CapítuloTrece

Año tras año, nuevos cónsules llegaban, enviados por el Senado, para combatir en la que había llegado a ser conocida como «la guerra abrasadora», todos con el mismo objetivo; Áquila veía cómo llegaban y se marchaban, mientras despreciaba a cada uno un poco más que al anterior, puesto que los legionarios romanos morían por los ascensos de aquellos avariciosos políticos. Llegaban soltando palabras de nobles propósitos y, como era natural, los soldados tenían la esperanza de que aquel recién llegado sería diferente al último; solían quedar decepcionados y su disciplina se resentía por ello.

Las nuevas legiones que llegaban no servían para incrementar la fuerza del ejército; con un conflicto ya permanente, las nuevas levas se necesitaban sólo para reemplazar las bajas. El campamento base romano de la frontera llevaba tanto tiempo en pie que ahora era como una pequeña ciudad. Casi todos los soldados tenían una «esposa» local, un vínculo que hacía muy poco por mantenerlos alejados de las tabernas y los burdeles que se habían establecido fuera de las murallas del campamento. La mayoría sólo se preocupaba por los botines de guerra, para poder mantener sus borracheras y sus juergas en el burdel, así como para satisfacer las ruidosas exigencias de sus mujeres locales en cuanto al mantenimiento de sus bastardos. Mataban sin pensar, marchaban a donde su comandante los enviara y dejaban de lamentarse por ser usados como combustible de las ambiciones de otros en cuanto recibían su parte del botín.

Áquila, que estaba sólo en el princeps de la Decimoctava, evitaba los lazos permanentes, aguantando las chanzas campechanas que le dedicaba Fabio, que había disfrutado de una complicada sucesión de relaciones. Había consolidado su posición de centurión sénior en su legión y se había convertido, sin intentarlo, en alguien reconocido, que incluso impresionaba a las levas de auxiliares nativos al aprender su idioma. Fue sólo después de su regreso a Roma cuando Pomponio cayó en la cuenta de que los tribunos a los que había degradado por elegir a Áquila Terencio habían sido todos nombrados por Quinto Cornelio; aquello, y la campaña de rumores que ellos montaron contra él, le costó su triunfo. El mensaje, no interferir en las elecciones de los legionarios, no cayó en saco roto para sus sucesores. Áquila siempre era elegido, y por un margen tan impresionante que mantenía su posición sin que importara a quién había ofendido.

Intentaba mantener a sus hombres a la altura de las circunstancias con su propio ejemplo, y coleccionaba condecoraciones, así como cicatrices, por su valentía personal en cada operación. Después de los primeros años, una sucesión de jóvenes tribunos, que por lo común eran protegidos del general al mando, llegaban de Roma para tomar el mando, sustituyendo a hombres más experimentados. La mayoría se encontraba con que, tras un intento inicial de intimidarlo, era mejor colaborar con el formidable primus pilatus, así como aprender de él. Él cuidaba tanto de ellos como de los reclutas, pues era bien consciente de que, a veces, su nacimiento y experiencia les hacían ser estúpidamente osados. Aunque su actitud hacia el riesgo personal era algo que él admiraba, de nada servía para cambiar sus sentimientos hacia un sistema que aupaba a tales novatos por encima de soldados con una larga experiencia.

Los hombres lo apreciaban por el cuidado que ponía en su seguridad, mientras que lo cubrían en igual medida de insultos por sus intransigentes métodos. La instrucción que proporcionaba, en un ejército que destacaba por ese atributo, era extenuante. Comandaba tropas que, una vez que habían sido apartadas de las mujeres y el vaso de vino, podían correr cinco millas y aun así luchar. Dada su eficiencia, siempre estaban en el núcleo de la batalla, a menudo, como en el caso de Pomponio, dedicándose a arrancar la victoria de las fauces de la derrota, si bien, gracias a su férrea disciplina y su sentido común táctico, las bajas de la Decimoctava se mantenían relativamente escasas.

