Capítulo Uno

El regreso de Cholón Pyliades fue para Claudia Cornelia un recordatorio inmediato de las limitaciones que le imponía su situación de viuda de un noble patricio. Como liberto griego, antiguo esclavo personal de su difunto marido, Aulo Cornelio Macedónico, podía viajar tan libremente como quisiera; ella no podía hacerlo. Claudia había echado de menos su compañía mientras él estaba en Neápolis y Sicilia, así que hizo todo lo que pudo para darle una cálida bienvenida, ocultando cualquier sentimiento de rencor. Pero aun así, no evitó ocasionales comentarios mordaces, especialmente cuando supo de sus intenciones de asistir a los ritos funerales por Lucio Falerio Nerva.

– Nunca hubiera pensado que, de entre todo el mundo, tú asistirías a semejante acontecimiento.

El griego sonrió, pues sabía que no había mala intención en aquellas palabras.

– Creo que tu difunto marido debió de entender a Lucio Falerio mejor que tú o que yo. Después de todo, lo tenía en alta estima, a pesar del hecho de que no estaban de acuerdo en tantísimas cosas. Quizá los lazos de aquella amistad de infancia fueran más fuertes de lo que pensamos.

Claudia respondió con fingida seriedad, pues el desagrado que sentía por Lucio era bien conocido.

– Tienes razón, Cholón. Aulo habría asistido al funeral de ese viejo carcamal, pese al tratamiento que recibió del muy cerdo. Perdonaba con mucha facilidad.

– Entonces, ¿me concedes tu absolución?

Pero Claudia aún no había terminado de cebarse con él.

– En otra época habrías asistido sólo para asegurarte de que ese viejo buitre estaba muerto de verdad.

– Es cierto, pero me encontré con él en Neápolis y descubrí que era un hombre interesante, y lo irónico es que cuando llegué a conocerlo, me di cuenta de que sus ideas eran más griegas que romanas.

Cholón no le dijo que Lucio lo había empleado como intermediario: había sido él quien trasladó las condiciones de los romanos a los cabecillas de la revuelta de esclavos y los había persuadido para que las aceptaran. Justo ahora le divertía la sorprendida reacción de su anfitriona.

– Lucio Falerio se consideraba a sí mismo el romano perfecto. ¡No le habría gustado oírte decir eso!

– Quizá no con estas palabras, pero la idea le habría complacido. Era mucho menos estirado de lo que parecía y descubrí que estaba extraordinariamente al margen de la salmodia que normalmente sufrís por parte de los senadores romanos. Creo que Lucio entendía su mundo y sabía qué quería preservar. Puede que fuera mezquino con los medios que empleaba, por necesidad, para conseguir sus fines, pero era inteligente. Desde luego lo que hizo en Sicilia fue de una sutileza positivamente alejandrina. ¡En absoluto romana!

– ¿Qué hubiera hecho un romano? -preguntó Claudia.

– Habría pasado por la espada a toda la isla o habría llenado las cunetas de crucifixiones, y después se habría vanagloriado como un pavo real, henchido de virtud a causa de sus actos.

– Dudo mucho de que mi difunto marido hubiera hecho eso.

De repente el griego parecía serio, en parte porque ella había aludido a la naturaleza de su difunto amo, pero más bien por el aspecto melancólico del rostro de Claudia. Para Cholón nunca había existido nadie como Aulo Cornelio, conquistador de Macedonia, el hombre que había humillado a los herederos de Alejandro el Grande, aunque nunca había perdido aquella cualidad de la modestia, algo que lo caracterizaba. Su esclavo griego no lo había amado por su destreza militar, sino por su naturaleza intrínseca. Sentado allí con Claudia, recordó cómo lo había herido ella y cómo él había soportado aquello año tras año, con un estoicismo que hacía de Aulo algo más que un dechado de virtudes. Él conocía la razón y tuvo que recobrar la compostura; cavilar demasiado sobre la vida y la muerte de su difunto amo solía provocarle abundantes lágrimas.

