3 Reflejos

A pesar de la hora avanzada muchas personas recorrían presurosas los amplios corredores de la Ciudadela, un continuo ir y venir de hombres y mujeres vestidos con las ropas negras y doradas de los sirvientes de la fortaleza o con las libreas de uno u otro Gran Señor. De vez en cuando aparecían uno o dos Defensores, con la cabeza descubierta y desarmados, incluso alguno con la chaqueta sin abrochar. Los sirvientes hacían reverencias o se inclinaban al cruzarse con Perrin y Faile y de inmediato seguían su camino presurosos, sin apenas pararse. La mayoría de los soldados se sorprendía al verlos; algunos hacían una rígida inclinación, con la mano en el pecho, pero todos ellos apresuraban el paso, aparentemente ansiosos por alejarse de los dos jóvenes.

Sólo una de cada tres o cuatro lámparas estaba encendida, y en los amplios huecos que mediaban entre ellas las sombras volvían imprecisos los dibujos de los tapices en las paredes y ocultaban los arcones que, muy de vez en cuando, había contra la pared. Pero no para los ojos de Perrin, que relucían como oro pulido en aquellos tramos oscuros del pasillo. Caminaba rápidamente de una lámpara a otra y mantenía la vista agachada a menos que se encontrara a plena luz. Casi toda la gente de la Ciudadela estaba enterada, de un modo u otro, del extraño color de sus ojos, pero nadie lo mencionaba, por supuesto. Hasta Faile parecía dar por hecho que ese color era resultado de estar asociado a las Aes Sedai; era así y había que aceptarlo, simplemente, sin buscarle explicación. Empero, Perrin siempre sentía un cosquilleo en la espalda cada vez que notaba que un desconocido había reparado en que sus ojos brillaban en la oscuridad. Su silencio, el que no hicieran comentarios, dejaba patente el rechazo que sentían hacia él.

—Ojalá no me miraran así —murmuró cuando un canoso Defensor que le duplicaba la edad se alejó presuroso nada más cruzarse con ellos—, como si me tuvieran miedo. Antes no pasaba; no tanto como ahora. ¿Y qué hace levantada tanta gente a esta hora de la noche?

Una mujer que iba cargada con un cubo y un friegasuelos hizo una brusca reverencia y se escabulló, gacha la cabeza. Faile, enlazada a su brazo, levantó los ojos hacia él.

—Por lo que sé los guardias no tienen que estar en esta parte de la Ciudadela a menos que se encuentren de servicio. Es una buena hora para achuchar a una doncella sentado en la silla del señor y quizá pretender que son el señor y la señora mientras éstos duermen. A lo mejor les preocupa que los denuncies. En cuanto a la servidumbre, hace casi todo su trabajo por la noche. ¿Quién querría tenerlos descalzos, fregando suelos, quitando el polvo y sacando brillo a plena luz del día?

Perrin asintió aunque sin convencimiento. Imaginaba que la joven sabía esas cosas por la casa de su padre. Era lógico que un mercader próspero tuviera sirvientes y guardias para sus carretas. Aliviaba pensar que si estas personas no estaban en la cama no era porque les había ocurrido lo mismo que a él. De ser así, habrían salido de la Ciudadela atropellándose y seguramente no habrían dejado de correr todavía. ¿Entonces por qué había sido él el único blanco del ataque? No estaba ansioso por encontrarse cara a cara con Rand, pero tenía que saberlo. Faile tuvo que acelerar el paso para no quedarse rezagada.

A pesar de su esplendor, de los dorados, las excelentes tallas y los recamados, el interior de la Ciudadela había sido concebido para la guerra tanto como el exterior; los techos de las intersecciones de los pasillos estaban plagados de agujeros desde los que disparar y arrojar armas, y en algunos Puntos de los corredores había saeteras que nunca se habían utilizado y desde las que se cubrían los pasillos en toda su extensión. Perrin y Faile remontaron varias escaleras de caracol angostas, todas ellas construidas en el interior de los muros o, si no, cerradas, con más saeteras abiertas a los pasillos que había debajo. Ninguna de estas defensas había sido traba para los Aiel, el primer enemigo que había pasado de la muralla exterior.

Mientras subían a todo correr una de esas escaleras de caracol —Perrin no se daba cuenta de que iban trotando, aunque se habría movido con mayor rapidez de no llevar a Faile colgada del brazo— captó una bocanada de sudor rancio mezclado con un perfume empalagosamente dulzón, pero su mente lo registró de manera inconsciente, ya que estaba absorto en lo que le iba a decir a Rand. No era fácil preguntarle por qué había intentado matarlo y si es que ya estaba volviéndose loco. Tampoco esperaba que las respuestas fueran sencillas.

Al entrar en un oscuro corredor, casi en lo alto de la Ciudadela, se encontró mirando las espaldas de un Gran Señor y de dos de sus guardias personales. Sólo a los Defensores se les permitía llevar armas dentro de la Ciudadela, pero estos tres llevaban espadas al costado. Tal cosa no era inusitada, claro, pero su presencia aquí, en este piso, en la oscuridad y vigilando atentamente la intensa luz que brillaba al final del largo pasillo, no era normal. La luz procedía de la antesala que daba a los aposentos adjudicados a Rand; o elegidos por él. O quizá los que Moraine le había instado a ocupar.

Perrin y Faile no habían puesto ningún cuidado en remontar la escalera en silencio, pero los tres hombres estaban tan atentos a la luz del fondo que ninguno de ellos advirtió al principio la llegada de los dos jóvenes. Entonces, uno de los guardias de chaqueta azul giró la cabeza como para aliviar un tirón en la nuca; se quedó boquiabierto al verlos. Conteniendo una maldición, el tipo se volvió bruscamente hacia Perrin y desenvainó la espada más de un palmo. El otro se movió un instante después, sin irle a la zaga. Los dos estaban en tensión, listos para atacar, pero sus ojos se movieron con nerviosismo, hurtándolos a los de Perrin. Emitían un acre olor a miedo. Igual ocurría con el Gran Señor, aunque mantenía su temor firmemente refrenado.

