39 Una copa de vino

Cuando Elayne subió a cubierta con sus pertenencias cuidadosamente empaquetadas, el sol poniente empezaba a rozar el agua más allá de la bocana del puerto de Tanchico, y se estaban amarrando las últimas guindalezas para atracar el Tajador de olas a un muelle en el que se alineaban otras naves, uno más entre los muchos espigones que había a lo largo de esta península, la más occidental de la ciudad. Parte de la tripulación plegaba las últimas velas sobre las vergas. Detrás de los largos muelles, la ciudad se extendía sobre colinas, con sus blancas cúpulas y brillantes chapiteles rematados por bruñidas veletas. A un par de kilómetros, más o menos, divisó un muro alto y redondo; el Gran Anfiteatro, si no recordaba mal.

Se colgó el hatillo en el mismo hombro en el que cargaba la escribanía de cuero y fue a reunirse con Nynaeve junto a la pasarela, con Coine y Jorin. Casi resultaba chocante ver a las dos hermanas completamente vestidas otra vez, con las brillantes blusas de seda brocada que hacían juego con los amplios pantalones. Ahora no le llamaban la atención los pendientes ni los aros de la nariz ni la fina cadena de oro que cruzaba sobre la mejilla de cada mujer.

Thom y Juilin se mantenían a cierta distancia, con sus bultos; tenían cierto aire sombrío. Nynaeve había estado en lo cierto. Habían sacado una conclusión equivocada respecto a este viaje, y cuando dos días atrás se les reveló su verdadero propósito, o al menos en parte, sufrieron un sobresalto e intentaron hacerlas cambiar de opinión. Ninguno de los dos parecía pensar que dos jóvenes fueran lo bastante competentes — ¡competentes!— para buscar al Ajah Negro. La amenaza de Nynaeve de trasladarlos a otro barco de los Marinos que navegaba en dirección contraria había cortado de raíz sus objeciones. O, más bien, cuando Toram y una docena de tripulantes se mostraron dispuestos a meterlos en un bote que los cruzara hasta el otro barco. Elayne los estudió con detenimiento; la actitud hosca apuntaba una rebelión. Sus problemas con estos dos no habían acabado.

—¿Hacia dónde os dirigiréis ahora, Coine? —estaba preguntando Nynaeve cuando Elayne llegó a su lado.

—A Dantora y las Aile Jafar —contesto la Navegante—, y seguidamente a Cantorin y las Aile Somera para propagar la nueva sobre el Coramoor, si así lo quiere la Luz. Pero he de dejar a Toram que haga tratos aquí o si no, estallará.

Su esposo estaba en los muelles, sin sus extraños lentes, el torso desnudo y todos los aderezos de oro, hablando seriamente con unos hombres vestidos con pantalones fruncidos y chaquetas adornadas con bordados en los hombros. Los tanchicenses se cubrían con un gorro cilíndrico y un velo transparente sobre el rostro. Los velos resultaban ridículos, sobre todo en los hombres con espesos bigotes.

—Que la Luz os procure un viaje seguro —deseó Nynaeve al tiempo que se colocaba mejor el equipaje cargado a la espalda—. Si antes de que zarpéis descubrimos algún peligro que pudiera amenazaros, os mandaremos aviso.

Coine y su hermana se mostraban extraordinariamente tranquilas. Enterarse de la existencia del Ajah Negro no parecía haberlas amedrentado; era el Coramoor, Rand, quien importaba. Jorin se besó las puntas de los dedos y luego los posó sobre los labios de Elayne.

—Si la Luz lo quiere, volveremos a encontrarnos.

—Si la Luz lo quiere —respondió Elayne, que repitió el gesto de la Detectora de Vientos. Aún le resultaba extraño, pero esta forma de saludo era un honor porque sólo se utilizaba entre familiares próximos o amantes. Iba a echar de menos a la mujer de los Marinos. Había aprendido mucho y a su vez había enseñado un poco; ciertamente, ahora Jorin era capaz de tejer Fuego mucho mejor que antes.

Cuando llegaron al final de la pasarela, Nynaeve soltó un suspiro de alivio. Una poción aceitosa que Jorin le administró había conseguido calmarle el estómago tras dos días de navegación, pero a pesar de ello Nynaeve se había pasado toda la travesía con los ojos y la boca apretados, hasta que Tanchico estuvo a la vista.

Sin necesidad de instrucciones, sus dos escoltas tomaron posiciones, Juilin al frente, con el hatillo a la espalda, la fina vara sujeta en ambas manos y los oscuros ojos alertas. Por su parte, Thom ocupó la retaguardia, consiguiendo de algún modo ofrecer un aspecto peligroso a pesar de su cabello blanco, su leve cojera y su capa de juglar.

Nynaeve frunció los labios brevemente, pero no dijo nada, actitud que Elayne estimó juiciosa por su parte. Apenas habían recorrido cincuenta pasos a lo largo del muelle de piedra cuando ya había visto otros tantos hombres de mala catadura que los estudiaban con los ojos entrecerrados, así como tanchicenses y otros moviendo cajones y fardos. Sospechaba que cualquiera de ellos la habría degollado de buena gana con la esperanza de que su vestido de seda apuntara que su bolsa llevaba dinero. No la asustaban, pues era capaz de ocuparse de dos o tres, de eso estaba segura. Empero, Nynaeve y ella habían guardado en el bolsillo sus anillos de la Gran Serpiente y sería inútil fingir que no estaban relacionadas con la Torre Blanca si encauzaban delante de un centenar de hombres. Mejor sería que Juilin y Thom mostraran un aire tan feroz como les fuera posible. Para ser sincera, no le habría importado contar con otros diez hombres como ellos. De repente, sonó un vozarrón en la cubierta de uno de los barcos más pequeños:

—¡Diantre, pero si sois vos! —Un hombre robusto, de rostro redondo, vestido con una chaqueta de seda verde, saltó al muelle haciendo caso omiso de la vara levantada de Juilin y miró de hito en hito a Nynaeve y a ella. La barba sin bigote lo señalaba como un illiano, así como su acento. A Elayne le resultaba vagamente familiar.

