Capítulo Veintidós

Masugori vio como los jinetes entraban cabalgando en su campamento de Lutia. Breno iba a la cabeza de la columna; sólo él parecía tener energía para seguir adelante y se las arreglaba para tener aspecto de caudillo, con su cabello plateado mostrando aún aquel rastro de oro en las puntas que indicaba su anterior coloración. Como siempre, no vestía ropa ninguna y el águila de oro de su cuello era todo lo que llevaba; Eso y una banda trenzada que mantenía la larga melena en su sitio. Breno desmontó del caballo romano con la facilidad que da una larga práctica y atravesó andando la silenciosa hilera de guerreros bregones para enfrentarse a su cabecilla, quien de manera tan señalada había renunciado a acudir en su ayuda.

– ¿Por qué, Masugori?

Sin preámbulos, sin expresiones cordiales de aprecio. Breno se comportaba como siempre lo había hecho, con una arrogancia que rozaba el desprecio por su aliado.

– ¿Acaso los romanos son peores que tú, Breno?

Los ojos azules del hombretón relampaguearon y subió su tono de voz mientras intentaba incluir a todos los presentes.

– ¿Tú me preguntas eso? He pasado mi vida intentando contároslo a todos, y aquí estáis, sentados, observando cómo los romanos pisotean la mejor esperanza de la independencia celta.

– La mejor esperanza de Breno -soltó Masugori.

– Alguien tiene que tomar el mando -dijo el caudillo de los duncanes.

Masugori nunca había sido capaz de hablar así con Breno; al igual que la mayoría de jefes celtíberos, se le había obligado a sentarse y a escuchar las interminables lecciones de este hombre sobre lo que debería hacer, cómo debía luchar, cuándo y contra quién. ¿Y por qué razón? Porque este intruso se había subido a una montaña de cadáveres para hacerse con el liderato de una tribu, convirtiéndola en algo tan poderoso que los dominaba a todos ellos. Aunque no resultaba placentero verlo de esta manera, reducido a mendigar ayuda.

– Tú no eres de esta tierra, Breno, y aun así viniste hace años para luchar contra Roma. ¿Por qué? ¿Para ayudarnos o para ayudarte? Las tribus rechazaron unirse bajo tu mando, así que te alejaste. Pagamos el precio por aquello, y entonces volviste, enfurecido y lleno de odio, en lugar del amor por la libertad que habías expresado al principio. Nos has sangrado hasta el punto de que Roma, el enemigo, ahora nos parece un amigo.

Los guerreros se habían reunido para escuchar aquella conversación, y algunos estaban murmurando descontentos. Masugori no había convencido a todos de que su forma de actuar era la correcta. Muchos querían luchar, no necesariamente por una causa sino por puro amor a la batalla, pero él se lo había prohibido. Que Breno estuviera allí había despertado su interés y él sabía que tendría más problemas ahora, y quizá, a su edad, más de los que podía enfrentar.

– Te estoy suplicando, que es lo que veo que quieres en tu mente -Masugori se puso blanco. Esta habilidad que tenía Breno de ver los pensamientos de un hombre siempre le había asustado-. Si vosotros atacáis a los romanos, podremos llevar suministros a Numancia. Los lusitanos vendrán en nuestra ayuda.

– ¿Tú crees, Breno?

– Sí, lo harán. Han derrotado a los romanos que les molestaban. Puedo contar con su apoyo, pero sólo si tú nos das el tiempo para luchar.

– He firmado la paz, Breno, con un hombre que era tan parecido a ti que podría haber sido tu hijo.

Masugori estaba mirando el amuleto, tan familiar, con la forma de un águila al vuelo, que colgaba del cuello del otro hombre. Breno vio la dirección de su mirada y, como asustado, levantó su mano para tocarlo.

– El hombre que vino, el romano, tenía el águila.

– ¿El águila?

– La que llevas al cuello. Es lo único que llevas. Sé que sientes que te da poder. Él tiene una igual que esa. Su nombre es Áquila Terencio y es el cuestor del hombre que se enfrenta a ti. Al principio pensé que ese Áquila te había quitado el amuleto, pero luego descubrimos que lo había tenido desde su nacimiento. Consulté a los sacerdotes y ellos sintieron su fuerza, lo llamaron regalo de los dioses. Te vieron, Breno, con la ayuda de esa águila, un druida caído en desgracia obligado a huir del hogar del norte, un hombre que volvió a romper sus votos y sembró su semilla en el corazón de su propio enemigo. Entonces me aconsejaron una tregua, diciéndome que no podíamos combatir contra un hombre como ese, un hombre que, algún día, someterá a Roma.

