50 Trampas

Fuera, en el camino pavimentado con piedras que separaba la casa de adobes amarillos del huerto de la terraza, Rand se quedó contemplando el cañón que se extendía allá abajo, viendo poco más que las sombras de la tarde alargándose por el fondo. Ojalá hubiera podido confiar en que Moraine no iba a ponerlo en manos de la Torre atado con una correa; pero no albergaba duda alguna de que lo haría, sin usar el Poder una sola vez, si le daba la menor ocasión. Esa mujer era capaz de meter a un toro por el agujero de un ratón sin que se diera cuenta. Podía utilizarla. «Luz, somos tal para cual. Usar a los Aiel. Usar a Moraine. Si pudiera confiar en ella…»

Se encaminó hacia la entrada del cañón, descendiendo cada vez que encontraba una vereda que bajaba hacia allí. Todas eran estrechas, pavimentadas con pequeñas piedras, y en escalones algunas de las más empinadas. Resonaba el débil eco del martilleo en varias forjas. No todos los edificios eran casas. A través de una puerta abierta vio a varias mujeres trabajando en telares; en otra, a una platera manejando sus pequeños martillos y escoplos; en una tercera, un hombre sentado en el torno de alfarero, modelando la arcilla, y los hornos encendidos tras él. Todos los hombres y los muchachos, salvo los más pequeños, vestían el cadin’sor, la chaqueta y los calzones de tonos pardos, pero se apreciaban ciertas diferencias sutiles en el atuendo de guerreros y artesanos: el cinturón del cuchillo más pequeño o a veces ninguno; un shoufa sin el complemento del negro velo. Empero, observando el modo en que el herrero sostenía la lanza a la que acababa de poner una punta de más de un palmo de largo, Rand no dudó ni por un momento que el hombre sabría usar el arma con la misma destreza con que la había forjado.

Los caminos no estaban muy transitados, pero sí que había bastante gente fuera. Los niños reían, corrían y jugaban; advirtió que las crías más pequeñas llevaban palos a guisa de lanzas tan frecuentemente como muñecas. Los gai’shain acarreaban cántaros de barro con agua sobre la cabeza o limpiaban de malas hierbas los huertos, a menudo bajo la dirección de un muchachito de diez o doce años. Hombres y mujeres se ocupaban de sus tareas cotidianas; en realidad, no había gran diferencia con lo que habrían hecho si hubieran estado en Campo de Emond, ya fuera barrer a la puerta de una casa o reparar una pared. Los niños apenas le dedicaban una ojeada a pesar de la chaqueta roja y las botas de gruesas suelas; en cuanto a los gai’shain, con su actitud de humildad autoimpuesta y su empeño por permanecer en un segundo plano, no había modo de saber si reparaban o no en él. Pero los adultos, artesanos o guerreros, hombres o mujeres, lo miraban con un aire especulativo, un asomo de expectante incertidumbre.

Los niños pequeños iban descalzos y con ropas muy semejantes a las de los gai’shain, pero de colores pardos como los del cadin’sor, no blancas. Las niñas también iban descalzas y con vestidos cortos que a veces no les tapaban las rodillas. Hubo algo que le llamó la atención en las niñas: de todas las edades hasta, más o menos, los doce años, llevaban el cabello peinado en dos coletas, sobre las orejas, y trenzado con cintas de brillantes colores. Exactamente igual que las que Egwene había llevado hasta hacía poco. Tenía que ser una coincidencia. Seguramente había dejado de peinarse así porque las Sabias debieron de explicarle que era como llevaban el pelo las niñas Aiel. En cualquier caso, era absurdo que estuviera pensando en un tema tal pueril. En este momento era el trato con otra mujer de lo que tenía que ocuparse: Aviendha.

En el suelo del cañón, los buhoneros comerciaban con los Aiel que se apiñaban alrededor de las carretas de techo de lona. Al menos, lo hacían los conductores; y también Keille, que hoy lucía un chal de encaje azul sujeto con los peinecillos, y llevaba a cabo tratos en voz alta. Kadere, con una chaqueta de color crema, estaba sentado en un barril a la sombra de su carromato blanco y se enjugaba el sudor de la cara, sin hacer el menor esfuerzo por vender nada. Divisó a Rand e hizo intención de incorporarse, pero contuvo el impulso rápidamente. A Isendre no se la veía por ninguna parte, pero, para sorpresa de Rand, sí que estaba Natael, cuya capa de parches multicolores había atraído a un numeroso grupo de chiquillos entre los que había varios adultos. Por lo visto, el acicate de contar con un auditorio más numeroso lo había inducido a abandonar a los Shaido. O tal vez Keille no quería que estuviera donde no podía ver lo que hacía. A pesar de lo absorta que estaba en su trabajo, encontraba tiempo para lanzar una mirada ceñuda al juglar cada dos por tres.

Rand evitó las carretas. Por las preguntas hechas a los Aiel, descubrió dónde se habían ido los Jindo: cada cual, hombre o mujer, al techo de su respectiva sociedad, aquí, en Peñas Frías. El Techo de las Doncellas se encontraba a mitad de camino de la pared este del cañón, todavía iluminada por el sol, y era un rectángulo de piedra grisácea y con huerto en el techo que sin duda era el doble de grande de lo que parecía desde fuera. Y no es que tuviera oportunidad de mirar dentro. Un par de Doncellas, apostadas en cuclillas a la puerta y empuñando lanzas y adargas, le cerraron el paso entre divertidas y escandalizadas de que un hombre quisiera entrar, si bien una de ellas accedió a transmitir su mensaje.

Al cabo de pocos minutos, las Doncellas Jindo y Nueve Valles que habían estado en la Ciudadela salieron. Y también todas las demás Doncellas del septiar Nueve Valles que se encontraban en Peñas Frías, las cuales se amontonaron a ambos lados del camino y se encaramaron al techo, entre las hileras de vegetales, para observar sonrientes, como si esperaran ver un espectáculo divertido. Detrás vinieron hombres y mujeres gai’shain para servirles un té oscuro y fuerte en pequeñas tazas; fuera cual fuera la regla que impedía el paso de hombres al Techo de las Doncellas por lo visto no contaba para los gai’shain varones.

