Capítulo Seis

El ejército romano era una fuerza de reclutamiento, no de voluntarios, y cada hombre convocado entraba en la clase militar que exigía su posición social, pero como en la mayoría de las cosas de la República, la teoría difería notablemente de la práctica. Roma tenía legiones activas permanentemente en tantos lugares que el reclutamiento había dejado de ser una simple leva anual. Era cierto que los cónsules, al aceptar una misión, formaban sus legiones cada año, pues nada mejoraba tanto la carrera de un hombre como una guerra victoriosa. Donde las cosas diferían de tiempos pasados era en que esos soldados raras veces se licenciaban.

El viejo legionario que estaba reclutando, un tipo llamado Labenio, engalanado de condecoraciones, miró a aquellos dos con recelo. Que un par de jóvenes bien plantados se presentaran voluntarios de aquella forma, normalmente significaba que habían cometido un crimen, y era posible que hubieran asesinado a alguien y estuvieran intentando huir de la justicia. Aquello no era algo que le preocupara; siempre y cuando mataran a enemigos de Roma, se daría por satisfecho, y en un ejército en el que los oficiales de su rango eran seleccionados mediante reñida competición para los puestos de otros soldados con experiencia, el número de reclutas que consiguiera era un tema de gran importancia. Los tribunos estarían más dispuestos a asignarle al mando de un centurión si demostraba que podía mantener la fuerza de su unidad.

El pretor comprobaría la clase a la que pertenecían en el rollo del censo, pero habían traído sus propias armas y petos, así sin duda serían aptos como hastarii. La legión se dividía en cuatro grupos sociales, según la riqueza: los velites, que actuaban en escaramuzas con armamento ligero; los hastarii, que hacían el primer ataque en batalla, y los principes, viejos soldados veteranos, los mejores de la legión, que seguían a los hastarii para sacar adelante el asalto. El grupo final eran los triarii, que constituían la primera línea en una batalla defensiva o formaban una pantalla para que la atravesaran los otros al retirarse de un ataque fallido.

Esta era la unidad, basada en principio en la posición social de los reclutas, que había conquistado el mundo mediante tácticas contundentes y entrenamiento severo, junto con un sistema de generosas recompensas y feroces castigos, ambos ideados para alentar el valor y poner freno a la dejadez. Áquila tenía que olvidar mucho de lo que había aprendido, porque la manera de luchar de un legionario no solía dejar mucho a la habilidad individual. Eran la fuerza conjunta y la férrea disciplina de las legiones lo que las hacía temidas por los ejércitos formales, así como por las tribus bárbaras.

– Instrucción, instrucción, instrucción -decía Fabio entre jadeos, con la cara roja por el calor y el esfuerzo, mientras el sudor corría a chorros desde debajo de su casco-. Casi no puedo recordar cómo era la vida sin instrucción. Mi lanza ya forma parte de mí, tanto que el otro día intenté mear a través de ella. -Áquila dedicó a su «sobrino» una mirada burlona y descreída-. Es fácil cometer un error, «tío». Soy un niño grande, ¿no lo sabías?

Áquila, que respiraba con esfuerzo, pero a ritmo normal, no tuvo dificultad en encontrar aliento para responder.

– Pues mírate la barriga, eso debería recordártelo.

Fabio reunió energía y oxígeno suficientes para protestar.

– ¿Qué barriga?

– La que solías llevar a cuestas en Roma, «sobrino». Eras una desgracia para el nombre de Terencio, y tu picha tendría que haber sido de la longitud de tu lanza para que te la vieras.

Fabio soltó una tensa risotada.

– ¡Cómo se puede ser tan cabrón! De todas formas, mientras puedas sentirla.

– Vosotros dos, en marcha -gritó su instructor-, u os doy un saco de piedras para que lo carguéis.

Fabio se puso en pie y, tras tomar su espada y su escudo, reanudó su ataque al poste acolchado, dando tajos y cuchilladas, pero, como ya era típico, reuniendo aún aliento para hablar.

– ¿De dónde saca este hombre las piedras? Pesan el doble que cualquier otra piedra que haya visto antes.