Algo se apagó en Breno en ese momento, como si se hubiese sustentado con una inyección de aire que ahora le habían quitado. Cogió el amuleto del águila con la mano, como si, una vez más, intentara sacar fuerzas de él.

– ¿Y por eso me has fallado?

Masugori asintió.

– En una ocasión no pudimos combatirte, y fue cuando no tenías nada con lo que detenernos. Me pregunto si fue nuestra propia estupidez las que te permitió asentarte con los duncanes. Ahora puede que piense que fue magia, una magia que ya no posees.

Breno se dio la vuelta y volvió a su caballo. Montó en él y dejó el campamento sin decir una palabra.


Estaban fuera del campo de visión de los bregones cuando Breno se detuvo y los que iban con él hicieron lo mismo. De pronto dio la vuelta, con sus ojos azules ardiendo de furia, y con un dedo señaló a uno de sus hombres.

– En Lutia hay guerreros que desean luchar. Ve con ellos y ayúdales a desafiar al traidor de su jefe.

El dedo se movió a un segundo compañero.

– Tú, ve a los romanos. Ríndete y te dejarán vivir. Diles que los bregones están pensando en atacarles la próxima noche de luna nueva. ¡Vete!

El joven se alejó y Breno se volvió hacia los otros.

– Tenemos que cabalgar hasta tierras de los lusitanos.

– Está demasiado lejos, Breno -replicó uno de los hombres. Un murmullo de descontento barrió el pequeño grupo, y Breno detectó sus pensamiento sobre Masugori, su predicción y los augurios que le había hecho sus dioses celtas. Cuando habló, lo hizo en voz baja.

– No temáis a los dioses. Yo les he desafiado antes, ahora no dejaré de hacerlo.


– Marcelo Falerio fue mi legado en Hispania Ulterior, Áquila. -Muy bien, mi general -replicó Áquila con tirantez.

No iba a decirle a Tito que sólo había ido a la tienda de Falerio para interesarse por su estado, igual que nunca le diría qué palabras habían llegado a sus oídos. Tito se extrañó por la formal respuesta militar, pues durante este asedio Áquila y él se habían acercado bastante, tanto como para considerarlo más que un subordinado, y él había llegado a defenderlo cuando Marcelo protestó por su ascenso.

– Nada me agradaría más que el hecho de que vosotros dos os hicierais amigos.

– Desgraciadamente, Tito Cornelio, eso es algo que ni siquiera tú puedes ordenar.

El tribuno irrumpió de golpe, lo que cortó de raíz la reprimenda que Tito estaba a punto de pronunciar.

– Un prisionero, mi general. Se ha entregado, dice que tiene información sobre un posible ataque.

Tito se puso en pie y salió de la tienda como un relámpago. Rodeado por todos los oficiales del campamento, escuchó cuidadosamente mientras el hombre resumía los planes de los bregones.

– No lo creo -dijo Áquila-. ¿Por qué iban a esperar tanto?

– No es que esté en desacuerdo contigo -dijo Tito-, pero esto exige una respuesta. No podemos quedarnos aquí sentados con la esperanza de que este hombre sea un mentiroso.

– Me agradaría ir yo sólo…

– ¡No! -le espetó el general, de manera tan áspera que Áquila se indignó, pues hacía meses que Tito no le hablaba en ese tono-. Marcelo Falerio. Toma dos legiones y rodea Lutia. Quiero que te asegures completamente de que no planean nada contra nosotros.

– ¿Y si no es así? -preguntó Marcelo.

Tito miró a Áquila al responder.

– Tú eres mi legado. Actúa como lo consideres apropiado.

Áquila esperó hasta que se quedaron solos.

– ¿Qué ha sido eso, Tito? ¿Lealtad hacia los de tu clase?


Breno supo que todo estaba perdido antes de hablar siquiera con los enviados lusitanos. Si sus hombros se habían encorvado antes, ahora estaban hundidos. Habían perdido sus emblemas tribales, bien a manos de los romanos, bien en el mar, y los sacerdotes lusitanos, convencidos de que sus dioses les habían abandonado, aconsejaban en contra de ir a ayudar a Numancia. Hizo que su caballo girara en redondo y, pese a los ruegos de su escolta para que se dirigiera hacia el norte, se encaminó hacia la colina fortificada que había levantado durante tantos años.


Este romano no era como el otro. Su altura sí, y su complexión, pero tenía el pelo negro y la piel oscura. La banda blanca en su brazo no significaba nada: era sólo una herida, pero carecía de toda compasión. Era Roma tal como Masugori la recordaba, el severo conquistador en cuyo umbral había vivido toda su vida.