El Gran Señor Torean, la negra barba puntiaguda surcada con mechones canosos, se movió lánguidamente, como si estuviera en un salón de baile. Sacó de la manga un pañuelo impregnado de un perfume demasiado dulzón y se lo llevó a la prominente nariz, que no parecía tan grande comparada con sus orejas. Vestía una fina chaqueta de seda con puños de satén rojo, que acentuaba aun más la vulgaridad de sus rasgos. Examinó a Perrin, que iba en mangas de camisa, y se llevó de nuevo el pañuelo a la nariz con gesto despectivo.

—La Luz os ilumine —saludó cortés. Su mirada encontró los amarillos ojos del joven y dio un respingo, bien que su expresión no se alteró—. Os encontráis bien, espero —añadió, quizá con demasiada amabilidad.

A Perrin le importaba poco el tono del hombre, pero el modo en que Torean miraba a Faile de arriba abajo, con descarado interés, le hizo apretar los puños. No obstante, se las compuso para hablar con voz tranquila, inexpresiva.

—Que la Luz os ilumine a vos, Gran Señor Torean. Me alegra ver que contribuís a vigilar la seguridad del lord Dragón. Otros hombres en vuestro lugar estarían resentidos por su presencia aquí.

Las cejas de Torean se agitaron.

—La profecía se ha cumplido, y Tear ha cumplido su parte en esa profecía. Quizás el Dragón Renacido conduzca a Tear a un destino más grandioso. ¿Qué hombre estaría resentido por eso? Ah, pero ya es tarde. Buenas noches a ambos. —Su mirada se detuvo de nuevo en Faile; el hombre frunció los labios y echó a andar pasillo adelante, quizás a un paso un poco rápido, alejándose de la luz de la antesala. Sus guardias personales fueron en pos de él como perros bien entrenados.

—No tenías por qué ser descortés —lo reprendió Faile cuando el Gran Señor estuvo lo bastante lejos para no oírla—. Hablabas como si tu lengua fuera un pedazo de hierro helado. Si tienes intención de quedarte aquí, más te vale aprender a llevarte bien con los señores.

—Te estaba mirando como si quisiera sentarte en sus rodillas. Y no me refiero a como lo haría un padre.

—No es el primer hombre que se fija en mí. —Levantó la barbilla con altivez—. Pero si hubiera intentado llegar más lejos, lo habría puesto en su sitio con sólo una mirada y frunciendo el ceño. No necesito que me defiendas, Perrin Aybara. —No obstante, no parecía disgustada del todo.

Perrin se rascó la barba y siguió con la mirada a Torean hasta que él y sus guardias personales se perdieron de vista al girar en una esquina del pasillo. Se preguntó qué harían los señores tearianos para no sudar.

—¿Te fijaste, Faile? Sus perros de presa no apartaron las manos de las espadas hasta que estuvieron a más de diez pasos de nosotros.

La joven lo miró con el entrecejo fruncido, y después dirigió la vista hacia el corredor y asintió lentamente.

—Tienes razón. Pero no lo entiendo. No se inclinaron como hacen ante él, y sin embargo todo el mundo actúa con tanta cautela en presencia tuya o de Mat como delante de las Aes Sedai.

—Quizá ser amigo del Dragón Renacido no da tanta protección como solía.

Faile no insistió en que debían marcharse, al menos no con palabras, pero sus ojos hablaban por sí mismos. Perrin tuvo más éxito en hacer caso omiso a esta propuesta no formulada que a la planteada anteriormente en voz alta.

Antes de que llegaran al final de pasillo, Berelain salió precipitadamente de la iluminada antesala, arrebujándose en una fina bata. La Principal de Mayene caminaba tan deprisa que casi iba corriendo.

Para demostrar a Faile que podía ser tan cortés como el que más, Perrin hizo una inclinación que Mat difícilmente habría mejorado. Por su parte, la reverencia de Faile se limitó a un leve cabeceo y a doblar apenas la rodilla. Perrin no reparó en ello pues, cuando Berelain pasó junto a los dos, sin dirigirles siquiera una mirada, exudaba tal olor a miedo, rancio y penetrante como una herida infestada, que las aletas de su nariz se agitaron. Comparado con el de la mujer, el miedo de Torean no era nada. Éste era un pánico irracional refrenado a duras penas y a punto de estallar. Se irguió lentamente, siguiéndola con la mirada.

—¿Regalándote los ojos? —preguntó Faile con suavidad.

Absorto en Berelain, preguntándose qué la habría empujado casi al borde de la locura, habló sin pensar:

—Olía a…

A lo lejos, en el pasillo, Torean salió de repente por un corredor lateral y cogió a Berelain del brazo. Habló mucho y rápidamente, pero Perrin sólo consiguió entender unas cuantas palabras sueltas, algo acerca de sobreestimarse en su orgullo y algo más que parecía una oferta de Torean para protegerla. La respuesta de la mujer fue sucinta y cortante, e incluso más ininteligible, expresada con la barbilla bien alta. Luego, la Principal de Mayene se soltó con un brusco tirón y se marchó, la espalda recta y aparentemente recuperado en parte el dominio de sí misma. Torean iba a ir tras ella, pero en ese momento vio a Perrin observándolos. Tocándose la nariz con el pañuelo, el Gran Señor desapareció de nuevo por el corredor lateral.

—Me importa poco si olía a Esencia de Aurora —replicó Faile amenazadoramente—. A ésa no le interesa cazar un oso por muy bonita que luciera la piel estirada sobre una pared. Va a la caza del sol.

—¿Del sol? —La miró perplejo—. ¿Un oso? ¿De qué estás hablando?

—Sigue tú solo. Creo que me voy a la cama.

—Si es lo que quieres —respondió Perrin lentamente—, pero pensé que estabas tan ansiosa como yo de saber lo que pasó.

—Me parece que no. He estado evitándolo hasta ahora, así que no fingiré que estoy deseosa de encontrarme con el… con Rand. Y menos después de lo que ha pasado. Vosotros dos disfrutaréis de una charla amena sin mí, sobre todo si hay vino.

—No entiendo nada —murmuró él—. Si te apetece irte a la cama, hazlo, pero me gustaría que hablaras de forma comprensible.

Durante un momento la joven lo miró a la cara, como estudiándolo, y después, inopinadamente, se mordió el labio. Daba la impresión de que procuraba contener la risa.