Aquello era un castigo blando: un saco lleno de piedras atado a tu espalda para recordarte que no se permitía haraganear, un peso que hacía que cada tarea, desde una marcha hasta arrojar lanzas, fuese mucho más dura. Protestar era peor que inútil; una vez te habías unido a las legiones, los oficiales eran dueños de tu vida. Podían golpearte, flagelarte, azotarte, romperte las articulaciones en la rueda o incluso matarte si robabas a tus compañeros o te dormías durante una guardia. Fabio era aficionado a decirle a su «tío», con el poco aliento que podía reunir, que alistarse en las legiones era la peor idea que había tenido nunca. Aunque Fabio se estaba poniendo en forma, pues el comentario de Áquila sobre su barriga era cierto: ahora estaba plano y su rostro había perdido su aspecto fofo. Ahora estaba flaco y bronceado, y podía correr y saltar con el mejor de ellos, arrojar su lanza, esgrimir su espada y embestir con su escudo contra su jefe con suficiente fuerza como para mutilar a un hombre.

Al ser un granuja ingenioso, Fabio era popular, y aunque en realidad nunca robó nada, infracción que se castigaba con la muerte, a la hora de interpretar las normas tenía la habilidad de tomarlas demasiado al pie de la letra, en especial en lo referente a adquirir cosas extra, como comida. Además de aquello, sentía un completo desdén por la propiedad permanente y le alegraba compartir con sus compañeros, en particular con aquel que estuviera un poco abatido. Mantenía también, sin que hubiera cambiado desde sus días en las tabernas y bodegas de Roma, su capacidad de beber en exceso, lo que no era una gran proeza en un campamento legionario en el que se controlaban con severidad cosas como esa.


Quinto Cornelio, cuyas legiones consulares eran aquellas, venía con frecuencia a examinar a sus tropas. Los tribunos reunieron a sus hombres delante de la plataforma de los oradores para que asistieran al nombramiento de los centuriones, hombres que sólo mantenían su cargo temporalmente y se enfrentaban a la reelección por votación anual. En la práctica, a menos que los tribunos pensaran que habían fracasado o que los considerasen demasiado viejos, quienes habían tenido un alto cargo solían ser reelegidos. Era asunto de cierta importancia para los hombres; lo último que querían era que los dirigiera algún idiota cuyo único talento fuese agradar a los tribunos.

Para los soldados rasos, aquellos nobles electores eran un grupo de hombres mucho más fáciles de engañar que los oficiales a los que iban a elegir. Los tribunos eran hijos de senadores y de los más ricos de los caballeros; sus edades variaban desde los jóvenes en su primer puesto militar hasta hombres que ya habían empezado el cursus honorum y tenían cargos de ediles. En teoría, ningún hombre podía presentarse al cargo hasta que hubieran pasado dos años desde su último nombramiento, y la mejor manera de mejorar una reputación y satisfacer los costes de ser magistrado estaba en el ejército, en una campaña victoriosa.

Áquila no podía apartar sus ojos de la caballería, los más ricos de entre los admitidos. Tenían que ser capaces de aportar sus propios caballos, así como sus armas. Los hijos de caballeros parecían demasiado elegantes y peripuestos, y, para él, unos jinetes mediocres. Tenían poco que ver con los otros legionarios, y se mantenían apartados de los soldados de infantería, pese a que aquellos hombres eran los encargados de cuidar de sus animales. La diferencia social se mantenía en el campamento de forma más rígida que en la ciudad, pero, en compañía de la caballería auxiliar -mercenarios traídos de lugares como Numidia y Tracia-, ejecutarían su tarea cuando llegara el momento, explorando y protegiendo a la legión antes de una batalla.

Los hombres vitoreaban y refunfuñaban mientras se pronunciaban los nombramientos, dependiendo de su manípulo, pero todos coincidieron en que los tribunos habían hecho un buen trabajo al volver a asignar al viejo Labenio el trabajo de centurión veterano, el primus pilatus. Tenía más condecoraciones que nadie del ejército, era tan fanático en su coraje como imparcial, y no era contrario a reprender a un oficial novato si este intentaba ser condescendiente con él.

El nuevo cónsul ordenó a los centuriones que pusieran a sus tropas en marcha, demostrando así que tenía buen ojo por la manera en que dispensaba elogios y vilipendios. Enseguida comenzarían su larga marcha por tierra hacia el norte, recogiendo a la caballería mercenaria y a las legiones auxiliares que proporcionaban los aliados de Roma. El conjunto formaría una columna de cinco leguas de longitud, con catapultas y equipo de asedio, mientras que los carros del bagaje y quienes seguían a la expedición, mercaderes y prostitutas, además de todas las mulas necesarias para transporte añadirían una cola de unas treinta leguas de longitud en la estela del ejército.