– Es una tradición de las legiones sofocar las revueltas -dijo Marcelo.

¿Qué podía decirle? Una gran cantidad de sus guerreros, descontentos por su rechazo a Breno, ya habían salido hacia Numancia, poniendo su sangrienta lealtad a sus compatriotas celtas por encima de sus obligaciones con la tribu. Cuatro mil hombres habían corrido directos hacia dos legiones romanas. Ahora su ciudad estaba rodeada y a la más mínima señal de desacuerdo todo el lugar ardería hasta el suelo.

– Por favor, entiende que acepto tu explicación, pero debes darte cuenta de que esto no puede quedar sin castigo.

Como este legado proclamaba, era en realidad una solución piadosa. La mayoría de los romanos los habría masacrado sin ningún control, después habría saqueado Lutia, llevándose todos los objetos preciosos y a los habitantes como esclavos. Masugori dio su consentimiento y Marcelo se volvió hacia su centurión sénior y dio la orden.

– Uno de cada diez.

– ¿Los matamos, señor? -preguntó el centurión.

– No, son nuestros aliados de verdad. A uno de cada diez de los guerreros que hemos capturado al venir aquí, cortadles la mano derecha.


– La misma norma se aplica aquí -dijo Cholón con aire de superioridad-. No me involucraré, igual que me niego a tener nada que ver en tu disputa con Marcelo y tampoco puedo intervenir cuando Tito toma una decisión.

– Fue idea tuya, Cholón. Yo les hice las promesas a los bregones, y a la primera señal de problemas, Tito envía a otra persona a investigar.

Cholón levantó un poco la mano cuando Tito entró en la tienda. Su rostro, normalmente muy relajado, se veía crispado por la tensión. Los bregones habían sido olvidados cuando el pueblo de Numancia envió mensajeros preguntando por los términos de la rendición.

– Debería ir a tratar con ellos yo mismo -dijo.

Tanto Áquila como Cholón dijeron que no a la vez. Cholón lo hizo porque creía que era lo correcto; Áquila dijo que no porque, por primera vez, había visto en el rostro de su comandante la presión bajo la que el hombre había estado todos estos meses. La indicación final de que lo que quería conseguir era posible parecía haberlo consumido. De las dos, las observaciones de Áquila fueron las más sensatas; lo único que hizo fue proponer ideas que Tito y él habían discutido muchas veces.

– ¿Para qué necesitas tratar con ellos? Si te han enviado mensajeros, es porque no tienen posibilidades de resistir. Exigimos rendición incondicional y la entrega de los desertores romanos. La colina fortificada será vaciada de todos sus habitantes para poder arrasarla hasta los cimientos. Cualquiera puede decírselo.

Tito miró por sus cansados ojos a su segundo al mando y asintió, después se sentó en una silla, se derrumbó y lloró. Cholón hizo ademán de acercarse a él, pero Áquila lo detuvo. Probablemente el griego no comprendería que, en un momento como este, cualquier buen general estaría pensando en los hombres que había perdido y en los errores que había cometido, no en la victoria conseguida.


Numancia olía a muerte; llegaba a sus narices a media legua de distancia. Las puertas estaban abiertas, y allí esperaba una pequeña partida de hombres principales para tratar con él. Pensó que balbuceaban por el hambre y la fatiga, y supuso que aceptaban sus términos en silencio porque no tenían elección, aunque cuando les dio la espalda empezaron a hablar, con gran animación, acompañada de lamentos y lloros dirigidos a sus dioses. Conocía el idioma y se preguntaba por qué, tras todos esos meses de asedio, podían incluso plantearse el uso de la palabra traición.


Breno se escabulló entre las líneas romanas con facilidad. Lo atribuyó a su destreza, pues desconocía que todas las legiones sabían que la lucha había terminado, así que estaban relajados hasta un punto nunca visto. Tuvo más problemas para entrar en Numancia, y cuando al final le abrieron las puertas se encontró caminando entre dos filas de silenciosos espantapájaros. Había una muchedumbre en el espacio central, la inmensa área que se abría delante del templo, y mientras se apartaban, Breno cerró los ojos. El cuerpo destrozado de Galina yacía sobre el altar, y el embrión que habría sido su segundo hijo había sido arrancado de su vientre. Una voz habló, sus palabras fueron como una maldición.

– Ha estado aquí, Breno, como tu doble. La misma altura, tu color de cuando eras joven, incluso llevaba alrededor del cuello el águila dorada que tú llevas.

