Capítulo Once

Si la tribu íbera de los avericios llegó a tener alguna oportunidad, esta se esfumó al recibir Quinto los despachos de Roma; llegaron justo cuando estaba dejando el campamento. Bastante malo era enterarse de que, al final, los equites habían conseguido la igualdad en los jurados; Quinto ya sospechaba que, con la muerte de Lucio, el Senado tendría que rendir ese privilegio en algún momento. Pero fue el hecho de que su hermano lo hubiera apoyado lo que inflamó su rabia. Podría protestar hasta el día de su muerte, pero nadie creería que Tito había actuado sin su consentimiento. Ahora no era cuestión de conseguir un triunfo para elevar su prestigio, sino que se había convertido en algo esencial conseguir uno sólo para salvarlo.

Marcelo se unió a él cuando aún se estaba tirando de los pelos, así que no se ganó ningún aplauso por el aspecto apropiado y el porte militar de sus hombres, ni tampoco se alegraron las legiones del cónsul al ver que se sumaban a sus fuerzas, puesto que eso sólo incrementaría el número de soldados a la hora de repartir las ganancias de sus saqueos. Quinto ya estaba algo calmado cuando por fin se permitió a Marcelo presentarse ante él.

La recepción fue gélida, pues sólo ver al joven tribuno fue suficiente para traer hirviendo a la superficie todo el resentimiento del general, de forma que apenas pudo conseguir ser correcto. Cuando Quinto le había mandado llamar, tenía toda la intención de que Marcelo Falerio desempeñara un papel destacado en la batalla que se avecinaba; sólo un general ganaba verdaderamente prestigio de algo así, pero podía permitirse que se contagiara un poco a los demás, aunque cualquier cosa que consiguieran siempre quedaría ensombrecida por el papel del comandante. No sería así para Marcelo: de repente le informaron de que tenía que tomar posición detrás de sus hombres y formar un escudo defensivo tras la fuerza principal.


Sorprendieron a toda la tribu en campo abierto, una larga hilera de carros, hombres, mujeres y niños a pie que intentaban huir de la ira de los romanos. Costeti, su caudillo, que había enviado un mensaje a Breno pidiéndole ayuda, mantenía su vista fija en el horizonte del oeste. Si los duncanes y algunas de sus tribus protegidas acudían en su ayuda, su fuerza combinada frenaría la persecución. No serían capaces de derrotar a los romanos en una batalla campal, pero al menos los avericios escaparían.

La única nube de polvo se levantaba al este, mientras las legiones, moviéndose por una vez más deprisa que sus enemigos, rebasaban a su presa. En el oeste no había nada más que un cielo despejado. Enviaron emisarios a Quinto ofreciendo someterse a su yugo, incluso a comerse la hierba del campo si firmaban la paz, pero fueron rechazados. Lo mismo ocurrió con la oferta de los líderes tribales de entregarse si se perdonaba la vida a los demás: Quinto quería batalla.

Sin más opción que luchar, sacrificaron su ganado y quemaron sus carros para que así no cayeran en manos enemigas; después formaron en silencio, mientras esperaban a que llegaran los romanos, intentando ignorar las acciones de las avanzadillas. Áquila, en primera línea, empezó a avanzar con el sonido de los cuernos, maldiciendo en voz baja por verse obligado a hacer aquello. Sus oponentes, enardecidos y aguijoneados al fin para entrar en acción por las avanzadillas, acallaron su conciencia al cargar contra las filas romanas, simplemente porque, puesto que la otra opción era morir, había menos deshonra en matar ahora. Aquello enseguida dejó de ser un campo de batalla, una vista amplia de filas de guerreros enfrentados; la lucha se fue reduciendo a un tira y afloja entre el enemigo que estaba en frente y los dos hombres que había a cada lado.