Después de que Rand hubo examinado varias ofertas, Adelin, la Jindo de cabello rubio con la fina cicatriz en la mejilla, sacó un ancho brazalete de marfil con un minucioso trabajo de rosas talladas. Le pareció que le iría bien a Aviendha; quienquiera que hubiera sido el artífice de la talla, había resaltado cuidadosamente las espinas entre los capullos.

Adelin era alta incluso para la media Aiel, de modo que Rand sólo le sacaba un palmo. Cuando se enteró de para qué lo quería —o casi, ya que el joven se limitó a decir que era un regalo para agradecer a Aviendha sus enseñanzas, no un soborno para suavizar el mal genio de la mujer a fin de que se le hiciera más soportable tenerla cerca—, Adelin miró en derredor a las otras Doncellas. Todas habían dejado de sonreír y sus rostros se habían tornado inexpresivos.

—No te pondré ningún precio por esto, Rand al’Thor —dijo al tiempo que soltaba el brazalete en la mano del joven.

—¿Está mal? —preguntó. ¿Cómo se lo tomaría la Aiel?—. No quiero agraviar a Aviendha en ningún aspecto.

—No será un agravio para ella. —Llamó a una gai’shain que llevaba tazas de loza y una jarra sobre una bandeja de plata. Sirvió té en dos tazas y le tendió una—. Recuerda el honor —dijo, antes de beber en su taza.

Aviendha nunca le había mencionado nada parecido. Inseguro, tomó un sorbo de amargo té y repitió:

—Recuerda el honor. —Parecía que era lo más seguro decir para evitar un desliz. Para su sorpresa, la Doncella lo besó ligeramente en ambas mejillas.

Otra Doncella mayor, con el cabello gris pero todavía de fiera apariencia, se plantó delante de él.

—Recuerda el honor —dijo, y bebió.

Rand tuvo que repetir el ritual con cada una de las Doncellas presentes, aunque llegó un momento en que sólo se llevó la taza a los labios para rozar los labios con el té, sin beber. Las ceremonias Aiel eran breves y directas al grano, pero cuando había que repetir la misma hasta la saciedad con unas setenta mujeres, incluso tomar el más pequeño sorbo podía acabar llenándolo a uno hasta las orejas. Para cuando pudo escapar, las sombras trepaban hacia la parte alta del cañón.

Encontró a Aviendha cerca de la casa de Lian, sacudiendo enérgicamente una alfombra de rayas azules que había colgado en una cuerda; había más apiladas cerca, formando un montón colorido. Apartándose los mechones húmedos de sudor que le caían sobre la frente, la Aiel lo contempló con aire inexpresivo cuando le tendió el brazalete y le dijo que era un regalo a cambio de sus enseñanzas.

—He dado brazaletes y collares a amigas que no llevaban la lanza, Rand al’Thor, pero yo jamás he llevado uno. —Su voz no tenía la menor inflexión—. Esas cosas tintinean y hacen ruidos que te delatan cuando hay que ser silenciosa. Se te enganchan cuando has de moverte rápido.

—Pero ahora puedes llevarlo puesto que vas a ser una Sabia.

—Sí. —Giró el brazalete de marfil entre los dedos como si no supiera qué hacer con él y luego, bruscamente, metió la mano por él y levantó la muñeca para mirarlo. Habríase dicho que estaba contemplando un grillete.

—Si no te gusta, Aviendha… Adelin dijo que no ofendería tu honor. Incluso pareció aprobarlo. —Refirió el ceremonial del té y la joven apretó los ojos con fuerza y se estremeció—. ¿Qué ocurre?

—Creen que intentas despertar mi interés. —Rand jamás habría imaginado que la voz de Aviendha pudiera sonar tan impávida. Sus ojos estaban vacíos de toda emoción—. Te han dado su aprobación, como si yo empuñara la lanza todavía.

—¡Luz! Es fácil sacarlas de su error. Iré y… —Se interrumpió al advertir el abrasador destello de sus ojos.

—¡No! Aceptaste su aprobación ¿y ahora la rechazarías? ¡Eso sí que dañaría mi honor! ¿Acaso crees que eres el primer hombre que intenta despertar mi interés? Ahora hay que dejar que crean lo que quieran creer. No tiene importancia. —Hizo una mueca y cogió el sacudidor con las dos manos—. Vete. —Echó una ojeada al brazalete y añadió—: Realmente no sabes nada, ¿verdad? No sabes nada. No es culpa tuya. —Era como si estuviera repitiendo algo que le hubieran dicho o como si intentara convencerse a sí misma—. Lamento haberte estropeado la comida, Rand al’Thor. Por favor, vete. Amys me ha ordenado que limpie todas estas alfombras y esteras, tarde lo que tarde. Si sigues ahí plantado, hablando, me llevará toda la noche.

Le dio la espalda y descargó violentamente el sacudidor en la alfombra de rayas, de modo que el brazalete brincó en su muñeca.

Rand ignoraba si la disculpa de la Aiel se debía al regalo o a una orden de Amys —aunque sospechaba que era esto último—, pero lo sorprendente es que parecía sentirlo de verdad cuando lo dijo. No estaba contenta, eso desde luego, si se juzgaba por el seco gruñido que acompañaba cada palo que daba a la alfombra pero no había expresado odio ni una sola vez. Turbación, espanto, incluso furor, pero no odio. Eso era mejor que nada. A lo mejor acababa comportándose de un modo civilizado.

Al entrar en la estancia de baldosas marrones de la casa de Lian, las Sabias, que estaban hablando, enmudecieron al verlo.

—Te mostraré tu habitación —dijo Amys—. Los demás ya están en las suyas.

—Gracias. —Echó una ojeada hacia atrás, a la puerta, frunciendo ligeramente el entrecejo—. Amys, ¿le habéis dicho a Aviendha que se disculpe conmigo por lo de la comida?

—No. ¿Lo ha hecho? —Sus azules ojos se quedaron pensativos un instante; a Rand le pareció que Bair contenía una sonrisa—. Jamás le habría ordenado algo así, Rand al’Thor. Una disculpa forzada no es una disculpa.