Un ejército romano se instruía sobre la marcha; primero, por la manera en que se formaba y marchaba, después, por la manera en que levantaba el campamento. Los responsables de la supervisión, tribunos y centuriones, cabalgaban a la cabeza, elegían un lugar para el campamento y delimitaban el perímetro; entonces izaban una bandera roja en el sitio más cercano al agua y disponían las posiciones de las carreteras y los terraplenes. Según marchaban por el emplazamiento, cada unidad asumía la tarea encomendada, y la tienda del cónsul se levantaba en el punto más elevado. Después se cavaba una profunda trinchera y se empleaba la tierra para formar un terraplén, doblando así la altura del perímetro defensivo.

Las legiones de Quinto no estaban en peligro mientras marchaban hacia el norte dentro de Italia, pero este deseaba que fuesen del todo eficientes mucho antes de que encontraran cualquier oposición. Los campamentos que construían solían parecerse a los que levantarían cerca de una posición enemiga, con fosos más profundos, terraplenes más elevados y estacas colocadas en lo alto del terraplén para añadir a la muralla defensiva. Mientras construían la primera muralla, la mitad de la infantería y toda la caballería se desplegarían en orden de batalla para proteger a sus compañeros que trabajaban. Una vez completada, los otros se retirarían por secciones para completar la tarea, sólo cuando el campamento estuviera terminado, el juramento pronunciado y los guardias dispuestos para la noche, podrían relajarse quienes no estuvieran de servicio. Es decir, a menos que sus oficiales quisieran emprender la instrucción con las armas.

A los legionarios veteranos que se encargaban de la instrucción no les costó mucho ver que Áquila ya era diestro en el uso de las armas. Cuando arrojaba su lanza, esta avanzaba mucho más derecha que la de los otros. Cuando pasaron de golpear postes a luchar entre ellos, su destreza con la espada era muy superior a la media aceptada. Todos los hombres de su manípulo estaban visiblemente impresionados, excepto, desde luego, su «sobrino».

– ¡Peligro! -exclamó Fabio mientras removía con brío la olla-. ¿Cómo podría estar en peligro? Lo único que tengo que hacer es esconderme detrás de Áquila. Sugiero que todos hagamos lo mismo, porque a él le gusta muchísimo luchar.

Los otros hombres de su sección sonrieron, y no sólo por aquella broma tantas veces repetida. El olor de la olla era mucho más interesante en la sección de Fabio que en las demás; les desconcertaba de dónde había sacado tiempo para birlar un pollo. En cuanto el terraplén estuvo levantado, también había arrancado algunas verduras y una selección de hierbas fuera de los terraplenes.

– ¿Eso quiere decir que mis espaldas están cubiertas? -preguntó Áquila.

– Mi escudo estará bien apretado contra ti, «tío», con su umbo clavado en tu culo. No te preocupes, tendrás placer por delante y por detrás.

Oyeron el crujido de unos pasos sobre la tierra y levantaron la mirada. Labenio, acompañando a un tribuno llamado Ampronio en su ronda, intentaba llevar al oficial más allá sin detenerse junto a ellos, pero el olor de la olla era demasiado atrayente y el tribuno se detuvo, olfateando. Era joven, de cara delgada, con ojos grandes y una elegante nariz huesuda que le daba un aspecto altivo.

– ¿Qué hay ahí? -exigió.

Fabio se puso en pie de un golpe, preparado para dar una respuesta honrada, aunque vaga.

– Nuestra comida, señor.

Los otros estaban poniéndose en pie cuando el tribuno respondió con los labios fruncidos y voz susurrante.

– No seas insolente, soldado.

Fabio tenía un gesto de pureza en su rostro, una expresión anodina carente de significado, que es la expresión más insolente que un hombre puede adoptar delante de la estupidez de un superior. El tribuno avanzó y metió su vara en la olla. Un enorme muslo de pollo, inconfundible en su forma, salió a la superficie.

– ¿Pollo?

– ¡No, señor! -espetó Fabio. Pudo ver el gesto de disgusto en el rostro del tribuno y cómo se ponía a pensar en alguna forma de castigo para aquella flagrante negación de una verdad evidente. Fabio podía pasar aquello, pero el cabrón podía confiscar su cena.

– No es un pollo, es un pichón. Nunca había visto uno como este pajarraco. Se cayó de un árbol, honorable, justo sobre la punta de mi lanza. Se suicidó, hablando en plata. Probablemente no podía volar de lo gordo que estaba.

