43 Ocuparse de los vivos

Verin cogió las riendas de Brioso y lo condujo ella misma a la Posada del Manantial entre la muchedumbre, que se apartaba para darles paso y después volvía a cerrar el hueco abierto tras ellos. Dannil, Ban y los otros los seguían, ya fuera a caballo o a pie, ahora con sus parientes mezclándose entre ellos. A pesar de la sorpresa por los cambios acaecidos en Campo de Emond, los muchachos se aferraron a su orgullo para continuar caminando a pesar de cojear o para sentarse con la espalda erguida en las sillas; se habían enfrentado a los trollocs y habían vuelto a casa. Pero las mujeres pasaban las manos sobre hijos, sobrinos y nietos, a menudo conteniendo las lágrimas, y sus quedos gemidos crearon un sordo murmullo apenado. Los hombres procuraban ocultar su preocupación tras sonrisas enorgullecidas, repartiendo palmaditas en la espalda y lanzando exclamaciones por las barbas que se habían dejado crecer, si bien, las más de las veces, sus abrazos acababan convirtiéndose en una excusa para reclinar la cabeza en un hombro. Las novias repartían besos y gritaban, tanto de felicidad como de pena; y los hermanos y hermanas pequeños alternaban sollozos con miradas estupefactas a un hermano al que todo el mundo parecía considerar un héroe.

Pero fueron otras las voces que Perrin no habría querido escuchar:

—¿Dónde está Kenley? —La señora Ahan era una mujer guapa, con algunos mechones blancos entremezclados en la pulcra trenza de cabello negro, pero su frente se arrugó en un gesto de temor mientras recorría con la mirada las caras de los jóvenes y los ojos la esquivaban—. ¿Dónde está mi hijo?

—¡Bili! —llamó el anciano Hu al’Dai con incertidumbre—. ¿Alguien ha visto a Bili al’Dai?

—¡Hu…!

—¡Jared…!

—¡Tim…!

—¡Colly…!

Delante de la posada, Perrin casi se cayó de la silla en su prisa por desmontar y huir de aquellos nombres; ni siquiera vio de quién eran las manos que lo sostuvieron.

—¡Metedme en la posada! —instó con voz ronca—. ¡Llevadme dentro!

—¡Teven…!

—¡Haral…!

—¡Had…!

La puerta se cerró dejando fuera aquellas llamadas gemebundas y los gritos de la madre de Dael al’Taron pidiendo que alguien le dijera dónde se encontraba su hijo.

«En la olla de unos trollocs —pensó Perrin mientras lo sentaban en una silla de la sala—. En la tripa de algún trolloc, donde lo conduje yo, señora al’Taron. Donde lo conduje yo. —Faile le sujetaba la cabeza con las dos manos y lo observaba llena de preocupación—. Hay que ocuparse de los vivos. Ya lloraré por los muertos después. Después».

—Estoy bien —le dijo—. Sólo me he mareado un poco al desmontar. Nunca he sido un buen jinete.

Al parecer, no le creyó.

—¿Podéis hacer algo? —preguntó la joven a Verin.

La Aes Sedai sacudió la cabeza sosegadamente.

—Creo que será mejor que no haga nada, pequeña. Es una lástima que ninguna de las dos seamos Amarillas, pero Alanna es una Curadora mucho más diestra que yo. Mis Talentos van en otras direcciones. Ihvon la traerá enseguida. Ten paciencia, pequeña.

La sala de la posada se había convertido en una especie de armería. A excepción del hueco frente a la chimenea, todas las paredes servían de apoyo a un gran número de picas de todo tipo, con alguna que otra alabarda entremezclada entre ellas, así como varas rematadas por extrañas cuchillas, muchas de ellas picadas y descoloridas allí donde se había limpiado la herrumbre. Y, lo más sorprendente, junto a la escalera había un barril que contenía espadas amontonadas, la mayoría sin funda y todas diferentes. Sin duda se habían revuelto todos los desvanes en diez kilómetros a la redonda para sacar estas reliquias que dormían hacía generaciones bajo una gruesa capa de polvo. Perrin jamás habría imaginado que en todo Dos Ríos había más de cinco espadas. Por lo menos, antes de que los Capas Blancas y los trollocs llegaran.

