30 Al pie del roble

Perrin no habría sabido decir cuánto tiempo estuvo llorando con la cabeza recostada contra el pecho de Faile. Por su mente pasaban imágenes de su familia como fugaces destellos: su padre sonriendo mientras le enseñaba cómo sostener un arco; su madre cantando a la par que hilaba lana; Adora y Deselle tomándole el pelo la primera vez que se afeitó; Petram mirando con los ojos grandes como platos a un juglar durante un Día Solar, mucho tiempo atrás. Imágenes de una hilera de tumbas frías y solitarias. Sollozó hasta que ya no le quedaron lágrimas. Cuando finalmente se retiró de Faile, vio que estaban ellos dos solos a excepción de Mirto, que se acicalaba con la lengua, en lo alto de un barril. Se alegró de que los demás se hubieran marchado y no lo hubieran visto en un estado tan lamentable. Bastante bochorno era para él la presencia de Faile, aunque, en cierto modo, se alegraba de que la joven se hubiera quedado; pero habría querido que no hubiera visto ni oído.

Faile tomó sus manos entre las de ella y se sentó en la silla de al lado. Era tan hermosa, con aquellos ojos ligeramente rasgados, grandes y oscuros, y los altos pómulos. No sabía si podría conseguir hacer las paces con ella después del modo en que la había tratado durante los últimos días. Sin duda Faile encontraría el medio de hacérselo pagar.

—¿Has renunciado a esa idea de rendirte a los Capas Blancas? —le preguntó la muchacha. En su voz no había el menor indicio que denotara que acababa de verlo llorar como un chiquillo.

—Me temo que no serviría de mucho. Haga lo que haga, no cejarán en dar caza al padre de Rand y al de Mat. Mi familia… —Se apresuró a soltar sus manos de las de ella, pero Faile le sonrió en lugar de poner mala cara—. Si me es posible, tengo que liberar a maese Luhhan y a su esposa. Y también a la madre y las hermanas de Mat. Le prometí que cuidaría de ellas. Además, haré lo que esté en mi mano respecto a los trollocs. —Quizás el tal lord Luc tenía alguna buena idea. Al menos la puerta a los Atajos estaba clausurada, así que no vendrían más por ese camino. Por encima de todo, deseaba hacer algo contra esos monstruos—. Pero no me será posible llevar a cabo nada de eso si dejo que me cuelguen.

—Me alegro de que te des cuenta de ello —le dijo secamente—. ¿Alguna otra idea estúpida sobre alejarme de ti?

—No. —Se preparó para capear la tormenta que se avecinaba, pero Faile asintió como si aquella escueta negación fuera todo cuanto esperaba y deseaba. Era una pequeña concesión, nada por lo que mereciera la pena discutir. Se lo haría pagar con creces.

—Somos cinco, Perrin. Seis, si Loial se muestra dispuesto. Y si encontramos a Tam al’Thor y a Abell Cauthon… ¿Son tan diestros con el arco como tú?

—Más. —Tal cosa era verídica—. Mucho más.

La joven asintió ligeramente, con incredulidad.

—Con ellos somos ocho. Bueno, es un principio. A lo mejor hay otros que se nos unan. Y no olvidemos a lord Luc. Seguramente querrá ponerse al mando, pero si no es un mentecato no importará. Sin embargo, no todos los que prestan el juramento del cazador son sensatos. He conocido a algunos que creen saberlo todo, aparte de ser testarudos como mulas.

—Lo sé —dijo Perrin, y ella le asestó una mirada penetrante. Se las ingenió para contener la sonrisa—. Me refiero a que conozco a gente de esa clase. En una ocasión vi un par de tipos así, ¿recuerdas?

—Ah, aquéllos. En fin, esperemos que lord Luc no sea un embustero presuntuoso. —Sus ojos lo observaron intensamente y apretó con fuerza sus manos entre las suyas, no dolorosamente, sino como si intentara transmitirle su fortaleza—. Imagino que querrás visitar la granja de tu familia, tu casa. Te acompañaré, si me lo permites.

