52 Necesidad

Durante un momento Nynaeve permaneció de pie en el Corazón de la Ciudadela sin ver la sala ni pensar en el Tel’aran’rhiod en absoluto. Egeanin era seanchan. Una de aquellas viles personas que habían puesto un collar a Egwene en el cuello y habían intentado ponerle otro a ella. Sólo pensarlo la hacía sentir un vacío en el estómago. Seanchan, y se había abierto camino sibilinamente en sus sentimientos. Desde que había salido de Dos Ríos tener amigos había sido un bien escaso; encontrar ahora una nueva amiga y perderla así…

—La odio por eso más que por otra cosa —gruñó, cruzándose de brazos—. ¡Hizo que le tomara afecto y no puedo dejar de sentir aprecio por ella, y la odio por eso! —gritó en voz alta; no tenía sentido—. Me da lo mismo si digo cosas incomprensibles. —Soltó una risita queda y sacudió la cabeza tristemente—. Se supone que soy una Aes Sedai, ¿no? —Pero eso no justificaba estar distraída como una jovencita estúpida.

Callandor resplandecía; la espada de cristal se erguía sobre las baldosas, debajo de la gran bóveda, y las hileras de inmensas columnas de piedra roja se perdían a lo lejos en aquella extraña luz difusa que provenía de todas partes. Fue fácil recordar la sensación de que la vigilaban, de imaginarlo otra vez. Si es que habían sido imaginaciones antes. Si es que lo eran ahora. Allí podía estar escondida cualquier persona, cualquier cosa. Un grueso palo se materializó en sus manos mientras escudriñaba entre las columnas. ¿Dónde estaba Egwene? Era muy propio de esa chiquilla hacerla esperar. En este lóbrego lugar. Por lo que sabía, cualquier ser podía estar a punto de saltar sobre…

—Un extraño vestido, Nynaeve.

Conteniendo un grito a duras penas, giró sobre sus talones bruscamente haciendo un repiqueteo metálico, con el corazón en la boca. Egwene se encontraba de pie al otro lado de Callandor, acompañada por dos mujeres vestidas con amplias faldas y oscuros chales sobre las blusas; el blanco cabello, sujeto con pañuelos doblados en la frente, les llegaba a la cintura. Nynaeve tragó saliva confiando en que ninguna de las tres se hubiera dado cuenta, y se esforzó por respirar con normalidad de nuevo. ¡Mira que acercarse sigilosamente a ella, dándole un susto de muerte!

Reconoció a una de las Aiel por las descripciones que le había hecho Elayne; el rostro de Amys era demasiado joven para corresponder al color de su cabello, pero por lo visto lo había tenido casi plateado desde que era una niña. La otra, delgada y huesuda, tenía unos ojos azul pálido que destacaban en el rostro curtido y arrugado. Ésa tenía que ser Bair. La más dura de las dos en opinión de Nynaeve ahora que las veía; y no es que Amys pareciera muy… ¿Vestido extraño? ¿Había hecho un tintineo metálico al girarse?

Bajó la vista y dio un respingo. El vestido que llevaba guardaba una vaga semejanza con los de Dos Ríos; eso en caso de que las mujeres de Dos Ríos llevaran ropas confeccionadas con cota de malla y piezas de armadura iguales a las que había visto en Shienar. ¿Cómo se las apañaban los hombres para correr y saltar y montar a caballo llevando puestas estas cosas? Le hundía los hombros como si pesara cincuenta kilos. El garrote era de hierro ahora y la punta estaba afilada como un espigón de brillante acero. Sin necesidad de tocarse la cabeza supo que llevaba algún tipo de yelmo. Enrojeciendo hasta la raíz del pelo, se concentró y lo cambió por un vestido de Dos Ríos hecho con lana, y por un bastón de caminante. Resultaba agradable llevar de nuevo una única trenza, colgando sobre su hombro.

—Las ideas incontroladas son molestas cuando se camina por los sueños —manifestó Bair en una voz tenue pero firme—. Tenéis que aprender a controlarlas si os proponéis seguir con esto.

—Soy capaz de controlar mis ideas muy bien, gracias —replicó, tajante, Nynaeve—. Yo… —No sólo la voz de Bair era tenue. Las dos Sabias parecían… como difusas, y Egwene, con un vestido de montar azul pálido, casi transparente—. ¿Qué os ocurre? ¿Por qué tenéis ese aspecto?

—Intenta entrar al Tel’aran’rhiod mientras estás medio dormida sobre una silla de montar y lo entenderás —repuso secamente Egwene. Su imagen pareció fluctuar—. Es por la mañana en la Tierra de los Tres Pliegues y estamos viajando. Tuve que convencer a Amys para que me dejara acudir a la cita, pues temía que os asustarais si no aparecía.

—Ya es una tarea difícil sin ir a caballo —dijo Amys—, y más sumida en un sueño ligero, cuando lo que se desea es estar despierta. Egwene todavía no lo domina bien.

—Pero lo haré —aseguró la joven, irritada y resuelta. Siempre era demasiado impetuosa y testaruda en su deseo de aprender; si estas Sabias no la sujetaban por una oreja, seguramente se precipitaría en todo tipo de problemas.

Nynaeve dejó a un lado su preocupación por Egwene cuando la joven empezó a contarle el ataque de trollocs y Draghkar al dominio Peñas Frías; que Seana, una Sabia y caminante de sueños, se encontraba entre las víctimas habidas; que Rand apremiaba a los Taardad Aiel hacia la reunión en el tal Alcair Dal, por lo visto saltándose todas las costumbres, enviando mensajeros para que acudieran más septiares. El muchacho no había confiado a nadie sus intenciones, los Aiel estaban con los nervios de punta y Moraine estaba que echaba las muelas. La frustración de la Aes Sedai debería haberla alegrado —había deseado que Rand fuera capaz de escapar de la influencia de esa mujer— pero Egwene tenía un gesto de honda preocupación.

—Ignoro si lo impulsa la locura o el propósito —terminó Egwene—. Creo que podría soportarlo tanto si fuera lo uno como lo otro, pero sabiéndolo. Nynaeve, admito que no es la profecía ni Tarmon Gai’don lo que me tiene angustiada ahora mismo. Quizá te parezca absurdo, pero le prometí a Elayne que cuidaría de él y no sé cómo hacerlo.

La antigua Zahorí caminó alrededor de la espada de cristal para llegar junto a la joven y rodearla con el brazo. Al menos su tacto era sólido a pesar de que parecía una imagen reflejada en un espejo borroso. La cordura de Rand. No podía hacer nada respecto a eso ni decirle nada que le sirviera de consuelo. Egwene era la que estaba allí, con él.

—Lo mejor que puedes hacer por Elayne es decirle a Rand que lea lo que le escribió. A veces la veo preocupada por eso; no quiere hablar de ello, pero creo que tiene miedo de haber dicho más de lo que debía. Si ese chico cree que está completamente entontecida, seguramente se sentirá igual, lo que no la perjudicará en lo más mínimo. Por lo menos tenemos algunas nuevas positivas en Tanchico. —Cuando las explicó, sin embargo, no parecían justificar siquiera lo de «algunas».

—Así que todavía no sabéis qué es lo que buscan —comentó Egwene después de que terminara—. Pero, aunque lo supieseis, están sobre ello y todavía pueden encontrarlo antes.