—Lo único que se le dijo fue que sacudiera alfombras hasta que sudara un poco de mal genio —comentó Bair—. Cualquier otra cosa ha salido de ella misma.

—Y no con la esperanza de escapar a su tarea —añadió Seana—. Tiene que aprender a controlar la cólera. Una Sabia ha de tener controladas sus emociones, no a la inversa. —Con una ligera sonrisa, lanzó una mirada de soslayo a Melaine. La mujer rubia apretó los labios y aspiró con fuerza por la nariz.

Estaban intentando convencerlo de que Aviendha iba a ser una compañía maravillosa de ahora en adelante. ¿Es que pensaban que estaba ciego?

—Debo deciros que lo sé. Lo de ella. Me refiero a que le habéis mandado que esté conmigo para que me espíe.

—No sabes tanto como crees —repuso Amys. Igual que una Aes Sedai, palabras ambiguas que guardaban significados ocultos que pretendía mantener en secreto para él.

Melaine se ajustó el chal mientras lo miraba de arriba abajo, como evaluándolo. Rand sabía algo sobre Aes Sedai; si esta mujer fuera una de ellas, pertenecería al Ajah Verde.

—He de admitir —dijo la Sabia—, que al principio pensamos que no verías más que una joven bonita, y tú eres lo bastante apuesto para que ella hubiera encontrado tu compañía más placentera que la nuestra. No contábamos con su lengua. Ni con otras cosas.

—Entonces ¿por qué estáis tan ansiosas de que siga conmigo? —En su voz hubo más indignación de lo que hubiera querido—. No podéis pensar que le revelaré nada que no quiera que sepáis.

—¿Y por qué la dejas que se quede? —inquirió lentamente Amys—. Si rehusaras su compañía, ¿cómo íbamos a obligarte a aceptarla?

—Al menos así sé quién es la espía. —Tener a Aviendha controlada debía de ser mucho mejor que estar preguntándose cuál de los Aiel lo estaba vigilando. Sin la joven, seguramente acabaría sospechando incluso que el comentario más fortuito de Rhuarc fuera un intento de sonsacarlo. Claro que, mirándolo bien, no había manera de estar seguro de que no lo fuera. Rhuarc estaba casado con una de estas mujeres, las Sabias. De repente se alegró de no haber hecho más confidencias al jefe de clan. Y también le entristeció haberlo considerado. ¿Por qué habría dado por hecho que los Aiel eran menos retorcidos que los Grandes Señores tearianos?—. Me parece bien dejarla donde está.

—Entonces nos parece bien a todos —dijo Bair.

Rand observó a la acartonada mujer con cautela. En su voz había advertido cierta inflexión, como si supiera algo que él ignoraba.

—No descubrirá lo que queréis.

—¿Lo que queremos? —espetó Melaine; su largo cabello se meció al sacudir la cabeza—. La profecía anuncia que sólo una parte de una parte se salvará. Lo que queremos, Rand al’Thor, Car’a’carn, es salvar a cuantos podamos de los nuestros. A pesar de tu linaje, de tus rasgos, no hay en ti sentimiento alguno hacia nosotros. Haré que reconozcas nuestra sangre como la tuya aunque para ello tenga que poner…

—Creo —la interrumpió suavemente Amys— que le gustará ver su cuarto ahora. Parece cansado. —Dio una seca palmada, y una esbelta gai’shain apareció—. Muestra a este hombre la habitación que se ha preparado para él. Y llévale todo lo que necesite.

Dejándolo plantado en medio de la estancia, las Sabias se encaminaron hacia la puerta; Bair y Seana asestaron a Melaine una mirada tan dura como la que habrían lanzado las componentes del Círculo de Mujeres a alguien a quien tuvieran intención de pedirle cuentas sin muchos miramientos. Melaine hizo caso omiso y, cuando la puerta se cerraba tras ellas, iba murmurando algo sobre «hablar seriamente con esa necia chica».

¿Con qué chica? ¿Con Aviendha? Pero si ya estaba haciendo lo que querían. ¿Se referiría a Egwene? Sabía que estaba estudiando algo con las Sabias. ¿Y qué estaba dispuesta a «poner» Melaine a fin de hacerle que «reconociera su sangre como suya»? ¿Cómo era posible que poniendo algo él decidiera que era Aiel? «¿Poner una trampa, quizá? ¡Estúpido! No lo diría a las claras si fuera ésa su intención. ¿Qué otras cosas se pueden poner? Huevos, en el caso de las gallinas», pensó, riendo suavemente. Estaba cansado. Demasiado para plantearse interrogantes ahora, después de pasar doce días y parte de un decimotercero sobre un caballo, aguantando un calor de justicia; no quería pensar cómo se sentiría si hubiera tenido que recorrer esa misma distancia a pie y al mismo paso. Aviendha debía de tener las piernas de duro acero. Oh, cómo deseaba tenderse en una cama.

La gai’shain era bonita a pesar de la fina cicatriz que arrancaba encima de uno de sus ojos, de color azul claro, hasta la raíz del cabello, tan pálido que casi parecía plateado. Otra Doncella, sólo que no lo era de momento.

—¿Queréis seguirme, por favor? —musitó, bajando los ojos.

El dormitorio no era exactamente lo que en el resto del mundo se entendía como tal. Y, naturalmente, la «cama» consistía en un grueso jergón extendido sobre una pila de alfombrillas de brillantes colores. La gai’shain —se llamada Chion— se quedó estupefacta cuando le pidió agua para lavarse, pero Rand estaba harto de baños de vapor. Apostaría a que Moraine y Egwene no habían tenido que sentarse en una tienda llena de vapor para poder estar limpias. A pesar de su reacción casi escandalizada, Chion le llevó agua caliente en un cántaro marrón que utilizaban para regar el huerto, y un gran cuenco blanco a guisa de palangana. Rand la echó sin demasiadas contemplaciones cuando se ofreció a lavarlo ella. ¡Qué gente tan extraña, todos ellos!

