17 Imposturas

Thom hizo una reverencia de manera que la rigidez de la pierna derecha apenas se notara, acompañándola por un revoloteo de su capa de múltiples parches de colores. Le escocían los ojos y los sentía irritados, pero se obligó a dar un tono ligero a sus palabras:

—Buenos días tengáis. —Se irguió y se atusó el bigote con gesto ostentoso.

Los criados uniformados en negro y dorado parecieron sorprenderse. Dos jóvenes musculosos, que estaban inclinados para levantar un arcón lacado en rojo y tachonado en oro cuya tapa estaba rota, se irguieron, mientras que las tres mujeres dejaron de fregar. El pasillo estaba vacío a excepción de ellos, y cualquier excusa era buena para hacer un alto, sobre todo a estas horas. Tenían el aspecto de estar tan cansados como el propio Thom, con los hombros hundidos y las marcadas ojeras.

—Buenos días a vos, juglar —respondió la mujer de más edad. Aunque estaba un poco rellenita y sus rasgos eran algo vulgares, tenía una bonita sonrisa—. ¿Podemos ayudaros?

Thom sacó de la amplia manga de la chaqueta cuatro bolas y empezó a hacer juegos malabares con ellas.

—Estoy haciendo un recorrido con intención de levantar los ánimos a la gente. Es la labor de un juglar. —Habría utilizado más de cuatro bolas, pero estaba tan fatigado que incluso manejar éstas le costaba un gran esfuerzo de concentración. ¿Cuánto hacía desde que había estado a punto de dejar caer la quinta? ¿Dos horas? Contuvo un bostezo y se las ingenió para convertirlo en una sonrisa—. Ha sido una noche terrible, y todos necesitamos animarnos.

—El lord Dragón nos salvó —dijo una de las criadas jóvenes. Era bonita y estaba delgada, pero en sus oscuros ojos asomaba un brillo depredador que le aconsejó que moderara su sonrisa. Por supuesto, la muchacha podría serle útil si fuera codiciosa y honrada por igual, es decir, que la tendría comprada una vez que le hubiera pagado. Nunca venía mal contar con otro par de manos que dejaran una nota, con otra lengua que le contara lo que había oído y dijera lo que él quisiera cuando quisiera. «¡Viejo estúpido! ¡Ya tienes manos y oídos de sobra, así que deja de fijarte en un buen trasero y recuerda la expresión de sus ojos!» Lo curioso era que su comentario parecía sincero, y uno de los jóvenes asintió en conformidad con sus palabras.

—Sí —abundó Thom—. Me preguntaba cuál de los Grandes Señores estaba a cargo de los muelles ayer. —Estuvo a punto de dejar caer las bolas en su irritación consigo mismo por sacar el tema de forma tan directa. Estaba demasiado cansado, y debería encontrarse en la cama desde hacía horas.

—Los muelles son responsabilidad de los Defensores —le informó la mujer de más edad—. Claro que vos no podríais saberlo. Los Grandes Señores no se preocupan de esas cosas.

—¿De veras? Bueno, no soy teariano, claro está. —Cambió el ejercicio de girar las bolas en un círculo simple a otro doble en bucle; parecía más difícil de lo que era realmente, y la muchacha de mirada depredadora aplaudió. Ya que había entrado en el tema, lo mejor era seguir adelante, pero después de esta gestión se iría a la cama y dormiría toda la noche. O, mejor dicho, todo el día, ya que el sol estaba saliendo—. Aun así, es una lástima que nadie se preocupara de preguntar por qué se encontraban esas barcazas en los muelles. Con las escotillas cerradas y todos esos trollocs dentro. Y no quiero decir con esto que alguien supiera que los trollocs estaban allí. —El bucle se tambaleó y Thom volvió al círculo simple. ¡Luz, qué cansado estaba!—. Aunque uno no puede evitar pensar que alguno de los Grandes Señores debería haber preguntado.

Los dos jóvenes intercambiaron una mirada pensativa, y Thom sonrió para sus adentros. Otra semilla plantada, y con facilidad a pesar de su torpeza. Otro rumor puesto en marcha, a pesar de que estuvieran convencidos de quiénes eran los responsables de los muelles. Y los rumores se propagaban —y uno como éste no se detendría en los límites de la ciudad— de modo que ya había otra pequeña brecha de desconfianza entre la plebe y los nobles. ¿Y a quién otro se volvería la plebe salvo a aquel al que sabía que los nobles odiaban? El mismo hombre que había salvado a la Ciudadela de los Engendros de la Sombra: Rand al’Thor, el lord Dragón.

Había llegado el momento de marcharse para que surtieran efecto las dudas que había sembrado. Si habían enraizado, ya no habría nada que las pudiera arrancar. Esa noche había realizado el mismo trabajo en otros sitios, pero no le convenía que alguien descubriera que había sido él el sembrador.

—Los Grandes Señores combatieron con valentía anoche. Vaya, si vi a… —Dejó la frase en el aire cuando las criadas volvieron de repente al fregado y los dos jóvenes cogieron el arcón y se alejaron presurosos.

—También puedo encontrar algún trabajo para un juglar —dijo la voz de la gobernanta a sus espaldas—. Unas manos paradas son unas manos ociosas, sean de quien sean.

Thom se dio media vuelta garbosamente, considerando su cojera, y le dedicó una profunda reverencia. La mujer no le llegaba al hombro, pero debía de pesar bastante más que él. Su rostro era como un yunque, y el vendaje de la frente incrementaba el parecido; tenía doble papada y sus hundidos ojos eran negros trozos de pedernal.

—Buenos días tengáis, mi encantadora señora. Aceptad un presente en este nuevo día que nace.

Realizó un florido aleteo de manos e hizo aparecer un capullo de rosa amarillo que estaba un poco mustio de llevarlo guardado en la manga, y se lo puso en el pelo, por encima del vendaje. La mujer se lo quitó bruscamente, por supuesto, y lo examinó con desconfianza, pero eso era exactamente lo que buscaba el juglar, que aprovechó su momento de vacilación para dar tres raudos y renqueantes pasos; cuando la gobernanta gritó algo a su espalda, Thom no hizo caso ni dejó de caminar rápidamente.

«¡Qué mujer tan horrible! —pensó—. Si la hubiéramos soltado contra los trollocs, los habría puesto a fregar y a barrer».

Se llevó la mano a la boca y soltó un bostezo tan enorme que las mandíbulas le crujieron. Noches sin dormir, batallas, maquinaciones. Estaba demasiado viejo para esas cosas. Debería estar viviendo tranquilamente en alguna granja, con gallinas. En las granjas siempre había gallinas. Y ovejas. No tenía que ser muy difícil ocuparse de ellas; los pastores siempre estaban repantigados y tocando el caramillo. Él tocaría el arpa, naturalmente, no un caramillo. O su flauta; el tiempo no era bueno para el arpa. Y habría una ciudad en las proximidades, con una posada donde podría entretener a los parroquianos. Hizo revolotear su capa cuando se cruzó con dos criados. El único motivo de que la llevara puesta con el calor reinante era que la gente supiera su condición de juglar. Ni que decir tiene que se animaron al verlo, esperando que se detuviera para ofrecerles un poco de entretenimiento. Muy halagador. Sí, una granja tenía sus ventajas: un sitio tranquilo, sin gente que lo molestara. Siempre y cuando hubiera cerca una ciudad.