—Cuando me sienta capaz, Faile. —Pero no en este momento. Todavía no. Si veía esas tumbas bajo los manzanos ahora… Qué extraño. Siempre había dado por hecho que era fuerte y ahora resultaba que no lo era en absoluto. Bueno, lo de llorar como un niño se había terminado, y era hora de ponerse a hacer algo—. Lo primero es lo primero e imagino que encontrar a Tam y Abell es prioritario.

Maese al’Vere se asomó a la sala y, al ver que estaban sentados y charlando, entró.

—Hay un Ogier en la cocina —le dijo a Perrin con una expresión desconcertada—. Un Ogier. Está bebiendo té, y la taza más grande que tenemos en sus manos parece… —Puso el pulgar y el índice como si sostuviera un dedal—. Marin podrá fingir que en esta posada entran Aiel a diario, pero casi se desmayó cuando vio al tal Loial. Le preparé una doble ración de brandy que tragó como si fuera agua y le entró una tos que casi se ahoga. Generalmente, Marin sólo bebe vino, pero me parece que se habría tomado otra copa si se la hubiera dado. —Frunció los labios y simuló interesarse en una mancha inexistente en el largo delantal blanco—. ¿Te encuentras bien ya, muchacho?

—Estoy bien, señor —se apresuró a tranquilizarlo Perrin—. Maese al’Vere, no podemos seguir aquí mucho más rato. Alguien podría ir con el cuento a los Capas Blancas de que me habéis dado asilo.

—Oh, no hay muchos que harían algo así. No todos los Coplin y ni siquiera algunos de los Congar.

A pesar de su comentario, no le pidió que se quedaran.

—¿Sabéis dónde podría encontrar a maese al’Thor y a maese Cauthon?

—Normalmente, en el Bosque del Oeste —respondió lentamente Bran—. Es lo único que sé con seguridad. —Entrelazó las manos sobre el orondo vientre y ladeó la cabeza—. No vas a marcharte, ¿verdad? Bien. Le he dicho a Marin que no lo harías, pero no quiere creerme. Piensa que lo mejor es que te vayas. Lo mejor para ti, se entiende. Y, como la mayoría de las mujeres, está convencida de que si habla contigo el tiempo suficiente acabará por convencerte para que veas las cosas a su modo.

—Vaya, maese al’Vere —intervino Faile con voz dulce—, en lo que a mí respecta, opino que los hombres son seres sensatos que sólo necesitan que se les muestre una sola vez el camino más razonable para que escojan seguirlo.

El alcalde le dedicó una sonrisa divertida.

—Colijo, entonces, que aconsejarás a Perrin que se vaya. Marin tiene razón. Es lo más sensato que puede hacer si quiere evitar la horca. La única razón para quedarse es que hay ocasiones en las que un hombre no puede huir, ¿no? Bien, sin duda debes saber lo que es mejor para él. —Hizo caso omiso de la mirada agria de la joven—. Vamos, muchacho, informemos a Marin de la buena noticia. Aprieta los dientes y contén tus sentimientos, porque no renunciará a intentar hacerte cambiar de opinión.

En la cocina, Loial y los Aiel estaban sentados en el suelo, cruzados de piernas. Desde luego, en la posada no había una silla lo bastante grande para el Ogier, que estaba sentado con un brazo apoyado en la mesa y todavía era lo bastante alto para mirar cara a cara a Marin al’Vere. Bran había exagerado con lo del tamaño de la taza en manos de Loial, aunque, al mirar con más detenimiento, Perrin observó que lo que sostenía entre sus dedos era un cuenco de sopa de loza blanca.