—Oh, Perrin, a veces creo que es tu inocencia lo que más me gusta de ti. —Efectivamente, en su voz había ribetes jocosos—. Anda a reunirte con… tu amigo, y me lo cuentas mañana. Si no todo, lo que quieras. —Le hizo agachar la cabeza para darle un suave y rápido beso en los labios y después regresó corriendo pasillo abajo.

Perrin sacudió la cabeza y siguió a la joven con la mirada hasta que desapareció por la escalera sin que Torean diera señales de vida. A veces era como si Faile hablara en otro idioma. Perrin se encaminó hacia las luces.

La antesala era una estancia redonda de unos cincuenta pasos de diámetro. Un centenar de lámparas doradas colgaban del alto techo suspendidas por cadenas igualmente doradas. Unas columnas de piedra roja pulida configuraban un anillo interior, y daba la impresión de que el suelo estaba hecho con una única y enorme losa de mármol negro veteada con oro. Ésta había sido la antesala de los aposentos reales en los tiempos en que hubo reyes en Tear, antes de que Artur Hawkwing se erigiera único soberano de todas las tierras desde la Columna Vertebral de Mundo hasta el Océano Aricio. Los reyes tearianos no regresaron después de que el imperio de Hawkwing se derrumbó, y durante mil años los únicos habitantes de estos aposentos fueron ratones moviéndose entre el polvo. Ningún Gran Señor había poseído nunca suficiente poder para reclamarlos para sí.

Un anillo de cincuenta Defensores, en posición de firmes, ocupaba el centro de la estancia, los petos y yelmos relucientes, y las lanzas inclinadas exactamente en el mismo ángulo. Se suponía que, estando apostados de cara a todas las direcciones, protegían al actual señor de la Ciudadela de los intrusos. Su oficial al mando, un capitán que se distinguía del resto por dos plumas cortas de color blanco en el yelmo, mantenía una postura algo menos rígida; una de sus manos reposaba en la empuñadura de la espada mientras que la otra se apoyaba en la cadera, en una actitud prepotente. Todos ellos olían a miedo e incertidumbre, como quienes viven bajo un risco inestable y casi se han convencido de que nunca se desplomará. Por lo menos, durante esta noche. O durante la próxima hora.

Perrin entró en la antesala haciendo resonar los tacones de sus botas al caminar. El oficial hizo intención de salirle al paso, pero vaciló al ver que Perrin no se paraba. Por supuesto sabía, como cualquier otro teariano, quién era: un compañero de viaje de las Aes Sedai y amigo del lord Dragón. Un personaje al que un simple oficial de los Defensores de la Ciudadela no debía cerrar el paso. Había que tener en cuenta su aparente cometido de velar por el descanso del lord Dragón, desde luego; pero, a pesar de que seguramente no lo admitiría siquiera ante sí mismo, el capitán tenía que saber que su pose bizarra y su armadura brillante sólo eran fachada. Los verdaderos guardias eran los que encontró Perrin cuando dejó atrás las columnas y se acercó a la puerta de los aposentos de Rand.

Habían permanecido sentadas tras las columnas, tan inmóviles que se confundían con la piedra, si bien sus chaquetas y calzones —en tonos grises y pardos para servirles de camuflaje en el Yermo— resaltaron tan pronto como se movieron. Seis Doncellas Lanceras, mujeres Aiel que habían preferido la vida de guerreras a la del hogar, se interpusieron entre él y las puertas; se movían sin hacer ruido gracias a las suaves botas atadas con cordones que les llegaban a las rodillas. Eran altas para ser mujeres; la de más talla debía de medir un palmo menos que el propio Perrin. Tenían la piel curtida por el sol y llevaban el cabello muy corto, de color rubio o rojizo o de tonalidades intermedias. Dos de ellas sostenían arcos curvados con las flechas encajadas en la cuerda, pero sin tensar. Las demás llevaban pequeñas adargas de cuero y tres o cuatro lanzas cortas cada una; cortas pero con la punta lo bastante larga para atravesar a un hombre y sobrar todavía varios centímetros.

—No puedo dejarte entrar —manifestó una mujer de cabello de un fuerte tono pelirrojo, que esbozó una leve sonrisa para quitar hierro a sus palabras. Los Aiel no sonreían tanto como otros pueblos y tampoco demostraban sus sentimientos—. Al parecer no quiere ver a nadie esta noche.

—Voy a pasar de todos modos, Bain.

Sin tomar en cuenta sus lanzas la cogió por la parte superior de los brazos. Entonces no le fue posible hacer caso omiso de las armas, pues la mujer se las había ingeniado para poner la punta de una de ellas contra su garganta. Por si fuera poco, otra mujer de cabello más rubio llamada Chiad le puso una de sus lanzas al otro lado del cuello, como si tuvieran intención de hacer que las puntas se encontraran en un punto intermedio de su gaznate. Las demás mujeres se limitaron a mirarlos, seguras de que Bain y Chiad eran capaces por sí mismas de hacer lo que fuera preciso. Aun así, Perrin mantuvo la calma.

—No tengo tiempo para discutir contigo, aparte de que, si no recuerdo mal, no eres de las que escuchan a quienes opinan de manera distinta. Voy a entrar. —Con la mayor delicadeza posible, levantó en vilo a Bain y la apartó a un lado.

La lanza de Chiad apretaba su garganta de tal manera que sólo necesitaba una leve presión para hacerle sangre, pero Bain, tras abrir mucho los azules ojos por la sorpresa, apartó la suya y sonrió.

—¿Te gustaría aprender un juego llamado el Beso de las Doncellas, Perrin? Creo que sabrías jugarlo muy bien. Por lo menos aprenderías algo.

Otra de las Aiel se echó a reír, y Chiad apartó la lanza de su cuello. Perrin inhaló profundamente; confiaba en que no se hubieran dado cuenta de que había estado conteniendo la respiración desde que las puntas de las lanzas lo habían tocado. No llevaban cubierto el rostro —sus shoufa aparecían enrollados en torno a sus cuellos cual oscuras bufandas— pero Perrin ignoraba si las Aiel tenían que cubrirse con él antes de matar, aunque sí sabía que ponérselo significaba que estaban listas para hacerlo.