Los cuernos volvieron a sonar y la infantería más pesada, los principes, con el viejo Labenio a la cabeza, atravesaron la primera línea y reanudaron el combate. Los avericios, más acostumbrados a luchar a caballo que a pie, no pudieron resistir el peso del ataque romano. Su frente se rompió, pero no había a dónde ir, pues Quinto había enviado su caballería a rodear los flancos para cortarles el paso. Murieron sin rendir sus posiciones, en un círculo decreciente de guerreros a ninguno de los cuales se dio cuartel. Áquila no vio a Labenio, que, tan bravo como siempre, murió de un lanzazo que le alcanzó justo cuando ordenaba a sus hombres que emprendieran la carga final. Marcelo, bien en retaguardia, vigilaba mientras los demás se encargaban de la lucha, y ya estaba seguro de que no iban a requerir a sus hombres. La prueba de lo lejos que había llegado al volver a ponerlos en forma para que fueran una unidad de combate preparada estaba en que él no era el único decepcionado.

Contaron los muertos en el propio campo al final, y el resultado hizo de Quinto un hombre feliz, pues superaban con mucho los cinco mil, la suma requerida para que un general reclamara su triunfo. Sus propias bajas fueron mínimas y los despojos, una vez que se reunieron las posesiones de los avericios y se añadieron a los que Ampronio había cogido de los mordascios, agradarían al tesoro público, mientras que la pila de armas sería bastante alta como para llenar de alegría a la multitud cuando ellos desfilaran por las calles de Roma. Las mujeres y los niños supondrían menores ganancias como esclavos que los hombres, pero dada su cantidad, ayudarían a hacer de Quinto un hombre más rico de lo que era ahora. La tierra de los avericios sería suya, y la minería y extracción de plata, ahora que los mordascios habían sido aniquilados, también recaería en el cónsul, una fuente de ingresos a largo plazo para las arcas de los Cornelios.


– Bien, Ampronio Valerio, ¿tienes alguna sugerencia sobre el paso que daremos a continuación?

El tribuno, que estaba sólo en la tienda con su comandante, no dijo nada, pues la manera en que lo miraba Quinto no presagiaba nada bueno. Desde que el general había dado la orden de atacar a los avericios, él se había considerado absuelto de toda culpa por la masacre de los mordascios; ahora supuso que había sido demasiado optimista.

– Estás aquí tú sólo por una razón. No quiero que otros oigan lo que estoy a punto de decirte.

– Lo entiendo, Quinto Cornelio.

A Quinto se le agrió el gesto.

– Dudo que lo entiendas, Ampronio. Estuviste a punto de perder a doscientos cincuenta hombres y, al mismo tiempo, destruiste a una de las pocas tribus de la provincia cuya lealtad estaba fuera de toda duda.

– Mi general, yo…

– Silencio -Quinto interrumpió sin levantar la voz, pero el efecto fue el mismo-. Mereces que se te despoje de tu rango y se te azote, ese tipo de humillación pública que haría que tu familia cubriera su cabeza de vergüenza.

Quinto esperó a ver si el joven decía algo. Le agradó que el tribuno permaneciera en silencio y firme.

– Sin embargo, hay otras cosas que tener en cuenta. Quiero que sepas que, puesto que me has obligado, he actuado por el bien de Roma. Provienes de una familia patricia de buena posición, una familia de cuyo apoyo siempre he disfrutado.

Ampronio no era del todo tonto, sabía que ahora ese apoyo tenía que ser incondicional, o Quinto levantaría una acusación contra él en el Senado. Los cargos serían difíciles de refutar y sería imposible sobrevivir con los recién formados tribunales llenos de caballeros, ansiosos por arrancarle la cabellera a un patricio. En esto no había límite de tiempo; Quinto podía esgrimir esa posibilidad contra él durante años, y eso también afectaría a su padre mientras viviera. El cónsul levantó un sólo dedo, haciendo con él un gesto para remarcar cada argumento.

– Por principio, en el caso de los bárbaros, Roma debe ser vista como poderosa, antes de que nos vean como justos. Ahora, ¿qué propones que deberíamos hacer con ese Áquila Terencio?

La pregunta desconcertó a Ampronio, que, cuando había pensado en todo aquello, normalmente había imaginado una cuchillada rápida por la espalda. No habían intercambiado una palabra desde el asunto del desfiladero, pero la mirada de aquel hombre había sido suficiente para engendrar auténtico odio en la mente de Ampronio.