La señora al’Vere continuaba esforzándose en aparentar que la presencia de Aiel y Ogier era algo normal e iba afanosa de un lado para otro llevando una bandeja con pan, queso y encurtidos, asegurándose de que todos comieran, pero sus ojos se abrían de par en par cada vez que se posaban en Loial a pesar de que el Ogier procuraba tranquilizarla con cumplidos sobre la comida. Sus copetudas orejas se agitaban con nerviosismo cada vez que la mujer lo miraba, y ella daba un brinco cuando las veía moverse y luego sacudía la cabeza de modo que la gruesa trenza canosa se mecía enérgicamente. De disponer de unas cuantas horas juntos, los dos habrían acabado enviando a la cama al otro presa de un ataque de nervios.

Loial soltó un retumbante suspiro de alivio al ver entrar a Perrin en la cocina y dejó la taza —el cuenco— sobre la mesa, pero al instante su ancho rostro adoptó una expresión cariacontecida.

—Lamento tu pérdida, Perrin, y comparto tu pena. La señora al’Vere… —Sus orejas se agitaron frenéticamente aun sin mirar a la mujer, quien, por su parte, dio otro brinco—. La señora al’Vere me ha estado contando que te marcharás ahora que no hay nada que te retenga aquí. Si lo deseas, cantaré a los manzanos antes de irnos.

Bran y Marin intercambiaron una mirada sobresaltada, y de hecho el alcalde se metió un dedo en el oído y hurgó en él como si se le hubiera metido un insecto.

—Gracias, Loial, me encantará que lo hagas, pero cuando haya tiempo. Ahora mismo tengo mucho que hacer antes de irme. —La señora al’Vere soltó bruscamente la bandeja sobre la mesa y lo miró de hito en hito, pero el joven continuó exponiendo sus planes por orden: encontrar a Tam y a Abell y rescatar a las personas que los Capas Blancas tenían arrestadas. No mencionó a los trollocs, aunque también abrigaba algunos planes imprecisos para ellos. O tal vez no tan imprecisos. No estaba dispuesto a marcharse mientras quedara un trolloc o un Myrddraal vivo en Dos Ríos. Metió los pulgares en el cinturón para contener el gesto instintivo de acariciar el hacha—. No será fácil —concluyó—. Agradecería tu ayuda, Loial, pero si quieres marcharte lo comprenderé. Ésta no es tu lucha y ya te has visto envuelto en suficientes problemas por estar cerca de gente de Campo de Emond. No adelantarás mucho con tu libro aquí.

—Aquí o allí, la lucha es la misma, a mi entender —contestó el Ogier—. Además, el libro puede esperar. Tal vez haga un capítulo sobre ti.

—Te dije que iría contigo —intervino Gaul sin que le preguntara—, y no era con intención de dejarlo cuando las cosas se pusieran difíciles. Tengo una deuda de sangre contigo.

Bain y Chiad dirigieron una mirada interrogante a Faile y, cuando ésta asintió, también anunciaron su intención de quedarse.

—Sois una pandilla de estúpidos cabezotas —dijo la señora al’Vere—. Seguramente acabaréis todos en la horca, si es que vivís lo suficiente; lo sabéis, ¿no? —Cuando el grupo se limitó a mirarla sin responder, Marin se desató el delantal y se lo sacó por la cabeza—. Bien, si sois tan necios como para quedaros, más vale que os enseñe dónde podéis esconderos.

Su marido la miró sorprendido por su repentina capitulación, pero se recobró rápidamente.

—Se me ocurre que quizás el mejor sitio sería la antigua casa de enfermos, Marin. Ahora nadie va allí y creo que todavía conserva la mayor parte del tejado.

Lo que todavía se llamaba la nueva casa de enfermos, adonde se llevaba a las personas para ser atendidas si su enfermedad era contagiosa, se alzaba al este de la aldea, detrás del molino de maese Thane, desde que Perrin era un niño. La antigua, en el Bosque del Oeste, había sido destruida casi por completo durante una violenta tormenta por aquel entonces. Perrin recordaba el edificio medio cubierto por enredaderas y zarzas, con los pájaros anidando en lo que quedaba del techo de bálago y la madriguera de un tejón debajo de la escalera posterior. Sería un buen sitio para esconderse.

La señora al’Vere asestó a Bran una mirada intensa, como si la sorprendiera que hubiera pensado en ello.