—Quizás en otro momento —contestó amablemente. Todas ellas sonreían como si Bain hubiera dicho algo divertido, y el hecho de que él no lo entendiera era parte del chiste. Thom tenía razón. El hombre que intentara comprender a las mujeres acabaría volviéndose loco, fueran del país que fueran y pertenecieran a la clase social que pertenecieran; eso era lo que decía Thom.

Alargaba la mano hacia el tirador dorado de la puerta que tenía forma de león rampante cuando Bain añadió:

—¡Allá tú! Ya ha ahuyentado a quien la mayoría de los hombres consideraría mucho mejor compañía que tú.

«¡Ah, claro, Berelain! Venía de aquí. Esta noche todo anda revuelto», pensó mientras abría la puerta.

Perrin olvidó completamente a la Principal de Mayene en el momento en que echó un vistazo al dormitorio. Los espejos colgaban rotos de las paredes y el suelo estaba sembrado de fragmentos de cristal y de porcelana, así como de plumas del relleno del cobertor desgarrado. Varios libros abiertos yacían entre el revoltijo de sillas y bancos volcados. Y Rand estaba sentado a los pies de la cama, recostado contra uno de los postes del lecho con los ojos cerrados y las manos fláccidas sobre Callandor, que descansaba sobre sus rodillas. Y estaba cubierto de sangre.

—¡Traed a Moraine! —instó bruscamente a las Aiel. No sabía si Rand seguía vivo, pero si lo estaba necesitaba los dones curativos de la Aes Sedai—. ¡Decidle que se apresure!

Oyó que daban un respingo y enseguida sonó la precipitada carrera de unas suaves botas alejándose. Rand levantó la cabeza. Su rostro era una máscara embadurnada de sangre.

—Cierra la puerta.

—Moraine estará aquí enseguida, Rand. Ella te…

—Cierra la puerta, Perrin.

Las ceñudas Aiel murmuraron protestas, pero se retiraron, y Perrin cerró la puerta en sus narices cortando así el grito interrogante del capitán de las plumas blancas.

El cristal crujió bajo sus botas cuando cruzó la alfombra dirigiéndose hacia Rand. Desgarró un trozo de una de las sábanas de lino, que estaban completamente destrozadas, y lo apretó contra la herida del costado de Rand a modo de tapón; las manos de su amigo se tensaron sobre la espada transparente al sentir la presión y después se relajaron. La sangre empapó la tela casi de inmediato. Tenía todo el cuerpo repleto de cortes y cuchilladas, desde las plantas de los pies hasta la cabeza; en muchos de ellos, brillaban fragmentos de cristal. Perrin encogió los hombros en un gesto de impotencia; no sabía qué más hacer hasta que viniera Moraine.

—En nombre de la Luz, Rand, ¿qué intentabas hacer? ¿Desollarte vivo? Y también estuviste a punto de matarme a mí. —Pensó que Rand no iba a contestarle.

—Yo no —respondió finalmente su amigo con un susurro casi inaudible—. Fue uno de los Renegados.

Perrin procuró relajar los músculos que, sin darse cuenta, se le habían puesto en tensión, pero sólo lo consiguió en parte. Había mencionado a los Renegados cuando habló con Faile y no había sido por pura casualidad; había procurado no pensar demasiado en lo que los Renegados harían cuando descubrieran el paradero de Rand. Si uno de ellos lograba acabar con el Dragón Renacido, él o ella estaría muy por encima de los demás cuando el Oscuro saliera de su prisión. Y la Última Batalla estaría perdida aun antes de librarse.

—¿Estás seguro? —preguntó también en voz baja.

—Tuvo que ser eso, Perrin. Tuvo que serlo.

—Si otro de ellos vino también por mí… ¿Dónde está Mat, Rand? Si sigue con vida y pasó por lo que yo, estará pensando igual: que fuiste tú. A estas alturas ya debería estar aquí para pedirte cuentas.

—O a lomos de un caballo camino de las puertas de la ciudad. —Rand bregó para sentarse erguido. La sangre reseca se agrietó, y en su pecho y sus hombros manaron nuevos hilillos—. Si Mat ha muerto, harás bien en irte lo más lejos posible de mí. Creo que Loial y tú tenéis razón en cuanto a eso. —Hizo una pausa, estudiando a Perrin—. Mat y tú debéis pensar que ojalá no hubiera nacido. O por lo menos no haberme conocido.

Perrin decidió que no tenía sentido ir a comprobar si a Mat le había ocurrido algo; si tal era el caso, a estas alturas ya no tendría remedio. Además, algo en su interior le decía que su improvisado apósito presionando el costado de Rand lo mantendría con vida hasta que Moraine llegara.

—No parece importarte la posibilidad de que se haya marchado. ¡Demonio, también él es importante! ¿Qué vas a hacer si se ha ido? O si ha muerto, la Luz no lo quiera.

—Lo que menos se esperan. —Los ojos de Rand tenían un velo febril que nublaba sus iris y les otorgaba un tono gris azulado. En su voz había un timbre cortante—. Es lo que habré de hacer en cualquier caso. Lo que menos se espera nadie.

Perrin respiró lenta y profundamente. Rand tenía motivos para estar en tensión, así que sus palabras no podían tomarse como indicio de una locura incipiente. Y él debería dejar de estar al acecho de señales de demencia, porque hacerlo sólo le daría dolor de estómago. Si llegaba lo que temía, ya habría indicios de sobra.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó, sin alzar la voz.

—Sólo sé que he de cogerlos desprevenidos. —Cerró los ojos—. A todo el mundo —masculló ferozmente.

Una de las hojas de la puerta se abrió para dar paso a un alto Aiel cuyo rojizo cabello mostraba hebras grises. A su espalda, el oficial teariano de las plumas se empinaba de puntillas para mirar al tiempo que discutía con las Doncellas; seguía discutiendo cuando Bain cerró la puerta.

