Capítulo Veintitrés

Todos estaban ya despiertos antes del alba, para asegurarse de que se habían hecho todos los preparativos del día: los carros brillantes con sus ruedas bien engrasadas; los caballos alimentados y sin sed, con sus cascos ennegrecidos y sus adornos pulidos, y después cepillados para que sus pieles brillaran. Todo el patio de la villa publica en el exterior de la porta triumphalis era un hervidero de actividad, mientras que a dos leguas los tribunos a los que Tito había comandado en Hispania se habían levantado antes aún, para poner en orden la Decimoctava Legión, ya en casa tras una década en Hispania. El general los había elegido como las tropas que marcharían detrás de él para recibir los merecidos vítores del gentío romano, y a estos Tito había añadido a los marinos que habían servido bajo las órdenes de Marcelo.

Una vez en posición y tras pasar revista, marcharon hacia el campo de Marte, dispuestos en orden, para esperar a su comandante. Los carros que contenían los despojos de esta última guerra ya estaban allí, unos llenos hasta arriba de armaduras, lanzas y espadas, otros con el oro y la plata, así como las piedras preciosas que los romanos habían arrancado del templo de Numancia. Los objetos del templo lusitano, montados una vez más en pértigas, provocaban estremecimientos de tentación desde el largo carro de cuatro ruedas sobre el que habían sido montados, y habían revestido el carro para que pareciese un quinquerreme.

El cuerpo de Breno yacía en un carro de mano especial, preparado para que tirasen de él sus propios guerreros uncidos a un yugo -como un símbolo combinado de servidumbre al poder romano y de la muerte a manos de la República-. Áquila y Marcelo, cada uno en su propio carro, iban situados a la cabeza del desfile. El primero estaba tan alto e imponente como siempre, con su cabello pelirrojo escondido bajo un casco emplumado y llevando todas sus condecoraciones: la corona cívica de hojas de roble, sin valor en sí, pero tan apreciada que los hombres morían a montones por ganar una; cuatro torques adornaban sus brazos, mientras que en su peto portaba el resto de sus muchas condecoraciones. A su lado estaba Fabio, con su lanza de punta de plata bien derecha, feliz por ser visto este día a mano derecha de su «tío».

Marcelo llevaba la corona naval, el oro de la condecoración, el motivo de la bodega de proa de un barco que relumbraba al sol, enviando rayos de luz en todas las direcciones. Aseguraban sus caballos con firmeza, con pequeños tirones de las riendas, y no intercambiaron una sola palabra mientras evitaban con esmero toda forma de contacto visual. Se hizo el silencio durante los preparativos cuando los lictores se apuraban para estar seguros de que todo estaba bien, señalando con las varas de su cargo todo lo que estuviera menos que perfecto. Por fin apareció Tito, con el rostro y la parte superior del cuerpo pintados de rojo. Sobre su frente descansaba la corona de laurel del vencedor. En cuanto subió a su carro, un esclavo subió detrás de él, preparado para susurrarle las palabras de precaución que se dedicaban a todos los triumphatores, que toda la gloria era efímera y que recordaran que eran simples hombres.

Los lictores se colocaron detrás de los líderes, y Tito levantó un brazo. En su mano llevaba el haz de varas que rodeaban el segur, el símbolo de su imperium consular. En cuanto dio la señal, las grandes puertas de las murallas servianas se abrieron para recibirlo, y los vítores de la multitud atravesaron el espacio en un desbordante estallido de adulación. En ese punto, Áquila tiró de la cadena que sostenía su amuleto, sacándolo de debajo de su túnica para que permaneciera, a la vista de todos, en medio de su peto de cuero pulido.

Hacía horas que las calles de Roma estaban abarrotadas, desde mucho antes del canto del gallo, cuando la población se empujaba por conseguir los mejores sitios. Calpurnia estaba allí, en un lugar especial de la isleta central del circus Maximus, que le había conseguido su hermano Fabio, desde donde podría ver todo el desfile. El ruido llegó a su punto culminante cuando Tito atravesó la puerta, y sus fogosos caballos negros piafaban, a medias asustados por el ruido, a medias llenos de deseo de correr a través del hueco entre la muchedumbre.