Gaul se buscó un hueco apartado, cerca de la escalera que conducía a las habitaciones de la posada y a la vivienda de los al’Vere, y desde allí observó a Perrin aunque era obvio que estaba pendiente de Verin y de todos sus movimientos. Al otro lado de la sala, observando a Faile y todo lo demás, las dos Doncellas apoyaron las lanzas en el doblez del codo y adoptaron una postura aparentemente relajada pero que a la vez daba la impresión de que estuvieran en equilibrio sobre las puntas de los pies. Los tres muchachos que habían entrado a Perrin se dirigieron hacia la puerta sin dejar de contemplar con los ojos muy abiertos a él, a la Aes Sedai y a los Aiel, y se quedaron allí de pie.

—Los otros —dijo Perrin—. Necesitan…

—Se ocuparán de ellos —lo interrumpió suavemente Verin, que tomó asiento a otra mesa—. Querrán estar con sus familias. Es mucho mejor sentirse rodeado por los seres queridos.

Perrin sintió una punzada de dolor —la imagen de las tumbas debajo de los manzanos surgió repentinamente en su mente—, pero la rechazó. «Hay que ocuparse de los vivos,» se recordó con dureza.

La Aes Sedai sacó pluma y papel y empezó a hacer anotaciones en el pequeño libro con mano firme. El joven se preguntó si le importaría que hubieran muerto tantos muchachos de Dos Ríos mientras él siguiera vivo y así utilizarlo en los planes que la Torre Blanca tenía para Rand.

Faile le apretó la mano, pero se dirigió a la Aes Sedai.

—¿No deberíamos subirlo a una habitación?

—Todavía no —espetó, irritado, Perrin. Verin levantó la vista y abrió la boca, pero él se le adelantó, repitiendo con firmeza—. Todavía no. —La Aes Sedai se encogió de hombros y volvió a su ocupación—. ¿Sabe alguien dónde está Loial?

—¿El Ogier? —preguntó uno de los tres muchachos que estaban junto a la puerta. Dav Ayellan era más fornido que Mat, pero tenía la misma expresión risueña en los ojos, así como la misma apariencia desgreñada que Mat. En otros tiempos, la travesura que a Mat no se le ocurría, la discurría Dav, si bien era Mat quien llevaba la voz cantante—. Está fuera, con los hombres que están talando los árboles del Bosque del Oeste. Habríase dicho que estábamos matando a su hermano cada vez que talábamos un árbol, pero él corta tres por cada uno que talan los demás con esa monstruosa hacha que maese Luhhan le ha hecho. Si lo necesitas, vi que Jaim Thane corría a decirles que habéis llegado, así que apuesto a que vendrán todos para verte. —Hizo un gesto de dolor al mirar el astil roto y se llevó la mano a su propio costado como un acto reflejo—. ¿Te duele mucho?

—Bastante —repuso, cortante, Perrin. Venían para verlo. «¿Es que soy un juglar para causar tanta sensación?»—. ¿Y qué hay de Luc? No es que quiera verlo, pero ¿está aquí?

—Me temo que no. —El otro joven, Elam Dowtry, se rascó la larga nariz. La espada que colgaba en su cadera resultaba incongruente con su atuendo de granjero; la empuñadura del arma había sido forrada recientemente con badana sin curar, y el cuero de la vaina estaba pelado a trozos—. Lord Luc está buscando el Cuerno de Valere o tal vez dando caza a trollocs.

Dav y Elam eran —o habían sido— amigos de Perrin, compañeros de cacería y pesca, ambos más o menos de su edad, pero sus sonrisas excitadas los hacían parecer más jóvenes. Mat o Rand, cualquiera de los dos, habría pasado por ser cinco años mayor como poco. Seguramente ocurría igual con él.

—Espero que regrese pronto —continuó parloteando Elam—. Me ha estado enseñando a manejar la espada. ¿Sabías que es un cazador del Cuerno? Y un rey, si hace valer sus derechos. De Andor, por lo que he oído contar.

—En Andor gobiernan reinas —murmuró Perrin, absorto, encontrando la mirada de Faile—, no reyes.

—Así que no está aquí —dijo la joven. Gaul cambió ligeramente de postura; daba la impresión de estar dispuesto a ir en busca de Luc. Sus azules ojos semejaban pedazos de hielo. A Perrin no lo habría sorprendido que Bain y Chiad se cubrieran con el velo en ese mismo instante.