Los comandantes veteranos solían odiarle; primero, por la manera en que cuestionaba sus órdenes, pero más aún por su molesto hábito de tener siempre la razón. Una y otra vez les informaba de que estaban luchando en una guerra que requería fuerzas móviles y ligeramente armadas, respaldadas por una poderosas sección de caballería o bien por una con torres altas y balistas para destruir y rendir fortificaciones. Y a cada nuevo senador le daba el mismo mensaje: sólo había una manera efectiva de detener la guerra, y era ir más allá de las tribus de pastores que poblaban la frontera y atacar los fuertes de las colinas en el interior, empezando por Pallentia.

Los más decididos, que ya eran conscientes de aquello, asentían con prudencia antes de enfrentarse al problema. Por supuesto que hacían planes y preparativos, pero con sólo un año para dejar su huella, la idea se desvanecía cuando las semanas de preparación se convertían en meses. Áquila observaba el proceso con recelo, hasta que llegaba el día en que él y los hombres a su mando recibían la orden de atacar un blanco más débil. Ningún senador quería volver a casa con las manos vacías y eso conducía a grandes enfrentamientos, difíciles y brutales; también hacía que una mala situación fuera a peor.

Con un general realmente vago bastaba con acusar a alguna tribu inocente de rebelión para saquear sus campos, robar sus riquezas y vender como esclavos a su pueblo. Áquila había pensado por primera vez que el sistema era corrupto antes incluso de poner un pie en Hispania. Poco de lo que había visto desde entonces sirvió para cambiar en lo más mínimo su opinión: que la República era el pasto de un hombre rico del que la multitud de ciudadanos estaba excluida.


El día en que se dio cuenta de que su hijo podría haber sobrevivido, Claudia no pudo contenerse. Todas sus reservas habituales la abandonaron. Sextio, lleno de preocupación, la encontró llorando, sin saber que aquellas eran lágrimas de gozo, mezcladas con el miedo de que aquello sólo fuera otra pista falsa, pero, como siempre, a él le preocupaban las apariencias. ¿Qué diría su anfitrión, Casio Barbino, si él saliera de su dormitorio con su esposa y esta tuviera los ojos rojos de tanto llorar? Después, al recordar la reputación de su compañero senador, sonrió; probablemente el viejo sátiro lo aprobaría, dando por sentado que Sextio había abusado como un degenerado de Claudia. Sin duda, con semejante cotilleo la historia de su libertinaje conyugal se extendería por toda Roma en un abrir y cerrar de ojos.

La cena fue una prueba; Claudia no quiso comer nada, sólo quería ir a ver a Anio Dabo en su granja para preguntarle más sobre Piscio, su padre, un hombre cuyas cenizas hacía mucho ya que habían sido esparcidas al viento. No es que su hijo fuera muy comunicativo; le había dado un nombre a Claudia y una leve descripción; una edad, menor que la de Anio, que situaba a aquel Áquila cerca del año concreto. Supo que aquel chico había dejado la granja con algunos soldados muchos años antes, de camino a Sicilia, pero poco más había; tampoco mencionó aquel amuleto dorado que ella le había enrollado alrededor del tobillo la noche de su nacimiento, el águila que lo identificaría sin lugar a dudas.

– El nombre -dijo ella, sin darse cuenta de que lo había dicho en voz alta.

– ¿Perdona, querida? -dijo Sextio, mientras Casio Barbino y los demás invitados la miraban extrañados.

– No es nada.

Claudia se obligó a sonreír, pero en su corazón pensaba que Áquila era un nombre poco común para un chiquillo; aunque alguien podría elegir ese nombre si algo relacionado con el niño le llevaba a hacerlo.


Mancino apartó sus ojos del águila de oro que colgaba del cuello del centurión sénior. Por razones que alcanzaba a comprender, ese objeto lo enervaba; ahora que lo pensaba, el dueño del colgante ya le incomodaba sólo por la manera en que miraba a su general al mando.

– Quiero que formes una pequeña tropa e inspecciones ese fuerte. Pretendo investigarlo y quiero información puesta al día. Yo llevaré el ejército a una zona más adelantada, lejos del campamento y sus comodidades, para estar preparado.