– No, mi dama, él los habría liberado a todos y después habría retado al Senado para que lo degradara.

Quedaron en silencio durante un rato, cada uno con sus recuerdos del hombre que siempre había sido independiente, sin ser distante, pero que había rechazado prestar su apoyo a ninguna facción, si bien estaba preparado siempre que lo llamaban cuando Roma lo necesitaba. Fue Cholón quien habló al fin.

– Estoy a punto de cometer una escandalosa infracción de los buenos modales.

– ¿Tú?

Él pasó por alto la ironía, puesto que siempre andaba acusando a los romanos de ser unos bárbaros.

– No siempre es educado aludir a la situación personal de los amigos, a su carencia de placeres, al vacío de sus vidas.

Claudia quiso decirle que el poder de cambiar eso sólo lo tenía él, él, que había ayudado a su esposo, pero se había prometido no volver a hacerle la única pregunta que le importaba, la única que envenenaba sus sueños -dónde habían abandonado Cholón y Aulo a su hijo recién nacido la noche del festival de Lupercalia-, así que se mordió la lengua.

– Me pregunto por qué no te casas otra vez -Los ojos de Claudia se abrieron sorprendidos mientras él seguía hablando-. Ya está, ya lo he dicho. Llevo preguntándomelo un tiempo y ahora por fin ya lo he soltado.

– Estoy indignada.

– Por favor, perdóname, mi dama.

Claudia volvió a reír.

– ¿Qué hay que perdonar? Me alegra saber que te preocupas tanto por mi bienestar.

– ¿De verdad?

Ella sonrió al griego de una manera que hizo que fuera del todo creíble.

– De verdad.

– Es que pasas demasiado tiempo sola y, si me permites decirlo, demasiado tiempo en Roma. Hay lugares maravillosos en la costa de los alrededores de Neápolis…

Su voz se fue apagando; algo había dicho que había borrado la sonrisa del rostro de ella, aunque, fuera lo que fuese, no la había entristecido ni enfadado. No, fuera lo que fuese, la había puesto pensativa.


No podía comprender el tamaño total de Roma ni la cantidad de gente, rica y pobre, que atestaba sus bulliciosas vías públicas. Allí estaba él, en la capital del Imperio, dispuesto a admitir que el lugar le asustaba más que la idea de enfrentarse a una horda de elefantes armados con catapultas; nunca había visto una, así que lo dejó en una horda de elefantes.

Aquellas gentes de la ciudad eran rudas, y respondían a las educadas preguntas de Áquila bien encogiendo los hombros, bien con desprecio mal disimulado, ansiosas por poder volver a sus quehaceres y sin tiempo para dar indicaciones a quien, por su acento, era un patán pueblerino y, por su aspecto, ni siquiera era un auténtico romano. Áquila vio más de lo que debería de la ciudad, vio que Roma estaba llena de templos, algunos consagrados a dioses de los que ni siquiera había oído hablar, mientras que toda la riqueza del lugar era tan increíble como su tamaño. Una multitud de carros luchaba por ganar su derecho de paso con quienes caminaban, y todos eran apartados por el paso ocasional de alguna litera, pues los bruscos sirvientes de algún individuo rico exigían que les abrieran camino.

El mercado estaba repleto de productos de todo tipo, al tiempo que, detrás de los puestos, abundaban las tiendecillas. Vendían objetos de plata y oro, de cuero y madera, y estatuas de hombres cuyos ceños parecían todos nobles. Áquila, con su altura, su llamativo cabello rojizo y dorado, que ahora le llegaba por debajo de los hombros, además de su peto maltratado y manchado de sudor, permanecía al margen de la embrutecida muchedumbre. Le lanzaron más de una mirada de sospecha, miradas que tendían a demorarse en el valioso amuleto que llevaba al cuello, y el contacto visual se rompía en cuanto él se giraba para encararse con aquellos mirones. Desconfiaban de un hombre que llevaba una lanza, además usada, por lo que parecía, con una espada al costado y un arco y un carcaj lleno de flechas colgados a la espalda.