– Podríamos, por hacer una concesión, premiarle con una corona de asedio -dijo Quinto.

– ¿Qué? -Ampronio soltó la palabra sin pensarlo.

– Desde luego merece una corona cívica -continuó Quinto con suavidad, como si Ampronio no hubiera hablado-. Ya habría tenido una de esas antes si hubiese mantenido la boca cerrada.

El tribuno habló apresuradamente, enfadado porque el cónsul estuviera pensando en condecorar a aquel hombre.

– Él no asedió nada, mi general, y lo que consiguió lo hizo con mis hombres, nominalmente bajo el mando de un centurión. Se supone que la corona de asedio se concede por las acciones de un hombre que actúa en solitario.

La voz del cónsul sonó fría como el hielo.

– No intentes aleccionarme sobre las normas que rigen la concesión de galardones. Tendré que justificar tus acciones ante el Senado, incluyendo la masacre que perpetraste en aquel valle.

– Por el bien de Roma -replicó Ampronio sin convicción, intentando usar las palabras de su comandante contra él.

– No es algo sobre lo que todo el mundo vaya a estar de acuerdo. Debemos mantener que los mordascios estaban dispuestos a rebelarse, pues sólo eso justifica tus actos. Lo único que falta es el tema de la justa recompensa para el hombre que te salvó el pellejo. Tiene que recibir algo, incluso aunque sea el paleto más indisciplinado que he tenido la desgracia de conocer. Supongo que estarás de acuerdo.

Dadas las alternativas, no había posibilidad de elección. Quinto sonrió.

– Bien. Me remitirás el informe pertinente, yo accederé a tu petición y se otorgará la condecoración.

Quinto volvió a sus papeles y Ampronio, entendiendo que se le permitía marchar, saludó y se dio la vuelta para salir. Quinto habló a su espalda.

– Otra cosa. Puesto que Espurio Labenio ha muerto, necesitaremos una votación para elegir al primus pilatus. Habla con tus camaradas tribunos y diles que consideraré un problema que Terencio no reciba todos sus votos. Al fin y al cabo no podríamos otorgar la condecoración más alta de la República a ese tipo sin ascenderlo. Dado que esos hombres se quedarán aquí y que no hay sitio más peligroso en la legión, por la alta incidencia de muerte para su poseedor, quisiera que se le concediese el cargo.


Enterraron a sus muertos con la debida ceremonia y Áquila, como reemplazo, dijo la oración funeral por Espurio Labenio, para la que compuso un discurso simple, pero con poder de hacer daño. Habló de una familia corriente de granjeros, incluidos los hijos del primus pilatus, que había muerto por la República, pidiendo y recibiendo una pequeña recompensa comparada con la que se concedía a hombres menos dignos que cosechaban gran riqueza y poder de la sangre de los romanos corrientes. Quinto se enojó por el tono del discurso, que iba claramente dirigido a él, pero necesitado de restaurar su dignidad senatorial, decretó que en señal de honor las armas y condecoraciones de Labenio debían devolverse a Roma para ser dedicadas a Marte, dios romano de la guerra, y que permanecieran en su templo, donde servirían de inspiración para otros. Tras las ceremonias funerales, Quinto subió a la plataforma de oración para dar las gracias a sus hombres y despedirse.

– Hubo una época, no hace mucho tiempo, en que hubiera podido llevaros de vuelta conmigo a Roma. Si el Senado quiere condecorar mi humilde frente…

Una sonora pedorreta se elevó de entre las filas. Áquila, que permanecía delante de sus hombres, sospechó que había sido Fabio, recién ascendido a princeps para servir junto a su «tío». No se dio la vuelta, pues hacerlo hubiera sido reconocer que el sonido provenía de su sección. Quinto quedó algo perplejo, tanto por el sonido como por la risa contenida que lo siguió.

– No marcharéis detrás de mí, como en los viejos tiempos, pues hay mucho que hacer aquí en Hispania, pero vosotros, mis propias legiones, siempre estaréis en mis pensamientos.

Áquila gritó con voz de plaza de armas.

– ¡Silencio en las filas!

Tuvo el mismo efecto que el previo insulto de Fabio.