El tribuno quedó boquiabierto, engañado en apariencia durante un segundo por la completa sinceridad de la respuesta de Fabio. Los que estaban a su alrededor tuvieron que apartar sus miradas mientras se esforzaban por no reír, y Labenio interrumpió enseguida, con su rostro curtido mostrando su esfuerzo por contener la risa.

– Bueno, pues es un buen augurio, soldado. Tendremos que hablarle de esto al general, señor.

La mención de Quinto Cornelio hizo que Ampronio no dijera lo que estaba a punto de decir, pero en su tensa mandíbula y en la mirada de sus ojos era evidente su enfado. Con su interrupción, Labenio había adoptado un tono cordial, que resultaba tan insultante como el de Fabio.

– Nada como un buen augurio al principio de una marcha para dar coraje a los hombres -añadió Labenio-. El general puede decírselo por la mañana, que los augurios son brillantes. Podría significar que este ejército nunca va a pasar hambre.

Labenio le había interrumpido y el tribuno estaba furioso, la vara se retorcía en sus manos mientras luchaba por controlar su enojo, pero dio la vuelta y se alejó. Labenio caminó hacia Fabio, que aún se mantenía firme, volvió la cabeza y miró al cielo nocturno.

– Si resulta que es uno de los pollos del gallinero del sacerdote, te meteré una flecha en llamas por el culo.

Fabio bajó la cabeza de golpe.

– ¡No soy tan estúpido!

– Por eso he intervenido, soldado -Labenio se volvió despacio, abarcando a toda la sección con un largo vistazo-. La próxima vez que robes un pájaro, roba también uno para los oficiales y regálaselo.

– No parece del tipo de los que aceptan que les regalen comida -dijo Áquila.

– No, aquí en Italia no. Pero cuando estemos en la Galia, muchacho, o en Hispania, muy lejos de todos esos mercados tan a mano, y el hijo de puta lleve dos semanas a base de polenta, te besará las nalgas por un bocado de buena carne.

– Tú siempre eres bienvenido, Espurio Labenio -dijo Fabio.

El viejo centurión sonrió con gesto lobuno. -Ya lo sé, soldado. La gente como yo siempre es bienvenida.


Estaban entre Vada Sabatia y el pie de los Alpes cuando Marcelo se unió por fin a las legiones y sus fuerzas auxiliares, aproximándose ya a la primera área en la que se podría decir con acierto que el ejército estaba en peligro. Los boyos, una tribu celta, aún ocupaban las colinas y se aventuraban a menudo muy hacia el sur si nada se interponía en su camino. Se trataba de los mismos hombres que habían ayudado a Aníbal a pasar sus elefantes y su ejército por los altos pasos bloqueados por la nieve. Pese a toda su inteligencia, el general cartaginés habría muerto en la nieve si las tribus locales no le hubieran mostrado el camino. También habían reforzado sus tropas, de forma que cuando tomaron contacto con las legiones romanas, las dirigía su liderazgo, aliado a la fuerza bruta celta. En consecuencia, se ganaron un gran respeto.

¡No es que aquello les hubiera impresionado! Poco había cambiado su actitud en las décadas intermedias. Quinto había batallado con ellos como joven tribuno. Ansioso por luchar, confiaba en la idea de que pudieran descender de su refugio montañoso en gran número, para un enfrentamiento de verdad; el general que los derrotara y pusiera al fin a las tribus alpinas en la órbita de Roma habría conseguido un gran triunfo, pues los consideraban una espada dirigida al corazón de Roma. Decidió proceder despacio para presentarse ante ellos con una oportunidad, pues sabía que para los hombres de las colinas y las montañas las legiones eran un blanco tentador. Roma era el enemigo supremo, que buscaba destruir su antigua existencia pastoril y meterlos en el redil del Imperio agrario que despreciaban.

La tienda de mando estaba llena hasta los topes cuando Quinto dio sus órdenes. Como el más joven de los tribunos, Marcelo permaneció bien en la retaguardia, capaz de identificar a la mayoría de los hombres de la tienda porque los había conocido en algún momento en casa de su padre. Era una muestra de la creciente estatura de Quinto que tantos de los viejos clientes de Lucio estuviesen deseosos de salir en campaña con su sucesor nominal, así como su disminuida posición se deducía fácilmente por la manera cortés de ignorarlo que tenían.