—No si yo puedo impedirlo. —Nynaeve clavó en las Sabias una mirada firme, impávida. Por lo que Egwene le había contado sobre la renuencia de Amys y las demás de ofrecer nada salvo advertencias, iba a necesitar una gran firmeza para tratar con ellas. Las imágenes de las dos mujeres eran tan tenues que un soplido un poco fuerte las haría desaparecer como un jirón de niebla—. Elayne piensa que sabéis todo tipo de trucos con los sueños. ¿Hay algún modo de que pueda entrar en el sueño de Amathera para descubrir si es una Amiga Siniestra?

—Estúpida chica. —El largo cabello de Bair se meció cuando la Sabia sacudió la cabeza—. Sí, una estúpida chica, aunque seáis Aes Sedai. Entrar en el sueño de otro es muy peligroso a menos que os conozca y os esté esperando. Es su sueño, no esto. Allí, la tal Amathera lo controlará todo. Incluso a vos.

Había estado tan convencida de que ésta era la solución que descubrir lo contrario le causó una gran irritación. ¿Y eso de «estúpida chica»?

—No soy ninguna chica —espetó. Habría querido tirarse de la trenza, pero en lugar de ello apretó el puño contra su costado; por alguna razón, el gesto de tirar de la coleta le causaba un extraño malestar últimamente—. Fui la Zahorí de Campo de Emond antes de… convertirme en Aes Sedai. —Ahora apenas vacilaba al decir esta mentira—. Yo les decía cuándo debían sentarse o callarse a mujeres tan mayores como vosotras. Si sabéis cómo ayudarme, hacedlo en lugar de soltar rezongos estúpidos sobre si esto o aquello es peligroso. Sé reconocer el peligro cuando lo veo.

Inesperadamente, advirtió que la única trenza se había dividido en dos, una sobre cada oreja, y que estaban tejidas con cintas de colores que terminaban en grandes lazos. Su falda se había acortado de tal modo que se le veían las rodillas; llevaba una blusa blanca y suelta como las de las Sabias, y sus zapatos y medias habían desaparecido. ¿De dónde había salido esto? En ningún momento había pensado llevar puesto nada semejante. Egwene se tapó la boca con la mano precipitadamente. ¿Era un gesto de estupefacción? Debía de serlo porque, naturalmente, no iba a estar sonriendo.

—Las ideas incontroladas —dijo Amys— pueden ser realmente molestas, Nynaeve Sedai, hasta que se aprende. —A despecho de su tono afable, las comisuras de sus labios apuntaban una sonrisa divertida apenas encubierta.

Nynaeve logró mantener el gesto impasible merced a un gran esfuerzo de voluntad. Imposible que esas mujeres tuvieran algo que ver con el nuevo atuendo. «¡No pueden haberlo hecho!» Puso todo su empeño en realizar el cambio, y le costó un gran trabajo, como si algo la mantuviera vestida así ni que quisiera ni que no. Sus mejillas se congestionaron más y más. De repente, justo en el momento en que estaba a punto de rendirse y pedir consejo, e incluso ayuda, sus ropas y su cabello volvieron a ser como antes. Movió los dedos de los pies dentro de los zapatos, satisfecha. Tenía que haber sido una idea peregrina que se le había pasado por la cabeza sin darse cuenta. En cualquier caso, no pensaba manifestar en voz alta ninguna de sus sospechas; las mujeres, incluso Egwene, ya tenían una expresión en exceso divertida. «No he venido aquí para participar en una absurda competición. No pienso darles esa satisfacción».

—Si no debo entrar en su sueño, ¿puedo entonces traerla al Tel’aran’rhiod? He de encontrar un modo de hablar con ella.

—No os enseñaríamos eso aunque supiéramos cómo hacerlo —dijo Amys al tiempo que se ajustaba el chal con aire malhumorado—. Lo que pedís es malo, Nynaeve Sedai.

—La mujer se encontraría tan indefensa aquí como vos en su sueño. —La tenue voz de Bair sonaba dura como una barra de hierro—. Desde el primer caminante de sueños se ha transmitido la norma de que a nadie se lo debe llevar a un sueño. Se dice que eso era lo que hacía la Sombra en los últimos días de la Era de Leyenda.

Bajo aquellas duras miradas, Nynaeve cambió el peso de uno a otro pie con nerviosismo; cayó en la cuenta de que su brazo rodeaba a Egwene y no lo movió. No estaba dispuesta a permitir que la joven pensara que las Sabias la habían inquietado. Y no lo habían hecho. Si revivía los días en que la llevaban a rastra ante el Círculo de Mujeres antes de que fuera elegida Zahorí, no se parecía en nada con encontrarse frente a las Sabias. Firmeza, era el término que describía el modo en que la contemplaban. Borrosas o no, estas mujeres podían contender mirada contra mirada con Siuan Sanche. En especial Bair. No es que la intimidaran, pero comprendía lo acertado de mostrarse razonable.

—Tanto Elayne como yo necesitamos ayuda. El Ajah Negro está a punto de apoderarse de algún objeto capaz de hacer daño a Rand. Si lo encuentran antes que nosotras, es muy probable que lo controlen. Necesitamos hallarlo antes. Si hay algo que podáis hacer para ayudarnos, algo que podáis aconsejarme… Cualquier cosa.

—Aes Sedai —dijo Amys—, tenéis la facilidad de hacer que una petición de ayuda suene como una exigencia. —Nynaeve apretó los labios. ¿Exigencia? ¡Pero si casi les había suplicado! Empero, la Aiel no pareció advertir el gesto de la antigua Zahorí. O quizá prefirió hacer como si no lo hubiera visto—. Sin embargo, un peligro para Rand al’Thor… No podemos permitir que la Sombra consiga tal cosa. Hay un modo.

—Es peligroso. —Bair sacudió enérgicamente la cabeza—. Esta joven sabe menos de lo que Egwene sabía cuando vino a nosotras. Demasiado peligroso para ella.

—Entonces, a lo mejor yo podría… —empezó Egwene.

—No. —Las dos Sabias la atajaron al tiempo.

—Tú vas a terminar tu adiestramiento. Tienes muchas ganas de sobrepasar el límite de tus conocimientos —adujo Bair, cortante, a la par que Amys manifestaba con idéntica dureza:

—No estás en Tanchico, no conoces el lugar y no tienes la necesidad de Nynaeve. Ella es la cazadora.

Bajo aquellos ojos acerados, Egwene se sometió, aunque a regañadientes. Las dos Sabias intercambiaron una mirada. Finalmente, Bair se encogió de hombros y se cubrió la cabeza con el chal; era evidente que se lavaba las manos en todo lo referente a este asunto.

—Es peligroso —repitió Amys. Del modo en que hablaban daba la impresión de que hasta respirar era peligroso en el Tel’aran’rhiod.

—¡Yo…! —Enmudeció cuando la mirada de Amys se tornó aun más dura, algo que no habría creído posible. Manteniendo firme la imagen de sus ropas como eran (por supuesto ellas no tenían nada que ver con eso, sólo que parecía sensato asegurarse de seguir vestida igual) cambió lo que iba a decir—: Tendré cuidado.

—No es posible —afirmó, impasible, Amys—, pero no conozco otro modo. La necesidad es la clave. Cuando hay demasiadas personas en un dominio, se tiene que dividir el septiar, y la necesidad es por el agua y el nuevo dominio. Si no se conoce un emplazamiento con agua, a alguna de nosotras se nos puede pedir que lo busquemos. La clave entonces es la necesidad de un valle o cañón apropiado, no muy distante del primero, que tenga agua. Concentrarse en esa necesidad nos lleva cerca de lo que queremos. Concentrarse de nuevo en la necesidad nos aproxima aun más. Cada paso nos va acercando más al objetivo hasta que, finalmente, no sólo uno está en el valle, sino de pie junto al lugar donde se encontrará agua. Para vos puede ser más difícil porque no sabéis exactamente qué buscáis, aunque el acicate de lo imperioso de esa necesidad podría compensarlo. Además, ya tenéis una idea aproximada de dónde se encuentra, en ese palacio.