– Adiós -dijo Quinto a toda prisa. Después, su voz asumió un tono airado y miró directamente a Áquila-. Y que los dioses os brinden lo que tenéis bien merecido.


– Vamos, Marcelo -dijo Quinto con una cordialidad de la que había carecido excepcionalmente en los últimos tiempos-. Has tenido tu primera campaña, has tomado parte en una batalla y ahora ya puedes regresar a Roma y participar de mi triunfo. No está mal para ser tu primer destino.

– Preferiría quedarme aquí.

– ¿Qué? ¿Y servir bajo las órdenes de alguien que no te conoce?

– La lucha está aquí, Quinto Cornelio.

– Te equivocas, muchacho, la verdadera lucha está en Roma. Es hora de regresar y encender un fuego bajo esos mimados culos senatoriales. Hablando de culos, me pregunto cómo le estará yendo a la dama Claudia con su nuevo marido.


Sextio viajaba con estilo. Era un hombre al que le disgustaba la incomodidad, así que cada propiedad que visitaba tenía una villa adecuada para alojarle. Y puesto que encontraba casi intolerable la compañía de los bucólicos campesinos, al final estuvo dispuesto a admitir que tener a Claudia a su lado hacía más grato su viaje. Siempre le preparaban una demostración, organizada por sus capataces, para mostrarle lo feliz que era la vida de sus esclavos y jornaleros. Esta vez consistía en una comida asada en un espetón, sosa y sin especias, de una manera que él despreciaba, seguida de unos cánticos que le maltrataron los oídos y unos bailes tan primitivos que le hicieron estremecer, todo ello regado con un vino recio que sabía como si acabaran de sacarlo del fuego. Para un hombre tan maniático, todo ello fue una prueba irritante, parte necesaria de sus deberes como patricio.

Claudia, por otro lado, parecía estar disfrutando hasta el punto de que su marido se preguntaba cuánta de aquella ruda sangre sabina había sobrevivido en las venas de los Claudios durante aquellos últimos cuatrocientos años. No obstante, la forma en que ella cumplía su papel resultaba agradable; atendía a los enfermos, sanaba heridas tanto físicas como espirituales, discutía los problemas de las mujeres de una manera que él encontraba terriblemente embarazosa, ungía y lavaba a los bebés llorones, ignorando su suciedad. Sextio, encerrado con su capataz, aburrido hasta la desesperación terminal con listas de cifras, consideraba muy nobles y muy apropiadas aquellas actividades, aunque no sentía el más mínimo deseo de dedicarse a ellas.

– Me pregunto si no podría delegar todo este trabajo en un agente, querida. Todo esto de deambular por el campo es muy fatigoso.

Claudia, que incluso con una relación tan breve podía jugar con Sextio como si fuese una lira bien amada, sabía que era mejor no responder con un no inmediato.

– Si lo piensas mejor, querido, quizá puedas establecer una moda entre la mejor clase de ciudadanos.

– ¿De qué manera? -preguntó Sextio con avidez; siempre había tenido ganas de poner su nombre a algo así como una ley o una carretera. Incluso una moda le servía.

– Toma la delantera. Diles a todos tus conciudadanos terratenientes que te has hartado de las granjas. Al fin y al cabo, puede que sea un modo muy romano de hacer las cosas, pero no se puede decir que funcione para alguien de refinada sensibilidad.

El rostro de Sextio, tan ansioso, había asumido un gesto estirado mientras ella hablaba; le había costado años proteger su imagen de honesto ciudadano romano; lo último que quería era que la gente hablara de su sensibilidad. Para las mentes simples, había dos formas de vivir la vida en Roma: los hombres estaban destinados a vivir su vida al sol, sirviendo como soldados o como granjeros y debatiendo, o bien eran acusados de vivir junto a la linterna, leyendo, estudiando y propugnando su interés por los conceptos filosóficos, y en una sociedad tan marcial no cabía duda alguna sobre qué grupo levantaba la mayor admiración. Sextio había esquivado el ejército, había evitado las magistraturas y se resistía a la idea de discutir en público ante una multitud. Ante semejantes rasgos de carácter, no tenía mucho más con lo que proteger su reputación, es decir, que su escaso interés por la agricultura sólo le conduciría a ser considerado un decadente.