El cuarto no tenía ventanas y estaba iluminado por lámparas de plata colgadas de unos soportes en las paredes, pero sabía que fuera aún no podía haber oscurecido cuando terminó de asearse. Le daba igual. Sólo dos mantas en el jergón, y ninguna de ellas gruesa. Sin duda, otra muestra de la reciedumbre Aiel. Recordando las frías noches pasadas en la tienda, volvió a vestirse, excepto la chaqueta y las botas, antes de apagar las lámparas y meterse bajo las mantas en medio de una oscuridad absoluta.

A pesar de su cansancio, no podía dejar de rebullir y pensar. ¿Qué era lo que pensaba poner Melaine? ¿Por qué a las Sabias no les importaba que supiera que Aviendha era su espía? Aviendha. Una hermosa mujer, aunque más arisca que una mula con los cascos magullados por las piedras. Su respiración se hizo más profunda y regular, y sus pensamientos se tornaron imprecisos. Un mes. Demasiado tiempo. Ninguna opción. Honor. Isendre sonriendo. Kadere observando. Trampa. Poner una trampa. ¿La trampa de quién? ¿Qué trampa? Trampas. Si pudiera confiar en Moraine. Perrin. Casa. Seguramente Perrin estaría nadando en…


Con los ojos cerrados, Rand braceó en el agua. Agradablemente fresca. Y tan húmeda. Era como si hasta ahora no se hubiera dado cuenta de lo grato que era estar mojado. Alzó la cabeza y miró en derredor a los sauces que crecían a un lado del estanque y al gran roble que había en el otro, extendiendo sus gruesas y umbrosas ramas sobre el agua. El Bosque de las Aguas. Era agradable estar en casa. Tenía la sensación de haber estado fuera; dónde, no estaba muy claro, pero tampoco importaba. En Colina del Vigía. Sí. Nunca había llegado más lejos. Fresco y mojado. Y solo.

De repente, dos cuerpos saltaron al agua con las rodillas pegadas al pecho y al caer levantaron grandes salpicaduras que lo cegaron. Se sacudió el agua de los ojos y se encontró con Elayne y Min sonriéndole, una a cada lado, asomando sólo sus cabezas por encima de la superficie verde pálido. Dos brazadas lo habrían llevado hasta cualquiera de las dos mujeres. Apartándolo de la otra. No podía amarlas a ambas. ¿Amar? ¿Por qué le había venido esa palabra a la cabeza?

—No sabes a quién amas.

Giró sobre sí mismo, chapoteando. Aviendha estaba en la orilla, pero vestida con el cadin’sor, no con falda y blusa. Tampoco observándolo con ferocidad. Sólo mirándolo.

—Ven al agua —le dijo—. Te enseñaré a nadar.

Una risa musical lo hizo volver la cabeza hacia la otra orilla. La mujer que estaba allí, sin que nada cubriera su pálida desnudez, era la más hermosa que había visto en su vida, con grandes ojos oscuros que con sólo mirarlos hacían que le diera vueltas la cabeza. Tenía la impresión de que la conocía.

—¿Debo permitirte que me seas infiel aunque sólo sea en tus sueños? —dijo ella. De algún modo, Rand supo con certeza que Elayne, Min y Aviendha ya no estaban allí. Esto empezaba a ser muy raro.

Durante unos largos instante, la mujer lo contempló, inconsciente por completo de su desnudez. Lentamente, se puso de puntillas, echó los brazos hacia atrás, y se zambulló de cabeza en el estanque. Cuando salió a la superficie, su brillante cabello negro no estaba mojado. Aquello lo sorprendió durante un fugaz momento. Después llegó junto a él —¿había nadado o simplemente apareció allí?— y lo ciñó con brazos y piernas. El agua estaba fría; su carne, ardiente.

—No puedes huir de mí —musitó. Aquellos oscuros ojos parecían mucho más profundos que el estanque—. Te haré disfrutar de tal modo que no puedas olvidarlo, dormido o despierto.

¿Dormido o…? Todo ondeó y se tornó borroso. Ella se estrechó más contra él y el entorno dejó de ser borroso, recuperando su cristalina precisión. Todo volvía a ser igual que antes: los juncos llenando un extremo del estanque; al otro, los robles y los pinos creciendo casi al mismo borde del agua.

—Te conozco —dijo lentamente Rand. Tenía que conocerla o no dejaría que le estuviera haciendo esto—. Pero no… Esto no está bien. —Intentó soltarse, pero nada más retirarle un brazo ella volvía a ceñirlo a su cuerpo.

—He de marcarte. —Había un deje fiero en la voz de la mujer—. Primero, esa insulsa y empalagosa Ilyena, y ahora… ¿Cuántas mujeres albergas en tus pensamientos?

De repente, sus pequeños dientes se hundieron en su cuello. Rand soltó un grito y la apartó rudamente. Se llevó la mano al cuello. Le había desgarrado la piel; estaba sangrando.

—¿Es así como te diviertes cuando me pregunto adónde has ido? —dijo, desdeñosamente, una voz masculina—. ¿Por qué voy a reprimirme en nada si tú arriesgas de este modo nuestro plan?

De forma repentina, la mujer estuvo de nuevo en la orilla, vestida con un atuendo blanco, la estrecha cintura ajustada por un ceñidor tejido con plata, y el negro cabello adornado con estrellas y medias lunas plateadas. El suelo se elevaba ligeramente tras ella hasta un bosquecillo de fresnos, en un suave montículo. No recordaba haber visto fresnos antes. La mujer estaba plantada ante un… un borrón impreciso. Un manchón denso, gris, del tamaño de un hombre, que flotaba en el aire. Todo esto era… malo, de algún modo.

—¿Arriesgar? —se mofó ella—. Tienes tanto miedo al riesgo como Moghedien, ¿verdad? Preferirías actuar sigilosamente, como hace la Araña. Si no te hubiera sacado de tu agujero seguirías agazapado, esperando robar algunas migajas.

—Si eres incapaz de controlar tus… apetitos —dijo la mancha borrosa con voz de hombre—, ¿por qué voy a asociarme contigo? Si he de correr riesgos, quiero una recompensa mayor que la de tirar de las cuerdas de una marioneta.

—¿Qué quieres decir? —replicó ella amenazadoramente.

