Capítulo Nueve

El tribuno Ampronio Valerio había asumido el mando de un tercio de la columna móvil cuando el legatus titular cayó enfermo. Sus órdenes habían sido claras: actuar como una pantalla y hacer que las tribus creyeran que toda la columna estaba aún en el campo, mientras él volvía con la mayoría de la fuerza al campamento base, donde podría pedirle a Quinto que lo reemplazara. Pero Ampronio había desobedecido esa orden y forzó a sus tropas hasta el mismo límite de sus suministros. Una vez allí, levantaron un campamento temporal, aunque al ser sólo parte de una legión, no era una defensa que se pudiera manejar de forma apropiada. Tanta falta de juicio era ya bastante mala de por sí, pero había permanecido allí más tiempo del que dictaba la prudencia militar.

Si los romanos no podían derrotar a los jefes de las tribus por causa de su movilidad, la necesidad de evitar enfrentamientos ya previstos también limitaba a los defensores; era una mala táctica quedarse quieto, a menos que la unidad tuviese la fuerza suficiente para detener un ataque, y la sensación de peligro era palpable. Algo se estaba cociendo y los hombres podían olerlo; se sentían como si los estuviesen observando, sensación reforzada por la llegada de tres hombres a caballo, un caudillo supremo celta llamado Costeti y dos de sus guerreros veteranos. Procedentes de la tribu de los avericios, hablaban de paz, pero pocos se lo tomaban al pie de la letra; más de una tribu apoyaba la amistad justo antes de tender una emboscada. Ampronio disfrutaba su reciente adquisición de poder, el hecho de que ahora podía tomar él las decisiones, y conversó en privado con los tres hombres de la tribu de los avericios durante más de dos horas, mientras el resto de sus hombres permanecía fuera de la reunión, murmurando para sí mismos y preguntándose qué tenían que decir aquellos tres jinetes a su ambicioso tribuno. Fuera lo que fuese, era obvio que a él le complacía y estaba muy animado cuando ordenó a sus hombres que levantaran el campamento, y en apariencia fue muy capaz de ignorar las miradas de preocupación que ellos le lanzaron cuando mantuvo la dirección de la marcha hacia el oeste, alejándose de la base principal del ejército. Enseguida estuvieron bien lejos del punto que Quinto había establecido como límite, más allá del cual sus columnas móviles no podrían operar con ningún grado de seguridad y, en cuanto se dieron cuenta, las quejas pasaron a hacerse en voz alta cuando Áquila y Fabio se enzarzaron en una discusión en plan de burla sobre su localización exacta, hasta el punto de que se les ordenó a permanecer callados a la fuerza.


– ¿Tengo permiso para hablar, Tulio? -dijo Áquila.

El centurión, que llevaba ya un rato en lo alto de la colina mientras miraba fijamente el fértil valle, se volvió para mirar al joven. Ampronio Valerio, que estaba a su lado, frunció el ceño con desdén; no era adecuado que el veterano centurión hablase en su presencia con un simple legionario, en especial con ese recluta Terencio, que pensaba que la posesión de una lanza de plata le daba derecho a alguna forma de consideración especial. Ya había hablado antes, él y aquel otro depravado llamado Fabio. Tulio tendría que haberlo callado entonces, recordándole que hiciera lo que se le mandara, en vez de dejárselo a él. Ampronio pensaba que el centurión sénior era poco mejor, y se preguntaba si compartía las opiniones de los reclutas. Tulio había obedecido sus órdenes durante aquel día de marcha, pero con tal gesto de amargura que el tribuno supo que dudaba de su juicio.

– ¡Permiso denegado! -espetó Ampronio.