—Servirá, supongo. Al menos, por esta noche. Los llevaré allí.

—No es preciso que vayas tú, Marin. Yo puedo hacerlo si es que Perrin no recuerda el camino.

—A veces olvidas que eres el alcalde, Bran. La gente está pendiente de ti y se pregunta adónde vas y qué te traes entre manos. ¿Por qué no te quedas y si alguien se deja caer por aquí te ocupas de que se vaya pensando que no ha pasado nada fuera de lo normal? En el horno hay guisado de cordero y sopa de lentejas que sólo hay que calentar. Y no menciones a nadie la casa de enfermos, Bran. Lo mejor es que nadie se acuerde de su existencia.

—No soy idiota, Marin —replicó su marido con aire ofendido.

—Lo sé, querido. —Le dio unas palmaditas en la mejilla, pero su cariñosa actitud se tornó tensa cuando su mirada fue de Bran a los demás—. Va a ser un problema evitar que se fijen en vosotros —rezongó antes de ponerse a impartir instrucciones.

Tenían que salir en grupos pequeños para no llamar la atención. Cruzaría el pueblo sola y se reuniría con ellos en el bosque, al otro lado de la aldea. Los Aiel le aseguraron que podrían encontrar el roble hendido por un rayo que les describió y se escabulleron, sigilosos, por la puerta trasera. Perrin sabía qué árbol era, uno grande que había a kilómetro y medio del pueblo y que a pesar de que parecía que lo habían partido por la mitad con un hacha seguía vivo e incluso reverdeciendo. Estaba seguro de que sabría llegar hasta la casa de enfermos sin problemas, pero la señora al’Vere insistió en que todo el mundo se reuniera junto al roble.

—Si vas por ahí solo, Perrin, sólo la Luz sabe con lo que puedes tropezar. —Alzó los ojos hacia el Ogier, que al estar de pie ahora rozaba las vigas del techo con la cabeza, y suspiró—. Ojalá pudiéramos hacer algo con vuestra altura, maese Loial. Sé que hace calor, pero ¿no os importaría poneros la capa con la capucha echada? Incluso en estos tiempos la mayoría de la gente no tarda en convencerse de que no han visto lo que han visto si no es lo que esperan, pero si vislumbran vuestro rostro… No quiero decir con eso que no seáis muy apuesto, todo lo contrario, pero jamás pasaríais por un habitante de Dos Ríos.

La amplia sonrisa de Loial dividió en dos su semblante bajo la ancha nariz hocicuda.

—No es un día muy caluroso para llevar capa, señora al’Vere.

Marin cogió un chal ligero de punto con flecos azules y acompañó a Perrin, Faile y Loial al establo para verlos marchar y, por un momento, habríase dicho que todos sus esfuerzos por mantener en secreto su presencia se irían al traste. Cenn Buie, con su aspecto seco y retorcido como el de una raíz, estaba examinando los caballos, sobre todo el de Loial, tan grande como los dhurranos de Bran. Cenn se rascó la cabeza mientras contemplaba fijamente la enorme silla de montar.

Sus negros ojillos se abrieron como platos al ver a Loial y se quedó boquiabierto.

—¡Tr… tr… trollocs! —consiguió mascullar finalmente.

—No seas necio, Cenn Buie —lo increpó Marin, que se apartó un paso para atraer sobre sí la atención del viejo. Perrin mantuvo gacha la cabeza, como si examinara su arco, y no se movió—. ¿Acaso iba a estar tan tranquila en el patio de mi casa si hubiera trollocs? —Resopló con indignación—. Maese Loial es un Ogier, como sabrías si no fueras un viejo quisquilloso que no para de protestar por todo en lugar de mirar lo que tiene delante de las narices. Va de paso y no puede perder tiempo con tipos como tú. Más vale que te ocupes de tus asuntos y deja en paz a nuestros huéspedes. Sabes muy bien que Corin Ayellan lleva meses detrás de ti por el mal trabajo que hiciste con su techo.