– ¿Cómo va tu pequeño proyecto? -preguntó, cambiando repentinamente de tema.

– De haber sabido cuántos niños son abandonados, nunca hubiera empezado con esto.

Su marido se inclinó hacia delante, y su rostro parecía lleno de preocupación.

– No debes fatigarte, querida mía.

Claudia suspiró, y después su rostro se iluminó.

– Acabo de tener una idea, Sextio. Voy a contártela, a ver qué te parece. -Acarició el antebrazo de él y luego suspiró llena de asombro y gratitud-. Tú eres mucho más sabio que yo. ¿Crees que eso tiene importancia? Me refiero al número de niños abandonados.

Evidentemente él pensaba que no, incluso aunque asintió con entusiasmo para hacerle un favor.

– Es uno de los pilares del estado, Claudia. Nosotros los romanos siempre tenemos una idea clara de lo que está sucediendo en las tierras que controlamos.

– Y aun así esa información, por lo que yo sé, no está disponible.

– ¿No? -replicó él con cierta sospecha.

– ¿Y si continúo mi trabajo, tomo nota del número, pero no de los nombres de los niños abandonados? Así después tú puedes presentar las cifras al Senado, sin alabar ni condenar esta práctica, para arrojar algo de luz sobre una zona oscura del comportamiento. Podrían quedar impresionados; y si es así, desde luego que le pondrían tu nombre al informe.

Nada interesaba menos a Sextio que los bebés, especialmente los que eran abandonados a la muerte en laderas yermas.

– Yo haría todo lo que fuese necesario -continuó Claudia-, pero, por supuesto, como simple mujer, no me atrevería a reclamar ningún mérito.

Aquello atrajo poderosamente a su marido; en su mente podía verse en pie en la curia hostilia, mientras los hombres quedaban boquiabiertos por su perfil así como se maravillaban por su noble propósito.

– De Sextio, dirían todos, pensábamos que era un poco diletante, y mientras tanto él ha estado trabajando con afán en esto. He aquí un verdadero romano ¡Tanto elogio y sin ningún trabajo a cambio!

– Pero, creí que ya te había propuesto eso, querida, ¿o sólo me lo imaginé?

Mientras viajaban hacia la villa, que estaba justo fuera de las murallas de Servio, Cholón estaba realmente asustado, aunque no había nada que Quinto pudiera hacerle. De alguna manera se había enterado del papel del griego en el asunto de los tribunales, y por eso le había ordenado que se presentara ante él para dar explicaciones; como aún estaba en su año consular, era una llamada que no se podía ignorar. No le asustaba la violencia física, pero le disgustaba la confrontación, incluso con gente que no le importaba. No cabía duda de que aquello era el cuartel de un general triunfante; eran soldados y no lictores los que protegían a su ocupante, y los trofeos que no resultaban dañados por los elementos estaban apilados en el patio. Cholón retrasó a propósito su llegada al estudio del cónsul mostrando un exagerado interés en los numerosos carros decorados.

– ¿Se me va a ordenar que me siente? -preguntó cuando al fin se le ordenó que compareciera, mientras pensaba en si el temblor de su voz sería tan evidente.

Quinto asintió con un movimiento de la mano. Sus ojos estaban fijos en Cholón desde que este había entrado en el cuarto y así permanecieron, como si aburriendo al griego fuese a obtener la información que quería sin la necesidad de hacer una sola pregunta. Lo que pretendía intimidar a su visitante tuvo el efecto contrario; la treta era tan obvia que casi le hizo reír y sintió que la tensión de su mente se evaporaba.

– Estás engordando, Quinto -le dijo.

– ¿Cómo?

– El ejército normalmente hace adelgazar a un hombre, es decir, a menos que sea propenso a la glotonería.

– ¿Te queda algo de lealtad a la familia de los Cornelios? -preguntó Quinto con los ojos brillando de ira.

– Apreciaba a tu padre, me gusta Claudia y soy amigo de Tito.

