois amigos suyos? Habéis pasado años viendo cómo crecían y robaban un poco de tierra aquí y algo más allí, hasta que habéis tenido que doblar la rodilla ante ellos. ¿Vais a dejar que os conviertan en pedigüeños mientras ellos aumentan sus riquezas? -El rostro que tenía enfrente seguía sin mostrar ninguna expresión, igual que los ojos que subieron de su pecho a su rostro, así que Áquila siguió hablando-. Haceos esta pregunta: si estáis dispuestos a venir a ayudar a los duncanes, ¿qué harán ellos si os atacamos? ¿Sufriréis el mismo destino que los avericios, que miraban en vano hacia el oeste? Breno dejó que muriesen, y antes miraría vuestros huesos blanqueándose antes de aventurarse fuera de su bastión. Él habla de alianzas cuando lo que quiere decir es esto: vosotros moriréis a mi mayor gloria.

La punta de la lanza volvió a moverse, haciendo oscilar una vez más el amuleto.

– De verdad te gustaría saberlo.

– ¿A quién me estoy dirigiendo? -preguntó Áquila.

– A Masugori.

– ¿Jefe de los bregones?

El hombre asintió y la punta de la lanza volvió a mover el águila.

– Esta cosa, ¿cómo la conseguiste?

Le habían hecho aquella pregunta muchas veces, y normalmente decidía no contestar; de hecho, incluso había inventado alguna mentira para desviar la curiosidad o, al menos, permitir a los otros que sacaran las conclusiones que él prefería no refutar. Pero algo le decía que la verdad, en esta ocasión, le haría mejor servicio.

– Lo enrollaron en mi pie cuando nací. De dónde proviene originalmente, no lo sé.

Masugori hizo avanzar un poco a su caballo y tocó el águila; después miró a Áquila, con su altura y su cabello de oro rojizo. Por fin, tiró de sus riendas haciendo dar la vuelta a su caballo.

– ¡Seguidme!


Los bregones eran una de las pocas tribus que nunca habían construido una fortificación. Aquello se debía, en parte, a la paz que una vez habían compartido con Roma, pero también tenía algo que ver con una fuerza numérica que les hacía menos temerosos que sus vecinos. El inmenso campamento -que era, más bien, una ciudad-, llamado Lutia, se asentaba en un fértil llano, con chozas que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Áquila intentó contarlas para así calcular el número de guerreros, pero abandonó después de un rato, consciente de que llegaban a varios miles. Masugori despachó a Fabio con otra persona para que estuviera entretenido, llevó a Áquila a su propia choza y después mandó buscar a sus sacerdotes.

Estos llegaron y estudiaron a Áquila con atención, palpando su cuerpo y sus cabellos. Él se negó a quitarse el amuleto, temiendo que no se lo devolvieran, pero lo levantó para que los sacerdotes pudieran tocarlo. Después el grupo salió al exterior, para que los sacerdotes pudieran obrar su magia, lanzando sus huesos de una forma muy parecida a como la vieja hechicera Drisia lo había hecho durante todos aquellos años delante de la cabaña de Fúlmina. Entonces hubo un largo encantamiento quejumbroso mientras el chamán principal volvía a tocar su amuleto, y todo aquello tenía lugar al mismo tiempo que una ceremonia mística en la que intervenían la tierra, el fuego y el agua. Al terminar, los sacerdotes organizaron un cónclave de susurros con Masugori, que se apartó del gentío e invitó a Áquila y a Fabio a volver a su tienda.

– ¿Tú no naciste en estas tierras?

Áquila negó con un movimiento de cabeza.

– En Italia, justo al sur de Roma.

– Y tu padre es…

– No lo conozco -interrumpió Áquila con brusquedad. Siempre había sido un tema delicado para él, uno sobre el que sus compañeros sabían que era mejor no preguntar. Lo último que quería hacer era discutirlo con un jefe bárbaro, maldita fuera la diplomacia, aunque el modo en que había hablado, al parecer, no había ofendido a su anfitrión, que extendía un dedo retorcido hacia su cuello.

– Coge el águila en tu mano. -Así lo hizo Áquila-. ¿Venceréis, romano?

Él asintió, -¡Sin ninguna duda!

El caudillo de los bregones se quedó sentado con la cabeza inclinada durante un rato, obviamente pensando. Entonces levantó sus ojos, rodeados de patas de gallo, y miró a su extraño visitante.