Cenn articuló la palabra «Ogier» en silencio, pestañeando. Por un momento dio la impresión de que iba a defender su buen hacer como techador, pero entonces su mirada se volvió hacia Perrin y estrechó los ojos.

—¡Él! ¡Es él! Están buscándote, granuja, vagabundo, que huiste con una Aes Sedai y te has convertido en un Amigo Siniestro. Fue entonces cuando vinieron los trollocs por primera vez, y ahora has vuelto y ellos también. ¿Vas a decirme que es sólo una coincidencia? ¿Qué te pasa en los ojos? ¿Estás enfermo? Sí, debes de haber contraído alguna mala enfermedad de esas tierras lejanas y has vuelto para contagiarnos a todos, como si con lo de los trollocs no fuera suficiente. Los Hijos de la Luz te darán tu merecido, ya lo verás.

Perrin notó que Faile se ponía tensa y rápidamente puso la mano sobre su brazo cuando comprendió que estaba sacando un cuchillo. ¿En qué demonios pensaba? Cenn era un necio viejo irascible, pero no era razón para usar un cuchillo contra él. La joven sacudió la cabeza, exasperada, pero al menos lo dejó estar.

—Basta ya, Cenn —increpó Marin, cortante—. Vas a guardarte para ti lo que has visto. ¿O acaso ya has empezado a irles con cuentos a los Capas Blancas, como Hari y su hermano Darl? Abrigo ciertas sospechas del motivo de que los Capas Blancas vinieran a revolver los libros de Bran. Se llevaron seis y sermonearon a mi marido bajo su propio techo hablando de blasfemia. ¡Blasfemia, nada menos! Y todo porque no estaban de acuerdo con lo que ponía en un libro. Tienes suerte de que no te obligue a reemplazar esos libros. Estuvieron revolviéndolo todo, como comadrejas, buscando más «escritos blasfemos», según ellos, como si alguien fuera a esconder un libro. Levantaron todos los colchones de las camas, desordenaron los armarios de la ropa blanca. Tienes suerte de que no te trajera a rastras de una oreja para que volvieras a colocarlo todo.

Cenn se fue encogiendo un poco más con cada frase hasta dar la impresión de que sus huesudos hombros estaban más altos que su cabeza.

—No les dije nada, Marin —protestó—. Sólo porque un hombre mencione que… Es decir, sólo estaba haciendo un comentario, de pasada… —Se sacudió y, aunque todavía evitaba mirarla a la cara, recobró parte de su compostura y de su habitual forma de ser—. Tengo intención de discutir esto en el Consejo, Marin. Me refiero a él. —Apuntó con el sarmentoso dedo a Perrin—. Todos estaremos en peligro mientras siga aquí. Si los Hijos descubren que lo has cobijado, podrían culparnos a todos los demás. Y entonces no serán sólo unos armarios desordenados.

—Esto es asunto del Círculo de Mujeres. —Marin se ajustó el chal sobre los hombros y se adelantó para mirar cara a cara al viejo techador. Era un poco más alto que ella, pero el repentino aire de seria formalidad le dio empaque. Cenn iba a decir algo, pero la mujer se le adelantó, cortando cualquier intento de pronunciar una sola palabra—. Asunto del Círculo, Cenn Buie. Si crees que no lo es, si te atreves siquiera a llamarme mentirosa… Más te vale dejar quieta la lengua, porque si les dices una sola palabra de un asunto del Círculo de Mujeres a alguien, incluido el Consejo del Pueblo…

—¡El Círculo no tiene derecho a interferir en los asuntos del Consejo! —gritó.

—… me ocuparé de que tu esposa te mande a dormir al granero. Y de que comas los desechos de tus vacas lecheras. ¿Crees que el Consejo tiene prioridad sobre el Círculo? Si es preciso, mandaré a Daise Congar para que te convenza de lo contrario.