Rhuarc registró la habitación con sus penetrantes ojos azules, como si sospechara que había enemigos escondidos detrás de cada cortina o de cada mueble volcado. El jefe del clan Taardad no parecía ir armado aparte del cuchillo que llevaba a la cintura, pero la autoridad y seguridad en sí mismo que irradiaba su persona eran armas tan reales como si las llevara enfundadas junto al puñal. Y tenía el shoufa sobre los hombros; por poco que se conociera a los Aiel, cualquiera consideraría peligroso el mero hecho de que lo llevara de forma que en cualquier momento podría cubrirse el rostro.

—Ese necio teariano de ahí fuera avisó a su comandante que había pasado algo en esta habitación —dijo Rhuarc—, y los rumores se propagan ya como el moho en una cueva profunda. Los hay para todos los gustos, desde que la Torre Blanca ha intentado mataros hasta que la Última Batalla se ha librado aquí dentro. —Perrin iba a decir algo, pero Rhuarc se anticipó levantando una mano—. Por casualidad topé con Berelain, y su aspecto era el de alguien a quien le han dicho el día que morirá. Me contó lo ocurrido. Y parecía que decía la verdad, aunque no puedo creerlo.

—Mandé llamar a Moraine —intervino Perrin. Rhuarc asintió. Era lógico que lo supiera ya que las Doncellas le habrían dicho todo cuanto sabían.

Rand soltó una corta y dolorida carcajada.

—Le dije que guardara silencio. Por lo visto, el lord Dragón no manda en Mayene. —Su tono era más de divertido sarcasmo que otra cosa.

—Tengo hijas mayores que esa jovencita —dijo Rhuarc—. Dudo que se lo cuente a nadie más, y me parece que ella preferiría olvidar lo que ha pasado esta noche.

—Y a mí me gustaría saber qué ha ocurrido —dijo Moraine que en ese momento entraba en la habitación. Era una mujer ligera y esbelta, de modo que Rhuarc parecía empequeñecerla tanto como el hombre que venía tras ella, Lan, su Guardián; pero la Aes Sedai era quien dominaba en la habitación. Debía de haber venido corriendo para llegar tan pronto, pero se mostraba tan tranquila como un lago helado. No resultaba tarea fácil hacer que Moraine perdiera la serenidad. Llevaba un vestido azul con cuello alto de encaje y mangas arracadas en terciopelo de un tono más oscuro, pero el calor no parecía afectarla. Una pequeña joya azul que descansaba sobre su frente, suspendida de una fina cadena de oro que ceñía su oscuro cabello, reflejaba la luz y resaltaba la ausencia total de transpiración.

Como ocurría cada vez que se encontraban, los gélidos ojos azules de Lan y de Rhuarc casi soltaron chispas al trabarse. Una correa de cuero trenzado sujetaba el oscuro cabello de Lan, que en las sienes mostraba pinceladas grises. Su semblante severo y anguloso parecía tallado en roca, y la espada colgaba a su costado como parte de su cuerpo. Perrin no estaba seguro de cuál de los dos hombres era más letal, pero si un ratón tuviera que alimentarse con la diferencia se moriría de hambre.

Los ojos del Guardián se volvieron hacia Rand.

—Te creía lo bastante mayor para afeitarte sin necesidad de que alguien te guiara la mano.

Rhuarc esbozó un atisbo de sonrisa, pero aunque leve era la primera que Perrin veía en su semblante estando Lan presente.

—Todavía es joven. Aprenderá.

Lan miró de nuevo al Aiel y le devolvió la sonrisa, aunque igualmente leve.

Moraine lanzó a los dos hombres una mirada breve, desdeñosa. Cruzó la alfombra recogiéndose el repulgo del vestido, sin dar la impresión de mirar dónde pisaba, pero caminaba con tanta ligereza que ni un solo fragmento de cristal crujió bajo sus zapatillas. Recorrió con la mirada la habitación abarcando hasta el más pequeño detalle, de eso estaba seguro Perrin. Durante un instante lo observó —Perrin eludió sus ojos; sabía demasiado sobre él para que se sintiera cómodo bajo su escrutinio— pero la Aes Sedai se acercó a Rand cual una silenciosa avalancha, fría e inexorable.

Perrin aflojó la mano y se apartó de su camino. La sangre coagulada dejó el trozo de tela pegado al costado de Rand, y en todo su cuerpo, de la cabeza a los pies, empezaba a secarse en manchas y reguerillos oscuros; los fragmentos de cristal clavados en su piel relucían a la luz de las lámparas. Moraine tocó el pedazo de tela empapada de sangre con las puntas de los dedos pero retiró al punto la mano, como si hubiera cambiado de idea respecto a ver lo que había debajo. Perrin no entendía cómo la Aes Sedai era capaz de mirar a Rand sin encogerse, pero lo cierto es que su terso semblante no acusaba emoción alguna. Emitía un leve aroma a jabón de esencia de rosas.

—Por lo menos estás vivo. —Su voz era melodiosa, aunque en este instante tenía una cadencia fría e iracunda—. Ya hablaremos después de lo que ha ocurrido. De momento intenta entrar en contacto con la Fuente Verdadera.

—¿Para qué? —preguntó Rand, cansado—. No me es posible curarme a mí mismo, aunque supiera cómo hacerlo. Nadie puede. De eso estoy seguro.

Durante un instante habríase dicho que Moraine iba a entregarse a un estallido de cólera por extraño que pudiera ser en alguien como ella, pero un segundo después la envolvía de nuevo una calma tan profunda que no parecía posible que pudiera resquebrajarse.

—Sólo parte de la energía de la Curación procede de quien posee el Talento. El Poder es capaz de reponer lo que procede de la persona afectada. Sin él, mañana te pasarás el día entero tumbado, y puede que también pasado mañana. Vamos, entra en contacto con el Poder si estás en condiciones de hacerlo, pero no hagas nada con él, limítate a sujetarlo. Utiliza esto si es preciso. —No tuvo que agacharse mucho para tocar a Callandor con los dedos. Rand retiró la espada del contacto de su mano.

—Que me limite a sujetarlo, decís. —Parecía a punto de estallar en risas—. De acuerdo.

Perrin no vio que ocurriera nada, aunque tampoco lo esperaba. El aspecto de su amigo recordaba el de un superviviente de una batalla perdida, la mirada fija en la Aes Sedai. Moraine ni siquiera parpadeó, bien que en dos ocasiones se frotó ligeramente las manos, aparentemente sin advertirlo. Pasado un tiempo Rand suspiró.