Por fin encontró la panadería, sólo gracias a que, una vez que se dio cuenta de que lo ignoraban, dejó de hacer las preguntas con educación. La gente de la ciudad parecía más servicial si te abalanzabas sobre ellos con gesto amenazante y echabas mano a la espada del cinto si daban muestras de intentar pasar de largo. Le dieron indicaciones de la dirección de la calle, pero fue el olor lo que lo guio hasta el establecimiento que buscaba, un olorcillo de pan recién hecho que, quién sabe cómo, se las arreglaba para sobreponerse al olor a mugre y humanidad aglomerada. La tienda, con un pequeño grupo de gente a su puerta, era una oscura caverna en los bajos de una casa de vecinos que se alzaba en una calle llamada Vía Tiburtina.

Áquila levantó la vista hacia la estrecha franja de luz entre los dos edificios a ambos lados de la calle, que parecían inclinarse uno hacia el otro en toda su altura. Había ropa puesta a secar en cada balcón, las mujeres se chillaban de un lado a otro de la calle, levantando la voz para así poder oírse por encima del bullicio que subía desde la calle, mientras los niños desnudos jugaban en las puertas de entrada, cuyos muros estaban cubiertos de dibujos y mensajes, unos groseros, otros quejosos. Pedigüeños, ciegos o mutilados, se sentaban apoyándose en los muros, con las rodillas dobladas para evitar el alcantarillado abierto que corría en medio de la calle.

– ¿Es esta la panadería de Demetrio Terencio? -preguntó por encima de las cabezas de los que esperaban para ser atendidos.

Había dos mujeres detrás de una mesa, una de mediana edad, encorvada, con el rostro estropeado por el dolor; la otra era mucho más joven. Las dos estaban cubiertas de harina y los cabellos se les pegaban a la cara por culpa del sudor. La mujer encorvada, que parecía no tener dientes, no le hizo caso; fue la más joven la que contestó. La más vieja habló con aspereza y la chica joven volvió a ponerse a servir a los clientes.

– Quisiera hablar con Demetrio.

– Ahí al fondo, si es que puedes soportar el calor.


Áquila no fue bienvenido, y no porque el dueño estuviera trabajando. Ya había terminado su trabajo del día y se ocupaba de reponer todo el sudor que había perdido bebiendo grandes cantidades de vino bien aguado, del cual no ofreció nada a su inesperado visitante. Demetrio era el hijo mayor de sus padres adoptivos y hacía mucho que se había marchado de casa cuando lo encontraron a él; no era más que un nombre y una profesión, aunque era alguien que lo conectaba con su pasado.

– ¡Aquí no te puedes quedar!

Demetrio estaba gordo, por lo que daba la sensación de que consumía más pan que el que vendía. Su enorme barriga rebosaba por encima de un grueso cinturón de cuero y su gorda cara redonda, aún de un rojo brillante por los hornos, parecía enfadada. Áquila no podía echarle en cara su desconfianza. Después de todo, tan sólo había oído hablar de aquel joven que ahora estaba frente a él de boca de los escasos viandantes que llegaban de los alrededores de Aprilium. Nunca lo había visto ni tampoco su mujer. Sabían que lo habían encontrado en los bosques, lo que era una vía poco convincente de reclamar parentesco.

– No recuerdo habértelo pedido -replicó el joven-, pero soy nuevo en Roma. Si pudieras ayudarme a encontrar alojamiento, puedo pagarte.

– ¿Con qué?

– Tengo dinero.

Su gordo hermano adoptivo se inclinó hacia delante, apoyando una mano gordinflona y la mitad de su estómago sobre su enorme muslo.

– ¿Cuánto dinero?

– El suficiente -contestó Áquila con frialdad.

Demetrio dejó que sus ojos se posaran sin disimulo sobre el águila dorada, que pareció reafirmarlo.