—No —intervino Verin con gesto ausente, ya que era evidente que estaba más atenta a sus anotaciones que a lo que decía—. No es que no haya sido de ayuda en ocasiones, pero siempre se las compone para ocasionar problemas cuando está aquí. Ayer, sin contar con nadie, se puso a la cabeza de una delegación y le salió al paso a una patrulla de Capas Blancas. Les dijo que Campo de Emond estaba cerrado para ellos. Al parecer les advirtió que no se acercaran a menos de quince kilómetros. No siento la menor simpatía por los Capas Blancas, pero supongo que no acogieron muy bien esa actitud. No es sensato enfrentarse a ellos más de lo estrictamente necesario. —Miró, ceñuda, lo que había escrito y se frotó la nariz sin percatarse de que dejaba una mancha de tinta en ella.

A Perrin lo traía sin cuidado que los Capas Blancas se molestaran por lo que fuera.

—Ayer —susurró. Si Luc había regresado al pueblo el día anterior no era probable que tuviera algo que ver con que los trollocs no vinieran por donde se suponía que lo harían. Cuanto más pensaba en el resultado de la emboscada más se convencía de que los trollocs los estaban esperando y más ganas tenía de culpar de ello a Luc—. «Desearlo no hace que la piedra se vuelva queso» —rezongó—. Pero me sigue oliendo a queso podrido.

Dav y los otros dos jóvenes intercambiaron una mirada desconcertada. Perrin imaginó que lo que decía debía de sonar a jeringonza.

—En su mayoría eran un puñado de Coplin —dijo el tercer muchacho con una voz sorprendentemente profunda—. Darl, Hari, Dag y Ewal. Y Wit Congar. Daise le montó un buen escándalo por haber ido.

—Creía que todos eran partidarios de los Capas Blancas —comentó Perrin mientras pensaba que la voz de bajo del muchacho le resultaba familiar. Era dos o tres años más joven que Elam y que Dav, pero les sacaba unos cuantos centímetros y tenía los hombros anchos a pesar de su rostro delgado.

—Oh, sí. —El joven se echó a reír—. Ya sabes cómo son. Tienen una tendencia innata a respaldar cualquier cosa que signifique problemas para alguien. Desde que lord Luc empezó a dar discursos, todos ellos son partidarios de marchar hacia Colina del Vigía y decirles a los Capas Blancas que se marchen de Dos Ríos. O, más bien, son partidarios de que los demás, no ellos, marchen hacia allí con esa embajada, porque me da la impresión de que tienen pensado quedarse en la retaguardia.

Si ese rostro estuviera más relleno y se alzara un palmo menos del suelo…

—¡Ewin Finngar! —exclamó Perrin. Imposible. Ewin era un chiquillo rechoncho de voz chillona, un pesado que intentaba meter baza cuando los chicos mayores se reunían. Este muchacho llegaría a ser tan alto o más que él cuando dejara de crecer—. ¿Eres tú?

Ewin asintió, sonriendo de oreja a oreja.

—Hemos seguido de cerca tus pasos, Perrin —dijo, con aquella sorprendente voz de bajo—, combatiendo con trollocs y viviendo toda clase de aventuras por el mundo, según cuentan. Todavía puedo llamarte Perrin, ¿no?

—¡Luz, pues claro que sí! —bramó. Estaba más que harto de todo ese asunto de Ojos Dorados.

—Ojalá me hubiera ido con vosotros el año pasado. —Dav se frotó las manos con ansiedad—. Mira que regresar a casa acompañado por Aes Sedai, Guardianes y un Ogier. —Lo dijo como si fueran trofeos—. Lo único que hago es cuidar vacas y ordeñarlas, una día tras otro. Y esquilar y cortar madera. Menuda suerte tienes.

—¿Qué se siente con tantas aventuras? —intervino Elam, falto de aliento—. Alanna Sedai dice que todos estuvisteis en la Gran Llaga y he oído comentar que habéis visto Caemlyn y Tear. ¿Cómo es una ciudad? ¿De verdad son diez veces más grandes que Campo de Emond? ¿Habéis entrado en un palacio? ¿Hay Amigos Siniestros en las ciudades? ¿Es cierto que la Llaga está llena de trollocs, Fados y Guardianes?

—¿Te hizo un trolloc esa cicatriz? —Ni que sonara grave o no ahora, la voz de Ewin tuvo un leve timbre chillón debido sin duda a la excitación—. Ojalá tuviera yo una. ¿Has visto alguna reina o algún rey? Me parece que preferiría ver a una reina, pero también un rey sería genial. ¿Cómo es la Torre Blanca? ¿Es tan grande como un palacio?