Mancino señaló hacia Pallentia, marcada claramente en el mapa que tenía delante. Áquila se inclinó y las condecoraciones que adornaban su túnica relumbraron a la luz de la lámpara. Su amuleto quedó suelto, así que él lo cogió con la mano para quitarlo de en medio. Ahora que ya no podía verlo, Mancino se sintió aliviado, aunque de poco sirvió para atenuar su curiosidad. Su aspecto era muy celta, casi probablemente propiedad de algún rico caudillo ibérico. Eso era lo que él quería, un carro cargado de trofeos similares para llevárselos a Roma.

– Incluso una tropa pequeña debería contar con el mando de un tribuno -dijo Áquila.

El senador se molestó, y no era la primera vez. Terencio parecía ignorar del todo el respeto debido a un hombre de su rango. Quiso ponerlo en su lugar, pero no sabía la fosa que estaba cavando bajo sus propios pies.

– Ninguno de los hombres que traje conmigo tiene la experiencia necesaria.

Áquila lo miró sin hablar, pero su mirada fulminante lo dijo todo; sus ojos preguntaban qué prudencia había en llegar a Hispania, cada año, con toda una nueva remesa de tribunos. Mancino pensaba que esos mismos tribunos eran idiotas: nunca deberían haber elegido a este hombre como primus pilatus. No sabía que habría tenido que enfrentarse a un motín de sus soldados si aquellos se hubieran atrevido a nombrar a cualquier otro. Puede que Áquila Terencio llevara esa águila dorada al cuello, pero para los reclutas de la Decimoctava era tanto el talismán de Áquila como el de todos ellos. Los legionarios le habían visto besarlo justo antes de un combate, y le habían visto meterse en situaciones en las que ningún hombre habría podido sobrevivir y salir de ellas sin apenas un rasguño; atravesar las líneas enemigas con una cohorte tras otra sin bajas e insultar abiertamente a tribunos, legados, cuestores y generales por su estupidez.

Los mantenía alimentados y abrigados cuando los medios lo permitían, y nunca dejó morir a un camarada si existía alguna posibilidad de rescate. Y además para atenuar su poder estaba Fabio, que desacreditaba a su «tío» a cada paso y actuaba de intermediario para todo hombre que tuviera una queja. Había pocos latigazos en la legión de Áquila, a menos que se tratara del robo de los bienes de otro hombre, y nadie podía recordar que se hubiese torturado a alguien en la rueda. La disciplina era estricta y mucho más efectiva por ser, en su mayor parte, autoimpuesta. Él era un modelo, por lo que no era bien recibido en la tienda de un cobarde.

Mancino luchó por mantener su mirada, después tosió y se dio la vuelta, maldiciendo en silencio los dos extremos de su dilema. Como los demás, había llegado aquí anticipando conquistas fáciles y lucro personal, y por un lado le había parecido sencillo. Romper una alianza con una tribu que ya se había sometido a Roma, matar a sus guerreros y esclavizar al resto; exigir un triunfo para exponer tu botín y retirarse a una vida de comodidades, mezclada con algo de política. Quinto Cornelio lo había hecho, igual que casi cualquier comandante desde hacía diez años, y el Senado, pese a todas las rabietas y resoplidos de algunos de sus miembros, los había dejado bien en paz. La mayoría acallaba los gritos de los pocos honestos que pedían que se impugnara a aquellos hombres, y utilizaban las mociones de procedimiento para anular las maquinaciones de los nuevos tribunales dominados por los caballeros.

Aquel era el problema: la guerra se había alargado demasiado. Las voces de alarma eran cada vez más estridentes y exigían resultados de un conflicto que apuraba los recursos del estado al mismo tiempo que enriquecía a los generales. Sus predecesores lo habían dejado todo bien limpio, de manera que todas las tribus que poseían algo que mereciera la pena tomar ocupaban ahora posiciones muy fortificadas y rechazaban el trato con los procónsules romanos. Mancino tenía que satisfacer al Senado tanto como dejar su propia huella; si no había otra manera de conseguir su objetivo, tendría que atacar esa fortaleza.

– ¿Podría sugerir que viniera un par de los nuevos tribunos? Sería bueno para ellos.