»El peligro —la Sabia se inclinó ligeramente hacia ella y pronunció las palabras con un tono tan duro como su mirada—, es éste, y debéis estar alerta: cada paso se da a ciegas, con los ojos cerrados. No sabréis dónde vais a aparecer cuando los abráis. Encontrar agua no sirve de mucho si se está plantada junto a un nido de víboras. Los colmillos de un áspid matan con igual rapidez en el Mundo de los Sueños que en el de la vigilia. Creo que esas mujeres de las que nos ha hablado Egwene son capaces de matar con mayor rapidez que una serpiente.

—Yo hice eso —exclamó Egwene. Nynaeve notó que daba un respingo cuando los ojos de las Aiel se volvieron hacia ella—. Antes de conoceros —se apresuró a añadir—. Antes de que fuéramos a Tear.

Necesidad. Nynaeve sentía algo más de aprecio por las Aiel ahora que una de ellas le había proporcionado algo que podía utilizar.

—Debéis vigilar de cerca a Egwene —les dijo a la par que ceñía el brazo un poco más alrededor de la joven para demostrarle que sus palabras estaban dictadas por el cariño—. Tenéis razón, Bair. Siempre intenta hacer más de lo que sabe. Siempre ha sido así. —Por alguna razón, Bair arqueó una de sus blancas cejas mirándola a ella.

—Yo no lo veo así —intervino Amys secamente—. Ahora es una alumna dócil y disciplinada ¿verdad, Egwene?

La joven apretó los labios en un gesto obstinado. Estas Sabias no la conocían bien si pensaban que a una mujer de Dos Ríos se la podía describir como dócil y disciplinada. Por otro lado, Egwene no había replicado, y eso era nuevo en ella. Por lo visto, estas Sabias eran unas mujeres tan duras como las Aes Sedai.

La hora de la que disponía se estaba terminando y la impaciencia por probar el nuevo método bullía en su interior; si Elayne la despertaba, podría tardar horas en volver a dormirse.

—Dentro de siete días una de nosotras estará aquí para volver a reunirse contigo —manifestó.

—De acuerdo —asintió Egwene—. Dentro de siete días Rand se habrá mostrado a los jefes de clan como El que Viene con el Alba y tendrá a todos los Aiel apoyándolo. —Las Sabias rebulleron ligeramente y Amys se ajustó de nuevo el chal, pero la muchacha no lo advirtió—. Sólo la Luz sabe lo que se propone hacer a continuación.

—Siete días —repitió Nynaeve—. Para entonces, Elayne y yo nos habremos apoderado de lo que quiera que Liandrin y su cuadrilla van buscando. —O, lo que también podía ocurrir, lo tendría en su poder el Ajah Negro. Así que las Sabias no estaban tan seguras como Egwene de que los Aiel siguieran a Rand en sus planes. No había certidumbre en nada. Empero, no tenía sentido hacer que Egwene cargara con más dudas—. Cuando cualquiera de nosotras dos vuelva a verte, las habremos cogido por las orejas y las habremos metido en sacos para enviarlas a la Torre, donde serán juzgadas.

—Procura tener cuidado, Nynaeve. Sé que en ti eso es difícil, pero de todos modos inténtalo. Dile a Elayne lo mismo de mi parte. No es tan… osada como tú, pero en ocasiones no te anda muy a la zaga.

Amys y Bair pusieron una mano sobre cada hombro de la muchacha y las tres desaparecieron.

¿Que procurara tener cuidado? Chiquilla estúpida. Ella siempre lo tenía. ¿Qué había estado a punto de decir Egwene en vez de «osada»? Nynaeve se cruzó de brazos para evitar tirarse de la trenza. Quizá fuera mejor no saberlo.

Entonces cayó en la cuenta de que no le había contado a la muchacha lo de Egeanin. Tal vez era mejor no remover el recuerdo de su cautividad. A ella no se le habían olvidado las pesadillas que Egwene había sufrido durante semanas después de que la liberaran, despertando al gritar que no la encadenarían con la correa. Sí, era mejor dejarlo estar. Otra cosa sería si Egwene tuviera que conocer a la seanchan. «¡Así la Luz la fulmine! ¡Así la reduzca a cenizas! ¡Maldita Egeanin!»

—Estoy desaprovechando el tiempo —dijo en voz alta. Las palabras levantaron eco entre las columnas. Ahora que las otras mujeres se habían marchado, la sala tenía un aire más agorero, más como un lugar adecuado para observadores ocultos y para cosas dispuestas a saltarle a uno encima. Era hora de marcharse.

Antes, sin embargo, cambió el peinado a un manojo de trencillas recogidas en una cola de caballo, y el atuendo por un vestido de seda verde oscura cuyos pliegues se le pegaban al cuerpo. Un velo transparente le cubría la boca y la nariz y se agitaba levemente cuando respiraba. Con una mueca, agregó cuentas de jade entretejidas en las finas trenzas. En caso de que cualquiera de las hermanas Negras estuviera utilizando alguno de los ter’angreal robados para entrar en el Mundo de los Sueños y la viera en la Palacio de la Panarch, creerían que sólo era una tarabonesa que tenía un sueño normal. Varias la conocían de vista, no obstante. Levantó unas cuantas trencillas entretejidas con cuentas y sonrió. Un pálido rubio dorado. Hasta ahora no había caído en la cuenta de que tal cosa era posible. «Me pregunto qué aspecto tendré. ¿Podrán reconocerme a pesar de todo?»

De repente un espejo de pie apareció al lado de Callandor. En el cristal, sus oscuros ojos se desorbitaron por la impresión y su boca llena se quedó abierta. ¡Tenía la cara de Rendra! Los rasgos fluctuaron pasando de los suyos a los de la posadera, mientras los ojos y el cabello cambiaban rápidamente de oscuros a claros; Nynaeve hizo un esfuerzo y mantuvo fijos los de Rendra. Ahora ya no la reconocerían. Y Egwene pensaba que no sabía ser precavida.

Cerró los párpados y se concentró en Tanchico, en el Palacio de la Panarch, en la necesidad. Algo peligroso para Rand, para el Dragón Renacido. Necesidad… A su alrededor, el Tel’aran’rhiod fluctuó; lo percibió, como una especie de tirón, y abrió los ojos con ansiedad para ver dónde estaba.

Era un dormitorio, y tan grande como seis juntos de El Patio de los Tres Ciruelos, las blancas paredes adornadas con frisos pintados, y lámparas doradas colgadas del techo por cadenas del mismo color. Las altas columnas de la cama se extendían en ramas y hojas cinceladas que formaban el techo. Una mujer de mediana edad se encontraba pegada contra una de las columnas de los pies de la cama, con la espalda rígida; era realmente bonita, con el mismo estilo de boca llena que Nynaeve había adoptado. Sobre las oscuras trenzas reposaba una corona de doradas hojas trifoliadas entre rubíes y perlas, con una piedra de la luna tan grande como un huevo de gallina en el centro; alrededor del cuello colgaba una amplia estola que le llegaba hasta las rodillas y en la que había bordados árboles. Aparte de la corona y la estola su cuerpo sólo estaba cubierto por una brillante película de sudor.