Faile sonrió, divertida, pero Perrin parpadeó, aturdido por la avalancha de preguntas. ¿Es que habían olvidado a los trollocs de la Noche de Invierno o que ahora mismo estaban por los alrededores? Elam aferraba la empuñadura de la espada como si quisiera partir hacia la Llaga en ese mismo momento; Dav estaba de puntillas, con los ojos relucientes, y Ewin parecía a punto de agarrar a Perrin por el cuello de la camisa. ¿Aventuras? Eran unos estúpidos. Empero, temía que se avecinaban tiempos muy duros, más de lo que Dos Ríos había conocido jamás. No los perjudicaría disfrutar de ilusiones un poco más hasta que descubrieran la verdad.

El costado le dolía mucho, pero procuró responderles. Los desilusionó saber que nunca había estado en la Torre Blanca ni había visto a ninguna reina ni rey. Suponía que a Berelain podía considerársela una reina, pero estando Faile delante consideró prudente no mencionarla. También hubo otras cosas que soslayó: Falme, el Ojo del Mundo, los Renegados, Callandor. Eran temas peligrosos que, inevitablemente, llevaban al Dragón Renacido. Sin embargo, sí pudo contarles algo sobre Caemlyn y Tear, y sobre las Tierras Fronterizas y la Llaga. Era curioso el modo en que aceptaban ciertas cosas y otras no. Por ejemplo, devoraron todo lo relativo al paisaje corrompido de la Llaga que parecía pudrirse ante los propios ojos mientras uno lo miraba, y lo de los soldados shienarianos con las cabezas afeitadas salvo la cola de caballo, y los de los steddings Ogier donde las Aes Sedai no podían utilizar el Poder Único y en los que los Fados eran reacios a entrar. Pero en lo referente al tamaño de la Ciudadela de Tear o la inmensidad de las ciudades…

—Principalmente —dijo acerca de sus supuestas aventuras— me he limitado a procurar que nadie me partiera la cabeza. Eso significa correr aventuras. Y encontrar un lugar donde dormir por la noche y algo para comer. Se pasa bastante hambre cuando se viven aventuras, y también frío o incomodidad por estar empapado o ambas cosas a la vez.

Eso no les gustó mucho; o quizá tampoco lo creyeron, como el hecho de que la Ciudadela fuera tan grande como un monte. Se recordó que antes de marcharse de Dos Ríos sabía tan poco como ellos sobre el mundo. Esa noción no le sirvió de mucho. Él nunca había tenido esa expresión tan embobada, con los ojos como platos. ¿O sí? Hacía calor en la sala y se habría quitado con gusto la chaqueta, pero moverse le parecía un esfuerzo excesivo.

—¿Y Rand y Mat? —inquirió Ewin—. Si todo se reduce a pasar hambre y estar mojado y tener frío, ¿por qué no han vuelto también?

Tam y Abell habían entrado en la posada; los dos hombres llevaban arcos, y Tam una espada colgada al cinto también. Resultaba curioso que el arma encajara bien en la imagen de Tam a pesar de su chaqueta de granjero. En consecuencia, Perrin se limitó a repetir lo mismo que había dicho anteriormente: Mat de parranda en tabernas y jugando a dados o cartas y persiguiendo chicas, y Rand con su elegante chaqueta y una hermosa joven de cabellos rubios colgada de su brazo. Habló de Elayne como si tuviera sólo el título de lady, sospechando que jamás creerían que era la heredera del trono de Andor, y comprobó que tenía razón cuando mostraron incredulidad respecto a que fuera una noble. Con todo, parecieron satisfechos con su explicación; era el tipo que cosas que querían oír. Además, su incredulidad desapareció cuando Elam señaló que Faile era una gran dama, también con el título de lady, y parecía estar muy pendiente de Perrin. Aquello hizo que Perrin sonriera; se preguntó qué dirían si supieran que en realidad era prima de una reina.

Por algún motivo, a Faile ya no parecía divertirle la conversación. Se volvió hacia los jóvenes asestándoles una mirada que en nada tenía que envidiar a la más arrogante de Elayne, una expresión gélida y la espalda muy erguida.

—Ya lo habéis acosado de sobra con vuestras preguntas. Está herido. Salid de aquí ahora mismo.

Sorprendentemente, se apresuraron a hacer unas torpes reverencias —Dav adelantó una pierna en una postura tan absurda que su aspecto resultó ridículo—, balbucieron unas disculpas —¡a ella, no a él!— y se volvieron hacia la puerta para salir. Su marcha se retrasó con la llegada de Loial, que se agachó para cruzar el umbral y aun así rozó el dintel con el greñudo cabello. Contemplaron al Ogier casi como si fuera la primera vez que lo veían, luego miraron de soslayo a Faile y se apresuraron a salir. Esa fría e imperiosa mirada de la joven funcionaba, y de qué modo.