Abrió la puerta de su cuarto y se frenó en seco. Moraine levantó la cabeza con calmosa parsimonia, como si tuviera todo el derecho a estar revolviendo en los papeles que había esparcidos sobre la mesa, y se arregló la falda tras tomar asiento en una banqueta. Era una mujer muy hermosa, poseedora de todos los encantos que un hombre podría desear, entre ellos el reír sus chistes. «¡Necio! ¡Viejo loco! Es una Aes Sedai, y estás demasiado cansado para pensar con tino».

—Buenos días tengáis, Moraine Sedai —saludó mientras colgaba la capa en la percha. Evitó mirar hacia la escribanía, que seguía metida bajo la mesa, donde la había dejado. No tenía sentido hacerle ver que era importante; y, pensándolo bien, tampoco lo tenía revisarla después de que ella se hubiera marchado. Estaba tan agotado que sería incapaz de recordar si había dejado algo incriminatorio en su interior. O en cualquier otra parte. Aparentemente todo estaba en su sitio, pero no creía que hubiera sido tan necio como para dejar a la vista nada comprometedor. En las dependencias de la servidumbre ninguna puerta tenía cerraduras—. Os ofrecería un refresco, pero me temo que sólo me queda agua.

—No tengo sed —respondió en un timbre melodioso y agradable. Se echó un poco hacia adelante; el cuarto era lo bastante reducido para que con ese gesto llegara a posar la mano sobre su rodilla derecha. Un cosquilleo lo estremeció—. Ojalá hubiera estado cerca una buena Curadora cuando ocurrió esto. Ahora ya es demasiado tarde para remediarlo, me temo.

—No habrían bastado ni una docena de Curadoras —le respondió—. Es obra de un Semihombre.

—Lo sé.

«¿Y qué más sabe?», se preguntó. Se volvió para acercar la única silla que había junto a la mesa y se tragó una maldición. Se sentía tan descansado como si hubiera dormido toda la noche de un tirón, y el dolor de la rodilla había remitido. La cojera persistía, pero la articulación no había estado tan desentumecida desde que lo habían herido. «Ni siquiera me preguntó si quería que me la curara. Rayos y truenos, ¿qué se traerá entre manos?» Se negó a doblar la pierna. Si no le preguntaba, él no se daría por enterado.

—Un día interesante el de ayer —dijo la mujer cuando Thom se hubo sentado.

—Yo no calificaría de interesante la presencia de los trollocs y los Semihombres —replicó secamente.

—No me refería a eso, sino a lo ocurrido antes, que el Gran Señor Carleon muriera en un accidente de caza. Al parecer su buen amigo Tedosian lo confundió con un oso, o puede que fuera un ciervo.

—No lo sabía. —Mantuvo un tono tranquilo. Aunque hubiera visto la nota era imposible que la relacionara con él. Hasta el propio Carleon habría creído que estaba escrita de su puño y letra. No lo creía probable, pero se recordó que esta mujer era Aes Sedai. Como si necesitara recordárselo teniendo ante sí aquella hermosa y tersa cara, esos oscuros ojos serenos que lo contemplaban como si conocieran todos sus secretos—. Las habladillas proliferan en las dependencias de la servidumbre, pero apenas les presto oídos.

—¿De veras? —musitó suavemente—. Entonces tampoco sabréis que Tedosian cayó enfermo antes de que pasara una hora desde su regreso a la Ciudadela, justo después de que su esposa le diera una copa de vino para pasar el polvo de la cacería. Se cuenta que lloraba cuando se enteró que iba a cuidarlo ella en persona y a alimentarlo con sus propias manos. Sin duda eran lágrimas de alegría por el amor que le profesa. He oído comentar que ella ha jurado no apartarse de su lado hasta que se levante. O hasta que haya muerto.

Lo sabía. Cómo, no tenía ni idea; pero lo sabía. Sin embargo, ¿por qué se lo insinuaba?

—Una tragedia. —Su tono igualaba la afabilidad del de ella—. Rand necesita contar con todos los Grandes Señores que le son leales, y cuantos más, mejor.

—Dudo que Carleon y Tedosian pudieran contarse entre ellos. Y, por lo visto, tampoco había mucha lealtad entre ambos. Eran los cabecillas de la facción que quiere matar a Rand y olvidar que existió alguna vez.

—¿Eso creéis? Casi no presto atención a tales comidillas. Los asuntos de los poderosos no competen a un simple juglar.

Su mueca divertida casi fue una corta risa, pero cuando habló lo hizo como si estuviera leyendo una página:

—Thomdril Merrilin, llamado en tiempos el Zorro Gris por alguien que lo conocía bien. Bardo de la corte en el Palacio Real de Andor, en Caemlyn. Amante de Morgase durante un tiempo, tras la muerte de Taringail. Una muerte afortunada para Morgase. Imagino que jamás descubrió que él tenía intención de matarla para proclamarse el primer rey de Andor. Pero hablábamos de Thom Merrilin, un hombre que, según los rumores, sabía cómo participar en el Juego de las Casas hasta dormido. Qué lástima que un hombre así se defina a sí mismo como un simple juglar, aunque resulta arrogante por su parte conservar el mismo nombre.

Thom tuvo que poner gran empeño en disimular su conmoción. ¿Cuánto sabía de él esta mujer? Demasiado, aun en el caso de que no supiera nada más de lo ya dicho. Empero, no era ella la única que estaba enterada de ciertas cosas.

—Y, ya que hablamos de nombres —dijo Thom en actitud coloquial—, resulta sorprendente las conclusiones que pueden sacarse de algunos, como por ejemplo Moraine Damodred. Lady Moraine de la casa Damodred de Cairhien, hermanastra pequeña de Taringail y sobrina del rey Laman. Ah, y Aes Sedai, no lo olvidemos. Una Aes Sedai que está ayudando al Dragón Renacido desde antes de que pudiera saber que era algo más que otro pobre necio con capacidad de encauzar. Una Aes Sedai con contactos en la Torre Blanca, alguien importante diría yo, o en caso contrario no habría arriesgado su posición. ¿Alguien de la Antecámara de la Torre? Estoy por jurar que hay más de una persona implicada. Sí, tiene que ser así. Si tal cosa se hiciera pública el mundo se tambalearía en sus cimientos. Sin embargo, ¿por qué buscar problemas? Tal vez sería mejor dejar en paz a un viejo juglar escondido en su agujero de las dependencias de los criados. Un simple juglar achacoso que toca su arpa y cuenta sus relatos. Relatos que no perjudican a nadie.

Si sus palabras la habían sorprendido o puesto nerviosa, Moraine no dio señales de ello.

—Especular sin disponer de hechos probados resulta peligroso —respondió, sosegada—. Si no utilizo el apellido de mi linaje no es por capricho. La casa Damodred no tenía, merecidamente, muy buena reputación antes de que Laman talara Avendoraldera y perdiera así su trono junto con su vida, pero desde la Guerra de Aiel fue aun peor, también merecidamente.

¿Es que no había nada que alterara a esta mujer?

—¿Qué queréis de mí? —demandó Thom, encrespado.

—Elayne y Nynaeve embarcan hoy con destino a Tanchico —informó sin pestañear siquiera ante su estallido de rabia—. Una ciudad peligrosa. Vuestros conocimientos y habilidades podrían salvarles la vida.

Así que era esto. Lo que quería era apartarlo de Rand, dejarlo desprotegido a sus manejos.