Sus ojos trémulos estaban prendidos en una mujer que se encontraba tumbada cómodamente en un diván bajo. Esta mujer estaba de espaldas a Nynaeve, tan traslúcida como Egwene lo estaba antes. Era de talla baja y constitución menuda, con el oscuro cabello cayendo suelto en ondas sobre los hombros. El vestido de falda amplia, de seda amarillo pálido, no era en absoluto tarabonés. Nynaeve no tuvo que verle la cara para saber que tenía aspecto zorruno y grandes ojos azules, ni necesitó percibir las ataduras de Aire que sujetaban a la mujer contra la columna para saber que se trataba de Temaile Kinderode.

—… aprender tanto cuando utilicéis vuestros sueños en lugar de perder el tiempo durmiendo —estaba diciendo Temaile con su acento cairhienino, riéndose—. ¿No os estáis divirtiendo? ¿Qué puedo enseñaros a continuación? Ah, ya sé. «He amado a un millar de marineros». —Agitó el índice en actitud admonitoria—. Aseguraos de que aprendéis toda la letra a la perfección, Amathera. Sabéis que no me gustaría tener que… ¿Qué miráis boquiabierta?

De repente, Nynaeve reparó en que la mujer sujeta a la cama —¿Amathera? ¿La Panarch?— tenía fijos los ojos en ella. Temaile se movió lánguidamente como si fuera a girar la cabeza.

Nynaeve cerró los ojos de golpe. Necesidad.

Cambio.

Se recostó pesadamente contra la estrecha columna e inhaló aire como si hubiera corrido treinta kilómetros, sin preguntarse siquiera dónde se encontraba. El corazón le palpitaba desbocado. Hablando de aparecer en el nido de unas víboras. Temaile Kinderode. La hermana Negra Amico les había contado que esa mujer disfrutaba haciendo daño; qué no haría para que una componente del Ajah Negro lo comentara. Y ella sin ser capaz de encauzar ni una pizca de Poder. Podría haber acabado decorando la otra columna de la cama, junto a Amathera. «¡Luz! —Se estremeció al imaginarlo—. ¡Tranquilízate, mujer! Ya has salido de allí y aunque Temaile te viera sólo sería un atisbo de una mujer rubia que desaparecía, una simple tarabonesa que en sus sueños había entrado un instante en el Tel’aran’rhiod». Seguramente Temaile no había sido consciente de su presencia el tiempo suficiente para percibir que podía encauzar; aunque no pudiera hacerlo voluntariamente, la habilidad seguía siendo perceptible para alguien que compartía esa capacidad. Sólo un instante. Con suerte, no lo bastante para advertirlo.

Al menos, ahora sabía la situación de Amathera. Saltaba a la vista que la Panarch no era una aliada de Temaile. Este método de búsqueda ya había dado sus frutos. Pero no lo necesario. Haciendo todo lo posible por controlar la respiración, miró en derredor.

Hileras de finas columnas blancas se extendían a lo largo y ancho de una inmensa sala de planta casi cuadrada, con baldosas blancas suavemente pulidas y relieves dorados en el alto techo. Un grueso cordón de seda blanca se extendía alrededor de toda la sala sujeto a unos postes de oscura madera pulida, de aproximadamente un metro de alto, excepto en aquellos puntos donde había puertas en arcos de doble punto. Pedestales y mostradores abiertos se alineaban en las paredes, y esqueletos de unas bestias peculiares así como más mesas de exhibición ocupaban el hueco central, rodeados también por el cordón. Por la descripción de Egwene, era la sala principal de exposición del palacio. Lo que buscaba debía de estar en esta estancia. El siguiente paso no sería tan a ciegas como el primero; aquí, desde luego, no habría víboras ni Temaile.

Una atractiva mujer apareció de repente junto a una caja de cristal con cuatro patas talladas que había en el centro de la sala. No era tarabonesa; el oscuro cabello le caía suelto sobre los hombros, pero no era eso lo que había dejado boquiabierta a Nynaeve. El vestido de la mujer parecía de niebla, a veces plateada y opaca, y a veces gris y tan tenue que se le transparentaba claramente el cuerpo. Desde dondequiera que se hubiera soñado aquí, sin duda poseía una gran imaginación para concebir algo así. Ni siquiera las escandalosas vestimentas de la domani, de las que tanto había oído hablar, debían de ser tan descocadas.

La mujer miró sonriente la caja de cristal y continuó caminando por la sala; se detuvo en el lado opuesto para examinar algo que Nynaeve no alcanzaba a ver, algo oscuro que había sobre un pedestal de piedra blanca.

Nynaeve frunció el entrecejo y soltó el puñado de trenzas rubias que tenía aferrado. La mujer desaparecería en cualquier momento; pocas personas dormidas permanecían en el Tel’aran’rhiod mucho tiempo. Además, no importaba que esa mujer la viera; estaba segura de que no era ninguna de las hermanas Negras de la lista. Y, sin embargo, le resultaba… Nynaeve reparó en que de nuevo se había agarrado las trenzas. Esa mujer… Por propia voluntad, su mano dio un fuerte tirón de las coletas, y Nynaeve se la miró con desconcierto; tenía los nudillos blancos y la mano le temblaba. Era casi como, si al pensar que esa mujer… El brazo le temblaba descontrolado, como si tratara de arrancarle el pelo de cuajo. «¿Por qué, en nombre de la Luz?»

La mujer vestida de niebla seguía plantada frente al lejano pedestal blanco. Los temblores se propagaron por el brazo de Nynaeve hacia el hombro. Nunca había visto a esa mujer, estaba segura, y, no obstante… Trató de abrir los dedos; el único resultado fue que se crisparon y tiraron con más fuerza. Por supuesto que jamás la había visto. Temblando de pies a cabeza, se estrechó con el otro brazo. Por supuesto que… Los dientes le empezaron a castañetear. La mujer parecía… Oh, cómo quería llorar. La mujer…

Un aluvión de imágenes estalló en su mente; salió lanzada violentamente hacia atrás y fue a chocar con la columna que había a su espalda, como si aquellas imágenes tuvieran fuerza física; los ojos parecían a punto de salirse de sus órbitas. Entonces volvió a verlo todo: la sala de La Caída de las Flores y aquella atractiva y fuerte mujer envuelta por el halo del saidar. A Elayne y a ella parloteando como niñas, peleando por ser la primera en responder, soltando todo lo que sabían. ¿Cuánto le habían contado? Resultaba difícil recordar los detalles, pero sí que se había callado algunas cosas. No porque quisiera, ya que le habría contado todo a la mujer, habría hecho lo que le hubiera pedido. Sus mejillas ardieron por la vergüenza y la ira. Si le había ocultado algunas cosillas fue sólo porque estaba tan… ¡ansiosa! por responder a la última pregunta que le había hecho que se saltaba ciertos detalles.

«No tiene sentido —le dijo una vocecita en lo más recóndito de su mente—. Si es una hermana Negra a la que no conozco, ¿por qué no nos entregó a Liandrin? Podría haberlo hecho. Habríamos ido tras ella como corderillos».

La fría cólera no la dejaba escuchar. Una hermana Negra la había hecho bailar como una marioneta y después le dijo que lo olvidara. Le ordenó que olvidara. ¡Y ella había obedecido! Bien, pues ahora se iba a enterar esa mujer lo que era hacerle frente estando presta y advertida.