—Me es imposible incluso alcanzar el vacío, como si fuera incapaz de concentrarme. —Una fugaz mueca resquebrajó la sangre reseca de su rostro—. No entiendo por qué. —Un grueso hilo rojo resbaló por encima de su ojo izquierdo.

—En tal caso lo haré como siempre. —Moraine tomó la cabeza de Rand entre sus manos sin hacer caso de la sangre que resbaló por encima de sus dedos.

El joven se incorporó de un brinco al tiempo que soltaba un ronco gemido, como si los pulmones se le hubieran vaciado de aire bruscamente, y arqueó la espalda con tal violencia que su cabeza casi escapó de las manos de la Aes Sedai. Uno de sus brazos se alzó hacia un lado con los dedos extendidos y doblados hacia atrás hasta el punto de dar la impresión de que se le romperían; la otra mano se crispó sobre la empuñadura de Callandor y los músculos de ese brazo se tensaron como cables. Todo él se sacudía como un trapo zarandeado por un vendaval. La sangre reseca se desprendió de su cuerpo en minúsculas escamas y los fragmentos de cristal cayeron sobre el arcón y el suelo a medida que los cortes se cerraban y restañaban.

Perrin tiritó como si aquel vendaval lo azotara a él. Había visto llevar a cabo la Curación otras veces y en heridas mayores y más graves, pero nunca le agradaba presenciar el uso del Poder ni saber que se estaba utilizando aunque fuera para esto. Las historias sobre las Aes Sedai que había oído contar a guardias y cocheros de mercaderes se habían imbuido en su mente muchos años antes de que conociera a Moraine. Rhuarc emitía un penetrante olor a desasosiego. Sólo Lan lo tomaba como algo natural. Él y Moraine.

Todo terminó en un visto y no visto. La Aes Sedai retiró las manos y Rand se tambaleó; tuvo que agarrarse a la columna de la cama para sostenerse en pie. Era difícil asegurar a qué se aferraba con mayor tenacidad, si a la columna o a Callandor, y, cuando Moraine intentó coger la espada para colocarla de nuevo en su pedestal, él la apartó de la mujer firmemente, casi con rudeza.

La Aes Sedai apretó los labios una fracción de segundo, pero se conformó con quitar el improvisado tapón de tela del costado del joven y lo utilizó para limpiar algunas de las manchas de sangre que había alrededor. La vieja herida volvía a ser una cicatriz tierna; en cambio las demás habían desaparecido por completo, y cualquiera habría pensado que la sangre seca que todavía lo cubría pertenecía a otra persona.

—Sigue sin responder —murmuró Moraine como si hablara consigo misma; tenía fruncido el ceño—. No acaba de curarse del todo.

—Ésa será la que me mate, ¿no es cierto? —le preguntó Rand quedamente y después recitó—: «Su sangre en las rocas de Shayol Ghul, lavando el estigma de la Sombra, en sacrificio por la salvación del hombre».

—Lees demasiado —replicó ella con dureza—, y entiendes poco.

—¿Y vos entendéis más? En tal caso, explicádmelo.

—Lo único que intenta el muchacho es encontrar su camino —acotó Lan de improviso—. A ningún hombre le gusta salir corriendo a ciegas sabiendo que hay un precipicio al frente, en alguna parte.

Perrin dio un respingo de sorpresa. Rara vez Lan se mostraba en desacuerdo con Moraine o, al menos, no lo hacía cuando alguien podía oírlo. Sin embargo, Rand y él habían pasado mucho tiempo juntos practicando esgrima.

Los oscuros ojos de Moraine centellearon, pero eso fue todo.

—Necesita estar en cama —dijo—. ¿Haces el favor de pedir que le preparen otro dormitorio y que le lleven agua para lavarse? Esta habitación necesita una limpieza a fondo y ropa de cama nueva.

Lan asintió y asomó la cabeza a la antesala; dijo algo en voz baja.

—Dormiré aquí, Moraine. —Rand soltó el poste de la cama, se sentó erguido, y plantó la punta de Callandor en la alfombra llena de cristales, con las dos manos reposando en la empuñadura. Si estaba apoyado en la espada, no daba esa impresión—. No me harán salir corriendo de ningún sitio nunca más, ni siquiera de un dormitorio.

Tai’shar Manetheren —murmuró Lan.

Esta vez, hasta Rhuarc se sobresaltó; pero, si Moraine oyó el cumplido de Lan dirigido al joven, no dio señales de ello. La Aes Sedai tenía clavada la mirada en Rand; su rostro estaba impasible pero sus ojos soltaban chispas, mientras que él exhibía una leve sonrisa de curiosidad, como si se preguntara qué pensaría hacer a continuación Moraine.

Perrin se dirigió hacia la puerta sin llamar la atención; si Rand y la Aes Sedai iban a hacer un pulso de voluntades, no pensaba quedarse para presenciarlo. A Lan no parecía preocuparle, aunque resultaba difícil asegurarlo ya que, a juzgar por aquella postura tan suya, la espalda recta y relajada al mismo tiempo, igual podía estar tan aburrido como para quedarse dormido de pie como a punto de desenvainar su espada; su actitud sugería tanto una cosa como la otra, o ambas. Con Rhuarc ocurría otro tanto, aunque el Aiel también echaba ojeadas a la puerta.

—¡Quédate donde estás! —Moraine no apartó los ojos de Rand, y su índice extendido apuntaba a medio camino entre Rhuarc y Perrin, pero en cualquier caso el joven se paró en seco, y el Aiel se encogió de hombros y cruzó los brazos sobre el pecho.

»Terco —rezongó Moraine, esta vez dirigiéndose a Rand—. De acuerdo. Si tienes intención de quedarte aquí plantado hasta desplomarte, podrías aprovechar el tiempo que te queda antes de irte de bruces al suelo para contarme qué ha pasado aquí. No está en mi mano enseñarte, pero si me lo explicas quizá sepa discernir qué es lo que hiciste mal. No lo veo muy factible, pero tal vez pueda. —Su voz se tornó cortante—. Tienes que aprender a controlarlo, y no lo digo sólo por cosas como ésta. Si no aprendes a controlar el Poder, te matará. Lo sabes. Te lo he advertido muchas veces. Y has de aprenderlo por ti mismo, hallando las respuestas en tu interior.