La mancha titiló; de algún modo, Rand lo interpretó como una vacilación, la inquietud de haber hablado más de la cuenta. Y entonces, de repente, la mancha borrosa desapareció. La mujer lo miró —Rand seguía metido en el estanque, sumergido hasta el cuello—, apretó los labios en un gesto de irritación y se desvaneció.


Se despertó sobresaltado y permaneció inmóvil, contemplando la oscuridad. Un sueño. Pero ¿un sueño normal o algo más? Sacó una mano de debajo de las mantas y se tanteó el lado del cuello; notó marcas de dientes y un hilillo de sangre. Fuera la clase de sueño que fuera, la mujer había estado en él. Lanfear. Él no la había soñado. Y ese otro, un hombre. Una fría sonrisa curvó sus labios. «Trampas por doquier. Lazos tendidos para unos pies incautos. He de tener cuidado con dónde piso ahora». Tantas trampas. Todo el mundo estaba tendiéndolas.

Soltó una queda risa y se giró para dormirse de nuevo. De pronto se quedó paralizado, conteniendo la respiración. No estaba solo en el cuarto. «Lanfear».

Frenéticamente, buscó el contacto con la Fuente Verdadera. Por un breve instante temió que el propio miedo lo hiciera fracasar. Entonces se sintió flotar en la fría calma del vacío, henchido por el impetuoso río del Poder. Se incorporó de un salto a la par que encauzaba. Las lámparas se prendieron de golpe.

Aviendha estaba sentada, cruzada de piernas, junto a la puerta, boquiabierta y mirando alternativamente, con los ojos desorbitados, las lámparas y las ataduras para ella invisibles que la envolvían por completo. No podía mover siquiera la cabeza; Rand había esperado encontrar a alguien de pie, y el tejido inmovilizador se extendía muy por encima de la Aiel. Soltó inmediatamente los flujos de Aire.

Aviendha se puso de pie atropelladamente, a punto de perder el chal en su precipitación.

—No…, no creo que llegue a acostumbrarme a… —Señaló las lámparas—. En un hombre.

—Ya me has visto encauzar el Poder con anterioridad. —La ira rezumaba a través de la superficie del vacío que lo rodeaba. Mira que colarse a hurtadillas en su cuarto aprovechando la oscuridad, dándole un susto de muerte. Tenía suerte de que no le hubiera hecho daño, matándola por accidente—. Harás bien en acostumbrarte. Soy El que Viene con el Alba, quieras o no admitirlo.

—Eso no es parte…

—¿Por qué estás aquí? —la interrumpió fríamente.

—Las Sabias hacen turnos velando por tu seguridad desde fuera. Pretendían seguir haciéndolo desde… —Dejó la frase sin terminar, y el rubor le tiñó las mejillas.

—¿Desde dónde? —La joven siguió mirándolo, sin responder, mientras el sonrojo aumentaba hasta adquirir un tono carmesí—. Aviendha, ¿desde dón…? —Caminantes de sueños. Claro, ¿cómo no se le había ocurrido?—. Desde dentro de mis sueños —espetó duramente—. ¿Cuánto tiempo llevan espiando dentro de mi cabeza?

La joven soltó un hondo y prolongado suspiro.

—Se suponía que no debía contártelo. Si Bair se entera… Seana dijo que esta noche era muy peligroso. No lo entiendo. Soy incapaz de entrar en el sueño sin la ayuda de una de ellas. Lo único que sé es que había algo peligroso esta noche, y por eso están haciendo turnos a la puerta de este techo. Todas están muy preocupadas.

—Todavía no has contestado mi pregunta.

—Ignoro por qué estoy aquí —murmuró—. Si necesitas protección… —Echó un vistazo al cuchillo corto que llevaba en el cinturón y rozó la empuñadura. El brazalete de marfil pareció despertar su irritación; se cruzó de brazos de manera que el aderezo quedó bajo su axila—. No podría protegerme muy bien con un cuchillo tan pequeño, y Bair dice que si vuelvo a coger una lanza sin que nadie me esté atacando utilizará mi piel para hacerse un odre. Para empezar, no sé por qué he de pasar la noche en vela para protegerte. Por tu culpa estuve sacudiendo alfombras hasta hace menos de una hora. ¡A la luz de la luna!

—No era eso lo que te he preguntado. ¿Desde cuándo…? —Enmudeció bruscamente. Había algo en el aire, una sensación inquietante. De maldad. Podrían ser imaginaciones suyas, retazos del sueño. Quizá.

Aviendha dio un respingo cuando la espada llameante cobró vida en sus manos, la hoja ligeramente curva marcada con la garza. Lanfear lo había acusado de utilizar sólo una décima parte de su potencial, pero hasta esa décima parte era producto de suposiciones y manipulación torpe. Desconocía incluso esa décima parte de lo que podía hacer. Por el contrario, sí sabía usar la espada.

—Ponte detrás de mí. —Percibió sólo por encima que la joven desenvainaba el cuchillo mientras él salía del cuarto descalzo, sin hacer ruido gracias a las alfombras. Curiosamente, la temperatura no era más fría que cuando se había acostado. Quizá las paredes de piedra conservaban el calor, ya que cuanto más avanzaba más aumentaba el frío.

A esta hora, hasta los gai’shain debían de haberse acostado. Los pasillos y las habitaciones estaban vacíos y silenciosos, la mayoría escasamente iluminados por las espaciadas lámparas que todavía ardían. Aquí, donde unas lámparas apagadas significaba una total oscuridad en pleno día, siempre se dejaban algunas encendidas. La sensación seguía siendo vaga, pero no desaparecía. Maldad.

Se paró en seco, bajo el amplio vano del arco que daba a la estancia de baldosas marrones de la entrada. Una lámpara de plata prendida en cada extremo de la habitación proporcionaban una tenue luz. En medio del cuarto había un hombre alto de pie, con la cabeza inclinada sobre la mujer que abrazaba, y a la que había envuelto en su negra capa; la cabeza de ella se echó hacia atrás, y la blanca capucha cayó mientras él hundía el rostro en su cuello. Chion tenía los ojos casi cerrados y en su boca había una sonrisa extasiada. Una sensación de embarazo se deslizó a través de la superficie del vacío. Entonces el hombre levantó la cabeza.