—Como bien decís, Tanchico es un lugar peligroso ahora, pero siempre lo ha sido. Les deseo lo mejor a esas jóvenes, pero no me atrae la idea de meter la cabeza en un nido de víboras. Soy demasiado viejo para esas cosas. De hecho, llevo un tiempo pensando en retirarme a una granja y llevar una vida tranquila, exenta de peligros.

—Opino que esa clase de vida os mataría. —Su tono era sin duda divertido. Las manos pequeñas y delicadas se afanaron en el arreglo de los pliegues de la falda. Thom tenía la impresión de que había agachado la cara para ocultar una sonrisa—. Tanchico en cambio no lo hará, eso os lo garantizo, y, por el Primer Juramento, sabéis que digo la verdad.

A pesar de todos sus esfuerzos por mantener el gesto impasible, el juglar la miró con el entrecejo fruncido. Lo había dicho, y no podía mentir, pero ¿cómo estaba tan segura? Sabía que Moraine no tenía el Talento de la Predicción; estaba seguro de haberla oído negar que tuviera ese don. Pero lo había dicho. «¡Condenada mujer!»

—¿Por qué habría de ir a Tanchico? —preguntó.

—¿Qué tal para proteger a Elayne, la hija de Morgase?

—Hace quince años que no he visto a Morgase. En aquel entonces, cuando me marché de Caemlyn, Elayne era una niña.

La Aes Sedai vaciló, pero su voz sonó implacablemente firme cuando habló.

—Tengo entendido que el motivo de que os marchaseis de Andor fue lo ocurrido con un sobrino vuestro llamado Owyn, creo. Uno de esos pobres necios, según vos, que son capaces de encauzar. Se suponía que las hermanas Rojas tenían que llevarlo a Tar Valon, como a cualquier varón de su clase, pero en lugar de ello lo amansaron y lo dejaron allí mismo, abandonado a merced de la… clemencia de sus vecinos.

Thom se levantó con tanta violencia que tiró la silla patas arriba, pero tuvo que agarrarse a la mesa porque las piernas no lo sostenían. Owyn no había sobrevivido mucho después de ser amansado; lo echaron de su casa unos supuestos amigos que ni siquiera soportaban que viviera cerca de ellos un hombre que ya no podía encauzar. Nada de lo que hizo Thom evitó que a Owyn se le quitaran las ganas de vivir ni impidió que su joven esposa lo siguiera a la tumba antes de un mes.

—¿Por qué…? —Carraspeó con fuerza, intentando que su voz no sonara tan ronca—. ¿Por qué me habláis de eso?

La expresión de Moraine era compasiva y… ¿de remordimiento, tal vez? Pues claro que no. Al fin y al cabo era una Aes Sedai. Y la compasión también tenía que ser fingida.

—¡Así os ciegue la Luz! ¿Por qué? ¿Por qué?

—Si vais con Elayne y Nynaeve os daré los nombres de aquellas hermanas Rojas cuando volvamos a vernos, así como el nombre de la persona de quien recibieron las órdenes. No actuaron por cuenta propia. Y volveremos a vernos, porque no moriréis en Tarabon.

Inhaló entrecortada, temblorosamente.

—¿Y de qué me servirá saber sus nombres? —dijo con voz inexpresiva—. Nombres de unas Aes Sedai, protegidas con todo el poder de la Torre Blanca.

—Un diestro y peligroso participante del Juego de las Casas sabría sacarle provecho a ese conocimiento —repuso Moraine sosegadamente—. No debieron hacer lo que hicieron ni merecieron el perdón que se les otorgó.

—Dejadme solo, por favor.

—Os demostraré que no todas las Aes Sedai somos como esas Rojas, Thom. Debéis daros cuenta de ello.

—Por favor.

Permaneció de pie, apoyado en la mesa, hasta que Moraine salió del cuarto pues no quería que lo viera derrumbarse ni las lágrimas que rodaron por sus marchitas mejillas. «Oh, Luz, Owyn. —Había enterrado aquel suceso lo más profundamente posible—. No pude llegar allí a tiempo. Estaba demasiado ocupado con el maldito Juego de las Casas». Se limpió las lágrimas a manotazos, encolerizado. Moraine sabría competir con los mejores del Juego. Hurgando de ese modo en viejas heridas que él creía cerradas y ocultas para los demás. Owyn. Elayne. La hija de Morgase. Ya sólo sentía cariño por la reina; tal vez algo más que eso, pero le costaba trabajo desentenderse de una joven que de niña había brincado en su rodilla jugando al caballito. «¿Y esa muchacha va a ir a Tanchico? Una ciudad así la devoraría incluso sin haber guerra. Ahora debe de ser un cubil de lobos rabiosos. Además, Moraine me dirá los nombres». Lo único que tenía que hacer era dejar a Rand en manos de la Aes Sedai, igual que había hecho con Owyn. Lo tenía cogido como a una serpiente con una vara ahorquillada, que por mucho que se retorciera no tenía escapatoria. «¡Maldita mujer!»


Min metió el brazo por el asa del cestillo de bordar, se recogió las faldas con la otra mano, y abandonó el comedor después de desayunar dando pasos tan livianos que en lugar de andar parecía deslizarse, y con la espalda bien recta. Habría sido capaz de llevar una copa rebosante de vino encima de la cabeza sin derramar una sola gota. En parte se debía a que le era imposible caminar a su ritmo habitual con el vestido de seda azul pálido, con corpiño ajustado, mangas y falda tan larga que el repulgo bordado habría arrastrado por el suelo si no lo llevara recogido. En parte también era porque notaba los ojos de Laras clavados en su espalda.

Una ojeada hacia atrás confirmó sus sospechas. La Maestra de las Cocinas, un barrilete con patas, la contemplaba sonriendo de oreja a oreja, aprobadoramente, desde el umbral del comedor. Nadie habría dicho que aquella mujer había sido una belleza en su juventud o que en su corazón hubiese habido un hueco para jovencitas coquetas y bonitas; «Vivarachas», como las llamaba ella. ¿Quién habría sospechado que decidiría tomar bajo su firme ala a «Elmindreda»? Difícilmente podía considerarse una situación cómoda. Laras mantenía una protectora vigilancia sobre Min, y era tan estrecha que la tenía localizada en cualquier parte del recinto de la Torre. Min le devolvió la sonrisa y retocó el cabello, ahora una melena redonda de rizos. «¡Condenada mujer! ¿Es que no tiene que nada que cocinar o alguna maritornes a la que gritar?»

Laras agitó una mano, y Min respondió con un gesto igual. No podía permitirse el lujo de ofender a alguien que la tenía tan vigilada, sobre todo cuando no tenía ni idea de si estaba cometiendo pocos o muchos errores. Laras conocía hasta el último truco de las chicas «vivarachas», y esperaba enseñarle a Min cualquiera que no supiera ya.

Mientras tomaba asiento en un banco de mármol, al pie de un alto sauce, Min pensó que lo del bordado había sido un completo error. No desde el punto de vista de Laras, sino del suyo. Sacó la labor del cestillo y examinó tristemente el trabajo del día anterior, varios bodoques torcidos de color amarillo y lo que tendría que ser un capullo de rosa amarillo pálido, aunque nadie lo adivinaría al mirarlo. Con un suspiro, se puso a deshacer las puntadas. A lo mejor Leane tenía razón; una mujer podía pasarse horas bordando y observando todo y a todos sin que a nadie le extrañara. Sin embargo, habría sido más fácil si hubiera tenido la más ligera idea de bordar.