—Todo cuanto hice fue sobrevivir —replicó él duramente. Moraine abrió la boca para hablar, pero Rand se le anticipó—. ¿Acaso pensáis que sería capaz de encauzar sin darme cuenta? No lo hice mientras dormía. Esto ocurrió estando despierto. —Se tambaleó y buscó apoyo en la espada.

—No podrías encauzar nada dormido salvo en el dominio del Espíritu, y esto no podría achacarse a eso —repuso Moraine fríamente—. Iba a preguntarte qué había pasado.

Perrin notó que los pelos se le ponían de punta a medida que Rand relataba los acontecimientos. Lo del hacha había sido horrible, pero al menos el arma era un objeto tangible, algo real. Que tus propios reflejos se abalanzaran sobre ti desde unos espejos… Sin darse cuenta de lo que hacía, movió los pies para no tener debajo ningún fragmento de cristal.

A poco de empezar a hablar, Rand echó una fugaz ojeada hacia atrás, al arcón, como con disimulo. Un instante después los fragmentos de cristal que había esparcidos sobre la tapa del arcón se movieron y cayeron a la alfombra como barridos por una escoba invisible. Rand intercambió una mirada con Moraine y después se sentó lentamente antes de proseguir. Perrin no estaba seguro de cuál de los dos había limpiado la tapa del arcón. En el relato de su amigo no se mencionó a Berelain.

—Tuvo que ser uno de los Renegados —terminó Rand—. Quizá Sammael. Dijisteis que estaba en Illian. A menos que uno de ellos se encuentre aquí, en Tear. ¿Podría Sammael llegar a la Ciudadela desde Illian?

—No, ni aunque blandiera a Callandor —le aseguró Moraine—. Existen ciertos límites, y Sammael sólo es un hombre, no el Oscuro.

¿Sólo un hombre? A Perrin no le parecía una descripción buena. Un hombre capaz de encauzar pero que, de algún modo, no había enloquecido; al menos de momento, que se supiera. Un hombre quizá tan poderoso como Rand, sólo que su amigo estaba intentando aprender mientras que Sammael sabía ya todos los trucos de sus talentos. Un hombre que había pasado tres mil años encarcelado en la prisión del Oscuro y que se había pasado al bando de la Sombra por propia voluntad. No, «Sólo un hombre» no acertaba a describir, ni por asomo, a Sammael o a cualquiera de los Renegados, hombre o mujer.

—Entonces uno de ellos está aquí, en la ciudad. —Rand agachó la cabeza para apoyarla sobre las muñecas, pero volvió a ponerse derecho bruscamente y miró desafiante a los que estaban en la habitación—. No estoy dispuesto a que se me persiga otra vez. A partir de ahora seré el rastreador y no la presa. Lo encontraré, o la encontraré, y le…

—No creo que fuera un Renegado —lo interrumpió Moraine—. Lo ocurrido era demasiado sencillo y, al mismo tiempo, demasiado complejo.

—Dejaos de adivinanzas, Moraine —instó Rand calmoso—. Si no fue obra de un Renegado, entonces ¿de quién o de qué?

La Aes Sedai mantuvo el gesto impasible, pero se advirtió cierta vacilación, ya fuera porque no estaba segura de la respuesta o porque estaba decidiendo hasta dónde debía revelar lo que sabía.

—Puesto que los sellos que cierran la prisión del Oscuro se están debilitando —dijo al cabo de un tiempo—, tal vez sea inevitable que alguna… miasma escape aunque él siga atrapado. Como las burbujas que salen a la superficie de cosas que se pudren en el fondo del estanque. Pero estas burbujas van a la deriva a través del Entramado hasta que se prenden a uno de los hilos y estallan.

—¡Luz! —A Perrin se le escapó sin querer la exclamación. Moraine volvió los ojos hacia él—. ¿Queréis decir que lo que le ha pasado a Rand podría empezar a ocurrirle a todo el mundo?

—No a todos. Por lo menos, todavía no. Creo que al principio sólo serán unas pocas burbujas las que escaparán a través de las grietas a las que tiene acceso el Oscuro. Más adelante ¿quién sabe? Y al igual que los ta’veren tejen los hilos del Entramado que hay a su alrededor, creo que quizá también atraigan a esas burbujas con más fuerza que los demás. —Su expresión ponía de manifiesto que sabía que Rand no era el único que había tenido una mala experiencia esta noche. Un fugaz atisbo de sonrisa que desapareció casi sin darle tiempo a verlo le dijo a Perrin que podía callar si quería y guardarlo en secreto para los otros, pero que ella lo sabía—. No obstante, en los próximos meses, o años si somos tan afortunados de disponer de tanto tiempo, me temo que mucha gente empezará a ver cosas que la harán encanecer, si es que sobrevive.

—Mat —dijo Rand de repente—. ¿Sabéis si él…? ¿Si ha…?

—Lo sabré pronto —contestó Moraine sosegada—. Lo hecho, hecho está, pero no hay que perder la esperanza. —A pesar de su tono impasible, Perrin olió en ella la inquietud hasta que Rhuarc habló:

—Se encuentra bien. O se encontraba. Me topé con él cuando venía hacia aquí.

—¿Adónde se dirigía? —En la voz de la Aes Sedai había un timbre afilado.

—Me pareció que se encaminaba hacia las dependencias de la servidumbre —contestó el Aiel. Rhuarc sabía que los tres eran ta’veren aunque intentara no admitirlo ante sí mismo, y conocía a Mat lo suficiente para añadir—: Pero no iba a los establos, Aes Sedai, sino en dirección contraria, hacia el río. En los muelles de la Ciudadela no hay barcas. —No se atascó al pronunciar las palabras «muelles» y «barcas» como le ocurría a la mayoría de los Aiel, a pesar de que en el Yermo esas cosas sólo existían en los cuentos.

Moraine asintió como si aquello no la sorprendiera. Perrin sacudió la cabeza; la Aes Sedai estaba tan habituada a ocultar lo que pensaba realmente, que ya lo hacía por costumbre.