El cónsul se volvió para mirarlo mientras el otro hombre permanecía derecho. Áquila medía un pie más que él con el cabello bien corto, de un color dorado rojizo que contrastaba con su bronceado rostro. Tenía tantas cicatrices como condecoraciones, pero eran sus ojos los que ordenaban atención. Te atravesaban como si fueras un mosca sin suerte, exigiendo que prestaras atención a cualquier palabra que pronunciara. Era como si Áquila fuese el general y el noble Mancino un recluta cualquiera.

El senador inspiró de manera audible.

– ¿Cómo voy a pedirle a un tribuno que acepte tus órdenes?

– Pues dígales que es sólo si quieren seguir vivos, mi general.

Él ya había pensado en un par de los que le gustaría disponer: lo mejor de un grupo bastante pobre, dos hermanos gemelos, y él tenía la clara sospecha de que uno de ellos era un pederasta. Pero Cneo Calvino reservaba sus caricias para sí mismo y mostraba el cuidado debido a las tropas que comandaba, sin anteponer nunca su bienestar al de ellos. Además, su hermano Publio era todo un soldado en ciernes, pues era fuerte y durante la instrucción dirigía las tropas desde el frente. Como nuevo tribuno, había detenido sin aspavientos las mofas habituales a las que cualquiera en su posición estaba sujeto al escoger al hombre más fuerte de su unidad para después llevarlo a un lugar apartado y darle una soberana paliza.

– Además -continuó Áquila-, los dos que tengo en mente no parecen de esos que se duermen en sus laureles.

– ¡Los que tienes en mente!

El centurión no se amedrentó ni un poco por la reacción de su general.

– Parecen los más prometedores. Mejor que aprendan ahora y no que aprendan cuando sea demasiado tarde. Si quiere entrar en batalla y que hasta los mejores de sus hombres se queden parados a su alrededor sin saber qué hacer, entonces rechace mi petición.


– ¿Entonces vais a dejar que os dé órdenes un patán? -preguntó Cayo Trebonio mientras veía cómo se preparaban para marchar los gemelos Calvinos.

– Ya me gustaría verte llamarle eso a la cara -replicó Cneo.

– Parece que nos gusta el tipo, ¿no?

Publio reaccionó enfurecido.

– Hazme el favor de cerrar la boca, Cayo.

– Sea como sea -ceceó Trebonio-, no creo que vuestros hombres, ni siquiera los más fuertes y rudos, estén demasiado entusiasmados de ir a un sitio tranquilo con Cneo. Creo que te preferirían a ti.

– Ésa es otra cosa de la que no quiero que hables.

Trebonio soltó una risotada.

– Demasiado tarde, amigo mío. Lo que le hiciste a aquel recluta ya se rumorea por todo el campamento. Escuchad: yo que vosotros no intentaría nada con Áquila Terencio.

– ¡Cierra la boca ya! -dijo Cneo con calma, pues sentía que tras haber escuchado esa burla toda su vida merecía un descanso.

Trebonio hizo un puchero.

– Daos prisa, queridos, que vuestro paleto ya estará impacientándose.

El polvo del norte de África no resultaba más atrayente que las nieves de la Galia Cisalpina, si bien Marcelo tenía la suerte de ocupar una villa con vistas al mar, así que la brisa dispersaba parte del calor del sol de mediodía. Este era su cuarto puesto provincial en diez años, cada uno de los cuales había interrumpido con una breve estancia en Roma. Había sobrellevado aquellos viajes estoicamente, al darse cuenta, después de que expiraran sus obligaciones en el norte, de que Quinto le estaba prestando un servicio sin saberlo. Tras haber desempeñado sus cargos en Macedonia, Siria y ahora aquí en Útica, su conocimiento sobre los problemas de gobernar los dominios romanos, que habría sido superficial y de segunda mano de haber estado en la ciudad, ahora era integral y directo. Su comprensión de la ley, que perfeccionaba sin detenerse en las nimiedades de remotos tribunales, no tendría rival si alguna vez se encontraba defendiendo una causa en Roma.