Por lo menos hacía una mañana perfecta para estar al aire libre. El dorado sol acababa de salir por encima del horizonte en un cielo donde unas cuantas nubes algodonosas parecían colocadas a propósito para que el cuadro fuera perfecto. Una ligera brisa traía el perfume de las rosas y mecía los arbustos altos de flores rojas y blancas. Dentro de poco los paseos de grava cercanos al árbol estarían llenos de gente yendo de aquí para allí en sus quehaceres, desde Aes Sedai hasta caballerizos. Una mañana perfecta, y un sitio perfecto desde el que observar sin ser vista. A lo mejor ese día descubría algo útil.

—Elmindreda…

Min dio un brinco de sobresalto y se llevó el dedo que se había pinchado a la boca. Se giró sobre el banco, dispuesta a emprenderla contra Gawyn por acercarse a hurtadillas para sorprenderla, pero se tragó las palabras. Galad estaba con él. Más alto que Gawyn, de piernas largas, se movía con la gracia de un bailarín y la fuerza de un cuerpo esbelto y nervudo. También sus manos eran largas, elegantes a la par que fuertes. Y su rostro… Resumiendo, era el hombre más guapo que había visto en su vida.

—Dejad de chuparos el dedo —le dijo Gawyn, sonriente—. Sabemos que sois una niñita preciosa y no tenéis que demostrárnoslo.

La joven se sonrojó y bajó la mano con precipitación; contuvo a duras penas una mirada furiosa que no habría encajado en absoluto con Elmindreda. No fueron necesarias amenazas ni órdenes de la Amyrlin para que Gawyn guardara su secreto, ya que sólo tuvo que pedírselo, pero el joven aprovechaba todas las ocasiones que se le presentaban para tomarle el pelo.

—No está bien hacer burla, Gawyn —lo reconvino Galad—. No fue su intención ofenderos, mi señora Elmindreda. Disculpadme, pero ¿no nos hemos visto antes? Cuando mirasteis a mi hermano con esa expresión tan furiosa aunque breve, tuve la impresión de que nos conocíamos.

Min bajó los ojos recatadamente.

—Oh, jamás habría olvidado un encuentro con vos, mi señor Galad —repuso en su mejor papel de muchachita tonta. El sonido del tono remilgado y la rabia por su desliz contribuyeron a que el sonrojo aumentara, dando así más veracidad a su disfraz.

Su aspecto no tenía nada que ver con ella, y el vestido y el peinado sólo eran parte del artificio. Leane había adquirido en la ciudad cremas, polvos y un increíble surtido de cosas perfumadas y la había estado instruyendo hasta que fue capaz de utilizarlas hasta dormida. Sus pómulos estaban más marcados ahora, y el tono rojo de sus labios era más intenso que el que le había dado la naturaleza. Un líquido oscuro delineaba el borde de las pestañas, y unos finos polvos las hacían más espesas, de manera que sus ojos parecían más grandes. Nada que ver con ella. Algunas de las novicias le habían alabado, admiradas, por lo hermosa que era, e incluso algunas Aes Sedai decían que era «una hermosa criatura». Cómo lo odiaba. Admitía que el vestido era bastante bonito, pero detestaba todo lo demás. No obstante, no tenía sentido preparar un disfraz si no se tiene intención de usarlo.

—Estoy seguro de que lo recordaríais —dijo Gawyn secamente—. No era mi intención interrumpiros con vuestro bordado de… Golondrinas, ¿no? ¿Golondrinas amarillas? —Min guardó precipitadamente la labor en el cestillo—. Pero quería pediros vuestra opinión sobre esto. —Le puso en las manos un libro pequeño encuadernado en piel, viejo y manoseado, y de repente su voz sonó muy seria—. Decidle a mi hermano que no son más que estupideces. Quizás a vos os haga caso.

Min examinó el libro. El camino de la Luz, de Lothair Mantelar. Lo abrió al azar y leyó: «Por lo tanto, renuncia a todo placer, pues la bondad es un concepto puramente abstracto, un ideal perfecto y cristalino que se oscurece con las emociones básicas. No cedas a la carne, que es débil, mientras que el espíritu es fuerte. La carne es inútil allí donde el espíritu demuestra su firmeza. El pensamiento puro se ahoga en las sensaciones, y el acto justo se entorpece con las pasiones. Que todo tu gozo venga de la rectitud, y sólo de ella». A su entender era una completa estupidez.

Min le sonrió a Gawyn y hasta se las compuso para soltar una risita tonta.

—Oh, son demasiadas palabras. Me temo que apenas sé nada sobre libros, mi señor Gawyn. Siempre tuve intención de leer uno… Y aún la tengo. —Suspiró—. Pero dispongo de tan poco tiempo libre… Vaya, pero si sólo arreglarme el pelo como es debido me lleva horas. ¿Os parece un peinado bonito? —La expresión de escandalizada estupefacción de Gawyn casi le hizo soltar una carcajada, pero se las arregló para convertirla en otra risita. Era una satisfacción ser ella la que le tomaba el pelo, para variar; tendría que procurar hacerlo más a menudo. Este disfraz le daba posibilidades que no había tenido en cuenta. Su estancia en la Torre se había convertido en un continuo aburrimiento, cuando no fastidio. Se merecía un poco de diversión.

—Lothair Mantelar, fundador de los Capas Blancas —dijo Gawyn con voz tensa—. ¡Los Capas Blancas!

—Fue un gran hombre —manifestó Galad firmemente—. Un filósofo con nobles ideales. Y eso no lo cambia el que quizá los Hijos de la Luz hayan actuado con… exceso de celo posteriormente.

—Oh, vaya, los Capas Blancas —exclamó Min con voz ahogada, y añadió con un pequeño estremecimiento—: Unos hombres muy rudos, por lo que he oído. No imagino a un Capa Blanca bailando. ¿Creéis que harán algún baile aquí? Tampoco a las Aes Sedai parece interesarles mucho el baile, y a mí me encanta. —Era delicioso ver la expresión de frustración plasmada en el semblante de Gawyn.

—No lo creo probable —contestó Galad al tiempo que le cogía el libro de las manos—. Las Aes Sedai están demasiado ocupadas con…, con sus propios asuntos. Si me entero de que se celebra algún baile adecuado en la ciudad, os escoltaré a él si lo deseáis. Podéis estar tranquila, que ninguno de esos dos brutos os molestará. —Le sonrió, inconsciente de lo que hacía, y el hecho de que Min se quedara de repente sin respiración no fue algo fingido. No debería estar permitido que los hombres tuvieran esas sonrisas.

De hecho, tuvieron que pasar unos segundos antes de que la joven recordara a qué dos brutos se refería. Eran los dos hombres que supuestamente pedían en matrimonio a Elmindreda y casi habían llegado a las manos porque ella no acababa de decidirse por el uno o el otro, y que habían llegado a presionarla hasta tal punto que tuvo que buscar refugio en la Torre; además de que ella era incapaz de dejar de coquetear y dar esperanzas a los dos. Ésa era la excusa de su estancia aquí. «Es por culpa de este vestido —pensó—. Sería capaz de pensar con sensatez si tuviera puesta mi ropa de siempre».

—He reparado en que la Amyrlin habla con vos a diario —dijo de improviso Gawyn—. ¿Os ha mencionado a nuestra hermana Elayne? ¿O a Egwene al’Vere? ¿Ha comentado algo sobre dónde están?