Unos ojos negros se clavaron en Rand, excesivamente grandes en aquel rostro lívido, consumido; la boca fruncida, de labios enrojecidos, se abrió en una parodia de sonrisa que dejó a la vista unos dientes afilados. Chion se desplomó en el suelo cuando la negra capa se abrió y se extendió en unas anchas alas semejantes a las de un murciélago. El Draghkar pasó sobre la mujer tendiendo las manos horrendamente lívidas hacia Rand; los largos y delgados dedos estaban rematados con garras. Empero, el peligro no estaba en las garras ni en los dientes. Era el beso del Draghkar lo que mataba y algo peor.

Su canto hipnótico y arrullador se aferró estrechamente en torno al vacío. Aquellas alas, oscuras y correosas, se movieron para envolverlo mientras el monstruo se le acercaba. Un fugaz destello de estupefacción asomó a los enormes ojos del Draghkar antes de que la espada forjada con el Poder hendiera su cráneo hasta el puente de la nariz.

Una hoja de acero se habría atascado, pero la cuchilla de fuego salió fácilmente mientras el monstruo caía. Rand contempló a la criatura tendida a sus pies desde el corazón del vacío. Aquella canción. De no haber estado aislado de emociones, manteniéndose distante y desapasionado, esa canción lo habría engatusado, apoderándose de su mente. Indudablemente, el Draghkar creía que lo había hecho cuando él se aproximó tan de buena gana.

Aviendha pasó a su lado corriendo y puso una rodilla en el suelo junto a Chion; buscó el pulso de la gai’shain en el cuello.

—Está muerta —dijo mientras acababa de cerrar los párpados entreabiertos de la mujer—. Tal vez sea lo mejor. Los Draghkar absorben el espíritu antes de consumir la vida. ¡Un Draghkar! ¡Aquí! —Todavía agachada, le asestó una mirada feroz—. Trollocs en Estancia Imre y ahora un Draghkar aquí. Has traído malos tiempos a la Tierra de los Tres… —Soltó un grito y se arrojó de bruces sobre Chion al verlo enarbolar la espada.

Una barra de fuego sólido que salió de la cuchilla pasó silbando por encima de la Aiel y ensartó el pecho del Draghkar que acababa de aparecer en el umbral de la puerta principal. Estallando en llamas, el Engendro de la Sombra reculó trastabillando y lanzando aullidos; llegó hasta el camino dando traspiés a la par que batía las alas prendidas.

—Despierta a todo el mundo —ordenó sosegadamente Rand. ¿Habría presentado resistencia Chion? ¿Cuánto tiempo la habría sostenido su honor? Daba igual. Los Draghkar morían con más facilidad que los Myrddraal, pero, a su modo, eran más peligrosos—. Si sabes cómo hacerlo, da la alarma.

—El gong que hay junto a la puerta…

—Yo me encargaré. Despiértalos. Puede que haya más que esos dos.

Aviendha asintió y regresó corriendo hacia el interior de la casa al tiempo que gritaba:

—¡A las lanzas! ¡Despertad y a las lanzas!

Rand salió al exterior cautelosamente, presta la espada, el Poder hinchiéndolo, enardeciéndolo. Asqueándolo. Quería reír, vomitar. La noche era gélida, pero apenas era consciente del frío.

El Draghkar prendido fuego yacía despatarrado en el huerto de la terraza, apestando a carne quemada, sumando la luz de las bajas llamas al resplandor de la luna. En el camino, un poco más abajo, estaba tirada Seana, con el largo cabello gris extendido como un abanico, mirando sin ver el cielo con los ojos fijos, muy abiertos. El cuchillo del cinturón yacía a su lado, pero no había tenido ninguna posibilidad de defensa contra un Draghkar.

En el momento en que Rand cogía el mazo forrado de cuero que estaba colgado junto al gong, estalló un pandemónium en la boca del cañón de gritos humanos y aullidos trollocs, del estruendo metálico de armas chocando entre sí, de chillidos. Golpeó con fuerza el gong y el profundo toque levantó ecos en las paredes de la garganta; casi de inmediato sonó otro gong, y a continuación se sumaron más y el clamor de docenas de gargantas gritando:

—¡A las lanzas!

En el fondo del cañón resonaron gritos confusos en torno a la caravana de los buhoneros. Aparecieron rectángulos de luz al abrirse puertas en los carromatos cuadrados que destacaban blancos a la luz de la luna. Alguien, una mujer, chillaba enfurecida allá abajo, pero Rand no distinguió quién era.

Sobre su cabeza sonó el batir de alas y Rand, gruñendo ferozmente, levantó la incandescente espada; el Poder Único ardía dentro de él y en la hoja del arma crepitó el fuego. El Draghkar cernido explotó en pedazos candentes que se precipitaron al oscuro fondo del cañón.

—Toma —dijo Rhuarc. Los ojos del jefe de clan brillaban duramente por encima del negro velo; estaba completamente vestido y empuñaba lanzas y adarga. Detrás de él venía Mat, sin chaqueta y con la cabeza descubierta, la camisa metida a medias en los calzones, parpadeando por el desconcierto y sosteniendo el negro astil de la pica con las dos manos.

Rand cogió el shoufa que le tendía Rhuarc, pero lo dejó caer. Una figura con alas de murciélago cruzó volando bajo la luna y a continuación se zambulló en picado en el extremo opuesto del cañón, para desaparecer en las sombras.

—Vienen a por mí, así que dejemos que me vean la cara —dijo. El Poder lo hinchió; la espada que sostenía en las manos irradió con tal intensidad que semejó un sol en miniatura, iluminándolo—. No darán conmigo si no saben dónde estoy. —Riendo porque no podían entender la chanza, echó a correr hacia el estruendo de la batalla.