– Espero que nos ataquen -dijo Sérvilo Laterno, otro joven tribuno que estaba a su lado, y su rostro estaba tan ansioso como las palabras que había empleado-. Será el bautismo de sangre de los hombres.

Marcelo lo miró detenidamente. Bajo, rechoncho, de rostro sincero y honesto, sintió la tentación de preguntarle a Sérvilo si alguna vez había visto un derramamiento de sangre en batalla como el que había visto él en las aguas de Agrigento, en Sicilia, pues sabía que era fácil ser valiente de antemano. La primera vez que había arrojado una lanza contra un blanco humano consiguiendo una muerte, había sido tal su excitación que fracasó en ver el peligro en que estaba; si Tito Cornelio no lo hubiese derribado, también él habría muerto. Pero decidió no revelarlo: el otro joven estaría obligado a preguntarle dónde había entrado en acción y contárselo habría sido imposible, pues incluso la interpretación más mundana de aquella lucha marítima habría sonado como algo demasiado pretencioso.

Quinto acalló el murmullo que habían producido sus órdenes.

– Cualquier sección de la carretera que haya sido dañada la repararemos sobre la marcha. Quiero que los carros del bagaje vayan entre las legiones a partir de ahora, con la caballería formando una línea defensiva en el flanco orientado tierra adentro.

Su rostro asumió un gesto triste, que subrayó la manera en que bajó la voz.

– En realidad es poco probable que encontremos fuerzas de importancia. Somos demasiado poderosos y debo advertiros de que no buscamos una auténtica batalla. Esto sólo es una demostración de fuerza. Nuestro destino sigue siendo Massilia, desde donde nos embarcaremos hacia Hispania, pero esta demostración será en vano si se nos ve vulnerables. De lo que tenemos que protegernos es de grupos de asalto en busca de trofeos.

Marcelo quiso preguntar qué sucedería si atacaban desde el flanco que daba al mar. Le resultaba evidente que un pequeño grupo de asalto podría hacerlo cruzando delante de la legión antes de que esta llegase, pero era demasiado joven y demasiado inexperto como para andar cuestionando las órdenes de un cónsul.

– En ningún momento nos enzarzaremos en una persecución, señores. Nuestro trabajo está en Hispania, no aquí al pie de los Alpes. -Aquello levantó otro ruidoso alboroto, pues unos lo aprobaban, aunque la mayoría no estaba conforme. La voz que levantó el joven cónsul los silenció a todos-. Es la táctica favorita de los celtas. Envían una pequeña partida a la que perseguimos con nuestra caballería, y entonces una fuerza mayor la aísla demasiado lejos como para que la infantería interfiera. No necesito recordaros lo desaventajados que estaríamos en el futuro sin la caballería.

A continuación hubo más instrucciones, pero había un patrón rígido para la formación de una legión en marcha, por lo que el orden en el que avanzarían los aliados y ellos ya estaba establecido. El cuerno, que había sonado para despertarlos una hora antes, sonó de nuevo, y mientras los oficiales salían de la tienda, Marcelo miraba a Quinto. El mando era idóneo para él, pues aquella expresión ligeramente maliciosa había desaparecido; con su peto decorado y en su mano el bastón que indicaba su imperium consular, su aspecto completo era el del general competente.

– Vamos, Marcelo -dijo Sérvilo cogiéndolo por el brazo. Todo había empezado a desaparecer: mesas, sillas y los símbolos del regimiento que había al fondo, mientras los sirvientes del cónsul se preparaban para partir-. No te quedes por aquí o esos hombres desmontarán la tienda contigo dentro.

Durante los siguientes dos días, Marcelo se puso al día con los requisitos de sus obligaciones, que no tenían nada que ver con luchar y sí con organizar y disciplinar a aquellos que estaban bajo su mando. Dirigió a sus hombres en la marcha, revisó el trabajo que habían hecho en las defensas del campamento, supervisó la distribución de raciones y asignó los turnos de guardia.

– Nos han asignado al nuevo -dijo Fabio al tiempo que desplegaba la tienda-. Puede que nos divirtamos con él.

– Yo me andaría con cuidado, Fabio -replicó uno de los otros-. Puede que se le haya metido en la cabeza divertirse un poquito con la piel de tu espalda.

Fabio rio.

– Me han dicho que este es tan noble como los demás, y que tiene una mansión en el Palatino.

Áquila soltó una risotada.

