Capítulo Quince

Mancino había decidido no mostrar arrepentimiento, aunque tendría que haber sabido que al haber sido reemplazado por el hermano de Quinto Cornelio era una mala señal para su futuro. Tito escuchaba, sin hacer comentarios, la letanía de justificaciones. Había que culpar a todo el mundo menos a él. Tito podía preguntar a los sacerdotes, que habían esparcido el cereal delante de los pollos sagrados y afirmaron muy seguros que los presagios eran propicios para la operación.

– ¿Te llevaste a los sacerdotes y sus pollos contigo? Mancino dedicó a Tito una amarga mirada, como ofendido de que él pudiera hacer chistes en un momento como aquel. -Por supuesto que no.

– Es una lástima, senador, porque si lo hubieras hecho, habrían anticipado que, como las de tus legiones, sus tripas quedarían desparramadas. -Tito se levantó, destacando por encima de aquel hombre-. Habría sido incluso de más ayuda que hubieras asumido alguna responsabilidad por ti mismo, pero no, echas la culpa al estado del ejército, a la mala calidad de la información que te dieron…

El senador reemplazado le interrumpió con expresión de inocente protesta.

– El hombre al que envié a inspeccionar el lugar dijo que caería fácilmente.

– Qué idiota -dijo Tito mientras meneaba la cabeza-. Ha sobrevivido demasiada gente, Mancino. Te hicieron comer la hierba del campo de batalla y después te dejaron marchar. ¿Qué les prometiste a cambio?

– ¿Qué otra cosa podía hacer? Les prometí que Roma pagaría una indemnización por las vidas de nuestros soldados.

– ¿Sin saber si eras sincero?

– ¿Y qué si era mentira? ¿A quién le importa esa mierda ibérica?

Tito caminó hasta la entrada de la tienda. Marcelo y los gemelos Calvinos esperaban fuera, junto a los lictores que acompañaban al senador a todas partes. Un poco detrás de ellos, manteniéndose apartado a propósito, estaba un centurión alto con su uniforme cubierto de condecoraciones. Por su altura y el color de su cabello, Tito dio por sentado que se trataba del hombre del que tanto había oído hablar. Publio le miró a los ojos e hizo un gesto con la cabeza para indicarle que la guardia pretoriana había cambiado: los hombres de Mancino se habían ido para ser reemplazados por otros elegidos por Áquila Terencio.

Tito indicó al centurión que tenía que entrar y así lo hizo Áquila, que se puso en posición de firmes en medio de la tienda. Su saludo fue brusco y en voz alta, pero iba dirigido claramente más allá de su comandante nominal y, por la mirada de Mancino, fue evidente que había captado el insulto deliberado. Entonces Tito llamó a los lictores que portaban los símbolos de su cargo y representaban su poder consular. Satisfecho con los preparativos, metió su mano entre los pliegues de su túnica y sacó un rollo fuertemente atado que abrió con lentitud.

– Con mi capacidad como cónsul y por orden del Senado de la República romana, por la presente te relevo de toda responsabilidad sobre las operaciones en esta provincia.

Mancino había permanecido muy estirado en su silla; ahora dejó que sus hombros se hundieran, como si por fin quedara aliviado al oír aquellas palabras.

– Me alegrará estar de vuelta en Roma.

– No lo creo -dijo Tito sin alterar la voz.

El rostro del hombre que estaba sentado hizo un gesto de astucia.

– No me impugnarán, Tito Cornelio. Hay demasiados cadáveres en el armario. Si yo me hundo, puedes estar seguro de que tu hermano se hundirá conmigo.

– Tienes razón, Mancino, nadie va a impugnarte. -Se volvió hacia Áquila-. Centurión, pon a este hombre bajo custodia, no puede hablar con nadie.

El hombre estaba ya medio levantado de su silla.

– No puedes encerrarme, soy senador.

– Nadie va a encerrarte, Mancino. -La mirada de confusión no duró mucho, pues enseguida fue sustituida por un gesto de absoluto terror mientras Tito terminaba de dar sus órdenes a Áquila-. Lleva a este mierda a Pallentia con una señal de tregua. Diles a los habitantes que les mintió. Roma no les pagará una indemnización, pero si hacen un juramento de paz, les dejaremos estar.

– ¿Y después, mi general? -preguntó Áquila, que estaba claramente intrigado.

– Después entrégaselo como regalo del Senado de Roma. Pueden hacer con él lo que quieran.