El centurión, que había hecho un gesto afirmativo, tuvo que mover la cabeza de un lado a otro y deprisa, mientras Áquila maldecía en voz baja, pues se había enterado de que las órdenes del tribuno eran que marcharan internándose por el valle. Había echado un vistazo cuando los oficiales estaban dándole la espalda y se había hecho una idea clara de lo que implicaban las órdenes, sólo había una ruta para entrar y salir, a través de un estrecho desfiladero, y puede que los hombres de las tribus locales les estuvieran esperando por allí, escondidos en las rocas que cubrían el suelo del paso, así como en las empinadas paredes de la garganta. Pese a que no tenía mucho de soldado, Tulio compartía sus reservas. Lo que el tribuno podía ver era visible para él, pero representaba una escena diferente y dentro de los límites de la buena disciplina, él había intentado persuadir a Ampronio de que haberse internado a aquella distancia en las montañas ya era bastante peligroso. Estaban rodeados de tribus, amistosas y hostiles, sin una forma real de distinguir cuál era cuál, y corrían cierto peligro de quedar aislados si confiaban en la tribu equivocada.

Los avericios habían informado a Ampronio de que la tribu que ocupaba este valle, los mordascios, que proclamaban su estatus de clientela con Roma, habían caído bajo el hechizo de Breno y estaban planeando volverse contra los conquistadores como parte de una gran alianza con otras tribus del interior. También le contaron que sería un rico botín, listo para que se hicieran con él, y que otros más leales esperaban tomar posesión de la tierra después de que los romanos dejaran el lugar desnudo. Así que, con esta información y lo que a ojos de Tulio parecía ignorancia del sentido común, el tribuno había internado a sus hombres en lo que consideraban un territorio salvaje.

– ¿Quizá primero una fuerza pequeña, señor, para probar al enemigo?

Ampronio rio y habló en voz alta; sabía que sus hombres no habían descansado y necesitaban estar seguros.

– ¿Qué enemigo? Ni siquiera montan a caballo. No son más que una panda de granjeros.

Fabio habló en voz baja.

– ¿Y de qué piensa ese pedorro que está formado el ejército romano?

Áquila movió su cabeza con enojo, diciéndole a Fabio que cerrara la boca y acallando los murmullos de los otros, que no sólo habían oído las órdenes sino que también compartían sus temores. La mayoría de los hombres que comandaba Ampronio obedecerían ciegamente, pues eran demasiado estúpidos o vagos como para cuestionar lo que estaban haciendo; aquellos un poco más despiertos, pocos como para matar al tribuno, lo que los convertiría en proscritos, no tenían más elección que seguirle. Ampronio, que sin duda creía poder animar a sus hombres, señaló con un brazo hacia el suelo del valle, fuera de la vista de la mayoría de ellos, que esperaban en fila al otro lado de la colina.

– ¡En un minuto! Lo veréis con vuestros propios ojos en un minuto. Esas gentes son rebeldes que proclaman ser amigos nuestros pero no desean nada más que apuñalarnos por la espalda.

– Y nosotros no querríamos arruinarles la diversión, ¿verdad? -dijo Fabio en voz alta, dándole la espalda a Ampronio de forma que este no tenía forma de ver quién estaba hablando.

El tribuno se enfureció y lanzó a Tulio una mirada de enojo, pero no pudo hacer nada que no le hiciera parecer más ridículo, así que siguió hablando.

– Mi información es correcta, podéis contar con eso, y estamos delante de un buen premio. Esos buscan metales preciosos en el río. Hay oro allí abajo, y plata, y hay ganado y mujeres que esperan a que los asen. Lo único que tenemos que hacer es ir a cogerlo.

El centurión sénior hizo un último intento.

– ¿Podría sugerir que enviáramos un mensajero al general para informarle de lo que intentamos?

– ¡No, no puedes! -replicó Ampronio fríamente.

Era muy consciente de que Quinto le prohibiría seguir adelante. Además, si el cónsul tenía la misma información y pensaba que en aquel lugar había algo que mereciera la pena, intentaría conseguirlo para sí. Ampronio tendría que compartirlo con él, por supuesto, pero al hacerlo así, dando él las órdenes, podría conseguir una buena cantidad de dinero y eso haría maravillas con su prestigio personal y el de su familia.