De repente se abrió una de las hojas de la puerta y entraron Bain y Chiad, sin las lanzas. Bain llevaba una palangana grande y una ancha jofaina de la que salía vapor. Chiad acarreaba toallas dobladas debajo de un brazo.

—¿Por qué lo traéis vosotras? —demandó Moraine.

—La criada no quería entrar —respondió Chiad encogiéndose de hombros.

Rand soltó una seca carcajada.

—Hasta los sirvientes son lo bastante listos para no acercarse a mí. Dejadlo en cualquier parte.

—Se te está acabando el tiempo, Rand —dijo Moraine—. Los tearianos se están acostumbrando a ti, después de la novedad, y nadie teme lo que le es familiar como ocurre con lo desconocido. ¿Cuántas semanas, o días, pasarán antes de que alguien intente clavarte una flecha en la espalda o echar veneno en tu comida? ¿Cuánto falta para que alguno de los Renegados ataque u otra burbuja se deslice por el Entramado?

—Dejad de meterme prisa, Moraine. —Estaba sucio de sangre, medio desnudo, más apoyado en Callandor que en sus piernas, pero se las compuso para dar a sus palabras un timbre de autoridad—. No me precipitaré ni siquiera por vos.

—Elige pronto tu camino. Y esta vez infórmame sobre lo que piensas hacer. Mis conocimientos no te serán útiles si rehúsas aceptar mi ayuda.

—¿Vuestra ayuda? —La voz de Rand sonaba agotada—. Será bienvenida, pero cuando yo lo decida, no vos. —Miró a Perrin como si tratara de comunicarle algo sin palabras, algo que no quería que los otros oyeran. Perrin no tenía ni idea de qué era. Al cabo de un instante, Rand suspiró y sus hombros se hundieron levemente—. Quiero dormir. Idos, todos vosotros, por favor. Hablaremos mañana. —De nuevo dirigió una mirada a Perrin con la que subrayó sus palabras.

Moraine cruzó el cuarto hacia Bain y Chiad, y las dos Aiel acercaron las cabezas para que hablara con ellas sin que la oyeran los otros. Perrin sólo captó un zumbido y se preguntó si la Aes Sedai estaría utilizando el Poder para impedirle que escuchara, ya que conocía su agudeza auditiva. Sus sospechas se confirmaron cuando Bain respondió en un susurro y tampoco logró entender nada. Pero Moraine no había tomado medidas contra su olfato; las Aiel miraban a Rand mientras escuchaban, y olían a recelo, no a miedo, como si Rand fuera un animal grande que podría resultar peligroso si daban un paso en falso.

La Aes Sedai se volvió hacia Rand.

—Hablaremos mañana. No puedes quedarte sentado como una perdiz esperando la red del cazador. —Fue hacia la puerta antes de que Rand tuviera tiempo de contestar. Lan miró al joven y dio la impresión de que quería decirle algo, pero fue en pos de Moraine sin abrir la boca.

—Rand… —llamó Perrin.

—Hacemos lo que ha de hacerse. —No levantó los ojos de la transparente empuñadura a la que se aferraban sus manos—. Todos. —Olía a miedo.

Perrin asintió y salió de la habitación detrás de Rhuarc. A Moraine y Lan no se los veía ya por ningún sitio. El oficial teariano estaba contemplando fijamente la puerta desde una distancia de diez pasos, procurando simular que estaba tan retirado por propio gusto y no a causa de las cuatro Aiel que lo vigilaban. Perrin cayó entonces en la cuenta de que las otras dos Doncellas seguían dentro del dormitorio, y escuchó voces dentro:

—Marchaos —dijo Rand, cansado—. Soltad eso en alguna parte y salid de aquí.

—Si podéis sosteneros en pie, nos iremos —respondió Chiad alegremente—. Vamos, hacedlo.

Se oyó el ruido de agua al verterse en la palangana.

—Ya hemos atendido heridos antes —dijo Bain utilizando un tono tranquilizador—. Y yo solía bañar a mis hermanos cuando eran pequeños.

Rhuarc cerró la puerta y las voces dejaron de oírse.

—No lo tratáis del mismo modo que los tearianos —dijo Perrin quedamente—. Nada de reverencias ni cortesías tontas. Si no recuerdo mal, no os he oído a ninguno llamarlo lord Dragón.

—El Dragón Renacido es una profecía vuestra. La nuestra es El que Viene con el Alba.

—Creía que era la misma. De otro modo ¿por qué vinisteis a la Ciudadela? Demonios, Rhuarc, los Aiel sois el Pueblo del Dragón, como dice la Profecía. Lo admitisteis, aunque no lo dijerais en voz alta.

Rhuarc hizo oídos sordos a esto último.

—En vuestra Profecía del Dragón la caída de la Ciudadela y la toma de Callandor proclaman que el Dragón ha renacido. La nuestra dice sólo que la Ciudadela tiene que caer antes de que El que Viene con el Alba aparezca para conducirnos a lo que era nuestro. Puede que sea un solo hombre, pero dudo que ni siquiera las Mujeres Sabias lo sepan con seguridad. Si Rand es el anunciado, hay cosas que aún tiene que hacer para demostrarlo.

—¿Qué cosas?

—Si es el anunciado, él lo sabrá y las hará. Si no lo es, entonces tendremos que seguir buscando.

Algo indescifrable en la voz del Aiel cosquilleó en los oídos de Perrin.

—¿Y si no es él al que buscáis, entonces qué, Rhuarc?

—Que vuestro sueño sea profundo y tranquilo, Perrin. —El Aiel se alejó sin que sus suaves botas hicieran el menor ruido sobre el negro mármol.

El oficial teariano seguía mirando más allá de las Doncellas; olía a miedo, y no conseguía enmascarar en su rostro la rabia y el odio. Si los Aiel decidían que Rand no era El que Viene con el Alba… Perrin observó al oficial teariano e imaginó que las Doncellas no estaban allí, que en la Ciudadela no había Aiel, y un escalofrío lo estremeció. Tenía que asegurarse de que Faile se marchara. Era lo único que le importaba. Que ella decidiera marcharse, y que lo hiciera sin él.

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