– No es envidia -insistía Marcelo-. De hecho, estoy lleno de admiración por vuestro centurión.

– Recuerda que ahora es tribuno -replicó Cneo.

– Está bien -suspiró Marcelo-. Vuestro tribuno.

– Parece como si pensaras que no lo merece.

– Puede que lo merezca, pero luego puede que no -Marcelo oyó su inspiración exagerada y habló deprisa-. Es valiente, sí. Un buen soldado…

– Un magnífico soldado.

Marcelo tan sólo asintió.

– Pero es esa manera de hablar suya la que resulta molesta. A Tito Cornelio le mostró el mínimo respeto.

Cneo se encogió de hombros.

– Tiene poco tiempo para los senadores. Ha visto a demasiados que robarían los ojos de tu calavera.

– ¿Lo dijo con esas palabras?

– Sí. Y añadió que, después de robarte los ojos, volverían a por las cuencas.

Marcelo estaba irritado, aunque tranquilo, desde la reunión, y sabía exactamente el porqué. Pese a su enfado por la manera en que lo dio, el consejo que Áquila le había dado a Tito parecía extremadamente sensato. Estaba familiarizado con el territorio y el idioma, tenía un sólido conocimiento de las tribus celtíberas y sabía también cómo combatirlas.

– Han aprendido mucho estos últimos años. No te presentarán batallas campales en campo abierto. Tampoco permitirán que marches a ningún sitio sin tenderte emboscadas. Ni el ejército al completo está seguro. Saben que no pueden derrotar a Roma por la fuerza, pero pueden desanimarnos arrastrando a las legiones a un campo difícil y peligroso.

Marcelo interrumpió.

– Puede que con algo de astucia consiguiéramos atraparlos.

Su rabia inicial fue causada por la forma en que el recién ascendido tribuno rechazó con decisión su sugerencia. Áquila ni siquiera intentó ocultar el desprecio en sus ojos, pues se acordaba del elevado Marcelo Falerio mejor de lo que este sabía.

– ¡Sería una pérdida de tiempo! En cuanto se sienten amenazados se retiran a sus fortificaciones, que no somos capaces de tomar, y si decidimos asediarlos, entonces todas las tribus se reúnen para oponerse a nosotros. Nos encontraremos enfrentados contra los lusitanos, los bregones, los leonines y otra docena de tribus, organizadas todas bajo el liderazgo de Breno. Puedes venir desde Roma pensando que la solución es simple, Marcelo Falerio, pero te darás cuenta de que te equivocas, ¡tanto como los demás!

– Hemos tomado fuertes en el pasado -dijo Tito cortando a Marcelo, cuya noble sangre hervía. Parecía dispuesto a intentar poner en su sitio a Áquila Terencio.

– Pero no con lo que ahora tienes a mano. Te falta equipamiento de asedio y el ejército está hecho un desastre, mi general, más preocupado por el bienestar material que por la lucha.

Tito descartó aquello con movimiento de la mano.

– La mayoría de los soldados están igual.

– Eso es una estupidez, mi general, y deberías saberlo. La corrupción empieza arriba y se va filtrando hacia abajo. Dirigidos de forma adecuada, esos hombres son tan buenos como cualquier otro de la República.

Tito se tomó aquella afirmación mejor que Marcelo, que se puso rojo de ira al ver que hablaba a un cónsul romano de manera tan desdeñosa; encima de cómo le había hablado Áquila, aquello era intolerable. Tito tampoco se sentía complacido, pero se guardó de que cualquier atisbo de eso se notara en su siguiente pregunta.

– ¿Sueles dirigirte así a tus superiores?

Áquila miró fijamente a Tito, sin parpadear.

– Sí.

Tito lo miró con severidad.

– Pues es un milagro que aún estés vivo, Áquila Terencio.

– En realidad no, mi general. Lo milagroso es que todos esos mierdas que nos envían desde Roma vuelvan de una pieza. He sentido la tentación de intervenir y cortarles la cabeza. Roma recibiría mejor servicio de los basureros que de los senadores, que tienen boñigas de buey donde deberían tener el seso.

Los que estaban alrededor de la mesa quedaron boquiabiertos. La zafiedad de su discurso era comprensible, al fin y al cabo, aquel hombre era un campesino inculto, pero sus maneras y la forma de hablar eran del todo sediciosas. Tito y Áquila se miraban el uno al otro sin pestañear.

– Haré que te disculpes por hablarme así -dijo Tito fríamente.

La voz de Áquila fue tan imperturbable como su gesto.