– ¡Serías un muerto de hambre sin nosotros!

Cholón no dejó que su enfado saliera al exterior; hacía mucho tiempo había aprendido que para Quinto era difícil lidiar con un argumento puramente racional.

– Estoy seguro de que me diste todo lo que tu padre me legó, con la gran bondad de tu corazón.

– Yo habría dejado que te pudrieras en las cloacas.

– Es mi turno, Quinto -replicó con afectada languidez-. Ten cuidado. ¿Te das cuenta de que acabas de decir la verdad sin adorno ninguno?

Tuvo la impresión de que Quinto, al levantarse bruscamente de su silla, iba a pegarle. Volvió a sentir un nudo en el estómago por el miedo, pero permaneció quieto, determinado a mantener la sonrisa en su rostro. En vez de golpearle, el otro hombre golpeó su escritorio.

– Trabajas contra nosotros, y lo que aún es peor es que estás empleando nuestro dinero para hacerlo.

– ¿Quieres decir tu dinero y tus intereses, Quinto?

– Viene a ser lo mismo.

– No lo creo.

– Convenciste a mi hermano para que participara de esta estúpida acción. Maldita sea, Tito hará cualquier cosa que le digas.

– ¿Cómo te las arreglas para comandar un ejército?

Aquello le sorprendió, especialmente porque en aquel mismo momento estaba ocupado preparándose para su triunfo.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Bueno, por un lado, tienes un buen concepto de mis capacidades. En segundo lugar, tu hermano hace lo que quiere. Nadie le dice qué hacer, incluido tú, si me permites decirlo. Si eres tan malo juzgando a las personas, creo que es peligroso confiarte un mando militar.

– Me gustaría que ahora estuviéramos en Hispania, Cholón -dijo entre dientes-. Alimentaría a los lobos contigo.

El griego se levantó de golpe.

– ¡No sé por qué he venido! Aun con tu imperium consular tenía que haberme negado. Deja que te dé un consejo, Quinto. -El cónsul abrió la boca para hablar, pero Cholón, cosa inusual en él, levantó la voz para cortarlo-. ¡Escucha! La ley ya ha sido aprobada. Nunca conseguirás que alguien crea que no tuviste que ver con esto. Si quieres salvar algo para ti, haz de la necesidad virtud. La primera vez que veas a Tito en público, abrázale.

– Lo que quiero es abrazarlo con dos hachas.

– Te doy ese aviso porque eres el hijo de Aulo. Por lo que a mí respecta, puedes irte al Hades en un barquito de papiro.


Marcelo Falerio, que aún vestía su uniforme de tribuno, estaba esperando para ver a Quinto. Saludó a Cholón cuando salió, sin aludir en absoluto, ni siquiera frunciendo el ceño, a las voces que acababa de oír. Quinto aún echaba chispas cuando entró, pero el cónsul le sonrió, apartando de su mente las palabras que le había dicho el griego.

– Me honra que hayas decidido visitarme -dijo mientras Marcelo se sentaba.

– Estoy preocupado, Quinto Cornelio.

El rostro del cónsul asumió un gesto de profunda inquietud.

– ¿Preocupado?

– Sí. Como sabes, el próximo gobernador de Hispania Ulterior va a ser Pomponio Vitelo. -Quinto asintió, pero no dijo nada-. Le he planteado mi regreso a Hispania como uno de sus tribunos.

– Continúa -dijo Quinto cuando el joven se calló.

– Tenía buenos motivos para creer que estaba a favor de mi idea. De hecho parecía entusiasmado de verdad, aunque esta mañana cuando lo he visitado, sus maneras habían cambiado totalmente. Se me informó con brusquedad de que un puesto semejante era imposible.

Quinto extendió sus manos en un gesto que decía que entendía el problema, pero que no sabía qué hacer al respecto.

– Bueno, me preguntaba si podrías interceder a mi favor. Creo que tienes cierta influencia sobre los Pomponios.

– Alguna tengo, pero dudo que sea suficiente para hacerle cambiar de idea.

El rostro de Marcelo se entristeció. Quinto se inclinó hacia delante y dio unas palmaditas en la mano del joven, y su voz sonó con un tono empalagoso que habría hecho sospechar a un hombre más mayor.