– Entonces puede que haya tenido el honor de que le robara Fabio Terencio. Mira a ver si sólo calza un zapato rojo.

Fabio le guiñó un ojo.

– Quizá sea así, pero no vayas soltando eso por ahí, por si acaso.

– ¿Cómo has dicho que se llama? -preguntó otro hombre que estaba ordenando los postes y las cuerdas.

– Marcelo Falerio.

El ritmo de trabajo de todos ellos se disparó al oír que la voz de Tulio Rogo cortaba el aire. Si la tienda del tribuno no se levantaba al doble de la velocidad normal, su centurión sería el responsable y no era de aquellos que sufrían en silencio. Áquila quedó paralizado ante la mención de aquel nombre, que estaba grabado a fuego en su memoria, y meneó la cabeza con violencia. Un Falerio había sido el responsable último de la muerte de Gadoric, pero también era un hombre mayor, por lo que seguramente no era la misma persona.

– Muévete, Terencio -soltó Tulio.

Áquila oyó el silbido de la vara de sarmiento surcando el aire. El centurión estaba aún a varios pasos de allí, pero se aproximaba deprisa, y ese sonido significaba que usaría la vara. Áquila se enderezó en toda su altura, se giró rápidamente y miró a Tulio con sus ojos azules relampagueando de ira. El águila de oro relumbró en su cuello, lo que en cierto modo añadía una dimensión aterradora a su aspecto, y la vara se detuvo de repente, así como hizo el centurión. La mirada de los ojos de Áquila no era de insolencia, era algo más, algo mucho más peligroso, y dada la estatura del muchacho, su fuerte constitución y sus poderosos hombros, Tulio razonó que ahora podía no ser buen momento para enfrentarse a él. No podía tratar a la ligera a la persona que tenía delante, pero llegaría el día en que Áquila Terencio hiciera algo grave, un delito que se castigara con la muerte. En su posición de autoridad, Tulio podía permitirse ser paciente, pero algo tenía que decir, pues debía mantener su dignidad.

– Ponte en marcha, gusano. O sentirás esto en tu espalda.

Áquila volvió al trabajo, pero el centurión sabía que su amenaza poco tenía que ver en ello, y estaba en lo cierto; el soldado, que había agarrado el amuleto que llevaba al cuello, no lo había oído.


Áquila se encargó de la primera guardia, por lo que estaba fuera de la tienda mientras Marcelo tomaba su comida de la noche. Al ser una noche templada, el faldón de la tienda estaba levantado para exponer el brillante interior iluminado. La tienda estaba suntuosamente amueblada, con todo el lujo que un joven noble romano sintiera que necesitaba en una campaña, y gran parte de su contenido eran oro, plata y madera bien pulida, mientras que un humo perfumado se elevaba desde un brasero para mantener los insectos a raya. Marcelo tenía varios invitados y dominaba la conversación, por supuesto, aquello que los rodeaba: las legiones y la perspectiva de la batalla. Áquila podía oler la comida, que intentaba identificar con cada uno de los numerosos platos que iban apareciendo, pero los aromas se le escapaban. Aquellos jóvenes comían cosas que él nunca había visto ni olido en su vida. Como estaba tan cerca, también podía oír todo lo que decían por el faldón levantado. Aunque ya había montado más de una guardia, esta fue la primera vez que se molestó realmente por escuchar las conversaciones que tenían lugar a su alrededor.

Lo hizo ahora, prestando especial atención a la voz de su tribuno, Marcelo, y no pudo evitar darse cuenta de que había un alto grado de arrogancia en aquellos jóvenes. Hablaban libremente y con desprecio, etiquetando con frecuencia a sus soldados de campesinos ignorantes. Era como si él y el hombre que estaba al otro lado de la entrada no estuvieran allí, como si se hubieran vuelto invisibles sólo por su rango. Los tribunos de la tienda asumían que tenían derecho al mando por su nacimiento. Cuando no conversaban sobre la perspectiva de la gloria militar, especulaban sobre su futuro político, haciendo apuestas sobre quién sería el primero en conseguir un cargo de magistrado.