– No sé cómo, mi general.

– Fui enviado aquí por el Senado para poner fin de una vez a la lucha en Hipania y es lo que pretendo hacer. Me haré cargo de tu gentuza y la convertiré en luchadores. Después puedes ir olvidándote de las otras fortificaciones, pues atacaremos y someteremos Numancia.

– ¿En un año?

– No, soldado. Estaré aquí el tiempo que sea necesario, y antes de que me digas que no sé de qué estoy hablando, ya estuve en esta provincia durante unos cuantos años. He combatido a las tribus y he competido con varios de sus líderes en juegos pacíficos, y hubo un tiempo en que podía haber dicho sinceramente que algunos de ellos eran amigos míos. No eres el único que sabe una o dos cosas sobre esta frontera. Yo escribí un informe para el Senado sobre Breno, y en él decía que era una amenaza que algún día tendríamos que eliminar, porque nunca tendríamos paz mientras él viviera. Y, antes que yo, mi padre, que luchó contra él y lo derrotó, decía exactamente lo mismo. Así que no vuelvas a atreverte a darme consejos con ese tono de voz, porque incluso aunque provoque un motín, te torturaré en la rueda y después diezmaré a la Decimoctava Legión para demostrarles quién es el que manda de verdad.

Áquila sonrió por primera vez desde que la reunión había comenzado y supuso una enorme diferencia para su rostro curtido en batallas. Los ojos azules dejaron de parecer heladores, y en su lugar se volvieron cálidos, y las líneas de expresión de su rostro bronceado resultaban ahora acogedoras en vez de amenazantes.

– Puede que me disculpe por eso, mi general -dijo-. Quién sabe, si llego a ver Italia otra vez, quizá hasta te dé las gracias.

Cneo aún estaba hablando sobre su «tribuno» y a Marcelo le molestaba el modo en que repetía punto por punto las radicales ideas de aquel tipo.

– No le puedes culpar, Marcelo. Lleva aquí casi doce años y lo único que ha visto son cadáveres y una sucesión de hombres, ya ricos, que intentaban enriquecerse aún más.

– Por eso le encantaría ver que todo el sistema, que ha hecho grande a Roma, es desechado por el mal comportamiento de un par de garbanzos negros.

– No subestimes a Áquila, Marcelo -dijo Cneo-. Dijiste que era un patán inculto…

– Y lo es -espetó Marcelo, interrumpiéndole-. Y añadiría que sus modales son una vergüenza. Recuerdo que era igual de maleducado con Quinto Cornelio hace años.

Cneo ya conocía aquella historia -después de todo, era parte de la leyenda de Terencio. Raras veces seguía la opinión generalizada de que Marcelo era un mojigato estirado, pero sí lo hizo esta vez y cuando habló, su voz sonó más cortante de lo habitual.

– Créeme, Marcelo, que si de algo está orgulloso Áquila es de su ciudadanía romana.

– Pues debería aprender a respetarla de forma apropiada y a evitar insultar a hombres que son cónsules. Si estuviera aún en su granja, cualquier terrateniente noble al que se dirigiera así haría que las autoridades lo azotaran por insolencia.

– Yo prefiero verlo como que no es muy refinado -dijo Cneo.

– Creo que ya me he referido a que es analfabeto. Es una desgracia que sea tribuno alguien que no sabe leer ni escribir con propiedad.

– Pero sabe hablar griego.

– Su acento es horroroso.

Ahora Cneo se sentía realmente extrañado; semejante condescendencia no era propia de su viejo amigo y tuvo que ponerlo en su sitio.

– Eso ha sido impropio de un romano, Marcelo.

No podía saber que, mientras él hablaba, su compañero podía haberse mordido la lengua y estaba preparado para maldecirse a sí mismo por tal afirmación. De haber sabido Cneo lo mucho que este Áquila había impresionado a Marcelo, quizá no hubiera sido tan severo. Lo más desazonador era la manera en que el centurión, ahora tribuno por orden de Tito Cornelio, se había ganado a sus amigos en el tiempo que habían pasado con él.

– Retiro mis palabras y me disculpo -dijo con fría formalidad.