Las cohortes de la ciudad jalonaban el camino, y el brazo de cada soldado en alto a modo de saludo. Quienes estaban detrás de ellos lanzaban flores y pétalos que pavimentaban la carretera de adoquines, haciendo que una simple calle pareciese el camino a los cielos. Tras atravesar el velabrum y el forum boracum, el desfile entró en el atestado circo, que tenía forma oval. Allí reunidos estaban algunos miembros de la élite de Roma, aquellos que no podían asistir a las verdaderas ceremonias y que habían pagado por los lugares que les proporcionaban las mejores vistas. Hombres, mujeres y niños vitoreaban hasta quedarse roncos, agitando en el aire ramas de laurel como saludo a Tito Cornelio, y tanto Áquila como Marcelo tenían libertad para agradecer los elogios del gentío, mientras que detrás de ellos oficiales como los gemelos Calvinos y Cayo Trebono tenían que mantener sus cabezas rígidamente hacia el frente, ignorando los gritos de admiración.

Al salir del circus Maximus siguieron su camino por la travesía nombrada para tal propósito, la Vía Triumphalis, y después torcieron por la Vía Sacra. Esta daba a un amplio arco que terminaba junto al espacio de debate público del foro romano, donde el lugar de reunión del Senado, la curia hostilia, se alzaba en todo su supremo esplendor. La carretera subía abruptamente por un costado de la colina Capitolina, hasta terminar en el gran espacio abierto delante del templo de Jupiter Optimus Maximus. Aquí estaban los hombres que gobernaban Roma, los senadores patricios y plebeyos, todos con sus togas blanqueadas para la ocasión, aquellas de los que habían servido como cónsules marcadas con un ribete de color púrpura que bordeaba el ropaje.

Claudia había conseguido un lugar desde el que observar a su hijo, y su pecho se llenó de orgullo cuando él entró en la plaza detrás de Tito. Incluso con el uniforme de oficial romano de alto rango se parecía a su padre. Entonces posó su mirada en Tito, porque allí estaba un verdadero hombre noble que no había buscado otra cosa que la victoria por las armas. Ahora tendría una riqueza que rivalizaría con la de su padre y una reputación que situaría su máscara familiar en lo alto de los decorados estantes de la capilla de los Cornelios cuando se hubiera ido.

Contuvo su respiración cuando el carro que contenía el cuerpo de Breno entró en la plaza. Ella no podía saber cuál sería su aspecto antes de verlo, pues Áquila había ordenado a los embalsamadores que restauraran sus rasgos. Había desaparecido el rostro mutilado y sanguinolento que tantas pedradas había recibido; yacía ahora como si descansara, con las manos cruzadas sobre la túnica de seda que vestía, con su cabello de plata bien peinado y sujeto por una banda trenzada. Los dos guerreros que tiraban del carro, atizados por sus captores, viraron hacia el templo y el sol brilló en el único objeto que había en el pecho del cadáver. Claudia sabía, incluso desde la gran distancia a la que se encontraba, que era aquel mismo amuleto que tantas veces había visto, aquella misma águila que había apretado en su mano el día que Áquila fue concebido.

Tito hizo girar su carro hasta que sus caballos quedaron frente a los escalones del templo. Sus hombres se adelantaron para sujetar las riendas mientras él descendió; después caminó hacia el carro de Breno y miró el cuerpo de su enemigo. No hubo ni un ápice de triunfalismo en esto, aunque los presentes elevaron una ovación más. En todo caso, parecía entristecido, como si lamentara que sus acciones hubieran terminado con esta muerte. Después miró a Áquila, aún montado, y asintió. Tito dio la vuelta y, seguido por sus lictores, entró en el templo de la principal deidad romana para dedicar a los dioses su corona de laurel y su victoria en batalla.

Áquila habló a Fabio, que desmontó y se hizo cargo del carro con el cuerpo de Breno, y los hombres de la Decimoctava Legión, que desuncieron del yugo a los dos guerreros y se llevaron el vehículo arrastrando, reemplazaron de repente a los guardias que lo habían escoltado. Fabio hizo una señal a más de sus hombres, que formaron una escolta para los dos guerreros celtíberos. Estaba claro que no iban a matarlos, como era la costumbre, y necesitarían esa escolta para protegerlos de algunos de los miembros más entusiastas de la chusma romana.