Cuando Loial se puso derecho, la cabeza le quedó a poca distancia del techo. En los inmensos bolsillos de su chaqueta se marcaban, como siempre, los bultos cuadrados de unos libros, pero en la mano llevaba un hacha enorme. El mango era tan largo como alto era el Ogier, y la hoja, con forma de machado, era al menos tan grande como el hacha de guerra de Perrin.

—Estás herido —dijo con voz retumbante tan pronto como puso los ojos en Perrin—. Me dijeron que habías vuelto, pero no que estuvieras herido. Habría venido más deprisa de saberlo.

El aspecto del hacha hizo que Perrin diera un respingo. Entre los Ogier «poner un mango largo a tu hacha» significaba tener mucha prisa o estar enfadado; por alguna razón, para los Ogier las dos cosas eran más o menos lo mismo. Loial parecía enfadado, con las copetudas orejas echadas hacia atrás y el entrecejo fruncido de forma que las largas cejas le colgaban hasta las mejillas. Sin duda se debía a que estaba cortando árboles. Perrin quería hablar a solas con él para enterarse de si había visto algo más respecto a los manejos de Alanna. O de Verin. Se frotó la cara y se sorprendió encontrarla seca; tal y como se sentía, debería estar sudando.

—Y además es testarudo —dijo Faile, que se volvió hacia Perrin con la misma mirada imperiosa utilizada con Dav, Elam y Ewin—. Tendrías que estar acostado. ¿Dónde se ha metido Alanna, Verin? Si es ella la que debe curarlo, ¿dónde está?

—Ya vendrá. —La Aes Sedai no levantó la vista de lo que estaba haciendo. Leía el pequeño libro con gesto meditabundo, frunciendo la frente, y sostenía la pluma en alto sobre la página.

—¡Debería seguir guardando cama!

—Ya tendré tiempo para eso después —adujo Perrin con firmeza. Le sonrió para suavizar sus palabras, pero lo único que consiguió fue que la expresión de la joven se tornara preocupada y que rezongara entre dientes «cabezota». No podía preguntarle al Ogier nada sobre Alanna delante de Verin, pero sí otra cosa igualmente importante—. Loial, la puerta a los Atajos está abierta y están saliendo más trollocs por ella. ¿Cómo es eso posible?

Las cejas del Ogier se hundieron aun más y las orejas se agitaron.

—Es culpa mía, Perrin —retumbó, pesaroso—. Puse las dos hojas de Avendesora en el exterior. Eso dejaba clausurada la puerta por dentro, pero, desde fuera, cualquiera podía abrirla. Los Atajos han permanecido en la oscuridad durante generaciones, pero nosotros los construimos y no tuve valor para destruir la puerta. Lo lamento, Perrin. La culpa es sólo mía.

—Dudo mucho que pueda destruirse una puerta a los Atajos —comentó Faile.

—No era exactamente destruirla lo que quise decir. —Loial se apoyó en el largo mango del hacha—. En cierta ocasión, según Damelle, hija de Ala, nieta de Soferra, menos de quinientos años después del Desmembramiento se destruyó una puerta a los Atajos porque se encontraba próxima a un stedding que había sido absorbido por la Llaga. En la actualidad hay dos o tres puertas perdidas en la Llaga. Sin embargo, escribió que fue muy difícil y requirió el esfuerzo aunado de trece Aes Sedai con un sa’angreal. Sobre otro intento del que escribió, con sólo nueve Aes Sedai durante la Guerra de los Trollocs, ocasionó tal destrozo en la puerta que acabaron hechas… —Se interrumpió y agitó las orejas con apuro mientras se frotaba la ancha nariz con los nudillos. Todos estaban pendientes de él, incluso Verin y los Aiel—. A veces me exalto demasiado. La puerta a los Atajos, sí. No puedo destruirla; pero, si retiro las dos hojas de Avendesora, morirán. —Se encogió ante la sola idea de hacerlo.

»El único modo de que la puerta volviera a abrirse sería que los Mayores trajeran el Talismán del Nacimiento de Plantas. Aunque supongo que una Aes Sedai podría abrirle un agujero. —Esta vez se estremeció. Para él, destrozar una de esas puertas debía de parecerle tan espantoso como desgarrar un libro. Al cabo de un momento, su semblante había recobrado el gesto estoico—. Iré ahora mismo.