Todos los días se levantaba antes del alba y hacía sus ejercicios antes de que el sol hiciera intolerable un esfuerzo semejante. Primero, para calentar los músculos, luchaba. El combate empezaba con bastante delicadeza, pero enseguida asumía todos los visos de una auténtica competición, pues Marcelo sólo empleaba a oponentes que tenían buenas posibilidades de derrotarle. Seguían a esto las prácticas con la jabalina, la lanza y la espada corta, y los postes de madera que usaba para ello daban sacudidas con la fuerza de sus golpes. Finalmente nadaba en el mar, a lo que seguía un baño en agua fría, que le dejaba listo para su desayuno.

Después se reunía con los tutores de su hijo, ambos griegos y estrictos, para comprobar el progreso de sus estudios, tanto marciales como educativos. Tras una breve conversación con Claudianilla, subía a su carro, tomaba la carretera directa a la ciudad provincial, que aprovechaba para poner a prueba el trote de sus animales. Los nativos se habían acostumbrado a aquel cuestor que, cada mañana a la misma hora, pasaba a galope tendido junto a ellos, chasqueando su látigo por encima de las cabezas de sus negros caballos salpicados de espuma.

Aquí en África tenía responsabilidades que trascendían las que había tenido antes. Avidio Probis, procónsul para el que servía como segundo al mando, era el tipo de hombre inapropiado para gobernar. Odiaba el esfuerzo y en su lugar prefería el lujo que esta provincia, que una vez había sido Cartago, le proporcionaba. Avidio también había tomado una esposa númida, Inoboia, una de las muchas hermanas del rey Massina.

Esto había cimentado las relaciones con el hombre que gobernaba las tierras que había hacia el sur hasta los montes Atlas, pero otro efecto fue menos positivo: ahora el gobernador tendía a favorecer los intereses locales por encima de los de la República y había insinuado que, una vez que el periodo de su servicio llegara a término, probablemente se establecería en Útica, pues a Inoboia le disgustaba la idea de vivir en Italia -primero, porque no era su hogar, y en segundo lugar, a causa de los prejuicios que su color casi negro crearía inevitablemente entre la notablemente extravagante élite romana.

Marcelo acabó haciendo tanto su trabajo como el de su superior nominal. La mayoría de los cuestores, al enfrentarse a tal situación, habría hecho presiones para que lo reemplazaran. ¡Pero él no! Marcelo era gobernador en todo menos en el nombre; mientras diera prórrogas a Avidio en aquellos asuntos que a este le interesaban y que tratara a su esposa de la realeza númida con el respeto debido a su rango, podría hacer lo que le diera la gana. Esta responsabilidad no terminaba dentro de los límites de la frontera de Útica. En nombre de la República, se requería que el cuestor tratara tanto con el rey de Numidia como con el gobernador de Mauritania, pueblo que, a cambio de un pago, proporcionaba caballería a los ejércitos del Imperio. Y se acercaba rápidamente el momento en que podría presentarse como candidato a un puesto en la misma Roma. Lo conseguiría con la ayuda de Quinto si disponía de ella, o sin ella si era necesario. Esto último sería más difícil, desde luego. Pero, de vez en cuando, su mente regresaba a aquel cofre lleno de documentos que le había dejado su padre.

Muchos de los hombres que en ellos se nombraban habían muerto durante los últimos diez años, pero la mayoría aún estaban vivos y probablemente cometiendo el tipo de delitos que Lucio había descubierto. Si todo eso fallaba, usaría esa información para ayudarse en su elección como edil.


Áquila salió con los dos tribunos, acompañado por veinte de sus hombres más aptos. Dejaron el campamento después de que hubiera oscurecido y se encaminaron hacia el sur para esquivar los ojos entrometidos de quienes se dedicaban a observar las actividades de la guarnición romana. Una hora antes del alba giraron hacia el interior, trepando por las colinas y guiándose en sus movimientos con la fuerte luz de la luna. Un bosquecillo les proporcionó cobijo mientras el sol salía y la partida tomó su comida fría junto a un arroyuelo. El olor de la pinaza era fuerte y en el bosquecillo zumbaban los insectos. Se quitaron la mayor parte del uniforme, corazas, grebas y cascos, y los envolvieron en las capas de más que Áquila les había hecho traer.

– ¿Las enterramos? -preguntó Publio.

Áquila negó con un movimiento de cabeza.