Se dio cuenta de que empezaba a sentirse molesto; por primera vez desde que se había alistado, echaba de menos estar él al mando, como lo había estado por un tiempo en el ejército de esclavos sicilianos. Nada de lo que había visto indicaba a Áquila que aquellos hombres fuesen de por sí mejores soldados, aunque ellos hacían constantes alusiones a su superior destreza. De haber estado de humor para ser justo, Áquila habría reconocido que Marcelo Falerio no participaba de tal fanfarronería, pero no lo estaba, y su enojo era bastante profundo para cuando fue relevado. Los hombres de la tienda habían tomado mucho vino, lo que hacía que sus carcajadas y sus intentos de ser ingeniosos fuesen aún más ruidosos y mortificantes para el hombre que estaba fuera.

Marcelo notó distraído que había comenzado el proceso por el que se cambiaba la guardia, pero estaba demasiado ocupado escuchando a Ampronio como para prestar ninguna atención. Así fue hasta que el soldado que estaba siendo relevado gritó sus respuestas al comandante de guardia, y lo hizo en voz tan alta que toda conversación dentro de la tienda se volvió imposible, así que se levantó de su diván y salió a investigar. El legionario, alto, con las puntas de su cabello dorado rojizo asomando por debajo del casco, se puso rígidamente en postura de firmes, como hicieron el soldado que tenía enfrente y el centurión a cargo del relevo.

– Tulio Rogo, estoy a favor de la disciplina estricta, pero también de entretenerme. Por favor, ordena a tus hombres que bajen la voz.

Estaba justo delante de Áquila, el culpable, y puesto que eran de la misma altura, sus cabezas estaban muy próximas. Pero Áquila no estaba allí, pues no era parte de la tarea de un joven tribuno fijarse siquiera en un recluta, es decir, a menos que quisiera que lo azotaran. Áquila tuvo la vaga sensación, a la luz de las trémulas antorchas, de haberlo visto antes en algún lugar -mientras tanto, Tulio reconocía la orden y, puesto que el relevo ya había terminado, marchaba con los hombres que habían sido relevados. No se dirigió a Áquila hasta que estuvieron bien alejados de la hilera de tiendas.

– ¿A qué venía eso? -le dijo enfadado-. ¿Por qué tanto grito? Ya tengo bastantes dificultades sin los que son como tú como para que te inventes otras nuevas.

Áquila hervía por dentro. Sabía que corría el peligro de explotar con Tulio delante de él, pero se las arregló para controlar el deseo de golpear al centurión. No era nada personal, sólo que aquel hombre representaba a la autoridad.

– No temas, Tulio -replicó a través de sus dientes apretados-. Siempre te elegirán. Esos nobles cabrones siempre van a necesitar a alguien que les haga los recados.

Tulio enrojeció de ira. Una vez había corrido con éxito en una Olimpiada en Grecia, lo que le había hecho bastante famoso en determinado sector de la sociedad romana. No era ningún secreto que muchos de ellos eran tribunos y que aquella distinción como corredor le había ayudado a alcanzar su rango. Pero semejante ascenso no había llegado acompañado de confianza; ser comandante era algo muy distinto de ser soldado. El propio centurión se preocupaba por ello, temeroso de que su falta de habilidad en esa área condujera al desastre. En realidad no era mal soldado, pero pensaba que podía serlo y eso invocaba un temor que a veces le costaba controlar.

– Si estás buscando unos latigazos, Áquila Terencio, puedo hacerte el favor fácilmente.

El gruñido de la voz de Tulio difería marcadamente de sus pensamientos. Sabía que el hombre al que se estaba dirigiendo era diez veces mejor soldado que él; era evidente por la manera en que se desenvolvía y manejaba sus armas. Áquila era además un líder nato, popular entre los otros legionarios, justo el tipo de hombre que Tulio necesitaba para hacerle sentir más seguro en batalla. Cierto, podía castigarle y probablemente, en su momento, lograr que lo ejecutaran, pero si veían que lo hacía por despecho, tendría necesidad de ser muy cauteloso a la hora de entrar en batalla con las tropas restantes. Podría encontrarse muy fácilmente con que, cualquier día brillante, lo empujaban contra las lanzas del enemigo con un sólido muro de escudos cerrándose detrás de él. Ser un centurión te daba poder, pero no era uno ilimitado, y los reclutas tenían su propia forma de asegurarse de que su inmediato superior no llegara demasiado lejos.

Áquila le evitó tener que tomar una decisión al darse cuenta de que, mientras hablaba, estaba volcando su ira sobre la persona equivocada. Se disculpó de manera reglamentaria, lo que sonó forzado e insincero, pero fue suficiente para Tulio.

– ¡Ándate con ojo! -replicó el aliviado centurión.

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