– Si puedes pagar, yo te alojaré y te inscribiré en la lista de votantes, siempre que no te importe compartir espacio con Fabio.

– ¿Quién es Fabio?

Demetrio rio, sin humor, pero con esfuerzo suficiente como para que su barriga se bamboleara.

– Pues, supongo que es algo así como tu sobrino, aunque apuesto a que es mayor que tú. ¿Cómo te llevabas con mi padre?

Áquila dudó. No quería contarle al gordo de Demetrio que amaba a Clodio como cualquier chico habría amado a alguien al que creía su papá, así que evitó todo rastro de emoción en su voz.

– Que yo recuerde me llevaba muy bien con Clodio. Se fue de casa en mí cuarto verano.

Demetrio se puso en pie con esfuerzo, con su gorda y roja cara coronada por una lúgubre sonrisa.

– Entonces te llevarás bien con Fabio. Es el cabrón más vago y borracho que he tenido la desgracia de conocer. No he sacado ningún placer de ser su padre.


Fabio fue una conmoción, se parecía tanto a su abuelo que resultaba extraño; mientras él y su nuevo compañero de habitación hablaban, Áquila tuvo que esforzarse para recordar que aquel no era Clodio y que el parecido era algo más que sólo físico. Su risa era la misma y la manera que tenía de fruncir el ceño cuando su madre le regañaba por volver a casa oliendo a vino era el vivo retrato del aspecto que tenía Clodio cuando Fúlmina le reprendía por la misma ofensa. Era una compañía cordial y divertida, y cuando había bebido bastante, nada le gustaba más, decía, que sentarse con los pies metidos en el Tíber y cantar.

– Tu abuelo solía ir a los bosques. Fue por eso por lo que me encontró.

– ¿Él me habría gustado?

– A mí me gustaba. Lo quería, pero se fue a las legiones cuando yo era pequeño.

La historia de cómo había sustituido Clodio a Piscio Dabo ya no aparecía en su relato y nadie supo si el abuelo de Fabio se había alistado porque Dabo lo había emborrachado o simplemente porque quería dejar de ser un jornalero sin tierra. Se suponía que sería un año o dos, pero había aguantado diez y terminó con la muerte de Clodio en Thralaxas.

– Qué putada lo de ser abandonado -dijo Fabio-. Pero, mira, te dejaron con esa cosa que llevas al cuello, así que uno de tus padres quería que regresaras.

– La vendería por saber quiénes son.

– Estás tonto. ¿A quién le importan los padres?

– Eso es fácil decirlo cuando tienes a los tuyos.

– Puedes quedártelos, pero ten cuidado, ese viejo cabrón gordo de mi padre te sacará hasta la última moneda que tengas -Fabio acompañó sus palabras con un gran trago de su jarra, mientras Áquila se preguntaba si su «sobrino» no estaría siendo un sinvergüenza, puesto que llevaba varias horas sentado en aquella taberna gastando alegremente el dinero de Áquila-. Y no dejes por ahí ese amuleto que llevas al cuello, o ese miserable hijo de puta te lo robará.

– Tu padre también habla bien de ti -dijo Áquila.

Aquello levantó un profundo gruñido y Fabio dijo por centésima vez:

– Y resulta que tú eres mi tío.

Resultaba difícil; Fabio era diez años mayor que Áquila y parecía que fueran veinte. El más joven, aún en sus veintipocas primaveras, había pasado toda su vida al aire libre, comía cuando estaba hambriento y bebía cuando estaba sediento. A Fabio le gustaban las tabernas llenas de humo y oscuras, tanto de día como de noche. Era de complexión fofa y sus ojos estaban legañosos, y aunque no tanto como su padre, tenía tendencia a engordar.

– Tengo que encontrar algún tipo de trabajo.

– ¡Trabajo! -escupió Fabio, y después echó un vistazo por la taberna, llena de gente que compartía sus gustos y su aspecto-. Eso es sólo para idiotas.

– ¿Tú no trabajas?