– No. Aquí entra poca luz del sol, por lo que la tierra recién removida será evidente durante mucho tiempo y quienquiera que lo note se detendrá a desenterrarlas. -Miró a lo alto de los árboles-. Atad bien fuerte los fardos y escondedlos bien alto en los árboles. Ahí arriba, si es que alguien llega a verlos, parecerán colmenas.

– ¿Y si la persona que los descubre es un recolector de miel?

– Entonces se llevará una sorpresa -replicó con una sonrisa-, y como no muchos de nuestros enemigos tienen tendencia a recolectar miel, dudo que corramos demasiado peligro. Ahora veamos nuestra ruta.

Llevaban dos días estudiando el mapa, así que conocían el camino, pero a Áquila le preocupaba cómo iban a usar el terreno. Con paciencia, de pie en el mismo límite de los árboles, explicó a los jóvenes cómo tenían que aprovechar laderas, arboledas y arbustos y la sombra producida por la posición del sol para minimizar el riesgo de ser observados. Cneo se preguntaba por qué se tomaba la molestia si era él quien iba a dirigirlos, y entonces se dio cuenta de que aquel hombre extraño e independiente se estaba esforzando por enseñarles todo lo que pensaba que debían saber, y lo que dijo no podía haber estado más lejos de los rígidos protocolos del combate formal a mano desnuda o con armas que habían aprendido en los campos de Marte.

– No podéis moveros en campo abierto sin ser vistos, aunque en realidad la gente tampoco tiene que veros para saber que estáis por ahí. Hay que evitar el horizonte, pues como silueta os volvéis demasiado visibles, incluso estando agachados es el mismo caso. Cada pájaro que asustéis le dirá al enemigo dónde estáis, igual que el silencio de los animales les hará saber que os estáis acercando minutos antes de que lleguéis. Pero lo mismo sirve para ellos, así que mantened una firme vigilancia en busca de movimientos inusuales. Nosotros nos moveremos a paso firme y discreto. Primero yo iré hasta un punto en el que podáis verme, después los hombres saldrán en parejas y vosotros podéis ir en retaguardia.

Sonrió para quitarle hierro a sus palabras.

– Para cuando lleguéis dando tumbos detrás de nuestros pasos hasta las moscas se habrán acostumbrado a la presencia humana.

– Quieres decir que no espantaremos demasiados pájaros -dijo Publio.

– Eso es, y para cuando regresemos mi intención es que vosotros llevéis la delantera mientras que yo iré en la retaguardia.

– ¿Y si nos ven? -preguntó Cneo.

– Esperemos que no sea nadie contra quien tengamos que luchar. -Áquila volvió a meterse entre los árboles seguido de sus dos aprendices gemelos. Vieron que los soldados habían cavado un agujero superficial y lo habían llenando de agua. Ahora estaban ocupados añadiendo la tierra que habían extraído-. Embadurnad vuestras ropas y las partes metálicas de vuestras armas con barro. Hará que sea más difícil distinguiros.


Les llevó toda una semana alcanzar Pallentia, y por aquel entonces los gemelos Calvinos se preguntaban si realmente estaban hechos para la vida en el ejército. No es que fueran los únicos que habían sufrido: mugrientos y demacrados, ahora no había manera de saber si eran romanos. Era sólo que sus subordinados parecían más capaces de resistir que ellos, aunque durante ese tiempo llegaron a entender a Áquila y a darse cuenta de algunos de los problemas que acosaban al ejército romano en Hispania. Sabían que habían sufrido bajas en esta guerra, pero no se habían dado cuenta de que las pérdidas de los últimos veinte años sumaban mucho más de cien mil hombres -más de la mitad de ellos ciudadanos romanos. Áquila puso mucho cuidado en remarcar que los hombres con los que ahora estaban probablemente serían soldados con independencia del reclutamiento forzoso; de hecho, la mayoría había pasado por cualificaciones de propiedad para el servicio y habían adquirido el derecho a servir como princeps por causa de su experiencia.