Min deseó darle un buen puñetazo en el ojo. El joven ignoraba el motivo de que ella fingiera ser quien no era, claro está, pero había accedido a ayudarla a hacerse pasar por Elmindreda, y ahora la estaba relacionando con mujeres que muchos de la Torre sabían que eran amigas de una chica llamada Min.

—Oh, la Sede Amyrlin es una mujer maravillosa —dijo dulcemente al tiempo que le enseñaba los dientes al sonreír—. No deja de preguntarme si lo estoy pasando bien y siempre alaba mis vestidos. Supongo que espera que tome pronto una decisión entre Darvan y Goemal, pero me resulta imposible. —Abrió mucho los ojos, confiando en que ello le diera aspecto de una muchacha indefensa y confusa—. Los dos son tan tiernos. ¿Por quién me habéis preguntado? ¿Por vuestra hermana, mi señor Gawyn? ¿La mismísima heredera del trono? Me parece que la Sede Amyrlin nunca la ha mencionado. ¿Cómo era el otro nombre? —Podía oír perfectamente cómo rechinaban los dientes de Gawyn.

—No deberíamos molestar a la señora Elmindreda con esas cosas —intervino Galad—. Es problema nuestro, Gawyn. Nos corresponde a nosotros desvelar la mentira y ponerle remedio.

Apenas le prestó atención porque, de repente, había visto a un hombretón de largo y rizoso cabello que le llegaba a los hombros hundidos, y que deambulaba sin propósito por uno de los paseos, entre los árboles, y bajo la atenta vigilancia de una Aceptada. Había visto a Logain con anterioridad, un hombre de rostro triste que antaño había sido jovial, siempre acompañado por una Aceptada. Ésta tenía como misión impedir que se matara, e igualmente prevenir su huida; a despecho de su corpulencia, no daba la impresión de estar tramando esto último. Pero nunca lo había visto con un halo alrededor de la cabeza, de un radiante color entre dorado y azul. Sólo duró un instante, pero fue suficiente.

Logain se había proclamado el Dragón Renacido, lo habían capturado y lo habían amansado. Fuera cual fuera la gloria alcanzada como un falso Dragón, ahora había quedado muy atrás. Lo único que permanecía era la desesperación de los amansados, como la de un hombre al que le han quitado la vista, el gusto y el oído y desea la muerte, un deseo que satisfacían inevitablemente, en pocos años, todos los hombres como él. Así pues, ¿por qué lo rodeaba aquel halo que pregonaba gloria y poder venideros? Tenía que contárselo a la Amyrlin.

—Pobre hombre —murmuró Gawyn—. No puedo evitar compadecerlo. Luz, sería un acto de misericordia dejarle que pusiera fin a su sufrimiento. ¿Por qué lo obligan a seguir viviendo?

—No merece compasión —manifestó Galad—. ¿Acaso has olvidado lo que fue y lo que hizo? ¿Cuántos miles de personas murieron antes de que lo apresaran? ¿Cuántas ciudades ardieron? Que viva, y así servirá de advertencia para otros.

Gawyn asintió aunque de mala gana.

—Sin embargo hubo hombres que lo siguieron. Y algunas de esas ciudades fueron incendiadas después de declararse partidarias suyas.

—He de irme —anunció Min mientras se levantaba del banco; de inmediato, Galad fue todo solicitud.

—Disculpadnos, mi señora Elmindreda. No era nuestra intención asustaros. Logain no puede haceros daño, os doy mi palabra.

—Yo… Sí, verlo me ha hecho sentirme indispuesta. Excusadme, pero realmente he de ir a tumbarme un rato.

La expresión de Gawyn no podía ser más escéptica, pero recogió el cesto de costura antes de que la joven tuviera tiempo de tocarlo.

—Al menos dejadme que os acompañe un trecho —dijo, y la voz rezumaba fingida preocupación—. El cesto ha de ser demasiado pesado para vos, estando tan mareada. No querría que os desmayaseis.

A Min le habría gustado arrebatarle él cesto de un tirón y darle un buen golpe con él, pero ésa no sería una reacción propia de Elmindreda.

—Oh, gracias, mi señor Gawyn. Sois muy amable. Muy amable. No, no, mi señor Galad, no quisiera molestaros a los dos. Sentaos aquí y leed vuestro libro. Prometedme que lo haréis o no podré soportarlo. —Incluso pestañeó con cierta coquetería.

Se las compuso para que Galad se acomodara en el banco de mármol y dejarlo allí, aunque no pudo quitarse de encima a Gawyn. Eran exasperantes las largas faldas; habría querido recogerlas hasta las rodillas y echar a correr, pero Elmindreda jamás correría ni mostraría tanto las piernas a no ser bailando. Laras la había sermoneado duramente a ese respecto; con que echara a correr una sola vez mandaría completamente al traste la imagen de Elmindreda. ¡Y Gawyn…!

—Dame ese cesto, cretino con cerebro de mosquito —gruñó tan pronto como perdieron de vista a Galad, y se lo arrebató bruscamente sin darle tiempo a protestar—. ¿A santo de qué me preguntaste por Elayne y Egwene delante de él? Elmindreda no las conoce ni le importan un rábano. ¡Elmindreda no quiere que se la relacione con ellas! ¿Es que no lo entiendes?

—No. No, porque no quisiste explicármelo. Pero lo lamento. —En su voz no había bastante arrepentimiento para complacer a Min—. Lo que ocurre es que estoy muy preocupado. ¿Dónde están? Las noticias que llegan río arriba sobre un falso Dragón en Tear no contribuyen precisamente a tranquilizarme. Están ahí fuera, en alguna parte, la Luz sabe dónde, y no dejo de preguntarme ¿y si se encuentran en medio de una conflagración semejante a la desatada por Logain en Ghealdan?

—¿Y si no es un falso Dragón? —inquirió con cautela.

—¿Te refieres a los cuentos que corren por las calles acerca de que ha tomado la Ciudadela de Tear? Los rumores siempre encuentran el modo de exagerar los acontecimientos reales. Lo creeré cuando lo vea, y, en cualquier caso, hará falta algo más para convencerme. No me bastaría siquiera que la Ciudadela hubiera caído. Luz, en realidad no creo que Elayne y Egwene se encuentren en Tear, pero esta falta de información no me deja vivir. Si le ocurre algo…

Min no sabía a cuál de ellas se refería, y sospechaba que tampoco él lo tenía muy claro. A pesar de su costumbre de tomarle el pelo, se sintió conmovida por su preocupación, pero ella no podía hacer nada para tranquilizarlo.

—Si fueras capaz de hacer caso a lo que te vengo repitiendo…

—Ya. ¡Que confíe en la Amyrlin! ¡Que confíe! —exhaló larga y lentamente—. ¿Sabes que Galad ha estado bebiendo en las tabernas con Capas Blancas? Cualquiera puede cruzar los puentes si viene en son de paz, incluso los malditos Hijos de la Luz.

—¿Galad? —repitió con incredulidad—. ¿En tabernas? ¿Y bebiendo?