Breno se volvió para explicarse justo cuando le golpeó la primera piedra. Todo el mundo tenía una roca para arrojársela al hombre al que ahora veían como un traidor, e incluso con su debilidad no pasó mucho tiempo antes de que su caudillo estuviera muerto.


Los habitantes salieron al amanecer, criaturas flacas y gastadas que apenas fueron capaces de atravesar las filas de los soldados romanos. Allí estaba Tito Cornelio, con Áquila y Marcelo a su lado, mientras ellos avanzaban dando traspiés para ser cercados por sus captores y Cholón registraba su miserable situación. Los romanos estuvieron en Numancia antes de que el último defensor hubiera partido, comenzando con la destrucción de la ciudad y de la fortaleza para borrarlas del paisaje. El cuerpo de Breno, apenas reconocible, estaba en un carro de mano y los hombres que lo empujaban no se acercaron a Tito, que era lo que debían hacer. En vez de eso, fueron a detenerse delante de Áquila e inclinaron sus cabezas.

– Éste es el cuerpo de Breno. Nuestro era el derecho de matarlo, pero enterrarlo es asunto tuyo.

Después de eso, el más viejo de aquellos dos espantapájaros puso un amuleto en la mano de Áquila. Era de oro, trabajado con delicadeza, y se parecía mucho a un águila al vuelo. Mientras tenía unos dedos en este, tocó con los otros el águila de su cuello, y supo que eran la misma; después se volvió y miró el cuerpo desfigurado que se llevaban rodando hacia el campamento romano.


Su cuerpo era repugnante, su cabello y sus uñas, largos, y estaban embadurnados de porquería. En sus ojos se veía una expresión aterrorizada; una expresión de ira, de dolor, de desánimo y perplejidad. En su crítica situación, habían llegado a comer carne humana y eso parecía mostrarse en lo profundo de sus ojos.

– Cuidadito, Cholón -se dijo a sí mismo, dejando a un lado su tableta de cera-. Aquí te estás dejando llevar.

– Elegid a cincuenta de los principales guerreros -dijo Tito, ya con su voz plena de fuerza-, y reservad las mejores armaduras para que las lleven puestas. Decid a los hombres de las otras tribus cercanas a Numancia que quiero que envíen jinetes en todas las direcciones. Quienes piensen en resistirse a Roma deberían venir aquí primero, a mirar este lugar, y después que decidan si su plan merece la pena.

– ¿Y nosotros? -preguntó Áquila, que llevaba el amuleto en la mano sin saber bien por qué o qué hacer con él.

– Marchamos de vuelta a Cartago Nova. Te dejo a ti que decidas a qué legión nos llevamos a Italia.

– ¿Y yo?

Tito sonrió a Áquila, el cuestor, preguntándose ahora si le devolvería su anterior rango de centurión.

– Conducirás a la legión a casa, Áquila Terencio. Os quiero a Marcelo Falerio y a ti allí, en Roma, detrás de mí, mientras hago mi trayecto por la Vía Sacra. El Senado me honrará, pero gran parte de esto, al menos, os pertenece en verdad a vosotros dos.

Áquila fue recibido por Masugori, Fabio, por algunas de las jovencitas que había conocido en su visita anterior. Áquila y Masugori hablaron durante un largo rato, y el joven aprendió todo lo que el cabecilla de los bregones sabía sobre Breno. Lo que oyó en Lutia volvió su ánimo sombrío, y cuando regresó al campamento de las afueras de Numancia, su primera acción fue ir a ver a Tito y preguntarle si podían hablar a solas.

– Solicito tu permiso para llevar a cabo una obligación personal.

– ¿Cuál es?

– Lo siento, mi general, no he terminado. También quiero que jures solemnemente que dirás que nunca te he pedido esto y que lo que voy a proponerte fue idea tuya, y que nunca dirás a persona alguna ni encomendarás a registro escrito lo que estoy a punto de decirte.

– Es demasiado para ser un favor que aún no me has pedido.

– A cambio, te libero de cualquier obligación que creas tener conmigo.

Tito intentó ser frívolo al responder con una sonrisa burlona.

– ¿Estás seguro de que tengo alguna?

– ¡Sí! -replicó Áquila sin rastro ninguno de humor.

– No me gustan los compromisos inconclusos.

Su cuestor agarró su amuleto con la mano, como un hombre en busca de apoyo.

– ¿Nunca has aceptado ninguno?

La imagen del viejo Lucio Falerio apareció de inmediato en su mente, aquel día en su casa, cuando Tito había aceptado su ayuda sin ninguna idea de cómo devolver el favor. Lucio había sido lo bastante sabio como para ver que Tito haría por Marcelo lo que él había hecha por el más joven de los Cornelios, así que se encontró asintiendo antes de habérselo pensado bien.