– No necesitas que ningún Pomponio te ayude. Yo soy tu patrón, así que buscaré que consigas los puestos adecuados y, con el tiempo, te ayudaré para que alcances todas las magistraturas necesarias.

– Soy consciente de eso, Quinto Cornelio, pero me gustaría ir a algún lugar donde haya algo de lucha.

– Eso es loable, Marcelo, muy loable -replicó Quinto, satisfecho por dentro de que Pomponio hubiera captado la indirecta-. Pero, con tu boda dentro de un par de semanas, seguramente sería mejor que dejaras pasar este asunto.


Valeria Trebonia se había convertido en una Vispania mientras él estaba en Hispania; su matrimonio con Galo Vispanio había sido arreglado por su padre, desde luego, aunque se había consultado a la chica respecto a sus preferencias de una manera casi única en la familia de los Trebonios. Apenas parecía molestarle que Galo, su futuro marido, fuese un granuja libertino; cliente habitual de la mitad de los burdeles de Roma. Era propenso a regresar a su puerta ensangrentado y borracho, con el contenido de su cena esparcido por sus ropas, Galo no era en absoluto del tipo de Marcelo, pero este decidió visitarla de todas formas, y su excusa era que debía felicitar a Valeria. Se requería que avisara por adelantado de su intención en casa de los Vispanios, cosa de la que se ocupó antes de visitar a Quinto, de ahí que se sintiera molesto a su llegada, cuando le dijeron que Galo estaba ausente -algo que no le sorprendió en absoluto cuando de todas formas le invitaron a entrar y después le hicieron pasar a los aposentos de Valeria.

– He venido para felicitaros a Galo y a ti.

Valeria le dedicó una sonrisa conspiradora.

– ¿Estás seguro de que no comprobaste antes que estaría sola?

– Desde luego que no -le espetó Marcelo, tan enfadado como avergonzado.

– No. Puede que no. -Estiró un dedo para acariciar el relieve de oro de su coraza-. Y pienso que has venido en uniforme especialmente para mí.

– Debo irme, esto no es apropiado -soltó él-. Y estaría agradecido si, en el futuro, no siguieras con este comportamiento.

– Tienes razón, Marcelo, después de todo ahora estoy casada. Sería una crueldad provocarte.

El énfasis en la palabra «provocarte» hizo que él se ruborizara ligeramente. Ella se movió hacia él hasta que estuvo muy cerca. Su boca estaba un poco abierta, lo justo para mostrar la hilera superior de sus blancos dientes y sus ojos recorrían el cuerpo de él, malinterpretando el cuidado que Marcelo había puesto al prepararse para esta visita como un tributo a ella, no a Quinto Cornelio. Su voz sonó levemente ronca cuando habló.

– Has estado en una batalla, Marcelo. Mi hermano me lo contó.

El quiso decir que no, para ser honesto y admitir que simplemente había vigilado desde los lados, pero el tono de voz de ella le detuvo. Sabía que lo admiraría más si suponía que era valeroso.

– Una tribu bárbara atrapada y aniquilada -dijo ella-. Dicen que las mujeres capturadas llegan a miles. Imagina el trato que habrán recibido de nuestras victoriosas tropas. Tienes que contármelo todo: el ruido, el estruendo de las armas, el aspecto y el olor de la sangre.

La mano de Marcelo estaba a punto de tomar su brazo cuando ella se apartó, y su voz sonó ahora suave y aniñada.

– Pero no debes visitarme cuando Galo esté en las carreras. ¿Qué diría la gente de un soltero visitando a la esposa de otro hombre?

El significado era lo bastante claro, pero muy dentro de sí Marcelo sentía que aquello en realidad sólo era una extensión de las provocaciones de Valeria; que después de su boda, si la visitaba, ella encontraría otra manera de excitarle, igual que se las arreglaría para evitar un verdadero lío.

– Es una cosita dulce tu Claudianilla. Casi como un chico. Quizá después de poseerla ya no quieras pescar en otras aguas. Pero si quieres, Marcelo…

Valeria soltó una carcajada, pues no tenía intención de comprometerse con nadie, ni siquiera con su marido.