Era difícil discutir el argumento del centurión de que ni Roma ni sus aliados podían afrontar las bajas al nivel al que las estaban sufriendo y esperar contar con ejércitos suficientes para controlar todas las fronteras; que la solución estaba en la supresión del arcaico sistema de reclutamiento basado en la propiedad y la clase social: si eras propietario de tierra, podías ser elegido para prestar servicio; si no tenías un as, se te pasaba por alto. Esto permitiría a los granjeros cuidar sus tierras, reduciendo la dependencia de cereal importado que padecía la República, y acabaría con el abuso por el que los hombres ricos compraban la tierra de cultivo abandonada para su ganado, tierra que se había echado a perder porque los hombres necesarios para trabajarla estaban sirviendo como legionarios.

Poco sabían ellos de que estaba expresando las mismas causas que habían arruinado a sus padres adoptivos. Clodio había sido legionario y había servido a la República de la que era ciudadano; su recompensa fue la ruina, porque cuando regresó del servicio la tierra se había echado a perder -Fúlmina no podía trabajarla ella sola-, mientras que él carecía de los fondos para hacer mejoras o semilla para que su tierra volviera a ser fructífera, y, en realidad, intentarlo habría acabado con él. La granja de los Terencios había sido vendida a Casio Barbino y el ya asquerosamente rico senador la había convertido en pasto para ovejas y vacas. Confinado en una maltrecha cabaña junto a un arroyo y trabajando como jornalero, no era extraño que Clodio hubiese accedido a servir en el lugar de su próspero vecino Piscio Dabo cuando este último fue llamado a filas de repente y sin que lo esperara.

– ¿Y de dónde sacamos a nuestros soldados? -preguntó Publio.

– ¿Cuándo fue la última vez que viste las calles de Roma? Están llenas de hombres, y es igual en todas las ciudades de Italia.

– ¿Esa gentuza inútil? Son una chusma -dijo Cneo.

– Te equivocas, tribuno. -Movió su mano en torno a ellos para incluir a los hombres que había traído con él-. Probablemente son iguales que nosotros. No quiero faltar al respeto, pero cualquiera de estos hombres de aquí, si se le diese una oportunidad, podría ocupar vuestros puestos. Toda esa cháchara de que se necesita sangre noble para dirigir a los hombres en una batalla, no son más que memeces patricias.

Áquila sonrió burlón al darse cuenta de que sus lealtades estaban en conflicto con su sentido de la lógica. Se levantó abriéndose camino hacia la cumbre de la colina que tendrían que atravesar para ahorrarse un desvío de diez leguas.

– Pero podemos pasar el día hablando y no arreglar nada. Esos viejos embaucadores del Senado lo tienen todo bien atado. Lo que es a mí, no me importaría que alguien les cortara la cabeza.

– ¿Y quién gobernaría entonces?

– ¿Usáis esa palabra para describir lo que tenemos ahora? Pregunta a los hombres de las legiones auxiliares lo que opinan. A esos cabrones con toga les alegra derramar su sangre, pero ni siquiera les dan la ciudadanía.

Publio adoptó un gesto anodino.

– ¿Eres consciente, Áquila Terencio, de que nuestro padre es senador?

– Desde luego que sí. Y con el tiempo tú también lo serás. Lo que me preocupa es que la gente como nosotros está aún aquí, en Hispania, haciendo dibujos de lugares como Pallentia. En marcha, deprisa. Llegaremos a la cima de uno en uno y a través de los árboles.


El informe que al final entregaron a Mancino, aparentemente hecho por un tribuno, no sirvió de mucho para agradarle. Había convocado una conferencia con sus oficiales para discutir las perspectivas, colocando a Áquila, el verdadero autor, bien al fondo para así evitar sus intervenciones negativas, puesto que aquello no funcionó, pues los gemelos Calvinos, que habían tomado las observaciones de Áquila y las habían puesto en latín correcto y educado, parecían compartir su pesimismo. Ahora el general se arrepentía de la obligación para con su padre, que los había colocado en su remesa de oficiales, sin contar con el hecho de que él mismo había permitido que salieran en aquella misión de reconocimiento, pero su mayor error había sido pedir a Cneo Calvino que leyese el informe, pues supuso que disfrazaría aquel asunto para complacer a su protector.