—Sólo una o dos copas, estoy seguro. No se permitiría salirse de sus normas más allá, ni siquiera el día de su onomástica. —Gawyn frunció el entrecejo como si se planteara si este comentario podría conllevar una crítica a Galad—. La cuestión es que está hablando con Capas Blancas. Y conozco ese libro. De acuerdo con la dedicatoria se lo ha entregado el propio Elmon Valda. «Con la esperanza de que encontréis el camino». Valda, Min. El hombre que está al mando de los Capas Blancas al otro lado de los puentes. La falta de información también reconcome a Galad. Y está prestando oídos a esos individuos. Si algo le ocurriera a nuestra hermana o a Egwene… —Sacudió la cabeza—. ¿Sabes dónde están, Min? ¿Me lo dirías si lo supieras? ¿Por qué te escondes aquí?

—Porque volví locos a dos hombres con mi belleza y soy incapaz de decidirme por uno u otro —respondió con acritud.

El joven soltó una corta y seca risa que enmascaró con una mueca.

—Bueno, eso sí que lo creo. —Rió bajito y pasó suavemente el índice bajo la barbilla de Min—. Eres una muchachita muy hermosa, Elmindreda. Una niñita guapa y muy lista.

Min le soltó un puñetazo dirigido al ojo, pero el joven hizo un ágil y rápido movimiento hacia atrás mientras que ella tropezaba con las largas faldas, a punto de irse de bruces al suelo.

—¡Pedazo de buey, cabeza hueca! —gruñó.

—Qué gracilidad de movimientos, Elmindreda —rió—. Qué dulzura de voz, como el trino de un ruiseñor o el arrullo de una paloma al atardecer. ¿Qué hombre no quedaría prendado al poner sus ojos en Elmindreda? —El timbre jocoso desapareció de su voz y la miró con gran seriedad—. Si te enteras de algo, infórmame, por favor. ¿Lo harás? Te lo pediré de rodillas si es necesario, Min.

—Te lo diré —contestó. «Si puedo. Si con ello no las pongo en peligro. Luz, cómo odio este sitio. ¿Por qué no puedo volver junto a Rand, sin más?»

Dejó allí a Gawyn y entró sola en la Torre propiamente dicha, ojo avizor a la aparición de alguna Aes Sedai o Aceptada que podría extrañarse de verla en los pisos altos y preguntarle adónde iba. La información sobre Logain era demasiado importante para esperar hasta que la Amyrlin se hiciera la encontradiza con ella en algún momento a última hora de la tarde, como era habitual. Ésa era la razón que se daba a sí misma, al menos. La impaciencia la consumía y amenazaba con salirle por los poros.

Por suerte sólo vio unas pocas Aes Sedai a lo lejos, girando una esquina o entrando en algún cuarto. Nadie se presentaba en los aposentos de la Sede Amyrlin para hacer una simple visita. Las contadas criadas con las que se cruzó, todas ellas afanadas en sus tareas, no le preguntaron nada, por supuesto, y tampoco la miraron más de dos veces salvo para hacer una breve reverencia casi sin detenerse.

Cuando empujó la puerta del estudio de la Amyrlin llevaba preparada una tonta excusa en caso de que hubiera alguien más con Leane, pero la antesala estaba vacía. Se acercó presurosa a las puertas interiores y asomó la cabeza por ellas. La Amyrlin y la Guardiana se hallaban sentadas a cada lado de la mesa, que estaba cubierta de pequeñas tiras de fino papel. Giraron las cabezas velozmente en su dirección, con unas miradas tan afiladas como cuchillas.

—¿Qué haces aquí? —espetó la Amyrlin—. Se supone que eres una muchacha necia que ha pedido refugio, no una amiga de mi infancia. No tiene que haber contacto entre nosotras que no sea casual, de pasada. Si es preciso haré que Laras te tenga vigilada como una niñera a un bebé. Eso le gustaría mucho, creo, pero dudo que a ti te ocurriera lo mismo.

Min se estremeció al pensarlo. De repente el asunto de Logain no le pareció tan urgente; era improbable, por no decir imposible, que alcanzara poca ni mucha gloria en los próximos días. Empero, él no era realmente la razón por la que había venido, sino una excusa, y ahora no podía volverse atrás. Cerró la puerta tras ella, y explicó entre balbuceos lo que había visto y su significado. Todavía no se sentía cómoda hablando de su don delante de Leane.

—Otra preocupación más. —La Amyrlin sacudió la cabeza con gesto de cansancio—. La hambruna en Cairhien. Una hermana desaparecida en Tarabon. Los ataques de trollocs incrementándose de nuevo en las Tierras Fronterizas. Ese necio que se hace llamar el Profeta provocando disturbios en Ghealdan, al parecer predicando que el Dragón ha reencarnado en un lord shienariano —enumeró con incredulidad—. Hasta las cosas más insignificantes son malas. La guerra en Arad Doman ha cortado el comercio con Saldaea, y las estrecheces están causando desasosiego en Maradon. Hasta es posible que Tenobia pierda el trono por ello. Las únicas noticias buenas que he tenido son que la Llaga ha retrocedido por alguna razón. Una franja verde de casi cuatro kilómetros más allá de las marcas fronterizas sin el más leve rastro de corrupción o pestilencia, desde Saldaea hasta Shienar. Que se recuerde, es la primera vez que ocurre tal cosa. Pero supongo que las buenas noticias tienen que compensarse con las malas. Cuando una barca tiene una vía de agua, seguro que no será la única. Ojalá hubiera un ten con ten. Leane, ordenad que se refuerce la vigilancia a Logain. No veo qué problema podría causar ahora, pero no quiero descubrirlo. —Volvió aquellos penetrantes ojos azules hacia Min—. ¿Por qué viniste revoloteando aquí arriba como una gaviota espantada para traer una noticia así? Lo de Logain podría haber esperado, ya que no es muy probable que alcance gloria y poder antes de la puesta de sol.

Las palabras que eran casi un eco de lo que pensaba ella consiguieron que Min rebullera con inquietud.

—Lo sé —respondió. Las cejas de Leane se enarcaron en un gesto admonitorio, y se apresuró a añadir—: Madre. —La Guardiana asintió aprobadoramente.

—Eso no es una respuesta, muchacha —dijo Siuan.

—Madre, nada de lo que he visto desde el primer día ha sido importante —empezó Min, sacando fuerzas de flaqueza—. Desde luego no he vislumbrado nada que apunte al Ajah Negro. —Pronunciar aquel nombre todavía le daba frío—. Os he contado todo lo que sé sobre cualquier desastre al que las Aes Sedai vais a enfrentaros, y todo lo demás es inútil. —Tuvo que hacer un alto y tragar saliva ante la penetrante mirada de la Amyrlin—. Madre, no hay razón para que me quede y sí para que me marche. Quizá Rand podría sacar verdadero provecho de mis habilidades. Si es que es cierto que ha tomado la Ciudadela… Madre, podría necesitarme. —«¡Al menos yo sí lo necesito a él, así me abrase por ser una necia!»

La Guardiana se estremeció ante la mención del nombre de Rand. Siuan, por otro lado, resopló con desdén.

—Tus visiones han sido muy útiles. Es importante saber lo de Logain. Has descubierto al mozo de cuadra que estaba robando antes de que las sospechas recayeran en cualquier otra persona. ¡Y qué me dices de esa novicia pelirroja que iba a quedarse embarazada…! Sheriam se ocupó de que no pasara tal cosa, y esa chica no volverá a pensar en los hombres hasta que haya acabado su entrenamiento, pero de no ser por ti no lo habríamos sabido hasta que hubiera sido demasiado tarde. No, no puedes irte. Antes o después tus visiones me dibujarán una carta de navegación que conduzca al Ajah Negro, pero hasta entonces pagan de sobra tu pasaje.