Siguieron caminando en silencio, mientras Cneo deseaba que Marcelo pasara algo de tiempo con Áquila como había hecho él antes, durante el sitio de Pallentia y después. Quizá entonces podría llegar a ver lo podrido que estaba un sistema en el que la gente pobre perdía su tierra, que acababa en manos de hombres tan ricos como para no saber qué hacer con tanto dinero, en el que los ricos acaparaban todo el poder para sí mismos y cuando se les forzaba a que compartieran una parte, preferían dejar que se perdiera. No todos los senadores eran asquerosamente ricos, por supuesto, pero esos hombres, que vestían sus togas ribeteadas de púrpura, formaban ejércitos y los dejaban a merced del desastre, o bien los usaban como su banda privada de ladrones. Apelaban a toda Italia, que poco tenía que ganar con el poder de Roma, y la obligaban, como pueblo sometido, a proporcionar a la República más sangre que derramar, al mismo tiempo que se negaba a esos mismos pueblos el derecho a la ciudadanía. Tras dos meses con Áquila, Cneo había acabado por avergonzarse de ser rico o de tener vínculos con la clase senatorial.

– Tienes que entender, amigo mío -insistía Marcelo-, que lo que Roma necesita es una clase dirigente más fuerte, no una que sea más débil. Si permitimos una sola vez que sea la gentuza la que tome decisiones, Roma se vendrá abajo.

– Eso sólo es parte de los argumentos de Áquila. Creo que él está más a favor de que un sólo hombre concentre todo el poder para poner primero orden en la confusión.

La voz de Marcelo fue como un latigazo.

– ¿Un dictador, es eso lo que quiere? Supongo que no hay premio por adivinar a quién se imagina en ese puesto. Bien, pues doy gracias a los dioses porque sólo sea un tribuno, porque así es más probable que ninguna de esas ideas delirantes llegue muy lejos.

– No puedo ir contigo, mi dama -dijo Cholón-. Ya se me ha encomendado que me reúna con Tito en Hispania.

– En ese caso tendré que redoblar mis esfuerzos con Sextio, aunque me temo que algunos de sus amigos han desautorizado mi intento de pintarle una imagen prometedora de Sicilia.

– Aún tienes que decirme por qué tienes tantas ganas de ir allí.

Tras valorar su amistad con Cholón, Claudia tuvo dudas, pero frente a su deseo de encontrar a su hijo aquello no era nada. Una vez que hiciera la pregunta se abriría una brecha entre ellos dos, una que quizá nunca llegara a cerrarse. Ella se había comprometido, hacía muchos años, a no preguntarle dónde habían abandonado Aulo y él a su hijo, aunque no le quedaba otra alternativa más que probar y la respuesta era de vital importancia. Si fuese afirmativa, ella se iría sola a Sicilia y si Sextio se negaba a que lo hiciera, habría ido más allá de lo que a ella le resultaba útil, y puesto que aún no estaban casados de manera formal, ella le ofrecería el divorcio.

– Como ya sabes, viajo a todas partes con mi marido.

– Siempre me ha sorprendido que lo hicieras -replicó Cholón con suavidad.

No llegó a decirle que, para él, el acto de viajar era menos misterioso que la persona a la que había elegido como compañero de viaje. El griego había sufrido más de una velada en compañía de Sextio, sólo por el bien de Claudia. El hombre era un fastidio que siempre estaba congratulándose de su perfecto semblante romano, y sus intentos de ocultar sus verdaderas inclinaciones tras una fachada de virilidad romana resultaban irrisorios. Sextio estaba anclado en el pasado y no era consciente de que los tiempos habían cambiado, que con el influjo creciente de las ideas griegas en la República, en Roma a nadie le importaba un comino ya la orientación sexual de un hombre. Claudia se levantó y se acercó a un cofre que estaba colocado contra la pared, lo abrió y sacó unos cuantos rollos escritos antes de darse la vuelta para mirar a su invitado.

– ¿Qué tienes ahí? -preguntó él.

– Puede que te hayas preguntado, una o dos veces, por qué escogí casarme con Sextio.

Los buenos modales luchaban contra la sinceridad en el pecho de Cholón y en su garganta. El resultado fue un sonido que no fue ni afirmativo ni negativo, sino que se podría haber reconocido como el que hace un hombre con un fuerte resfriado para intentar aclararse la garganta.

Claudia sonrió.

– Siempre he admirado tu elocuencia, Cholón -él simplemente señaló los rollos que llevaba Claudia en su mano, sin confiar en sí mismo para hablar-. Sextio posee tierras en los alrededores de Roma. Es una ventaja añadida que tenga amistad con todos los demás terratenientes -Cholón bajó su cabeza, pues reconocía la verdad en lo que ella estaba diciendo-. Y es por eso por lo que me casé con él.