– De vez en cuando aquí y allí, en los almacenes del Tíber, pero hay otras formas de sacarse unos mendrugos -Fabio echó la cabeza hacia atrás y rio-. Incluso para el hijo de un panadero.


Áquila descubrió enseguida como conseguía Fabio aquellos «mendrugos». No había malas intenciones en sus robos: eran insignificantes, oportunistas y no causaban daño alguno, y dependían de una vista rápida y de unos reflejos aún más veloces. Recorrer una calle junto a su «sobrino» era toda una experiencia. Los ojos de Fabio buscaban algo sin descanso, cualquier cosa que birlar como si fuera una especie de juego en el que su ingenio se enfrentaba al resto del mundo. Cogía cosas que no tenían uso ni valor para él, sólo para reírse después de ello en la taberna, mientras vendía lo robado si podía conseguir el precio de un trago.

Su «sobrino» se había comprometido a mostrarle Roma, subiendo y bajando por las siete colinas, y señalándole todos los lugares de interés: la colina Capitolina, el foro y el templo de Jano. Estaban en la colina Palatina, entre las grandes casas de los muy ricos, cuando Fabio descubrió unos zapatos rojos, secándose al sol tras una reciente limpieza, en la repisa de la ventana de un primer piso.

– Ayúdame a subir, rápido.

Áquila le obedeció sin pensar, y soportó su peso sin esfuerzo mientras Fabio se estiraba hacia arriba y agarraba los zapatos. Tiró uno dentro de la habitación, pero descendió triunfante con el otro.

– Aquí está -dijo mientras lo levantaba-. Una victoria para los paletos que van con el culo al aire.

– ¿Un zapato?

Fabio lo agitaba con alegría.

– Un zapato de senador, un trofeo, Áquila. Esos cabrones suelen ponérnoslos en el cuello para aplastarnos.

Un grito detrás de ellos alertó a Fabio del peligro y se volvió para ver a un sirviente que se descolgaba por la ventana con el otro zapato en la mano y daba alaridos para que se detuvieran.

– Es hora de seguir con la visita, «tío» -dijo Fabio guiñando un ojo.

Se escabulló por un callejón y Áquila le siguió, y sus pies levantaban eco en los muros mientras se alejaban a la carrera y salían a otra calle que corría en paralelo. Fabio cruzó esa calle y se metió en un segundo callejón, por cuya empinada pendiente bajaron hasta aparecer en el mercado cercano al foro. Fabio dejó de correr y comenzó a caminar a paso normal, abriéndose camino entre los puestos, mientras sus ojos y sus manos repasaban todo el lugar. Para cuando alcanzaron la otra punta, ya podía ofrecerle a Áquila frutas, verduras y un atizador de hierro.

– Ideal para una noche fría, ¿eh, «tío»?

Áquila rio; estaban en mitad del verano, la época más calurosa del año.

– Puede que seas el único cliente que ha tenido en todo el día.

Fabio abrió mucho los ojos en señal de auténtica preocupación.

– Tienes razón. Y puede que ese pobre capullo se esté muriendo de hambre -Fabio dio la vuelta y desanduvo sus propios pasos. Devolvió al desconcertado vendedor su atizador, además de toda la fruta y verdura que había hurtado en los otros puestos.

– Come bien, hermano -dijo con exageración, mientras le daba unas palmaditas en la espalda a aquel ferretero-. Enseguida llegará el invierno y podrás descansar tranquilo. Si alguna vez necesito unos hierros para mi hogar, serás el primero al que acuda, y te recomendaré a mis amigos.

Salían andando del mercado -el perplejo comerciante quedó atrás, rascándose la cabeza-, cuando Fabio volvió a hablar.

– Una cosa, «tío». Si no te molesta que te lo diga, deberías hacer que te esquilasen esas greñas. Ya es bastante malo que me saques más de una cabeza y estés aún creciendo, pero tu pelo, con ese color y tan largo como lo llevas, hace que llames demasiado la atención.

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