Min suspiró y no sólo porque la Amyrlin tuviera intención de retenerla allí. La última vez que había visto a la novicia pelirroja fue cuando la chica se escabullía a escondidas hacia una zona boscosa del recinto acompañada por un musculoso guardia. Estarían casados quizás antes del final de verano; Min lo supo tan pronto como los vio juntos, a pesar de que a una novicia jamás se le había permitido marcharse hasta que la Torre lo decidía así, aun en el caso de una mujer que no podía adelantar más en su entrenamiento. Había una granja en el futuro de la pareja, y un montón de chiquillos, pero no tenía sentido decirle tal cosa a la Amyrlin.

—¿Podríais al menos hacer saber a Gawyn y Galad que su hermana y Egwene se encuentran bien, madre? —Le fastidiaba tener que pedirlo, y su tono de voz lo hacía patente. Parecía una niña que suplica una galleta cuando le han negado un trozo de tarta—. Por lo menos contadles algo más que esa historia ridícula de que están castigadas trabajando en una granja.

—Te he dicho que eso no es de tu incumbencia. No me obligues a tener que repetírtelo.

—Tampoco ellos se han tragado esa historia —manifestó Min antes de que la hiciera enmudecer la seca sonrisa de la Amyrlin; una sonrisa en la que no había asomo de regocijo.

—Así que sugieres que cambie la versión sobre el sitio donde se supone que están, ¿no? ¿Después de que todo el mundo da por hecho que se encuentran en una granja? ¿No crees que tal cosa haría enarcarse más de una ceja? Todos aceptan la historia salvo esos dos chicos. Y tú. En fin, Coulin Gaidin tendrá que hacerlos trabajar mucho más duro. Los músculos doloridos y sudar un poco más de la cuenta es suficiente para que a la mayoría de los hombres se les vaya de la cabeza cualquier idea peregrina. Y lo mismo ocurre con las mujeres. Haces demasiadas preguntas, y he decidido comprobar qué resultado tienen contigo unos cuantos días restregando ollas en las cocinas. Prefiero prescindir de tus servicios durante dos o tres días a que estés metiendo la nariz donde no debes.

—Ni siquiera sabéis si están en peligro, ¿verdad? Ni ellas ni Moraine. —En realidad no estaba pensando en la Aes Sedai.

—Muchacha —dijo Leane en tono admonitorio, pero Min no pensaba pararse ahora.

—¿Por qué no se han recibido noticias? Los rumores llegaron aquí hace dos días. ¡Dos días! ¿Por qué ninguna de esas tiras de papel que hay sobre vuestra mesa contiene un mensaje de ella? ¿Es que no dispone de palomas? Creía que las Aes Sedai tenían gente con palomas mensajeras repartida por todas partes. Si no hay alguien así en Tear, debería haberlo. Por otro lado, un jinete habría llegado a Tar Valon a estas alturas. ¿Por qué…?

El seco palmetazo de Siuan sobre el tablero de la mesa la hizo callar.

—Obedeces con una prontitud encomiable —comentó irónicamente—. Muchacha, hasta que no nos informen de lo contrario, da por sentado que ese joven se encuentra bien. Reza para que sea así. —Leane volvió a estremecerse—. En el Maule hay un dicho —continuó la Amyrlin—. «No hurgues en un problema mientras no sea problema para ti». Tenlo muy presente, muchacha.

Sonó una tímida llamada a la puerta.

La Amyrlin y la Guardiana intercambiaron una mirada; después los dos pares de ojos se volvieron hacia Min. Su presencia representaba un problema. No había ningún sitio donde pudiera esconderse; hasta el balcón era claramente visible desde el interior de la estancia.

—¿Ves por qué no deberías estar aquí? —rezongó Siuan—. Tu imprudencia no te hace mucho mejor que la necia jovencita que se supone que eres. Leane, id a abrir. —La Guardiana y ella se incorporaron al mismo tiempo, y Siuan rodeó la mesa mientras Leane se dirigía a la puerta—. Toma asiento en esa silla, muchacha. Vamos, muévete. Bien, ahora asume una expresión enfurruñada. ¡Furiosa no, enfurruñada! Frunce los labios y mira fijamente el suelo. Tal vez te haga llevar cintas en el cabello, enormes lazos rojos, sí. Preparada, Leane. —La Amyrlin se puso en jarras y levantó la voz—. Y si vuelves a presentarte aquí así, sin antes anunciarte, muchacha, te…

Leane abrió la puerta y se encontró con una oscura novicia que se encogió ante la iracunda diatriba de Siuan; después hizo una profunda reverencia.

—Mensajes para la Amyrlin, Aes Sedai —anunció la muchacha con lo que semejaba un graznido—. Han llegado dos palomas al sobrado. —Era una de las que le habían alabado su hermosura a Min e intentó echar una ojeada a lo que ocurría detrás de la Guardiana.

—Esto no te concierne, muchacha —dijo Leane en tono cortante mientras cogía los pequeños cilindros de hueso que la chica llevaba en la mano—. Regresa al palomar. —Antes de que la novicia se hubiera erguido, cerró la puerta y se recostó en ella soltando un suspiro—. Me sobresalta cualquier ruido desde que me dijisteis… —Recobró la compostura y regresó a la mesa—. Otros dos mensajes, madre. ¿Queréis que…?

—Sí, abridlos —ordenó la Amyrlin—. Será que Morgase ha decidido invadir Cairhien después de todo. O que los trollocs han lanzado un ataque en masa a las Tierras Fronterizas. Cualquiera de las dos cosas estaría en consonancia con el resto.

Min siguió sentada, sin hablar; Siuan había sido muy convincente con aquellas amenazas.

Leane examinó el sello de cera roja que había en el extremo de los pequeños cilindros, no mayor que la articulación de uno de sus dedos, y después de comprobar que nadie lo había manipulado lo rompió con la uña de pulgar. Extrajo el papel enrollado que había dentro con un fino palillo de marfil.

—Algo casi tan malo como lo de los trollocs, madre —anunció tan pronto como empezó a leer—. Mazrim Taim ha escapado.

—¡Luz! —exclamó Siuan—. ¿Cómo?

—Aquí sólo dice que se lo llevaron a hurtadillas al amparo de la noche, madre. Dos hermanas han muerto.

—Que la Luz ilumine sus almas. Pero no tenemos tiempo para llorar a los muertos cuando alguien como Taim sigue vivo y sin amansar. ¿Dónde fue, Leane?

—En Denhuir, madre. Un pueblo situado al este de la Colinas Negras, en la calzada de Maradon, más arriba de las cabeceras del Antaeo y el Luan.

—Tienen que haber sido algunos de sus seguidores. Necios. ¿Por qué no admiten que han sido derrotados? Elegid a una docena de hermanas de confianza, Leane… —La Amyrlin torció el gesto—. De confianza —rezongó—, Si supiera quién es más de fiar que un cazón no tendría los problemas que ahora tengo. Hacedlo lo mejor que podáis, Leane. Una docena de hermanas y quinientos guardias. No, mejor que sean mil.

—Madre —empezó la Guardiana, preocupada—. Los Capas Blancas…

—No intentarían cruzar los puentes aunque los dejara completamente desguarnecidos. Sospecharían que era una trampa. No hay modo de saber qué ocurre exactamente allí arriba, y deseo que quienquiera que sea a quien envíe esté preparado para cualquier cosa. Y, Leane… Mazrim Taim ha de ser amansado tan pronto como se lo vuelva a capturar.