– Mis sacerdotes dijeron que así sería. Han visto la colina de Numancia desnuda de terraplenes. También han visto el pasado -Masugori se calló, como si no estuviera seguro de lo que iba a decir. Cuando continuó, Áquila tuvo la clara impresión de que se estaba reservando algo-. Y aquí estás, vienes a mí con nada más que tu águila para protegerte. Es muy extraño que los dioses te hayan traído aquí, de entre todos los lugares. Deben de tener un propósito y me aconsejan que no les enfurezca. No obstaculizaremos vuestro asedio ni vuestros suministros.

– ¿Y cuál es el precio? -preguntó Áquila.

– Para ti no habrá precio.

– Las tierras alrededor de Numancia. Una verdadera paz con Roma después de esto -dijo Áquila.

– No pedimos nada. Si ganáis, puede que nos des esas cosas. Si perdéis, por culpa de la locura o de predicciones erradas, dejaréis los huesos blanqueados de vuestras legiones en las colinas como testimonio de vuestro fracaso. Ahora comeremos y hablaremos, y tu jurarás por tus dioses que eres quien dices ser, y que las palabras que hablas son la verdad.


La destreza para construir de los romanos nunca deja de asombrar a aquellos a los que combaten y derrotan, que aun después no alcanzan a entender de dónde han surgido tales ideas militares romanas. Fue el sensato granjero, con su trabajo manual, quien hizo tan temidas a las legiones, no los guerreros vestidos con afectación, que consideraban la agricultura y la ganadería algo decadente.

Cholón dejó a un lado su estilo y miró a su alrededor, donde, ante él, estaban las pruebas de aquella afirmación. Era típico de la gente entre la que vivía emprender un asedio de esta manera: sin ataques imaginativos ni la búsqueda de nuevas y estimulantes tácticas. Tan sólo trabajo duro y tiempo, que producían un resultado lento, pero seguro. Cada uno de los siete fortines era un campamento romano completo, con capacidad para alojar a todo el ejército en caso de emergencia. La empalizada, de quince pies de altura y torres que sobresalían a intervalos regulares, describía una línea recta, sin que importara el estado del suelo, de un fortín al siguiente, interrumpiéndose sólo en las orillas del río.

A través del río habían tendido un puente flotante de gruesos troncos, unidos por cadenas para prevenir que entrara o saliera cualquier bote, y con hojas afiladas en las aguas profundas. De noche, se disponía una guardia en la muralla a intervalos regulares, con antorchas encendidas entre los guardias para arrojar alguna luz sobre el profundo foso que recorría el borde exterior. Escuadras especiales, formadas por los mejores nadadores, montaban guardia en la orilla del río, preparadas para sumergirse en la heladora corriente y luchar contra los que intentaran escapar de Numancia o entrar en ella con noticias y suministros.

Pensar en los guardias hizo que Cholón recordara una anotación que tenía que hacer relacionada con el sistema romano, así que volvió a coger su estilo.


A cada guardia se le entrega una ficha de madera antes de que se incorpore a su posición. El guardia deberá mostrar esa ficha a un oficial en un momento no determinado de la noche. Esas rondas se organizan después de que los guardias se hayan situado en sus puestos, y quién visita a quién es decisión absoluta del tribuno de guardia. De esta forma es fácil descubrir quién se ha dormido en su puesto, poniendo en peligro, por lo tanto, a toda la legión, puesto que ese hombre aún tendrá en su poder esa ficha por la mañana. El castigo por semejante delito es una muerte horrible a manos de los demás soldados, cuyas vidas puso en peligro este hombre.

Levantó la vista para ver a Tito cerniéndose sobre él y esperando, educadamente, para así no interrumpir.

– Espero que estés haciendo como dijiste, Cholón, y que te ciñas a una historia militar general.

– ¿No deseas quedar retratado para la posteridad? -preguntó el griego.

Tito sonrió.

– No sin leer antes lo que se dice de mí.

– No tienes nada que temer, Tito, nada en absoluto, pero me atrevería a decir que algunos de tus predecesores, y algunos senadores en Roma, podrían avergonzarse de lo que se da a entender.

– He venido a pedirte un favor.

Cholón apartó su estilo y su papiro.

– ¡Venga, dilo!