Antes de que tuviera tiempo de alcanzar la Fuente Verdadera, Birgitte apareció repentinamente junto a la siguiente columna, vestida con la corta chaqueta blanca y amplios pantalones amarillos, recogidos en los tobillos. Birgitte o alguna mujer soñando que era esa heroína, con el dorado cabello peinado en una compleja trenza. Se llevó un dedo a los labios y señaló a Nynaeve; después apuntó hacia la puerta de doble arco que había tras ellas. En los azules ojos había una expresión apremiante. Y desapareció.

Nynaeve sacudió la cabeza. Fuera quien fuera esa mujer, no tenía tiempo que perder. Se abrió al saidar y se volvió, henchida al máximo de Poder Único y de justa cólera. La mujer vestida de niebla ya no estaba allí. ¡No estaba! ¡Y todo por culpa de esa necia de cabello dorado que la había distraído! A lo mejor ella sí seguía por aquí, esperándola. Envuelta en el Poder, cruzó el umbral de doble arco que la mujer le había señalado.

En efecto, la encontró allí, esperando en un pasillo cubierto por una rica alfombra, donde las lámparas apagadas emitían un aroma a aceite perfumado. Ahora sostenía un arco de plata y una aljaba con flechas plateadas colgada a la cintura.

—¿Quién eres? —demandó, furiosa, Nynaeve. Le daría la oportunidad de explicarse y después le enseñaría una lección que no olvidaría fácilmente—. ¿La misma necia que me disparó en el Yermo, afirmando que era Birgitte? ¡Estaba a punto de dar una lección de buenos modales a una hermana del Ajah Negro cuando por tu culpa se escabulló!

—Soy Birgitte —contestó la mujer, apoyándose en el arco—. Al menos, ése es el nombre por el que me reconocerías. Y la lección podrías haberla recibido tú, tanto aquí como en la Tierra de los Tres Pliegues. Recuerdo las vidas que he vivido como si fueran libros releídos hasta la saciedad, las más antiguas con menos precisión que las más próximas, pero recuerdo bien cuando luché al lado de Lews Therin y jamás olvidaré el rostro de Moghedien, como tampoco el de Asmodean, el hombre al que estabas vigilando en Rhuidean.

¿Asmodean? ¿Moghedien? ¿Esa mujer era uno de los Renegados? Una aquí, en Tanchico. ¡Y otro en Rhuidean, en el Yermo! Egwene podría habérselo advertido si sabía algo. Y ahora no había modo de avisarle hasta dentro de siete días. La rabia —y el saidar— la inundaron.

—¿Qué haces aquí? Sé que todos aparecéis cuando el Cuerno de Valere os llama, pero estás…

Dejó la frase en el aire, un tanto azorada por lo que había estado a punto de decir, pero la otra mujer la finalizó por ella:

—¿Muerta? Aquellos de nosotros vinculados con la Rueda no estamos muertos del mismo modo que los demás. ¿Dónde mejor podemos esperar hasta que la Rueda nos teja en otras vidas nuevas que en el Mundo de los Sueños? —Birgitte se echó a reír de repente—. Empiezo a hablar como si fuera una filósofa. En casi todas las vidas que alcanzo a recordar nací como una sencilla muchacha que toma el arco. Soy arquera, nada más.

—Eres la heroína de mil relatos de leyenda —dijo Nynaeve—. Y vi lo que tus flechas hicieron en Falme. El encauzamiento de las seanchan no te afectaba. Birgitte, nos enfrentamos a casi una docena de hermanas del Ajah Negro y, por lo visto, también con una Renegada. Nos vendría bien tu ayuda.

La otra mujer hizo una mueca, entre avergonzada y triste.

—No puedo, Nynaeve. Me es imposible tocar el mundo físico a no ser que el Cuerno me llame de nuevo. O que la Rueda vuelva a tejerme en su entramado. Si lo hiciera en este momento, te encontrarías con una criatura prendida al pecho de su madre. En cuanto a Falme, el Cuerno nos había emplazado; no estábamos allí como vosotros, físicamente. Ésa es la razón de que el Poder no nos afectara. Aquí, todo es parte del sueño, y el Poder Único podría destruirme igual que a ti. Con más facilidad aun. Ya te lo he dicho: soy una arquera, una antigua guerrera, nada más. —La complicada trenza dorada se meció al sacudir la cabeza—. No sé por qué te estoy explicando esto. Ni siquiera debería hablar contigo.

—¿Por qué no? Ya hemos hablado en anteriores ocasiones. Y Egwene me contó que te había visto. Porque eras tú, ¿verdad? —Nynaeve frunció el entrecejo—. ¿Cómo sabes mi nombre? ¿Es que sabes las cosas así, sin más?

—Sé lo que veo y lo que oigo. Te he estado observando y escuchando cada vez que he podido encontrarte. A ti y a las otras dos mujeres y al joven que va con lobos. Según los preceptos, no podemos hablar con nadie que sepa que se encuentra en el Tel’aran’rhiod. Empero, el mal camina por los sueños igual que por el mundo físico; vosotros, los que lo combatís, me atraéis. Aun cuando soy consciente de que apenas puedo hacer nada, me encuentro deseando ayudaros. Pero no me es posible. Viola los preceptos; preceptos que me han sostenido durante tantos giros de la Rueda que en mis más antiguos y borrosos recuerdos sé que ya he vivido un centenar o un millar de vidas. Hablar contigo viola preceptos tan poderosos como la ley.

—Lo hace —dijo una severa voz masculina.

Nynaeve dio un brinco y a punto estuvo de atacar con el Poder. El hombre tenía la piel atezada y era musculoso; las largas empuñaduras de dos espadas asomaban por encima de los hombros. Dio unos pasos desde donde había aparecido hacia Birgitte. Por lo que sabía sobre la arquera, aquellas espadas bastaban para identificar al hombre como Gaidal Cain, pero si bien la rubia Birgitte era hermosa como se la describía en las leyendas, no ocurría lo mismo con él. De hecho, quizás era el hombre más feo que Nynaeve había visto en su vida, con aquel rostro ancho y aplastado, la enorme nariz y la boca fina y demasiado grande. Birgitte le sonrió, sin embargo; la caricia de sus dedos en la mejilla del guerrero indicaba algo más que aprecio. Fue sorprendente constatar que era más bajo que la arquera. Debido a su constitución fornida y sus poderosos movimientos, daba la sensación de ser más alto de lo que realmente era.

—Casi siempre hemos estado vinculados —le explicó Birgitte a Nynaeve, sin apartar los ojos de Cain—. Por lo general, él nace antes que yo, de modo que sé que mi momento se acerca cuando no logro encontrarlo, y la mayoría de las veces lo odio a primera vista en el mundo físico, aunque también solemos acabar siendo amantes o casándonos. Una historia sencilla, pero creo que la hemos hilado en mil variantes.

Cain hacía como si Nynaeve no existiera.

—Los preceptos existen por una razón, Birgitte. Romperlos nunca ha traído otra cosa que conflictos y problemas. —Su voz era realmente severa, en nada parecida a la del hombre de los relatos.

—Quizá soy incapaz de quedarme al margen mientras el mal lucha —adujo la arquera en tono quedo—. O tal vez se deba simplemente a que anhelo encarnarme de nuevo. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nacimos. La Sombra se alza de nuevo, Gaidal. Y lo hace aquí. Tenemos que combatirla. Ésa es la razón de que estemos vinculados a la Rueda.