Mat sacó de un tirón la lanza hincada en el hocico jetudo de un trolloc y se agazapó al tiempo que escudriñaba la oscuridad de la boca del cañón apenas iluminada por la luna, buscando otro. «¡Así te consuma la Luz, Rand! —Ninguna de las figuras que se movían era lo bastante grande para ser un trolloc—. ¡Siempre me estás metiendo en estos jodidos líos!» Los heridos exhalaban quedos gemidos. Una figura oscura que le pareció Moraine se arrodilló junto a un Aiel caído. Las bolas ígneas que arrojaba la Aes Sedai eran impresionantes, casi tanto como esa espada de Rand que escupía barras de fuego. El arma seguía brillando, de modo que su amigo estaba rodeado por un círculo de luz. «Lo que tendría que haber hecho era quedarme entre las mantas. Hace un frío de mil demonios y nada de esto me incumbe». Se acercaron más mujeres Aiel, vestidas con faldas, para prestar ayuda a los heridos. Algunas de ellas llevaban lanzas; seguramente no combatían de manera habitual, pero puesto que la batalla había estallado en el dominio no estaban dispuestas a quedarse cruzadas de brazos.

Una Doncella se detuvo junto a él, con el velo bajado, pero las sombras le impidieron verle el rostro.

—Danzas bien con tu lanza, jugador. Malos tiempos éstos, si los trollocs atacan Peñas Frías. —Echó un vistazo a la figura que Mat suponía era Moraine—. Se habrían abierto paso al interior del cañón de no ser por la Aes Sedai.

—No eran bastantes para lograr esa empresa —repuso sin pensar—. Su acción tenía por objeto desviar la atención hacia aquí. —«¿Y que así los Draghkar tuvieran expedito el camino para llegar hasta Rand?»

—Sí, creo que tienes razón —admitió lentamente la Doncella—. ¿Eres un líder en estrategias de batalla entre los hombres de las tierras húmedas?

Mat se maldijo para sus adentros por no mantener cerrada la boca.

—No. Una vez leí un libro de tácticas de guerra —repuso mientras se alejaba. «Condenados fragmentos de los recuerdos de otros hombres». Tal vez los buhoneros estuvieran dispuestos a marcharse después de lo ocurrido.

Cuando se detuvo junto a las carretas, sin embargo, ni a Keille ni a Kadere se los veía por ningún sitio. Los carreteros estaban apiñados en un grupo y se pasaban jarros de algo que olía como el excelente brandy que habían estado vendiendo mientras mascullaban tan alterados como si en realidad los trollocs se hubieran acercado a su posición. Isendre se encontraba en lo alto de la escalerilla del carromato de Kadere, mirando ceñuda al vacío. Hasta con las cejas fruncidas estaba hermosa. Mat se alegró de que al menos sus recuerdos de mujeres fueran los suyos propios.

—Los trollocs están muertos —le dijo a la mujer, apoyándose en la lanza para estar seguro de que ella reparaba en el arma. «Sería absurdo arriesgarme a que me partan la crisma si no saco algo provechoso de ello». Empero, no tuvo que hacer ningún esfuerzo para dar la impresión de estar cansado—. Ha sido un combate duro, pero ahora estáis a salvo.

Isendre bajó la mirada hacia él, con el rostro impasible y los ojos relucientes bajo la luz de la luna como dos trozos de azabache. Sin decir una palabra se dio media vuelta y entró en el carromato cerrando la puerta tras de sí. Con un golpazo.

Mat soltó un largo suspiro decepcionado y se alejó de las carretas. ¿Qué había que hacer para impresionar a esta mujer? Lo que deseaba ahora mismo era una cama en la que tumbarse. Volver a meterse entre las mantas y que Rand se ocupara de los malditos trollocs y los condenados Draghkar. Parecía que disfrutaba haciéndolo, con esa forma de reír.

Rand estaba subiendo por la pared del cañón con el brillo de esa espada rodeándolo como una lámpara en medio de la noche. Aviendha apareció y corrió a su encuentro con la falda remangada más arriba de las rodillas; entonces se paró. Se soltó la falda, arregló los pliegues y echó a andar al lado de Rand mientras se cubría la cabeza con el chal. Él no dio señales de advertir su presencia; el semblante de la Aiel estaba tan impasible como un pedazo de roca. Eran tal para cual.

—Rand —llamó una sombra que corría, con la voz de Moraine, casi tan melodiosa como la de Keille, pero fría. Rand se volvió y esperó, y la mujer frenó la carrera antes de que se la viera claramente al entrar en el círculo de luz que no habría desmerecido en ningún palacio—. La situación se está volviendo cada vez más peligrosa, Rand. El ataque a Estancia Imre podría haber estado dirigido a los Aiel. No era muy probable, pero cabía esa posibilidad. Sin embargo, esta noche los Draghkar iban por ti sin lugar a dudas.

—Lo sé. —Así, sin más, tan tranquilo como ella pero con más frialdad.

Moraine apretó los labios; sus manos caían demasiado inmóviles a los costados. Evidentemente, no estaba muy contenta.

—Forzar las cosas para que se cumpla una profecía puede resultar extremadamente peligroso. ¿No aprendiste eso en Tear? El Entramado se teje a tu alrededor, pero cuando tratas de tejerlo ni siquiera tú puedes dominarlo. Si fuerzas demasiado el Entramado, aumentará la presión y puede estallar en pedazos. ¿Quién sabe cuánto tardará en estabilizarse para centrarse de nuevo en ti o qué ocurrirá mientras tanto?

—Una explicación tan clara como todas las vuestras —repuso Rand, cortante—. ¿Qué queréis, Moraine? Es tarde y estoy cansado.

—Quiero que confíes en mí. ¿O es que piensas que ya sabes todo lo que hay que saber apenas un año después de que salieras de tu aldea?

—No, aún no lo sé todo. —Ahora su voz tenía un timbre divertido; a veces, Mat dudaba que estuviera tan cuerdo como aparentaba—. ¿Queréis que confíe en vos, Moraine? De acuerdo. Vuestros Tres Juramentos os impiden mentir. Decid lisa y llanamente que, os cuente lo que os cuente, no intentaréis detenerme, que no me pondréis ningún tipo de impedimento. Decid que no trataréis de utilizarme para los fines de la Torre. Decidlo sin sutilezas equívocas para que así sepa que es verdad.