– Como sabes, he ascendido a Áquila Terencio a una posición con la que nunca podría haber soñado. Si ha pensado alguna vez en el futuro, se habrá visto como un primus pilatus retirado, que con suerte tendría, al dejar el servicio, dinero suficiente como para unirse a la clase de los caballeros.

– Puede que haya soñado con algo mejor que eso -dijo Cholón, que siempre interpretaba literalmente las palabras.

– Puesto que nunca le enseñaron, no sabe leer, y eso habría que remediarlo.

Cholón frunció el ceño.

– También habla griego como un estibador del Pireo. Si lo piensas, puesto que dice no haber estado nunca fuera de Italia, es un milagro que hable algunas palabras de griego. Sería interesante saber dónde lo aprendió.

– Su pasado es un misterio. He pasado algo de tiempo con él estos últimos meses y hablará de poco más que su servicio en las legiones. Sé que fue criado en una granja cerca de Aprilium.

El griego sintió en su mente una persistente sensación de que, de alguna manera, lo que Tito estaba diciendo debía significar algo, pero no pudo concretarla.

– ¿Qué hay de ese familiar suyo?

– ¿Fabio Terencio? Es de los barrios bajos de Roma. Para alguien como yo, intentar preguntarle algo a ese sería como intentar sacar sangre de una piedra.

– ¿Esto es sólo curiosidad, Tito?

El senador negó lentamente con la cabeza.

– Lo he elevado por encima de su posición natural. Una vez que acabe la campaña, y asumiendo que triunfemos, ¿a dónde irá? Su nombramiento como cuestor es mi regalo personal, aunque no puedo verlo volviendo a su rango anterior; además, será un hombre muy rico si tomamos Numancia. Después de mí, podrá elegir cualquier cosa que se pueda sacar de esta tierra olvidada de los dioses y es más que seguro que eso le dará los medios para convertirse en senador.

– Por los dioses, Tito. Áquila Terencio en el Senado… ¡Y con ese lenguaje!

– Sería divertido de ver, eso seguro.

– Yo dejaría que los dioses decidieran su futuro. No es atribución de los hombres intervenir.

Tito sonrió.

– ¿Y un poco de educación sería interferir? Quién sabe, quizá en el proceso consigas desvelar el misterio de su nacimiento.

Fue una esclava quien reconoció el dibujo: una chica regordeta y hogareña de origen griego, que trabajaba para el administrador del almacén de Casio Barbino. Su estancia en la casa de este hombre era fuente continua de protestas para el fastidioso Sextio, que se quejaba del tamaño de los aposentos, de la conversación de su anfitrión, del calor, de las moscas, del aburrido paisaje plagado de trigo, del rugir del maldito volcán y del olor de los nativos. Arrugaba mucho el ceño cuando Claudia le pedía que se callase, y si su personalidad hubiera sido tan fuerte como su semblante, más gente, aparte de su esposa, temblaría al ver los gestos que era capaz de hacer.

Sextio era una de esas personas que se las arreglan para mejorar su aspecto según van envejeciendo, y su perfil parecía cada vez más romano, el modelo con el que soñaban los escultores, y era eso lo que le dio la idea del dibujo. En un raro esfuerzo por ablandar a su gruñón marido, Claudia le sugirió que encargara un busto del elegante mármol que se extraía en esta parte de la isla. Casi por hábito, preguntó al escultor -sin éxito- si había oído hablar alguna vez de un hombre llamado Áquila Terencio, y se dispuso a describir el amuleto que había enrollado con tanto amor alrededor del pie de la criatura. Mientras tanto, Sextio estaba sentado enjugándose el sudor de la frente y quejándose de que aquello ya iba a ser demasiado pesado sin que Claudia distrajera al «pobre hombre» de su trabajo.

– ¿Ayudaría algo que se lo dibujara, mi dama?

– ¿Dibujarlo?

– Sí, el amuleto. Si me lo describe, lo haré lo mejor que pueda, para darle algo que pueda enseñar a otros.

– Claudia -le espetó Sextio con los labios fruncidos por la frustración.

– Por favor, dibújalo.

– Recuerdo perfectamente que lo llamaste «pobre hombre» -dijo Claudia. Estaba sentada a la mesa mientras la doncella griega le arreglaba el cabello para la cena con el administrador de Barbino.

– Bueno, pues ahora ya no es pobre -replicó Sextio con acritud-. Nunca me habían pedido tanto por un busto en toda mi vida.

– Habrá sido por el coste de la piedra.