—Cuando el Cuerno nos llame, lucharemos. Cuando la Rueda nos teja, lucharemos. ¡Pero hasta entonces no! —La miró furioso—. ¿Has olvidado lo que te prometió Moghedien cuando seguimos a Lews Therin? La vi, Birgitte. Sabrá que estás aquí.

La arquera se volvió hacia Nynaeve.

—Os ayudaré en lo que esté en mi mano, pero no esperes mucho. El Tel’aran’rhiod es mi único mundo, y aquí puedo hacer menos aun que tú.

Nynaeve parpadeó; que ella hubiera visto, el atezado y fornido hombre no se había movido, pero de repente se encontraba a dos pasos de distancia y pasaba una piedra de amolar a lo largo del filo de una de sus espadas, con un suave chirrido. Evidentemente, en lo que a él concernía, Birgitte estaba hablando con el aire.

—¿Qué puedes contarme de Moghedien, Birgitte? Tengo que saber qué he de hacer para hacerle frente.

Todavía apoyada en el arco, Birgitte frunció el entrecejo en un gesto pensativo.

—Enfrentarse a Moghedien es difícil y no sólo porque sea Renegada. Se mantiene escondida y no corre riesgos. Ataca únicamente cuando ve debilidad y sólo se mueve a la sombra. Si teme salir derrotada, huirá; no es de las que luchan hasta las últimas consecuencias, ni siquiera si ello significa la oportunidad de alzarse con la victoria. Tener posibilidades no es suficiente para Moghedien. Pero no la subestimes. Es como una serpiente enroscada entre la hierba alta que espera el momento oportuno para atacar y con menos compasión incluso que un ofidio. Ante todo no la subestimes. Lanfear siempre reclamó el Tel’aran’rhiod como su propio terreno, pero Moghedien la supera en las cosas que es capaz de hacer aquí, si bien no posee su fuerza en el mundo físico. Creo que no correría el riesgo de enfrentarse a Lanfear.

Nynaeve se estremeció; el miedo batallaba contra la ira que le permitía mantener el vínculo con el Poder. Moghedien. Lanfear. Con qué tranquilidad hablaba esta mujer de las Renegadas.

—Birgitte, ¿qué fue lo que Moghedien te prometió?

—Sabía quién era aunque yo misma lo ignoraba. Desconozco cómo se enteró. —La arquera lanzó una ojeada a Cain, que parecía absorto en su espada, pero a pesar de ello bajó el tono de voz—. Me prometió que me haría llorar en soledad mientras la Rueda siga girando. Lo dijo como un hecho fehaciente que todavía no había ocurrido.

—¿Y aun así estás dispuesta a ayudar?

—En la medida de mis posibilidades, Nynaeve. Recuerda que te advertí que no esperaras demasiado. —De nuevo volvió la vista hacia el hombre que afilaba la espada—. Volveremos a encontrarnos, Nynaeve. Si eres prudente y sobrevives. —Levantó el arco de plata y se dirigió hacia Cain; echándole el brazo sobre los hombros, le susurró algo al oído. Fuera lo que fuera lo que le dijo, cuando desaparecieron Cain reía de buena gana.

Nynaeve sacudió la cabeza. Prudencia. Todo el mundo le decía que tuviera cuidado. Una heroína legendaria que se había comprometido a ayudar, sólo que era poco lo que podía hacer. Y una de las Renegadas en Tanchico.

Recordar a Moghedien, lo que esa mujer le había hecho, reavivó su cólera hasta el punto de que el Poder Único vibró dentro de sí como el propio sol. De repente, se encontró de nuevo en la gran sala donde estaba antes, casi deseando que la mujer hubiera regresado. Pero la inmensa estancia se hallaba vacía a excepción de ella. La rabia y el Poder rugían en su interior de tal modo que pensó que su piel empezaría a tostarse y a calcinarse. Moghedien o cualquiera de las hermanas Negras podían percibir su presencia con mayor facilidad si estaba henchida del Poder que en caso contrario, pero aun así no interrumpió el contacto con la Fuente Verdadera. Casi ansiaba que la encontraran para tener la oportunidad de atacarlas. Seguramente Temaile continuaba en el Tel’aran’rhiod. Si volvía a aquel dormitorio podría arreglar cuentas con ella de una vez por todas. Y en tal caso pondría sobre aviso a las demás. La impotencia la hizo bramar de rabia.

¿Por qué habría sonreído Moghedien? Se dirigió hacia el estuche de cristal, una amplia caja colocada sobre una mesa tallada, y miró dentro. Seis figurillas desparejadas formaban un círculo debajo del cristal. Una mujer desnuda, de un palmo de alto, guardando equilibrio sobre la punta de un pie, bailando, toda ella líneas en movimiento, y un pastor, de unos diez o doce centímetros, tocando el caramillo, con el cayado apoyado en el hombro y una oveja a sus pies, eran tan distintos entre sí como con las otras figurillas. Empero, no le cupo duda de lo que había hecho sonreír a la Renegada.

En el centro del círculo, una peana lacada en rojo sostenía un disco tan grande como la mano de un hombre; una línea sinuosa lo dividía en dos mitades, una de ellas de un blanco tan reluciente como la nieve, y la otra, negra como la pez. Estaba hecho de cuendillar, estaba segura; ya había visto otros semejantes, y sólo se habían fabricado siete. Era uno de los sellos de la prisión del Oscuro, un foco para uno de los cerrojos que lo retenían fuera del mundo, en Shayol Ghul. Éste era quizá un descubrimiento tan importante como lo que quiera que fuera que amenazaba a Rand. Había que apoderarse de él para que el Ajah Negro no lo tuviera a su alcance.

De pronto reparó en su imagen reflejada en la tapa de la caja; era del más puro cristal, sin burbujas, y proyectaba una imagen tan clara como un espejo, aunque un poco menos nítida. Los pliegues de seda verde oscuro envolvían su cuerpo de modo que marcaban cada curva de los senos, de las caderas y de los muslos. Las largas trenzas trigueñas, salpicadas de cuentas de jade, enmarcaban un rostro de grandes ojos castaños y una boca llena. El brillo del saidar no se reflejaba, por supuesto. Disfrazada así ni siquiera ella misma se reconocía, pero era casi tanto como llevar un cartel colgado que pusiera «Aes Sedai».

—Sé actuar con prudencia —murmuró. Empero, siguió abierta al saidar un poco más. El Poder que la henchía era como un torrente de vida que le corría por los miembros, todo el placer experimentado en su vida rezumando por cada poro de su cuerpo. Al final, la sensación de ridículo fue suficiente para quitar hierro a su ira y permitirle interrumpir el contacto con la Fuente Verdadera. O tal vez apagara lo bastante su cólera para que le resultara imposible mantenerlo abierto.

Fuera por la razón que fuera, ello no la ayudaba en su cometido. Lo que buscaba tenía que encontrarse aquí, en esta gran sala, entre todos esos mostradores. Apartando a duras penas los ojos de lo que parecía el esqueleto de un lagarto de nueve metros de largo y con hileras de dientes, cerró los párpados. Necesidad. Peligro para el Dragón Renacido, para Rand. Necesidad.

Cambio.

Estaba de pie, por dentro del cordón de seda blanco que recorría el perímetro de la sala, con el borde de un pedestal de piedra blanca rozando su vestido. Lo que había encima —un collar y dos brazaletes de metal negro— no parecía ser peligroso a primera vista, pero esto era lo más cerca que podía estar de cualquier cosa. «No a menos que me siente sobre ello», pensó con ironía.