El griego era tan retorcido como inteligente, así que ella esperó para ver si ataba los cabos sueltos. Él movió la cabeza despacio, como un hombre que sólo ha captado parte de una idea.

– Una vez te hice una pregunta que tú preferiste no contestar -Claudia dejó caer uno de los rollos-. Y aquí tengo la encuesta que he emprendido, que presentará Sextio ante el Senado bajo su propio nombre, en la que se detalla la incidencia del abandono infantil en Roma y en las zonas circundantes más cercanas del Lacio.

Ahora las cejas del griego se elevaron y cambió de posición, adoptando una pose más cautelosa mientras ella continuaba.

– Por supuesto, está incompleta. Me he visto limitada en lo que podía preguntar. Sólo un pretor con el poder adecuado podría exigir respuestas, pero, como puedes ver, se trata de una encuesta bastante exhaustiva.

– Pensaba que te habías quitado ese asunto de la cabeza -dijo él.

Ella lo ignoró y señaló el rollo, pero sus ojos nunca se apartaron del rostro del griego.

– Hay un lugar cerca de Aprilium, justo al lado del río Liris. Allí fue abandonado un niño la noche del festival de Lupercalia, que, como bien sabes, es la fecha exacta en que nació mi hijo.

Cholón mantuvo una sonrisa tan rígida como la de una máscara teatral, pero no pudo detener un parpadeo de sus ojos, que fue suficiente para satisfacer a Claudia.

– Debo marcharme -dijo él levantándose al tiempo.

– Sí -replicó su anfitriona-. Será mejor que te vayas antes de que me sienta tentada de romper una promesa.

Cholón temía que su resolución flaqueara, así que su despedida fue tan precipitada como antipática. Las palabras de ella lo habían llevado de vuelta a aquella noche, hacía ya tantos años, en que su amo, Aulo, y él habían cabalgado varias leguas desde la villa vacía en la que Claudia acababa de dar a luz a un hijo bastardo. Mientras cabalgaban, el crío iba en la alforja de su costado y aún recordaba los ojos que lo habían mirado fijamente bajo el reflejo de la luz de la luna, unos ojos de un azul brillante, por lo que había podido ver por las velas que iluminaron su nacimiento.

Habían dejado al crío donde no pudiera ser encontrado; Aulo no quería aquella deshonra sobre su nombre, pero tan noble como siempre, no estaba dispuesto a hacer recaer todo el oprobio sobre la mujer a la que amaba. Muchas veces se había preguntado qué habría sido de aquel cuerpecillo envuelto en pañales; muchas veces había rogado a sus dioses que lo perdonaran por lo que tenía que ser un pecado. Y puesto que era leal a su difunto amo, cuando Claudia le había presionado, él había rechazado decirle la zona en la que el niño había sido abandonado, aunque tampoco lo sabía con exactitud.

Había un río que gorgoteaba entre los árboles donde lo habían dejado, de eso sí se acordaba, y la silueta de un monte se recortaba a la luz de la luna, pues era una noche fría y clara, con una extraña cima con forma de copa votiva. Había hablado con un cirujano sobre la muerte por congelación, y este le había asegurado que, cuando el cuerpo se enfriaba, la persona entraba en un sueño del que ya no despertaba, por lo que el niño no habría sufrido ningún dolor.

Sólo cuando estuvo en la calle, delante de casa de Claudia, se dio cuenta de que había olvidado preguntarle por qué, después de haber mencionado el río Liris y Aprilium, que en su mente parecían localizaciones probables, ella estaba tan decidida a salir hacia Sicilia.


Tito sabía que tenía que separarlos. No estaban trabajando juntos -sino todo lo contrario-, y si dejaba a Áquila y a Marcelo juntos demasiado tiempo, uno de ellos mataría al otro. Parecía que las diferencias de nacimiento y origen servían de alguna manera para despertar su mutua antipatía. Marcelo no podía aceptar al nuevo tribuno como su igual. Áquila, que sabía que Marcelo Falerio tenía poca experiencia en batalla, aprovechaba cualquier oportunidad para recordárselo. Era difícil saber a quién culpar, como si eso fuera a sentar el fin de su discrepancia, pero Tito sabía que debía tomar una decisión, si bien la más sencilla, enviar a Marcelo de vuelta a Roma, no podía permitírsela y no sólo porque así rompería una promesa: hacerlo no sería honesto.