—No haré nada que obstaculice el cumplimiento de tu destino. He dedicado mi vida a ello. Pero no prometeré quedarme de brazos cruzados viendo cómo pones la cabeza en el tajo del verdugo.

—No es suficiente, Moraine. No es suficiente. No obstante, aunque pudiera confiar en vos, tampoco lo haría aquí. La noche tiene oídos. —Había gente moviéndose por doquier en la oscuridad, si bien no había nadie tan cerca como para escucharlos—. Hasta los sueños tienen oídos.

Aviendha tiró del chal para echárselo más sobre la cara; por lo visto, hasta una Aiel era sensible al frío. Rhuarc entró en el círculo de luz, con el negro velo colgando por un extremo.

—Los trollocs era una maniobra de distracción para los Draghkar, Rand al’Thor. Demasiado pocos para tratarse de otra cosa. Creo que el objetivo de los Draghkar eras tú. El Marchitador de las Hojas te quiere muerto.

—El peligro aumenta —repitió quedamente Moraine.

El jefe de clan la miró de soslayo antes de proseguir:

—Moraine Sedai tiene razón. Habiendo fracasado los Draghkar, me temo que los próximos serán los Sin Alma, lo que vosotros llamáis Hombres Grises. Quiero ponerte una guardia personal de continuo. Por alguna razón, las Doncellas se han ofrecido voluntarias para esta tarea.

El frío debía de estar afectando a Aviendha, que tenía los hombros encorvados y se había cruzado de brazos ciñéndose prietamente.

—Si ellas quieren, de acuerdo —dijo Rand. Bajo aquel aire de profunda frialdad se advirtió un atisbo de incomodidad. Mat no lo culpaba; él no volvería a ponerse en manos de las Doncellas ni por toda la seda de los barcos de los Marinos.

—Vigilarán mejor que cualquier otro grupo —aseguró Rhuarc— al haber pedido encargarse de este cometido. Empero, no tengo intención de dejarlo sólo en sus manos. Tendré en guardia a todo el mundo. Tengo la corazonada de que los siguientes serán los Sin Alma, pero eso no significa que no haya algo más, como por ejemplo diez mil trollocs en lugar de unos pocos centenares.

—¿Qué hay de los Shaido? —Mat habría querido morderse la lengua cuando todos lo miraron. A lo mejor no se habían dado cuenta de que estaba allí hasta este momento. Sin embargo, ya que había hablado, tanto daba si exponía el resto de su idea—. Sé que no les tienes simpatía; pero, si realmente piensas, Rhuarc, que puede haber un ataque más numeroso, ¿no sería mejor tenerlos aquí dentro que fuera?

El jefe de clan gruñó; tratándose de él, eso equivalía a un juramento malsonante en cualquier otro hombre.

—No metería en Peñas Frías a casi un millar de Shaido aunque fuera el mismísimo Arrasador de la Hierba el que viniera hacia aquí. En cualquier caso, no podría hacerlo. Couladin y los Shaido recogieron las tiendas al caer la noche. Se han ido y ¡en buena hora! Envié corredores para estar seguro de que salían de territorio Taardad sin llevarse unas cuantas cabras u ovejas con ellos.

La espada desapareció en las manos de Rand y la repentina ausencia de luz fue como quedarse ciego. Mat apretó los párpados con fuerza para adaptarse antes al cambio, pero cuando volvió a abrir los ojos el entorno estaba en penumbra a pesar de la luz de la luna.

—¿Hacia dónde se fueron? —preguntó Rand.

—Al norte —respondió Rhuarc—. Obviamente Couladin se propone salirle al paso a Sevanna, en su camino hacia Alcair Dal, para ponerla en tu contra. Y tal vez lo consiga. La única razón por la que puso su corona nupcial a los pies de Suladric en lugar de los de él fue que deseaba desposarse con un jefe de clan. Pero ya te dije que debías esperar conflictos por parte de ella. A Sevanna la encanta causar problemas. Tampoco es que importe demasiado. Si los Shaido no te siguen, no será una gran pérdida.

—Pienso ir a Alcair Dal. Ahora —manifestó firmemente Rand—. Me disculparé con cualquier jefe que se sienta deshonrado por llegar tarde, pero no estoy dispuesto a que Couladin esté allí antes que yo más tiempo del estrictamente imprescindible. No se conformará con poner en mi contra a Sevanna, Rhuarc. Darle todo un mes para sus manejos es un lujo que no puedo permitirme.

—Quizá tengas razón —admitió el jefe de clan al cabo de un momento—. Traes el cambio contigo, Rand al’Thor. Al alba, entonces. Escogeré a diez Escudos Rojos como mi guardia de honor, y las Doncellas serán la tuya.

—Cuando apunte el día, pienso partir con todo aquel que pueda empuñar una lanza o disparar un arco, Rhuarc.

—La costumbre…

—No hay costumbres en las que se me incluya, Rhuarc. —Se podrían haber quebrado piedras con la voz de Rand o crear una capa de escarcha sobre un vino—. He de instaurar costumbres nuevas. —Soltó una áspera risotada. Aviendha estaba conmocionada, e incluso Rhuarc parpadeó, estupefacto. Sólo Moraine se mantuvo impasible, con aquella mirada especulativa en los oscuros ojos—. Convendría que alguien avisara a los buhoneros —continuó Rand—. No querrán perderse la feria, pero si no hacen que esos tipos dejen de beber, estarán demasiado borrachos para conducir las carretas. ¿Y tú qué dices, Mat? ¿Piensas venir?

Indiscutiblemente, no iba a permitir que los buhoneros partieran sin él ya que eran el único medio que tenía para salir del Yermo.

—Oh, cuenta con ello, Rand. Estoy contigo. —Lo peor de todo fue la sensación de que decir aquello era ser consecuente. «¡El maldito ta’veren tirando de mí! ¿Cómo se las ingenió Perrin para librarse de ello? ¡Luz, cómo me gustaría estar con él ahora!»—. Supongo que lo estoy.

Cargándose la lanza al hombro echó a andar camino arriba, hacia la parte alta de la pared del cañón. Todavía había tiempo para echar un sueñecito al menos. A su espalda sonó la queda risita de Rand.

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