– Si lo que me pides no me hace daño, ni a Roma, aceptaré tu petición.

– Quiero llevar el cuerpo de Breno a Roma. Puedes exhibirlo en tu triunfo si quieres. Después de eso, él es mío.

– Será una masa podrida para entonces.

– He hecho que metan su cadáver en una cuba de ese destilado ibérico que tanto gusta a Fabio. Necesito saber si accedes a mi petición.

– Accedo, sí -dijo Tito, intrigado por la tirantez de un hombre que normalmente estaba muy relajado, pero también con demasiado respeto como para preguntar-. Ahora ocupémonos de la destrucción de Numancia. Quiero una planicie en lo alto de esa colina, una en la que nunca crezca nada.


Puesto que Tito no podía entrar en la ciudad hasta el día en que celebrase su triunfo, Claudia salió a darle la bienvenida a casa. Cholón tenía menos razones para estar con él y ella tenía la ligera sospecha que era para evitar una invitación a cenar con Sextio. Sus saludos fueron afectuosos, como siempre lo son cuando se reúnen unos viejos amigos. Otro hombre entró en la habitación justo cuando terminaron de abrazarse, un soldado, a juzgar por su porte, alto y con el cabello del color del oro rojo, y verlo hizo que ella contuviera su aliento bruscamente. Tito se levantó con una amplia sonrisa en su rostro.

– Madrastra, permite que te presente al hombre que hizo más que ningún hombre con vida para someter Numancia. Mi cuestor, Áquila Terencio.


Marcelo lo copió todo y después sacó del baúl los papeles de la familia de los Cornelios, y aquellos relativos a Vegecio Flámino. Mientras entregaba la mitad de su contenido a Quinto, se podía ver la codicia en los ojos de aquel hombre, mezclada con inquietud al echarles un vistazo, y la conversación que tuvo lugar después fue una lección de doble hipocresía. Quinto quería saber si lo tenía todo; Marcelo quería algo a cambio del resto sin pedirlo. No pasó mucho tiempo antes de que el mayor de los dos captara la idea.

– Por cierto -dijo Quinto-, debes anunciar tu candidatura para el cargo edilicio.

El senador sonrió a Marcelo como no lo hacía desde que Lucio estaba vivo.

– Es una mera formalidad, por supuesto. Tienes todo mi apoyo, como siempre.

Cuando Quinto se marchó, Marcelo colocó en el baúl el rollo que había traído de Numancia. También él había hablado con Masugori y había aprendido muchísimo sobre Breno, aunque no podía quitarse de encima el sentimiento de que el cabecilla de los bregones estaba ocultando algo, no le estaba contando todo lo que sabía sobre el ex druida. También había interrogado con asiduidad a los esqueletos que había sobrevivido al asedio y notó que cuando mencionaba a Áquila Terencio, mostraban menos ganas de hablar, como si el nombre les aterrorizara.

Había un misterio alrededor de aquel hombre que sabía que tendría que descubrir, porque ahora que había sido devuelto a Roma, ascendido por Tito, y dadas sus ideas radicales, no cabía duda de que podía resultar una amenaza para la República.


Cholón le daba unas palmaditas en la mano.

– Te desmayaste, Claudia. Debe de haber sido el viaje desde Roma, puede ser muy cansado en día de calor. Tito ha salido a buscar un médico.

Detrás del hombro de Cholón pudo ver al joven alto y pudo ver también, relumbrando en su pecho, el amuleto con forma de águila, la marca que, incluso aún más que el nombre y el aspecto, lo identificaba como su hijo.

– ¿Podrías traerme algo de beber, Cholón?

– Por supuesto, mi dama -dijo el griego.

Se levantó y salió disparado de la habitación. Claudia indicó a Áquila que se acercara y cuando él se inclinó sobre ella, Claudia se incorporó y tomó el amuleto en su mano.

– ¿Harías una cosa por mí, Áquila Terencio?

– Desde luego, mi dama.

Aquella voz profunda la emocionó tanto como su aspecto.

– Me gustaría que me hicieras una visita, a solas.

Él levantó una ceja despacio, y sonrió vagamente como preludio a un rechazo, pero Claudia tiró de la cadena.

– Te encontraron junto al río Liris, cerca de Aprilium, con esto enrollado en un pie. Quiero decirte cómo y dónde llegó esto a ti.

El rostro de Áquila quedó inexpresivo como una piedra, aunque Claudia nunca averiguó lo que habría dicho, pues Cholón entró deprisa en la habitación.

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