Cenn se encogió, y con razón. Si Daise Congar era la Zahorí, seguramente lo obligaría a tragarse asquerosos brebajes cada día durante todo un año, y Cenn era demasiado flaco para impedírselo. Alsbet Luhhan era la única mujer de la aldea más corpulenta que Daise, y ésta tenía una vena rencorosa y un genio acorde con ella. Perrin no conseguía imaginársela como la Zahorí; sin duda a Nynaeve le daría un ataque cuando se enterara de quién la había sustituido, ya que ella misma pensaba que utilizaba el trato afable y el razonamiento.

—No es preciso ponerse desagradable, Marin —masculló Cenn con ánimo de aplacarla—. Si quieres que no diga nada, cerraré el pico; pero, con el Círculo de Mujeres o sin él, estás corriendo el riesgo de que los Hijos se nos echen encima a todos.

La señora al’Vere se limitó a arquear las cejas y, tras un instante, Cenn se escabulló rezongando entre dientes.

—Bien hecho —dijo Faile cuando el viejo desapareció por la esquina de la posada—. Me parece que tendría que tomar unas cuantas lecciones de vos. No se me da ni la mitad de bien manejar a Perrin como habéis hecho con vuestro esposo y con ese tipo. —Le sonrió al joven para mostrarle que estaba bromeando. Al menos, es lo que Perrin esperaba que significara esa sonrisa.

—Tienes que saber cuándo hay que atarlos corto —respondió la mujer con aire ausente—, y cuándo no hay más remedio que darles rienda suelta. Si se les deja que se salgan con la suya en lo que no es importante, después es más fácil mantenerlos a raya en lo que sí lo es. —Había estado siguiendo con la mirada a Cenn, fruncido el entrecejo, sin prestar atención realmente a lo que decía, salvo, quizá, cuando añadió—: Y a algunos habría que atarlos en la cuadra y dejarlos encerrados allí.

Ni que decir tiene que Faile no necesitaba que le dieran este tipo de consejos, así que Perrin se apresuró a intervenir:

—¿Creéis que mantendrá la boca cerrada, señora al’Vere?

—Me parece que sí —contestó, vacilante—. Cenn es como un dolor de muelas que va empeorando con el paso de los años, pero no es de la ralea de Hari Coplin y los otros. —Empero, había dudado.

—Será mejor que nos pongamos en marcha —dijo Perrin, y nadie discutió.

El sol estaba más alto de lo que el joven había esperado, pasado ya su cenit, lo que significaba que la mayoría de la gente se encontraría en su casa para tomar el almuerzo. Los pocos que permanecían en el exterior, principalmente niños que cuidaban ovejas o vacas, estaban enfrascados en dar buena cuenta de la comida que se habían llevado envuelta en un paño, demasiado lejos y demasiado absortos en mover los dientes para prestar atención a quienes pasaban. Con todo, Loial atrajo alguna que otra mirada a despecho de la amplia capucha que le ocultaba los rasgos. El propio Perrin, montado en Brioso, le llegaba al pecho al Ogier con su alta montura. Para la gente que los vio de lejos debían de parecer un adulto con dos niños a lomos de ponis. La imagen que ofrecían no era corriente, desde luego, pero Perrin confiaba en que los vieran así. Los comentarios llamarían la atención y ello era algo que tenía que evitar a toda costa hasta que hubieran rescatado a la señora Luhhan y a los demás. Ojalá Cenn no alborotara. También él llevaba echada la capucha, cosa que podía dar que hablar asimismo, pero no tanto como si alguien se fijaba en su barba y comprendía que no era un chiquillo. El ambiente casi parecía primaveral en comparación con Tear.