Su marido simplemente gruñó; en realidad se estaba preguntando si podría hacer que la chica griega le arreglara el cabello también a él. Claudia sacó el lienzo para echarle otro vistazo y la brusca inspiración de la chica surgió al mismo tiempo que el grito de dolor de Claudia, pues le había dado un tirón a su cabello con las pesadas tenacillas.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Sextio-. ¿Te ha quemado?

– Ha sido un accidente, amo -dijo la chica, que aún miraba el pedazo de lienzo de la mano de Claudia. El cabello atrapado entre las tenacillas calientes empezó a humear y la chica las apartó bruscamente. Sextio se levantó y se abalanzó sobre ella.

– Si vuelves a tirar del cabello de mi esposa, o a quemarlo, haré que te azoten.

– ¿Por qué no vas a beber un poco de vino, Sextio? -dijo Claudia con voz temblorosa.

Se había dado cuenta de que, negado otro alivio para el principal placer en la vida de su marido, había empezado a beber bastante. Sextio miró la parte de atrás de la cabeza de Claudia y luego a la chica que había dado aquel doloroso tirón a sus rizos. El olor a pelo quemado impregnaba el ambiente y él se pasó la mano por sus suaves cabellos plateados, pensando que sería una mala idea exponerse a un riesgo similar. Clavó su mirada fija, con su gesto romano más severo, y dejó el cuarto.

– ¿Reconoces esto? -exigió Claudia y su corazón latía salvajemente cuando levantó el lienzo.

La chica lo negó agitando con violencia la cabeza. Ningún esclavo ofrecería esa información voluntariamente; normalmente supondría problemas para ellos o para sus seres queridos. Claudia se esforzaba por dejar de gritar a la chica, pues supo por instinto que hacerlo sería fatal; en vez de eso, se acercó y cogió las tenacillas calientes de la manos de la chica.

– ¿Cuál es tu nombre, niña? -preguntó, aunque la muchacha era demasiado mayor para ese tratamiento.

– Foebe -respondió ella en voz tan baja que fue difícil oírla.

– Estás asustada, ¿verdad?

Claudia maldijo a Sextio por haberla intimidado; estaba claro que parte del temor de la chica era efecto de su severidad. Foebe asintió, alejando sus ojos del dibujo, aunque al mirarlo se había traicionado. Claudia sintió un dolor en el vientre por estar tan cerca de la verdad y, al mismo tiempo, tan lejos. Si presionaba a la chica, esta se callaría para siempre, y Claudia no estaba en posición de llamar al amo de la casa y amenazarla con sacarle la información a golpes.

– ¿Tienes hijos, Foebe? -le preguntó con la voz más suave que pudo sacar. La chica asintió despacio mientras Claudia continuaba-. ¿Puedes imaginar cómo te sentirías si te hubieran arrancado a tu hijo nada más nacer y nunca lo hubieras vuelto a ver desde aquel día?

Miró a Foebe a los ojos al decir aquello, animando a la joven para que respondiera a su siguiente pregunta.

– ¿El nombre de Áquila Terencio significa algo para ti?

Sextio regresó para encontrarse a la esclava hecha un mar de lágrimas y a Claudia congelada en su silla, y su rostro como una máscara. «Ha golpeado a esta desdichada», pensó. «Le está bien empleado. Un poco de dolor le hará bien». Pero estaba equivocado; todo el dolor estaba en el corazón de la mujer con el rostro tan inexpresivo que no estaba llorando.


– No entiendo a las mujeres en absoluto, Barbino. Quizá tú puedas decirme qué es lo que las hace ser así.

Sextio tomó otro gran trago de vino. Se sentía muy feliz de volver a estar en lo que consideraba cercano a la civilización. Mañana estaría en casa, pues esto, cerca de Aprilium, era el último alto en el camino a Roma, provocado por la insistencia de Claudia en que le permitiera comprar a la chica griega y a su hija.

– No es para sexo, ¿verdad? -preguntó Barbino, que era el propietario de Foebe, así como de su hija, que ardía de curiosidad por saber por qué la habían llevado hasta allí para concretar su acuerdo.

Sextio lo miró con un gesto receloso. Ahora Barbino estaba fofo, su piel había perdido todo su lustre. Aún intentaba ser el hombre que había sido en su juventud, aunque los años jugaban contra él. No sólo eso, las pociones y filtros amorosos que tragaba continuamente con la esperanza de hacer que su decaída libido reviviera también habían pasado factura a su complexión.