Dio las órdenes necesarias y la caballería, agrupados en número de cincuenta, avanzó en pares en primer lugar. Una vez que hubieran atravesado el paso, saldrían a toda prisa, cabalgando a galope, para sellar las otras salidas del valle. Ampronio no era del todo estúpido, así que después envió a los exploradores. Hizo que aquellos hombres de armas ligeras recorrieran las rocas que había a ambos lados del paso, y unos treparon por la cara más escarpada del desfiladero para comprobar que no les habían tendido una emboscada. El otro lado era menos empinado, y para Áquila representaba el mayor peligro; si unos hombres cargaran descendiendo desde aquella cuesta, podrían aplastar cualquier línea defensiva sólo con su impulso.

Con Ampronio y Tulio a la cabeza, la cohorte de Áquila salió a continuación, con los escudos alzados y las jabalinas preparadas. Al llegar a la parte más alta de la colina, todo el paisaje se abrió ante ellos y desde aquella altura, en la distancia, pudieron ver el final del valle. Pero fue la vista de lo más cercano lo que preocupó a los legionarios. Rocas grises, algunas de la altura de un hombre, bordeaban su ruta: la colina de la derecha se elevaba en un ángulo agudo hasta una línea de espesas aulagas; a la izquierda, un arroyuelo corría por el lado opuesto del desfiladero, lo que parecía actuar a manera de protección, pues quitaba gran parte de la luz de su ruta. Cuando entraron en la parte más estrecha de la garganta, el sonido de sus botas resonó de extraña forma en las paredes, y después, al final, el paisaje se abrió para revelar el humo que subía perezoso de los techos de diminutas cabañas, la gente que trabajaba en los campos y los rebaños de ganado que pastaban en paz. Una perfecta escena pastoril.

– Debían de saber que veníamos -dijo Fabio, que marchaba junto a Áquila y, como él, se sorprendió ante la tranquila escena-. A lo mejor son tan dóciles como espera Ampronio Valerio.

– Me huele mal -replicó Áquila, mientras sus ojos miraban hacia atrás en busca del muro de roca que se cernía sobre su cabeza.

El ánimo de la avanzadilla se había aligerado ante aquella vista, cambiando de la aprensión temerosa a algo cercano al placer. Incluso Fabio se había contagiado.

– Es sólo que no quieres admitir que te habías equivocado.

– Cuando veamos el campamento de Quinto Cornelio haré algo más que admitir que me había equivocado. Incluso me acercaré a Ampronio Valerio y me disculparé.

– Yo no me molestaría, sólo serviría para que te hiciera azotar por insolente.

– ¿Por decirle que me había equivocado?

– No. Por informarle de que tuviste la osadía de pensar, aunque sólo fuera por un segundo, que él no era un genio.

El río, que había sido un arroyo gorgoteante en lo alto de la colina, se convertía en un torrente que crecía según aumentaba la caída y el agua entraba a la fuerza en el estrecho desfiladero. Las gotas salpicaban y cubrían sus rostros, un alivio bienvenido en el calor asfixiante. Llegaron a la salida del desfiladero y se dispersaron por el valle. La caballería había cumplido sus órdenes, cabalgando más hacia delante, y de paso había alertado a la tribu de su presencia, por lo que una partida de hombres se acercaba a pie, llevando comida y vino como regalos. El hombre de en medio, que parecía ser el cabecilla, llevaba ricos adornos, como una gargantilla de plata y oro, además de varios torques de oro en sus brazos. Todos los demás llevaban algún tipo de decoración preciosa, lo que produjo gran alboroto y excitación entre las filas de los legionarios romanos.

Las otras unidades habían cumplido su parte y se desplegaron a la retaguardia de la cohorte de Áquila, y ahora Ampronio se puso al frente, con la espada aún en mano, mientras los hombres de la tribu se aproximaban. El cabecilla se detuvo y se dirigió al romano en su propia lengua. No era exactamente la misma que Gadoric le había enseñado a Áquila, pero este pudo reconocer algunas de las palabras. Otro de los hombres, uno que llevaba ropas sueltas, se había situado entre su cabecilla y Ampronio, y parecía estar interpretando tranquilamente el discurso, que parecía ser uno de bienvenida, en latín.