Los ojos de la Guardiana se desorbitaron por la impresión.

—Pero, la ley…

—Conozco la ley tan bien como vos, pero no correré el riesgo de tenerlo libre nuevamente sin que esté amansado. No me arriesgaré a tener otro Guaire Amalasan, encima de todo lo demás.

—Sí, madre —contestó Leane débilmente.

La Amyrlin cogió el segundo cilindro y lo partió en dos con un seco chasquido; sacó el mensaje.

—Por fin buenas noticias —exclamó aliviada, y una sonrisa le iluminó el rostro—. Buenas noticias. «La honda ha sido utilizada. El pastor blande la espada».

—¿Rand? —preguntó Min, a lo que Siuan asintió.

—Por supuesto, muchacha. La Ciudadela ha caído. Rand al’Thor, el pastor, tiene en su poder a Callandor. Ahora podemos movernos. Leane, quiero que se convoque a la Antecámara de la Torre esta tarde. No, mejor esta mañana.

—No entiendo —dijo Min—. Sabíais que los rumores se referían a Rand. Entonces ¿por qué convocáis ahora a la Antecámara? ¿Qué podéis hacer ahora que no pudierais hacer antes?

Siuan se echó a reír como una chiquilla.

—Lo que puedo hacer ahora es decirles abiertamente que a través de una Aes Sedai he recibido la noticia de que la Ciudadela de Tear ha caído y que un hombre ha empuñado a Callandor. La profecía se ha cumplido. Suficiente para mi propósito, al menos. El Dragón ha renacido. Se encogerán de miedo, discutirán, pero ninguna puede oponerse a mi declaración de que la Torre debe guiar a ese hombre. Por fin puedo involucrarme con él abiertamente. En casi todo.

—¿Estamos haciendo lo correcto, madre? —dijo bruscamente Leane—. Lo sé… Si tiene a Callandor, debe de ser el Dragón Renacido, pero puede encauzar, madre. Un hombre capaz de encauzar. Sólo lo vi una vez, pero incluso entonces había algo extraño en él, algo más que ser ta’veren. Madre, si se piensa, ¿qué diferencia hay entre él y Taim?

—La diferencia está en que es el Dragón Renacido, hija —respondió la Amyrlin en voz queda—. Taim es un lobo, y quizás un lobo rabioso. Rand al’Thor es el sabueso que utilizaremos para derrotar a la Sombra. Mantened su nombre en secreto, Leane. Más vale no revelar demasiado antes de tiempo.

—Como ordenéis, madre —asintió la Guardiana, pero su inquietud no había menguado.

—Poneos a ello. Quiero que la Antecámara se haya reunido dentro de una hora. —Siuan observó pensativamente a la alta mujer mientras ésta se marchaba—. Puede que haya más resistencia de la que sería de mi agrado —musitó cuando la puerta se cerró tras ella.

—¿Queréis decir que…? —Min la miraba de hito en hito.

—Oh, nada serio, muchacha. No mientras ignoren desde cuándo estoy involucrada con el chico al’Thor. —Leyó de nuevo la tira de papel, y después la soltó sobre la mesa—. Ojalá Moraine hubiera sido más explícita.

—¿Por qué no dice nada más? ¿Y por qué no hemos sabido nada de ella antes?

—Más preguntas sin respuesta. Tendrás que hacérselas a Moraine. Siempre ha sido de las que hacen las cosas a su modo. Pregúntale a ella, muchacha.


Sahra Covenry empleaba la azada de manera irregular, mirando, ceñuda, los pequeños brotes de malas hierbas que asomaban entre las filas de coles y remolachas. No es que la señora Elward fuera muy exigente en el cumplimiento de sus tareas —no era más severa que su propia madre, y desde luego mucho menos que Sheriam— pero Sahra no había ido a la Torre Blanca para acabar otra vez en una granja cultivando verduras cuando el sol apenas había salido. Su blanco vestido de novicia estaba guardado; ahora llevaba puesto uno de lana marrón que podría haber cosido su madre, con la falda remangada hasta las rodillas para que no arrastrara por la tierra. Qué injusto era todo. No había hecho nada para merecer este castigo.

Hundió los dedos de los pies descalzos en la tierra removida y miró con ferocidad a las rebeldes malas hierbas; encauzó con intención de abrasarlas. Saltaron chispas alrededor de la mata, que se marchitó. Arrancó la planta precipitadamente y arrinconó lo ocurrido en su mente. Si había justicia en el mundo, lord Galad pasaría por la granja mientras iba de caza.

Apoyada en la azada, empezó a soñar despierta con que curaba las heridas que Galad había sufrido al caer del caballo —no por su culpa, naturalmente; era un fabuloso jinete—, y después el apuesto joven la subía al caballo delante de él y manifestaba que sería su Guardián —entraría en el Ajah Verde, por supuesto— y…

—¿Sahra Covenry?

La muchacha dio un brinco al escuchar la seca voz, pero no era la señora Elward. Hizo una reverencia lo mejor que supo considerando que llevaba las faldas recogidas.

—Buen día tengáis, Aes Sedai. ¿Habéis venido para llevarme de vuelta a la Torre?

La Aes Sedai se acercó más sin preocuparse de que el repulgo del vestido arrastrara sobre la tierra de la huerta. A pesar del calor de esa mañana estival, llevaba puesta una capa con el embozo echado de manera que dejaba su rostro en sombras.

—Justo antes de que abandonaras la Torre, llevaste a una mujer a presencia de la Sede Amyrlin. Una mujer que dijo llamarse Elmindreda.

—Sí, Aes Sedai —respondió Sahra con un ligero timbre de interrogación en la voz. No le había gustado el modo en que había dicho eso, como si se hubiera marchado de la Torre para siempre.

—Cuéntame todo cuanto viste y oíste, muchacha, desde el momento en que te encargaste de conducir a esa mujer. Todo.

—Pero no oí nada, Aes Sedai. La Guardiana me mandó marcharme tan pronto como… —Un espantoso dolor la atenazó, haciendo que hundiera los pies en la tierra y que su espalda se arqueara; el espasmo duró sólo unos segundos, pero le pareció una eternidad. Jadeando para coger aire, cayó en la cuenta de que tenía la mejilla pegada contra el suelo, y que sus dedos, todavía temblorosos, se clavaban en la tierra removida. No recordaba haber caído. Veía el cesto de la colada de la señora Elward tirado de costado, cerca de la casa de piedra, la ropa blanca, húmeda, desparramada en un montón. En su aturdimiento pensó que aquello era raro; Moria Elward jamás dejaría tirada la colada de ese modo.

—Todo, muchacha —repitió fríamente la Aes Sedai. Estaba de pie junto a Sahra, sin hacer el menor gesto para ayudarla. Le había hecho daño; y se suponía que no debía ocurrir algo así—. Cada persona que habló con Elmindreda, cada palabra que dijo, cada matiz y cada gesto.

—Habló con lord Gawyn, Aes Sedai —sollozó Sahra—. Es todo lo que sé, Aes Sedai. Todo. —Su llanto se volvió desconsolado, pues estaba segura de que no era suficiente para satisfacer a aquella mujer. Y tenía razón. Estuvo gritando sin parar un buen rato; y, cuando la Aes Sedai se marchó, el silencio envolvía a la granja salvo por el piar de las gallinas. Ningún otro ruido; ni siquiera el de una respiración.

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