Alargó la mano para tocarlo —dolor, pena, sufrimiento— y la retiró bruscamente, dando un respingo; aún percibía aquellas sensaciones básicas en su cerebro. No le cupo ni la más leve duda: esto era lo que buscaba el Ajah Negro. Y si seguía sobre el pedestal en el Tel’aran’rhiod significaba que también lo estaba en el mundo de vigilia. Las había derrotado. El pedestal de piedra blanca.

Giró sobre sí misma rápidamente y miró hacia la caja de cristal que contenía el sello de cuendillar, localizando el lugar donde había visto a Moghedien por primera vez. La Renegada había estado parada ante este pedestal, contemplando el collar y los brazaletes. Moghedien tenía que saberlo, pero…

Todo en derredor se tornó borroso, empezó a girar y desapareció.


—Despierta, Nynaeve —musitó Elayne a la par que contenía un bostezo y sacudía a la mujer dormida por los hombros—. Tiene que haber pasado ya una hora, y me gustaría dormir un poco. Despierta o te meteré la cabeza en el balde de agua.

Los ojos de Nynaeve se abrieron de par en par, clavados fijamente en ella.

—Si sabe lo que es, ¿por qué no se lo ha dado a las hermanas Negras? Y si ellas saben quién es, ¿por qué tiene que mirarlo en el Tel’aran’rhiod? ¿Se está ocultando de ellas también?

—¿De qué hablas?

Con las trenzas meciéndose al incorporarse para recostar la espalda en el cabecero de la cama, Nynaeve tiró del camisón de seda hacia abajo para colocárselo.

—Te diré de qué estoy hablando.

Elayne fue abriendo la boca más y más a medida que la antigua Zahorí le explicaba el resultado que había tenido su encuentro con Egwene. Buscar la necesidad. Moghedien. Birgitte y Gaidal Cain. El collar y los brazaletes de metal negro. Asmodean en el Yermo. Uno de los sellos de la prisión del Oscuro en el Palacio de la Panarch. Elayne se dejó caer al suelo y se recostó pesadamente contra el lado del colchón mucho antes de que Nynaeve llegara a lo de Temaile y la Panarch, que relató al final como si acabara de recordarlo. Y lo de cambiar de apariencia, enmascarándose como Rendra. Si Nynaeve no hubiese estado tan terriblemente seria, la heredera del trono habría pensado que era uno de los cuentos fantásticos de Thom.

Egeanin, que se había sentado cruzada de piernas y con las manos sobre las rodillas, tenía una expresión de incredulidad. Elayne confió en que la antigua Zahorí no organizara un escándalo por haberle soltado las muñecas a la mujer.

Moghedien. Ésa era la parte más terrible. Una de las Renegadas en Tanchico. Una de las Renegadas tejiendo el Poder alrededor de ellas dos, haciendo que le contaran todo. Elayne no recordaba lo más mínimo. La mera idea fue suficiente para que se llevara las manos al estómago, repentinamente revuelto.

—No sé si Moghedien —«Luz, ¿de verdad entró aquí y nos hizo…?»— se está ocultando de Liandrin y las otras, Nynaeve. Eso encajaría con lo que Birgitte —«Luz, ¡Birgitte dándole consejos!»— te contó de ella.

—Sea lo que sea lo que trama Moghedien, tengo intención de ajustar cuentas con ella. —La voz de Nynaeve sonaba tensa. Se dejó caer contra el cabecero de madera con flores talladas—. En cualquier caso, tenemos que sacar el sello de allí además del collar y los brazaletes.

—¿Cómo pueden ser peligrosas unas joyas para Rand? —Elayne sacudió la cabeza—. ¿Estás segura? ¿Son una especie de ter’angreal? ¿Qué aspecto tienen exactamente?

—Tienen el aspecto de un collar y unos brazaletes —espetó la otra mujer, exasperada—. Dos brazaletes articulados hechos con algún metal negro, y un collarín ancho como un collar negro de… —Sus ojos se volvieron hacia Egeanin, pero no tan rápidos como los de Elayne.

Impasible, la mujer de cabello oscuro se puso de rodillas para sentarse sobre los talones.

—Nunca he oído hablar de un a’dam hecho para un hombre o con el aspecto que habéis descrito. Nadie intenta controlar a un hombre capaz de encauzar.

—Ésa es exactamente su utilidad —dijo lentamente Elayne. «Oh, Luz, supongo que albergaba la esperanza de que no existiera tal objeto». Por lo menos Nynaeve lo había encontrado primero; al menos tenían la oportunidad de impedir que lo utilizaran contra Rand.

Nynaeve estrechó los ojos al reparar en las muñecas sueltas de Egeanin, pero no hizo ningún comentario.

—Moghedien tiene que ser la única que lo sabe. De lo contrario, no tiene sentido. Si podemos encontrar el modo de entrar en el palacio, podremos coger el sello y el… lo que quiera que sea. Y si de paso podemos sacar también a Amathera, Liandrin y sus brujas se encontrarán cercadas por la Legión de la Panarch, la Fuerza Civil y puede que hasta por los Capas Blancas. Les será imposible romper un cerco así ni siquiera encauzando. El problema está en entrar sin que nos descubran.

—Le he estado dando vueltas a eso —dijo Elayne—, pero me temo que los hombres nos van a crear dificultades intentando impedírnoslo.

—Tú déjamelos a mí —resopló Nynaeve—. Les…

El estruendo de unos golpes sonó en el pasillo; un hombre gritó. De forma tan repentina como se había iniciado, el ruido cesó. Era Thom el que estaba de guardia a la puerta.

Elayne corrió a abrir la puerta al tiempo que abrazaba el saidar. Nynaeve la siguió pisándole los talones, y también Egeanin.

Thom empezaba a incorporarse del suelo, con una mano en la cabeza. Juilin con su vara y Bayle Domon con el garrote estaban plantados junto a un hombre de cabello claro que yacía boca abajo a sus pies, inconsciente.

Elayne se acercó presurosa a Thom e intentó ayudarlo a levantarse. El juglar le dedicó una sonrisa agradecida, pero le apartó las manos obstinadamente.

—Me encuentro bien, pequeña. —¿Que se encontraba bien? ¿Con ese chichón en la frente?—. El tipo venía andando por el pasillo y, de repente, me soltó una patada en la cabeza. Supongo que iba tras mi bolsa de dinero. —Así, como si nada. Habiendo recibido una patada en la cabeza y aún así decía que estaba bien.

—Habría logrado su propósito si no me hubiera acercado para ver si Thom quería que lo relevara —comentó Juilin.

—Si no lo hubiera decidido yo —rezongó Domon.

Para variar, la hostilidad entre ambos parecía menos enquistada de lo habitual. Elayne tardó sólo un instante en comprender la razón. Nynaeve y Egeanin habían salido al pasillo en camisón. Juilin las contemplaba de un modo aprobador que le habría ocasionado problemas si Rendra hubiera estado allí, aunque al menos procuraba disimularlo. Por el contrario, Domon no hacía ningún esfuerzo por enmascarar su franca apreciación de la seanchan, cruzándose de brazos y frunciendo los labios de un modo insultante mientras la miraba de arriba abajo.