El cabecilla hablaba en voz alta para que los que estaban con él pudieran compartir sus peticiones y Áquila oyó la palabra «paz». También reconoció la expresión que empleó el cabecilla, que indicaba que él estaba bajo la protección del estado romano. El nombre del anterior gobernador, Servio Cepio, sonó claro, pues fue pronunciado en latín, pero Áquila perdió el resto. Depositaron las cestas de comida a los pies de Ampronio y los hombres que las llevaban se inclinaron ante él. Durante todo el tiempo él permaneció en pie, tieso y envarado, interviniendo con pocas preguntas, pronunciadas suavemente, y después, cuando el cabecilla terminó, dio la vuelta y regresó a donde estaba Tulio, cerca de la fila de legionarios.

– Esto va a ser incluso más fácil de lo que pensaba. Dicen ser aún amigos de Roma. No saben que estamos al corriente de sus planes.

– ¿Y lo estamos, señor? -preguntó Tulio-. sólo tenemos la palabra de los avericios y yo no confiaría en ellos mientras no podamos vencerlos. ¿No deberíamos dejarlos estar hasta que no estemos seguros?

– ¿Y dejar que se rebelen? ¿No has visto lo que llevan puesto? Ese jefecillo lleva encima oro suficiente como para comprar un equipo de carros. -El entusiasmo iba creciendo en su voz-. Y es metal local, incluso se han ofrecido a mostrarme cómo lo extraen del río.

– Pero, si son una tribu protegida…

Tulio no pudo acabar.

– ¿Por qué siempre cuestionas mis órdenes? Si quieres mantener tu rango actual, harás lo que yo te diga. Son celtíberos. Si son clientes de Roma, eso significa que han traicionado a los suyos. ¿Cuánto tiempo crees que pasará antes de que nos hagan lo mismo a nosotros? Si no es este año, será el que viene. -Ahora Tulio estaba firme, mirando por encima de la cabeza del tribuno-. Cuando dé la orden ¡acabad con ellos!

– ¿Con todos ellos?

– Menos con ese tipo que lleva las ropas sueltas, que ese habla latín. Puede ayudarnos a convencer al resto de la tribu de que se rinda.

Ampronio pudo ver que Tulio estaba preocupado. No le molestaba la matanza, llevaba demasiado tiempo en las legiones para eso; era la naturaleza de las futuras víctimas lo que causaba problemas al centurión. Si aquellos hombres eran aún clientes de Roma, tenían que estar a salvo de ataques.

Ampronio lo miraba fijamente y tomó una decisión repentina.

– Tú sugieres que enviemos un mensaje a Quinto Cornelio, centurión. He reconsiderado tu petición. Ahora considero que sería bueno hacerlo y, puesto que tú eres un famoso corredor, lo único apropiado es que lo lleves tú. Infórmale de que estoy a punto de aplastar una rebelión de los mordascios, y que regresaré al campamento principal con buen ganado y cierta cantidad de prisioneros. Puedes llevarte un manípulo.

El tribuno arrojó su arma apuntando justo hacia Áquila.

– Llévate a ese.

– ¿Qué pasa? -preguntó Fabio, alarmado por el gesto de la mirada del tribuno.

– Sea lo que sea, «sobrino», nosotros estamos fuera. Ese cabrón nos envía a otro sitio.

– Estaría mejor si fuera sólo -dijo Tulio, consciente de que ochenta hombres en marcha presentaban mejor blanco al enemigo que un sólo corredor.

Ampronio aún estaba mirando a Áquila y su voz sonó llena de sarcasmo.

– ¿Cómo puedes decir eso cuando tienes a un héroe reconocido en tus filas para protegerte?

No había nada que el centurión pudiera hacer. Cuando Tulio se dio la vuelta para ordenar que el manípulo de Áquila saliera de las filas, oyó que Ampronio llamaba al siguiente centurión sénior. Aquel hombre quería que él, con sus dudas, se quitara de en medio, así como Terencio, junto con los hombres que estaban con él, de los que Ampronio sospechaba que habían sido contagiados del pesimismo de Áquila. Dio sus propias órdenes, que hicieron que Áquila y sus hombres dieran un paso adelante, giraran a la derecha y marcharan dándoles la espalda a la manera oficial, por los espacios que quedaban entre las demás formaciones. Mientras volvían al estrecho desfiladero, pudieron oír a Ampronio dando órdenes a las tropas para que se acercaran en la misma posición que asumían antes de entrar en batalla.