Cuando Tito entró en el templo, los senadores allí reunidos avanzaron, dejando a Claudia sin poder más de los procedimientos. Para cuando Tito salió del templo ya se había ido y no vio a Quinto abrazar a su hermano ni observó la pregunta y la respuesta, pero otros sí lo vieron, y fue la comidilla de Roma durante días.

– ¿Es este el momento apropiado para recordarte tu voto, Quinto? -dijo Tito, señalando el templo donde se había hecho.

Quinto levantó sus brazos, con gesto preocupado, intentando expresar al mismo tiempo exasperación y lástima.

– Mira a tu alrededor, hermano, a todos estos augustos senadores. Buscarás en vano el rostro de Vegecio Flámino.

– ¿Qué ha sido de él? -susurró Tito.

– Es culpa mía, hermano -replicó Quinto-. Como tenía la intención de presentar su caso ante la cámara, pensé que sería justo enseñarle a Vegecio los detalles de la acusación.

– ¡Ya los conocía muy bien!

– No todos ellos. Tampoco podía saber que padre escribía a Lucio Falerio enumerándolos al pormenor. Me temo que cuando lo supo quedó muy abatido, el pobre hombre se fue a casa y se abrió las venas. Me temo que Vegecio ha muerto.

El sonido que emitió Tito, a medio camino entre un rugido y un gruñido, no afectó a su hermano en absoluto. Quinto siguió tan calmado como si no hubiera oído nada del desagrado de Tito.

– No temas, hermano, nuestro padre ha sido vengado, aunque no haya sido tan limpio como debería.


Áquila visitó a Claudia antes de que el banquete triunfal hubiese terminado. Se había cambiado el uniforme y ahora vestía una toga totalmente blanca. Abarrotaba las calles la misma multitud que había visto el desfile, pero ahora estaban de juerga, borrachos y bulliciosos, todavía celebrándolo. El primer saludo fue rígido y formal, más aún por la presencia de la curiosa doncella de Claudia, Callista. Pero una vez que hizo que se fuera, ella se le acercó y tomó sus manos. Se miraron el uno al otro durante mucho rato antes de que ella hablara.

– He soñado tantas veces con esto y he derramado tantas lágrimas.

Su hijo, mucho más alto que ella, se inclinó y besó su frente. El llanto, que con tantísimo esfuerzo había contenido, empezó de inmediato.


Se sentaron junto a la ventana, mirando las estrellas allá en lo alto. Claudia había enviado a Foebe y a su hija al campo, porque no quería que su hijo se sintiese obligado hacia ellas después de todos esos años, y, en realidad, lo quería sólo para ella. Pero fue difícil; los dos estaban nerviosos y no se conocían. Lentamente, con más de una pausa y un montón de suspiros, Áquila convenció a su madre para que se lo contara todo, en especial lo relativo a su captura y el trato que recibió después.

– Ahí fuera, en las calles, cantan canciones que dicen que Breno era una mala bestia y un asesino. Puede que lo fuera, Áquila, pero resulta enfermizo que los romanos lancen una acusación semejante. Todo lo que puedo decir con certeza es que él nunca fue así conmigo. Sí, yo diría que sentía lo mismo que esa gentuza el día que fui capturada. En realidad, en aquel momento lo despreciaba y así se lo demostré. Aun así él se interpuso entre la muerte y mi persona. Los otros jefes querían devolver mi cabeza a Aulo. Fue sólo la fuerza de su personalidad lo que me mantuvo con vida. Entonces, por seguridad, me acomodó en su tienda.