A Áquila Terencio lo necesitaba para que le ayudara en la instrucción de las legiones, así como de los reclutas ibéricos que había alistado en las llanuras de la costa. No se trataba sólo de que todo el ejército, con la excepción de aquellos hombres que había traído consigo, conocieran al nuevo tribuno. Tito era el tipo de general que hablaba con sus tropas, así que había oído repetidas veces lo mucho que tanto Áquila como el amuleto que llevaba en el cuello eran considerados símbolos de fortuna. Había elementos de leyenda en las historias que contaban; incluso los hombres que habían pasado por la humillación ante Pallentia creían que el tribuno les había salvado la vida. Y su ascenso a la que era la posición de un hombre rico enorgullecía a todos los hombres del ejército, lo que no dejaba lugar a dudas acerca de que se sentirían más a gusto atacando Numancia con aquel hombre a su lado.

Aun así estaba obligado con Marcelo por un vínculo de lealtad que llegaba muy lejos, a una época anterior a que el joven Falerio vistiera su toga de adulto. Quinto siempre afirmaba que él estaba haciendo algo, pero parecía querer que Marcelo asumiera su primera magistratura sin siquiera haber derramado sangre, algo que sería un obstáculo en la futura carrera del joven. La solución le llegó por medio de Áquila, que, en una reunión, preguntó al general qué pasos iba a emprender para asegurarse de que los lusitanos, más numerosos que cualquier otra tribu, excepto los duncanes, no interfirieran en sus operaciones en torno a Numancia.

– Estoy seguro de que tú tienes alguna sugerencia, Áquila Terencio -dijo Marcelo sarcástico, ignorando la amarga mirada que le había dedicado Tito por su intervención.

– Quizá deberíamos enviarte a ti contra ellos, Marcelo Falerio. Al fin y al cabo un soldado de tu reputación haría que se cagaran encima.

– ¡Ya basta! -espetó Tito mirando fijamente a Aquila-. Haz el favor de dejar ese lenguaje de soldado raso fuera de mi tienda.

– Pero es que sí tengo una sugerencia, mi general, aunque no sea una que probablemente vayas a recibir con gusto.

– ¿Cuál es?

– Que pospongas la campaña por este año. Forma diez legiones más, consigue buenos oficiales y ataca al mismo tiempo a lusitanos y duncanes.

– ¿Por qué iba a estar en contra de tal sugerencia, asumiendo que tenga sentido militar?

– Tu año como cónsul habrá acabado, Tito Cornelio. Enseguida habrá algún otro capullo ansioso por venir, especialmente si piensa que no estás haciendo nada. Puede que ahora te hayan favorecido con un proconsulado sin término cerrado, pero apostaría un sestercio contra un as a que te retirarán. Lo diré ahora y me reafirmo. Eres un digno soldado, pero no creo que ni siquiera tú quieras irte a casa para dejar que otro se quede con toda la gloria.

Tito frunció el ceño ante aquello, después miró a los oficiales allí reunidos, todos ellos jóvenes, puesto que había enviado de vuelta a Roma a todos los veteranos, los que habían prestado servicio con Mancino.

– Escúchame bien. Estoy aquí como procónsul de las dos provincias de Hispania. Estoy aquí para luchar toda esta guerra, no sólo una campaña. Cuando deje estas tierras, estarán en paz y mis soldados podrán volverse a casa conmigo. No vendrán más generales al mando desde Roma. ¿Me he explicado bien?

Marcelo se sintió complacido de ver que, por fin, Tito había puesto en su sitio a aquel advenedizo. El hermano del general le había prometido que las palabras que acababa de decir eran ciertas, pero Tito sabía que sería una estupidez dar su total confianza a Quinto. Y justo era decir que Áquila había dicho la verdad: algo había que hacer para contener a los lusitanos, para al menos mantenerlos ocupados hasta que alcanzara y sitiara Numancia. En el campo y como aliados de los duncanes, podrían resultar demasiado para las fuerzas de las que él podía disponer. Muchas veces en su vida, mientras hablaba, había cristalizado en su mente un pensamiento sobre un tema relacionado, y fue justo lo que ocurrió ahora.

– Da la casualidad, señores, de que tengo un plan para mantener ocupados a los lusitanos. Salgo para la provincia de Hispania Ulterior por la mañana. Áquila Terencio, tú asumirás el mando en mi ausencia -Marcelo abrió la boca para protestar, tan molesto que, incluso con su educación, estaba dispuesto a cuestionar abiertamente las órdenes de su comandante. Las siguientes palabras de Tito le cortaron-. ¡Y tú, Marcelo Falerio, me acompañarás!

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