– ¿Contra quién planean combatir? -preguntó Fabio, que aún estaba confundido por lo que había pasado.

Áquila no estaba escuchándole. Estaba concentrado en el suelo que tenían bajo los pies.

– ¡Silencio! -gritó Tulio enfurecido, y su voz levantó el eco de las paredes desnudas. No estaba contento, pues sospechaba que su carrera como centurión acababa de llegar a su final.


Los hombres que se escondían en las colinas los vieron marchar, y resistieron la tentación de atacarles. Quizá después de que destruyeran a los romanos en el valle, podrían salir a perseguir a aquella fuerza más pequeña, pero incluso aquellos a los que ya habían atrapado podían esperar. Dejarían que les hicieran lo peor a los mordascios, para que las otras tribus vieran cómo recompensaban los invasores a aquellos que se ponían de su parte contra los de su propio pueblo. Cuando el verdadero enemigo hubiese saqueado el valle y reunido todo su botín en un lugar, sería el momento de hacerles saber que estaban aislados.


– Huele a gato encerrado.

– ¿Te refieres a tus pies? -dijo Fabio y Áquila lo miró, esperando que su gesto le haría callar.

– Tengo mis órdenes -dijo Tulio con gesto sombrío-. Si Ampronio quiere meterse él solito en problemas, es asunto suyo.

– Podría encontrarse con algo un poco peor que problemas -Tulio se encogió de hombros, mientras mojaba su mendrugo en la calabaza llena de vino picado-. Venga, Tulio. Una de las tribus contra las que hemos tenido que luchar una y otra vez nos dice que los mordascios tienen planes de volverse contra Roma. ¿Y qué hace nuestro noble centurión? ¿Reírse en su cara? No, escucha los cuentos sobre la riqueza que han acumulado los mordascios, se relame y piensa en la fortuna que puede hacer.

Tulio estaba incómodo, allí tirado en medio de ninguna parte. Podía afirmar su autoridad, pero dudaba de que Áquila la reconociera, así como sabía que si preguntaba a sus hombres, estos se decantarían por su compañero legionario en vez de por él.

– ¿Cómo sabes que no están pensando en rebelarse?

Áquila decidió que una pequeña exageración no le haría daño.

– Hablo un poco su idioma.

Todas las dudas que Tulio y los que eran como él tenían sobre la talla y el color de Áquila se reflejaron en la mirada que le lanzó.

– ¿Qué?

– Los mordascios hablaban de paz, reafirmaban su fidelidad a Roma y ofrecían alimentarnos. No me suena a gente que se esté rebelando. ¿Qué te dijo Ampronio antes de ordenar que nos marcháramos?

Ahora la mayoría de los hombres se había reunido a su alrededor, ansiosos por escuchar lo que tenía que decir. Nunca habrían aceptado un no por respuesta.

– Dijo que iba a matarlos.

Áquila golpeó con el puño la roca en la que estaba sentado.

– Dije que aquello apestaba. ¿No notaste nada cuando salíamos de allí?

– ¿Como qué?

– Como un montón de huellas de cascos en el camino.

– ¿Y qué? -dijo Tulio con una sonrisa triunfante-. Nuestra caballería pasó por allí.

– Antes de que pasáramos nosotros, Tulio. Todo el destacamento marchó por ese camino. Cualquier huella dejada por nuestros hombres habría quedado indistinguible. Esos caballos pertenecían a otros, a alguien que siguió ese camino después de que lo usáramos nosotros -Áquila pudo ver el gesto en el rostro de Tulio. El conflicto que tenía en su mente se reflejaba en sus ojos-. Antes de que me digas que sólo estás siguiendo órdenes, déjame que te diga yo algo. Me importa un bledo Ampronio Valerio, pero hay muchos hombres buenos ahí abajo y creo que se han metido directamente en una trampa.

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