La casa de los Falerios aún fue la sede de otro acontecimiento más. Marcelo permanecía en pie vestido con una toga sin adornos a un lado del altar familiar, y mantenía un ojo puesto en Valeria, que estaba allí con su nuevo marido. Galo era bajo y bastante rechoncho, su rostro estaba fofo y sus ojos parecían acuosos, pues había llegado sin dormir. Sonaron los címbalos y Marcelo dejó de inspeccionar a Galo para asegurarse de que todo estaba en su sitio, en especial que los dos banquitos cubiertos con vellones de oveja estaban preparados para recibir a la novia y al novio.

Claudianilla entró vistiendo un velo naranja brillante y en sus pies llevaba zapatos de color azafrán. Se arrodillaron en los banquitos mientras el sacerdote hacía los auspicios examinando un pollo sacrificado y sus entrañas, y declarándolos propicios. Marcelo sirvió la libación y la pareja comió el pastelillo sagrado. Después Claudianilla ungió las jambas de la casa para desterrar a los malos espíritus y se presentó ante Marcelo con tres monedas como señal de su dote; él, a su vez, le entregó los símbolos que indicaban el fuego y el agua.

Todo el grupo salió a la oscuridad para caminar por las calles en una larga procesión sinuosa, iluminada con antorchas, para que el pueblo pudiera desear buena suerte a la pareja, con algún que otro comentario procaz sobre cuál iba a ser el final de la noche, intercalado con deseos sinceros de que la unión fuese bendecida con hijos sanos. Tras bajar hasta el mercado y volver a subir la colina, el grupo se reunió ante las puertas de casa de Marcelo. Dos familiares de los Falerios levantaron en volandas a la novia con grandes vítores, y después entraron todos a tomar parte del banquete de bodas. En el momento apropiado, con más de un silbido, Marcelo se llevó a su novia fuera de la habitación llena de familiares e invitados. Unas sirvientas le quitaron las ropas de boda a Claudianilla, dejándola con una ropa suelta, sola en un dormitorio con un hombre al que no conocía.

Marcelo se sentía tan incómodo como la muchacha. Después de todo, ella sólo tenía catorce años. Tomó su mano en silencio y la condujo a la cama. Claudianilla se sentó mientras Marcelo atenuaba las lámparas de aceite. La costumbre le prohibía observarla desnuda, pero pudo ver la silueta de sus pechos aún sin formar bajo el vestido. Él levantó la tela por encima de la cintura de ella, dejando expuesta la parte baja de su cuerpo. A la trémula luz de las lámparas Marcelo pudo ver que era esbelta, aún de formas infantiles, con sólo una levísima insinuación de vello púbico. La poseyó rápidamente, ignorando el grito de dolor cuando rasgó su himen. Ella gritó como una cría, si bien por decencia intentó ocultar el hecho a su nuevo marido, tratando de convencerlo, con sus movimientos, de que el placer era la causa de sus sollozos.

El grito produjo más de un movimiento de cabeza en el banquete, donde aquellos que estaban esperando, los familiares cercanos de la novia y el novio, podían estar satisfechos porque se habían observado todos los requisitos apropiados. Los Claudios habían enviado una virgen al lecho matrimonial y los Falerios pudieron oír por la chica que Marcelo había cumplido con su deber. Brindaron por la pareja y los posibles frutos de su unión.

En el dormitorio, Claudianilla yacía sola. Parecía tener la parte baja de su vientre en llamas y rezaba para que Marcelo la dejara hasta que el dolor hubiese pasado. Se le concedió su deseo, pero no de la manera que le hubiera gustado.

En su inocencia no sabía que Marcelo no había podido llevar a buen término su unión. Se reservaba para Sosia, la silenciosa esclava que, en la oscuridad de un cuarto encortinado, podía ser cualquier persona que Marcelo deseara. Incluso ella, normalmente tan pasiva, sintió la tentación de llorar aquella noche, pues la presencia de él, su amo, borró de golpe cualquier esperanza que ella tuviera de verse relevada de su servidumbre carnal.

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