La situación se hizo evidente enseguida para las otras dos mujeres, pero sus reacciones no pudieron ser más dispares. Nynaeve, con el fino camisón de seda, asestó al rastreador una mirada gélida y regresó, muy tiesa, al dormitorio, desde donde asomó la cabeza por el marco de la puerta, con un leve rubor en las mejillas. Egeanin, cuyo camisón de lino era más largo y menos revelador que el de Nynaeve —Egeanin, que había mostrado una fría serenidad mientras la hacían prisionera, que luchaba como un Guardián— abrió desmesuradamente los ojos y, roja como la grana, dio un respingo de espanto. Elayne la miró sorprendida cuando la seanchan soltó un chillido avergonzado y regresó de un salto a la habitación.

Las puertas se empezaron a abrir en el pasillo y se asomaron cabezas que desaparecieron al instante acompañadas por portazos al ver a un hombre despatarrado en el suelo y a otros plantados de pie junto a él. Los ruidos de muebles arrastrándose revelaron que la gente se atrincheraba en sus cuartos poniendo camas o armarios contra las puertas.

Al cabo de unos instantes, Egeanin se asomó por el cerco de la puerta, en el lado opuesto a Nynaeve, todavía ruborizada hasta la raíz del cabello. Realmente Elayne no lo entendía. La seanchan estaba en camisón, cierto, pero éste la tapaba casi tanto como lo hacía el vestido tarabonés que llevaba ella. Empero, Juilin y Domon no tenían ningún derecho a comérsela con los ojos. Asestó a los dos hombres una mirada tan cortante que los habría puesto en su sitio de inmediato.

Por desgracia, Domon estaba demasiado ocupando riendo y frotándose el labio superior para darse cuenta. Por lo menos Juilin sí lo advirtió, aunque soltó un hondo suspiro, como hacían los hombres cuando consideraban que se los trataba de un modo injusto. Evitando los ojos de Elayne, se inclinó para dar la vuelta al tipo de pelo claro. Era un hombre apuesto, esbelto.

—Conozco a este individuo —exclamó Juilin—. Es el que intentó robarme. O eso pensé —añadió lentamente—. No creo en las casualidades. Salvo que el Dragón Renacido esté en la ciudad.

Elayne intercambió una mirada desconcertada con Nynaeve. El extraño no debía de estar al servicio de Liandrin; el Ajah Negro jamás contrataría rufianes callejeros. La heredera del trono volvió los ojos hacia Egeanin en una mirada interrogante. La de Nynaeve era más imperiosa.

—Es un seanchan —dijo Egeanin al cabo de un momento.

—¿Un intento de rescate? —murmuró secamente la antigua Zahorí, pero la otra mujer sacudió la cabeza.

—No pongo en duda que me buscara a mí, pero no para rescatarme, creo. Si sabe, o simplemente sospecha, que he dejado libre a Bethamin, querría… hablar conmigo. —Elayne sospechó que era algo más que hablar, cosa que confirmó Egeanin al añadir—: Lo mejor sería cortarle el cuello. Podría intentar crearos problemas a vos también si piensa que sois amigas mías o si descubre que sois Aes Sedai.

El corpulento illiano la miró conmocionado, y Juilin se quedó boquiabierto. Por su parte, Thom asintió con la cabeza con una inquietante expresión pensativa.

—No estamos aquí para degollar seanchan —dijo Nynaeve como si tal cosa pudiera cambiar más adelante—. Bayle, Juilin, llevadlo al callejón que hay en la parte posterior de la posada. Para cuando vuelva en sí, será afortunado si conserva encima la ropa interior. Thom, buscad a Rendra y decidle que nos lleve té bien cargado a la sala La Caída de las Flores. Y preguntadle si tiene algo de corteza de sauce; os prepararé algo para la cabeza. —Los tres hombres se quedaron mirándola de hito en hito—. ¡Vamos, moveos! —espetó—. ¡Tenemos que hacer planes!

Casi no le dio tiempo a Elayne a entrar antes de cerrar con un tremendo portazo. Luego empezó a meterse el vestido por la cabeza; Egeanin manoseó torpemente el suyo, con premura, como si los hombres todavía estuvieran mirándola.

—Lo mejor es no hacerles caso, Egeanin —dijo Elayne. Resultaba raro estar aconsejando a una mujer mayor que Nynaeve; pero, por muy competente que la seanchan fuera en otros menesteres, saltaba a la vista que sabía poco sobre los hombres—. Si no, se crecen. Ignoro el porqué —admitió—, pero así es. Ibais cubierta decorosamente, de veras.

Egeanin sacó la cabeza por el cuello del vestido.

—¿Decorosamente? No soy ninguna muchacha de la servidumbre. ¡Ni una danzarina shea! —Su gesto ceñudo dio paso a una expresión perpleja—. Sin embargo, es bastante bien parecido. Nunca había pensado en él bajo ese aspecto.

Preguntándose qué sería una danzarina shea, Elayne se acercó a ella para ayudarla a abrochar los botones.

—Rendra no se quedará al margen si permitís a Juilin que coquetee con vos —comentó.

La mujer de cabello oscuro le lanzó una mirada sobresaltada por encima del hombro.

—¿El rastreador? Yo me refería a Bayle Domon. Un hombre bien plantado, pero contrabandista —suspiró con pesar—. Un transgresor de la ley.

Elayne llegó a la conclusión de que había gustos para todo; por ejemplo, Nynaeve amaba a Lan, y el Guardián tenía unos rasgos pétreos y era demasiado intimidante, pero ¿Bayle Domon? ¡Pero si era casi tan ancho como alto, corpulento como un Ogier!

—Con ese tipo de cháchara me recuerdas a Rendra, Elayne —espetó Nynaeve, que se esforzaba denodadamente en abrocharse el vestido, con las dos manos a la espalda—. Si has terminado de charlotear acerca de los hombres, ¿te importaría pasar por alto los comentarios acerca de la nueva costurera que sin duda has encontrado? Tenemos que hacer planes. Si esperamos hasta que nos hayamos reunido con ellos, intentarán encargarse del asunto, dejándonos a un lado, y no estoy de humor para andar perdiendo tiempo en ponerlos en su sitio. ¿Aún no has terminado con ella? No me vendría mal un poco de ayuda.

Tras acabar de abrochar el último botón de Egeanin, la heredera del trono se dirigió hacia Nynaeve con aire frío. Ella no charloteaba de hombres y de ropa. No era, ni de lejos, como Rendra. Nynaeve apartó las trenzas a un lado y miró con el entrecejo fruncido a la joven cuando ésta tiró bruscamente del vestido para abrocharlo. La triple hilera de botones en la espalda era necesaria, no un adorno. Para sus adentros, Elayne pensaba que Nynaeve era la que seguía los consejos de Rendra respecto a la última moda de los corpiños prietos, pero luego decía que eran otras las que perdían el tiempo pensando en ropa. Desde luego, ella tenía muchas otras cosas en las que pensar.

—He estado dándole vueltas al modo de entrar en el palacio sin que adviertan nuestra presencia, Nynaeve. Podemos ser invisibles.

A medida que exponía su idea, el ceño de la antigua Zahorí se fue borrando. También ella había concebido un plan para colarse en el palacio. Cuando Egeanin hizo unas sugerencias, Nynaeve apretó los labios, pero las ideas de la seanchan eran atinadas y ni siquiera ella podía rechazarlas porque sí. Cuando estuvieron listas para bajar a la sala de La Caída de las Flores, ya habían trazado y acordado un plan, y no estaban dispuestas a permitir que los hombres lo alteraran ni un ápice. Moghedien, el Ajah Negro o quienquiera que estuviera al mando en el Palacio de la Panarch, se iba a quedar sin sus trofeos antes de que se diera cuenta de lo que estaba pasando.

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