No tuvo dificultad en encontrar el roble hendido, las dos partes abiertas en una amplia horquilla, con la cara interior negra y endurecida como el hierro y el suelo limpio de vegetación debajo del extenso ramaje. Ir hasta allí cruzando el pueblo era un camino mucho más corto que dando un rodeo, como ellos, así que la señora al’Vere ya los estaba esperando cuando llegaron; se advertía cierta impaciencia por la forma de ajustarse el chal a los hombros. También los Aiel se encontraban allí, sentados en cuclillas sobre la cubierta de hojas de roble secas y cáscaras de bellotas desechadas por las ardillas; Gaul estaba separado de las dos Doncellas. Los tres Aiel se observaban entre sí casi con la misma cautela con que vigilaban la espesura del entorno. Perrin estaba seguro de que habían llegado hasta el punto de reunión sin que nadie los viera, y deseó tener aquella destreza; era capaz de moverse por el bosque con bastante sigilo, pero para los Aiel daba igual que fuera bosque, labrantíos o poblaciones. Cuando no querían ser vistos, hallaban el modo de pasar completamente inadvertidos.

La señora al’Vere insistió en que hicieran el resto del trayecto a pie argumentando que la vegetación era muy densa para ir a caballo. Perrin no estaba de acuerdo con ella, pero de todas formas desmontó; sin duda resultaba muy incómodo conducir a gente montada si se iba a pie. En cualquier caso, tampoco le dio muchas vueltas, ya que tenía la cabeza llena con montones de planes. Era preciso echar un vistazo al campamento de los Capas Blancas en Colina del Vigía antes de decidir cómo rescatar a la señora Luhhan y a los otros. Y ¿dónde estarían escondidos Tam y Abell? Ni Bran ni Marin habían dicho nada concreto, tal vez porque no lo sabían. Si Tam y Abell no habían rescatado ya a los prisioneros, ello quería decir que no era una empresa fácil. Aun así, tenía que hacer algo al respecto. Y después se dedicaría por completo a los trollocs.

Hacía años que nadie del pueblo venía por aquí, de manera que el sendero se había borrado; no obstante, los grandes árboles impedían que la maleza creciera demasiado. Los Aiel, ante la insistencia de la señora al’Vere de que el grupo se mantuviera junto, avanzaron silenciosamente con los demás. Loial murmuraba aprobadoramente mientras miraba los vetustos árboles, en especial ciertos abetos y robles particularmente grandes. De vez en cuando, se escuchaba el canto de un sinsonte o un petirrojo en las ramas, y una vez Perrin captó el olor de un zorro que observaba el paso del grupo.

De repente le llegó el olor a hombre que un momento antes no estaba allí y escuchó un débil susurro de hojas. Los Aiel se pusieron en tensión, alertas, con las lanzas prestas, y Perrin llevó la mano hacia la aljaba.

—Calmaos —instó la señora al’Vere al tiempo que hacía un gesto para que bajaran las armas—. Tranquilos, por favor.

De pronto aparecieron dos hombres al frente, uno de ellos, el de la izquierda, era alto, moreno y delgado, mientras que el de la derecha era bajo, fornido y con el pelo canoso. Ambos empuñaban arcos con las flechas aprestadas, listos para levantar los brazos y disparar; las aljabas colgadas a un costado servían de contrapeso a las espadas que pendían del otro. Los dos llevaban capas que se difuminaban con la vegetación del entorno.

—¡Guardianes! —exclamó Perrin—. ¿Por qué no nos dijisteis que había Aes Sedai aquí, señora al’Vere? Maese al’Vere tampoco lo mencionó. ¿Por qué?

—Porque no lo sabe —se apresuró a explicar Marin—. No mentí cuando dije que esto era un asunto del Círculo de Mujeres. —Se volvió hacia los Guardianes, quienes no habían bajado la guardia ni un ápice—. Tomás, Ihvon, bajad esos arcos. Me conocéis y sabéis que jamás traería a nadie que tuviera malas intenciones.

—Un Ogier —dijo el hombre canoso—, tres Aiel y un hombre de ojos amarillos, el que buscan los Capas Blancas, por supuesto, y una fiera joven con un cuchillo. —Perrin lanzó una rápida ojeada a Faile, que tenía el arma presta para arrojar en cualquier momento. Estuvo de acuerdo con ella en esta ocasión. Puede que los dos hombres fueran Guardianes, pero todavía no habían hecho intención de bajar los arcos, y sus rostros parecían tallados en piedra. Los Aiel daban la impresión de estar dispuestos a bailar la danza de las lanzas sin cubrirse siquiera con el velo—. Un extraño grupo, señora al’Vere —continuó el hombre mayor—. Veremos. Ihvon… —El hombre alto asintió y desapareció en la vegetación; Perrin apenas lo oyó alejarse. Cuando querían, los Guardianes eran tan silenciosos como la propia muerte.