– Y, para concluir, mi señor, no hay suficiente forraje ni comida en los alrededores como para abastecer a todo el ejército. Necesitaremos construir una carretera y, al menos, tres puentes, y todo ello tendrá que ser controlado para que se puedan mantener los suministros en caso de que Pallentia no pueda ser tomada mediante asalto directo, como es nuestra opinión.

– ¿Por qué no? -preguntó el cuestor de Mancino y segundo al mando, Gavio Aspicio.

Cneo le dedicó un gesto extraño. Gavio había leído el informe, así que sabía tan bien como cualquiera que el lugar resistiría a un ejército si quienes estaban dentro de las murallas eran muchos y estaban bien alimentados, así que la única esperanza era un asedio. Cneo volvió cuidadosamente sobre los mismos argumentos, regresando a su debido momento a la solución propuesta. El bastión de la colina contaba con un abastecimiento de agua que una buena ingeniería podría desviar. Era el único error en el amplio sistema de defensas que Áquila había observado. Los celtas, que no tenían tanto talento como los romanos en este campo, no habían podido asegurarlo del todo.

Pero el método de cortar ese abastecimiento implicaría que los ingenieros trabajasen muy cerca de los apoyos de tierra que sobresalían de las murallas principales. Si los romanos se concentraban para asaltar aquella sección, los defensores se reunirían para hacerles frente. La idea de Áquila era atacar cualquier otro sitio sin intención de romper las defensas, sino para mantener a sus enemigos en ese punto. Esto permitiría que un segundo grupo se encargara del otro punto menos protegido y condenara el suministro de agua. Después Mancino podría sentarse y esperar a que la cisterna del interior de la fortaleza se secara. Una vez que eso ocurriese, los defensores tendrían que salir y luchar sólo para intentar restaurar el abastecimiento. Si lo hacían, se arriesgarían a la derrota frente a cualquier enemigo que supiera exactamente dónde atacarían. Si decidían no hacer nada, morirían de sed detrás de las murallas.

– ¿Y cuánto tiempo llevaría todo esto? -ladró el cuestor, claramente tan disgustado por la perspectiva de un asedio como su comandante.

La voz que surgió del fondo hizo que todos se giraran para mirar a Áquila.

– Si se puede saber cuánta agua almacenan y predecir que no tendremos lluvias, estoy seguro de que podemos obtener una respuesta. Con suerte será cosa de semanas, si no, puede llevarnos un año.

Gavio Aspicio se volvió a mirar a Mancino.

– Esto es una tontería. Nos estamos enfrentando a bárbaros. Yo digo que un asalto decidido, asestado con presteza, romperá sus defensas. -Un murmullo de conformidad llegó desde el sector de los oficiales veteranos que estaban presentes, todos los cuales tenían interés personal en un resultado inmediato-. Si nos detenemos para construir una carretera y levantar puentes, dispondrán de semanas para preparar el lugar y, como no podemos estar seguros de que las otras tribus no vayan a atacar, controlar esa ruta mermará nuestras fuerzas.

Aspicio se adelantó y describió un arco sobre el mapa con su brazo.

– Pero si llevamos todo el ejército a marcha forzada hasta Pallentia y emprendemos el ataque sin descansar, los cogeremos desprevenidos.

El general asentía, pues ese era el tipo de palabras que quería escuchar, igual que la mayoría de los otros, ya fuera por convencimiento de que Aspicio tenía razón, o simplemente por el deseo de estar de acuerdo con su protector. Al tiempo que imponía por la fuerza su argumento, el cuestor dio un puñetazo en la mesa para dar énfasis a sus palabras.

– Ésta es la lección que queremos enseñar a esos salvajes, que Roma puede destruirlos siempre que nosotros queramos.

Mancino se puso en pie sacando pecho, mostrando claramente que su ánimo se había inflamado por aquellas conmovedoras palabras.

– Señores, es hora de que suenen los cuernos, es hora de marchar y es hora de hacer que nuestros enemigos sepan que sus años de causar desorden han llegado a su fin. Llamad a los sacerdotes y busquemos un día de buen auspicio para comenzar nuestra campaña.

Sin que lo vieran, Áquila salió asqueado de la tienda, pues sabía que muchos hombres iban a morir sin que hubiera un propósito definido.

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