—¡No! —objetó Perrin, bruscamente. Era como si la punta de la flecha palpitara dentro de él, pero en realidad había dejado de dolerle. Estaba hablando demasiado y tenía seca la garganta—. Hay trollocs allá arriba, Loial. También pueden meter en una olla a un Ogier.

—Pero, Perrin, yo…

—No, Loial. ¿Cómo vas a escribir ese libro tuyo si haces que te maten?

—Soy el responsable de que esté abierta, Perrin. —Las orejas del Ogier no paraban de retorcerse.

—La responsabilidad es mía —lo contradijo suavemente—. Me dijiste lo que pensabas hacer y yo no sugerí otra cosa. Además, a juzgar por los saltos que das cada vez que se menciona a tu madre, prefiero no encontrarme en la difícil situación de tener que enfrentarme a ella si te ocurre algo. Iré yo tan pronto como Alanna utilice la Curación para sacarme esta flecha. —Se pasó la mano por la frente y miró, ceñudo, sus dedos. Ni gota de sudor—. ¿Podéis darme un poco de agua?

Faile llegó junto a él en un instante y sus fríos dedos se posaron sobre la frente del joven.

—¡Está ardiendo de fiebre! Verin, no podemos esperar más a Alanna. ¡Tenéis que…!

—Estoy aquí —anunció la morena Aes Sedai, que apareció por la puerta trasera de la sala con Marin al’Vere y Alsbet Luhhan pisándole los talones e Ihvon inmediatamente detrás de ellas. Perrin percibió el cosquilleo del Poder antes incluso de que la mano de Alanna reemplazara a la de Faile. La mujer añadió con voz fría y serena—: Llevadlo a la cocina. Aquella mesa es lo bastante grande para que se tumbe en ella. Deprisa. No queda mucho tiempo.

A Perrin le daba vueltas la cabeza y de repente cayó en la cuenta de que Loial había dejado el hacha apoyada junto a la puerta y que lo había cogido en brazos.

—La puerta a los Atajos es asunto mío, Loial. —«Luz, qué sed tengo»—. Es mi responsabilidad.

Verdaderamente la punta de flecha no le hacía tanto daño como antes, pero sí le dolía todo el cuerpo. Loial lo llevaba a alguna parte, agachándose para pasar por unas puertas. Allí estaba la señora Luhhan, que se mordía los labios y que tenía los ojos brillantes, como si estuviera a punto de llorar. Se preguntó por qué. Ella no lloraba nunca. También la señora al’Vere parecía muy preocupada.

—Señora Luhhan —musitó—, madre me ha dicho que puedo ser aprendiz de maese Luhhan. —No. Eso había ocurrido mucho tiempo atrás. Fue… ¿Cuándo fue? Era incapaz de recordarlo.

Estaba tendido sobre algo duro y Alanna hablaba con alguien:

—… las lengüetas están hincadas en el hueso además de en los músculos, y la cabeza de flecha está desviada. Tengo que colocarla en línea con la entrada del impacto y sacarla de un tirón. Si la conmoción no lo mata, entonces podré Curar los daños que haga así como los anteriores. No hay otro modo. Ahora está al mismo borde de la muerte.

Nada de lo que decía tenía que ver con él. Faile le sonrió, temblándole los labios; tenía la cara al revés. ¿De verdad había pensado en algún momento que su boca era demasiado ancha? Era perfecta. Deseó acariciarle la mejilla, pero la señora al’Vere y la señora Luhhan le tenían sujetas las muñecas por alguna razón y se apoyaban con todo su peso. También había alguien tumbado sobre sus piernas, y las enormes manos de Loial le agarraban los hombros, pegándoselos contra la mesa. La mesa. Sí. Era la mesa de la cocina.

—Muerde fuerte, amor mío —dijo la voz de Faile desde muy lejos—. Va a dolerte.

Quiso preguntarle qué iba a dolerle, pero Faile le puso en la boca un palo envuelto con cuero. Percibía el olor a badana, el aroma de la madera y la fragancia de ella. ¿Querría acompañarlo a cazar corriendo a través de infinitas praderas tras innumerables rebaños de venados? Un gélido frío lo recorrió de la cabeza a los pies; vagamente, reconoció la sensación del Poder Único. Y entonces llegó el dolor. Oyó cómo se partía el palo entre sus dientes antes de que la negrura lo envolviera todo.

Загрузка...