—¿Qué queréis decir con lo de que es un asunto del Círculo de Mujeres? —demandó el joven—. Sé que los Capas Blancas causarían problemas si se enteraran de que por aquí hay Aes Sedai, así que entiendo que no se lo hayáis dicho a Hari Coplin, pero ¿por qué guardar el secreto con el alcalde?, ¿y con nosotros?

—Porque es lo que acordamos —replicó Marin con un timbre irritado que parecía dirigido tanto a Perrin como al Guardián, que seguía sin bajar la guardia (no había otro término que describiera su actitud) y hasta incluso a las Aes Sedai—. Se encontraban en Colina del Vigía cuando llegaron los Capas Blancas. Allí nadie sabía quiénes eran, excepto el Círculo de esa población, que transfirió al nuestro la responsabilidad de ocultarlos. A todo el mundo, Perrin. Es la mejor forma de mantener un secreto: que sólo esté enterado el menor número de personas. La Luz me valga, sé de dos mujeres que han dejado de compartir el lecho con sus esposos por miedo a hablar en sueños. Accedimos a guardar el secreto.

—¿Y por qué decidisteis cambiar de opinión? —inquirió el Guardián de pelo gris en un tono duro.

—Por razones que considero buenas y suficientes, Tomás. —A juzgar por el modo en que se ajustó el chal, Perrin sospechó que Marin esperaba que las otras mujeres del Círculo, y también las Aes Sedai, compartieran su opinión. Según los rumores, el Círculo podía ser incluso más duro con sus propios miembros que con el resto del pueblo—. ¿En qué mejor sitio esconderte, Perrin, que con unas Aes Sedai? Tú ya no debes de tenerles miedo después de haberte marchado de aquí en compañía de una de ellas. Y… Bueno, no tardarás en enterarte. Tienes que confiar en mí.

—Hay Aes Sedai y Aes Sedai —le contestó el joven. Sin embargo, las que a su juicio eran peores, las del Ajah Rojo, no se vinculaban con Guardianes, ya que no sentían el menor aprecio por los hombres. Los oscuros ojos del tal Tomás exteriorizaban una inflexible determinación. Podían intentar atacarlo por sorpresa o, mejor aún, escabullirse, pero el Guardián clavaría certeramente la flecha en el primero que hiciera algo que no le gustara, y Perrin habría apostado a que el hombre era lo bastante diestro para encajar otro proyectil en un abrir y cerrar de ojos. Por lo visto los Aiel compartían su opinión; seguían preparados para saltar en cualquier momento hacia cualquier dirección, pero igualmente podrían quedarse en la misma postura hasta que el sol se parara en el cielo. Perrin palmeó a Faile en el hombro—. Todo irá bien —le dijo.

—Desde luego que sí —respondió, sonriente. Había guardado el cuchillo—. Si la señora al’Vere lo dice, la creo.

Perrin esperó que tuviera razón. Por su parte, ya no confiaba en la gente como solía hacer. En las Aes Sedai, no, desde luego. Y quizá ni siquiera en Marin al’Vere. Pero tal vez estas Aes Sedai querrían ayudarlo en la lucha contra los trollocs, y estaba dispuesto a fiarse de cualquiera que tomara tal postura. No obstante, ¿hasta qué punto podía fiarse de ellas? Las mujeres de la Torre Blanca hacían lo que hacían por motivos propios. Dos Ríos era el hogar para él, pero para esas mujeres muy bien podría ser una simple pieza en el tablero de damas. Empero, tanto Faile como Marin al’Vere se mostraban confiadas, mientras que los Aiel estaban a la expectativa. De momento, no parecía que tuviera mucha elección.

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