– Si es para eso -continuó-, puedes quedártela gratis si me permites mirar a Claudia con ella.

Sextio le dedicó la que consideraba su mirada más viril.

– Los dioses se divertirán contigo, Barbino. En mi vida había conocido a un sátiro como tú.

– Aún no has contestado a mi pregunta.

– Desde luego que no es para eso, y si las ves juntas, te preguntarás por qué quiere Claudia a esa chica. Lo único que parecen hacer la una en compañía de la otra es llorar. Para mí es un misterio.

– Bueno, si Claudia insiste en tenerla, llévasela como regalo.

– No, no, amigo mío. Ella insistirá en pagar.

– ¿Crees que pagaría en cariño? Aún es una mujer atractiva.

Sextio gruñó.

– Tengo un miedo tremendo, Barbino. Hay un culto oriental que cree que, cuando morimos, regresamos a la tierra como animales.

– ¿Y qué te asusta?

– Odiaría regresar como uno de los tuyos, un cerdo o una oveja.

Barbino sonrió burlón, con sus gruesos labios torcidos enrojecidos y húmedos.

– Buena idea. Podría joderte y después servirte para la cena.


Aquellos recuerdos compartidos eran importantes para Claudia, incluso saber que su hijo había crecido para convertirse en un rebelde que luchó contra Roma -quizá porque era eso lo que había en su sangre-, pero no antes de haber disfrutado de una relación con Foebe y haberla dejado encinta.

– Se fue con el administrador, Didio Flaco, a Mesana -dijo Foebe-, y esa fue la última vez que lo vi. Todo lo que sé es que Flaco volvió totalmente enfurecido y, después de acusarme de tener la culpa, me envió lejos de allí. Más tarde oí que Áquila se había unido al ejército de esclavos para luchar contra Roma, pero después de la derrota no oí nada más.

Entonces, había desaparecido, víctima, sin duda, de la venganza de Roma en la represión que siguió al colapso de la revuelta. A veces ella albergaba el sentimiento de que podría haber sobrevivido, pero Foebe insistía en que, de haberlo hecho, habría regresado junto a ella. Aquello le producía a Claudia una ligera sensación de celos, pues aquella chica había experimentado un amor que a ella se le había negado. Caminaban junto al río, seguidas por la niña que Foebe había dado a luz después de que Flaco la alejara de allí.

Era alta para su edad, con una larga melena negra que, cuando brillaba al sol, tenía un matiz de fuego; y era preciosa, con su pálida piel de alabastro. Al levantar la vista de las gorgoteantes aguas del Liris hacia las montañas en la distancia, pudieron ver el volcán extinto con aquella cima de extraña forma, que recordaba a una copa votiva. ¿Dónde lo habían dejado? Claudia quería saberlo, quería preguntar a Cholón, quien seguramente le diría ahora que seguramente el muchacho estaría muerto. Ella levantaría un pequeño santuario en este punto, como un recuerdo de él.

El joven que pescaba a mano en el río estaba tan concentrado en lo que hacía que las oyó acercarse. Estas eran tierras de Barbino y no es que a ella le importase, excepto porque quizá le compraría todo el lugar; entonces sabría que la tierra donde su bebé había sido abandonado era definitivamente suya. El furtivo se levantó de golpe con agua goteándole de los brazos y se dio la vuelta para enfrentarse a ellas con una sonrisa nerviosa. Alguna cosa de su aspecto removió la memoria de Claudia, así que se acercó y le preguntó directamente.

– ¿Te conozco?

Rufurio Dabo podía ver que era rica. Sólo lo que llevaba en el cuello bastaría para comprar diez granjas y él soñaba con ser propietario de una granja, pero Anio, su hermano mayor, se había quedado con todo cuando murió su padre. El más joven de los Dabos acababa de construir una cabaña en un espacio vacío, del que alguien le había informado que era el lugar donde habían vivido el viejo Clodio Terencio y su esposa Fúlmina. Con las historias que había oído sobre aquel campesino, Rufurio solía preguntarse si era por eso por lo que seguía siendo pobre.

Contestó a la pregunta de Claudia con el debido respeto.

– No, mi dama.

– Qué extraño, pensaba que sí -Claudia sonrió y señaló sus brazos empapados-. Yo que tú no dejaría que Casio Barbino me encontrara haciendo eso. Te usaría como comida para sus perros.

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