»Pasamos cerca de dos años juntos. Me mostraba todo el respeto del mundo; de hecho, me sentía mimada. Con el tiempo aprendí a confiar en él y entonces, cuando dejé que mi orgullo romano se atenuara, escuché de verdad lo que tenía que decir. Nacimos y fuimos educados para ver que el sistema romano como algo perfecto, así que resulta algo chocante descubrir que hay otros, pero con el tiempo llegué a apreciarlo. Era inteligente, sabio y estaba entregado a su meta de someter a Roma. Yo se lo reprochaba, por supuesto, pero mi voluntad de defender mi patria se debilitaba. Pasar meses cerca de alguien con su poder me enfrentó a un hechizo que no pude resistir. Y al final, una noche… -Claudia agachó su cabeza en este punto-. Cuando Quinto me encontró, mandó que dijeran a mi marido, su padre, que viniera a aquel carromato. Sugerí a Aulo que me repudiara, pero él dio por sentado que yo estaba encinta porque habían abusado de mí. Pero no fue por eso, fue algo que yo quise. Cuando Breno me miró a los ojos, me di cuenta de que no podía resistirme. Puede que me lanzara un hechizo, quién sabe, pero yo quería aquel hijo. ¡A ti! Yo iba hacia el norte, a ponerme a salvo, cuando el carro fue interceptado. Si eso no hubiera ocurrido, nunca habría vuelto a ver Roma, nunca habría herido a Aulo, que era un hombre muy honorable, y tú nunca habrías acabado en la orilla de ese río».

Él tocó la cadena que llevaba al cuello.

– ¿Y esto?

– Yo amaba ese amuleto. En todo caso, demuestra que él no era un ogro. Breno mandó hacer una copia para mí. Ese que tú llevas es el de Breno. Yo tenía tantas ganas de poseer algo suyo para llevar conmigo cuando dejara el campamento, que los intercambié cuando él dormía. El que llevaba hoy al cuello era la copia que él hizo para mí.

Áquila le tendió la mano mientras se levantaba.

– Ven.

– ¿A dónde?

Él se llevó un dedo a los labios y, al mismo tiempo que miraba fijamente sus absorbentes ojos azules, veía aquel mismo poder que había ejercido Breno. Se levantó y él la llevó a través del atrio hasta la puerta, que se abrió para dejar ver a su escolta imperial. El oficial al mando esbozó una sonrisa burlona de oreja a oreja, sacando sin duda una impresión del todo equivocada cuando vio a su «tío» llevando de la mano a una madura pero aún atractiva noble romana. Un gesto de Áquila hizo que mirara al frente y se pusieron en marcha, abriéndose camino por entre el bullicioso gentío hacia la colina Esquilina.

Cuando llegaron al espacio abierto de su cima, Claudia reconoció el carro que había transportado el cuerpo de Breno. Allí estaba, aún bajo vigilancia, pero ahora vacío; un alto montón de leña se alzaba a un par de yardas y se podía ver su cuerpo colocado en lo alto. Ambos se detuvieron en silencio para un momento de silenciosa oración, antes de que uno de los soldados trajera una antorcha para Áquila. Él intentó pasársela a Claudia, pero ella la rechazó.

– Corresponde a un hijo cumplir con los rituales funerarios de su padre, tanto en la religión celta como en la romana.

Él se adelantó e introdujo la antorcha encendida entre la leña seca. Ardió enseguida y las llamas se elevaron para rodear el cuerpo. Empapado como estaba de aquel potente destilado de grano que lo había preservado durante todo el camino de vuelta desde Hispania, el cadáver se inflamó en una gran bola de fuego que hizo retroceder de un salto a los hombres de Áquila.

– Sigue lanzando hechizos aun después de muerto -dijo Claudia maravillada.

Áquila se volvió hacia su madre. En la mano llevaba el águila de oro que le habían entregado aquellos espantajos ante las murallas de Numancia.

– Es hora de que se te devuelva lo que es tuyo.

Después intentó pasar el amuleto de oro, con aquellas alas que lo hacían parecer como un águila al vuelo, por encima de la cabeza de su madre. Claudia alzó una mano para detenerle, luego lo cogió, manteniéndolo en alto para que el metal precioso reflejara la luz oscilante de las fervorosas llamas.

– No. Dejemos que Breno se lo lleve consigo. Siempre creyó que conquistaría Roma. Ahora lo harán sus cenizas. No debe marchar a su lugar de reposo sin algún símbolo de su sueño.

Claudia besó el águila, después la arrojó a las llamas.

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