—¿Maese Domon? —dijo al cabo de un momento Nynaeve, que propinó un fuerte tirón a su trenza—. ¿Bayle Domon?

—Ajá —asintió el hombre—. Jamás pensé que volvería a veros. Yo… esperé todo lo posible en Falme, pero llegó un momento en que o largaba velas o mi barco habría ardido.

Ahora lo reconoció Elayne. Había aceptado sacarlas de Falme, pero el caos se desató en aquella ciudad antes de que pudieran llegar al barco. A juzgar por su chaqueta, las cosas le habían ido bien desde entonces.

—Es un placer volver a veros —dijo fríamente Nynaeve—, pero, si nos disculpáis, tenemos que ocuparnos de encontrar alojamiento en la ciudad.

—Eso no será fácil. Tanchico está a reventar, hasta la línea de flotación. Pero conozco un sitio donde mi intervención podría procuraros algo. Me era imposible esperar más en Falme, pero de algún modo me siento en deuda con vos. —Domon hizo una pausa y frunció el entrecejo con inquietud—. ¿El que estéis aquí quiere decir que ocurrirá igual que en Falme?

—No, maese Domon —contestó Elayne al ver que Nynaeve vacilaba—. Por supuesto que no. Y aceptaremos gustosas vuestra ayuda.

Casi esperaba que Nynaeve protestara, pero la otra mujer se limitó a asentir pensativamente y presentó a los hombres. La capa de Thom hizo que Domon enarcara las cejas, pero el atuendo teariano de Juilin originó un gesto ceñudo que fue correspondido con otro igual. Aun así, ninguno de los dos hombres hizo ningún comentario; a lo mejor eran capaces de olvidar la enemistad entre Illian y Tear al encontrarse en Tanchico. En caso contrario, tendría que hablar seriamente con ellos.

Domon les contó lo que le había ocurrido desde el suceso de Falme mientras los acompañaba muelle abajo; efectivamente, las cosas le habían ido realmente bien.

—Dirijo una docena de buenos barcos costeros de los que tienen noticia los recaudadores de impuestos de la Panarch —comentó riéndose—. Y otros cuatro de navegación por alta mar de los que no saben nada.

Difícilmente podía haber obtenido tantos beneficios en tan corto tiempo por medios honrados, y a Elayne la escandalizó oírle hablar del tema abiertamente, en un muelle lleno de hombres.

—Sí, hago contrabando y obtengo unas ganancias que jamás habría imaginado. Un décimo de la sisa en los bolsillos de los hombres de aduana consigue cerrarles la boca y que miren a otro lado.

Dos tanchicenses, con los habituales gorros redondos y los velos, pasaron junto al grupo con las manos a la espalda. Los dos llevaban al cuello una pesada llave de bronce colgando de una cadena gruesa; tenía aspecto de una insignia de funcionarios. Saludaron a Domon con un cabeceo, con familiaridad. Thom parecía divertido, pero Juilin asestó una mirada furibunda tanto a Domon como a los dos tanchicenses. Como buen rastreador de ladrones, sentía la lógica antipatía por quienes burlaban la ley.

—Sin embargo, no creo que dure mucho —comentó Domon cuando los funcionarios se hubieron alejado—. Las cosas están aun peor en Arad Doman, y eso que aquí andan muy mal. Puede que el lord Dragón no despedace todavía el mundo, pero sí ha destruido Arad Doman y Tarabon.

Elayne hubiera querido responderle con acritud, pero habían llegado al final del muelle y observó en silencio cómo contrataba palanquines, porteadores y una docena de hombres de rostros duros que iban armados con garrotes. También al final del muelle había guardias con espadas y lanzas que tenían aspecto de mercenarios, no de soldados. Al otro lado de la ancha calle que se extendía a lo largo de la hilera de muelles, cientos de rostros demacrados, frustrados, miraban fijamente a los guardias. A veces los ojos echaban un rápido vistazo a los barcos, pero principalmente se mantenían prendidos en aquellos hombres que les impedían llegar a las naves. Elayne se estremeció al recordar lo que Coine le había contado sobre montones de gente asaltando su velero, desesperados por comprar pasaje para cualquier lugar fuera de Tanchico. Cuando aquellos ojos anhelantes se volvían hacia los barcos, la necesidad ardía en ellos. Elayne se sentó muy tiesa, intentando no mirar a ninguna parte, mientras el palanquín avanzaba balanceándose entre la muchedumbre, a la que apartaban las puntas de los garrotes de los hombres contratados. No quería ver aquellos rostros. ¿Dónde estaba su rey? ¿Por qué no se ocupaba de ellos?

Domon los condujo a una posada encalada, debajo del Gran Anfiteatro; sobre el portón había un letrero en el que se leía el nombre del establecimiento: El Patio de los Tres Ciruelos. El único patio que Elayne vio era el que había a la entrada de la posada, rodeado de un alto muro y pavimentado con baldosas. El establecimiento tenía tres plantas, sin una sola ventana en el piso bajo, y las que había arriba lucían un caprichoso enrejado. Dentro, hombres y mujeres abarrotaban la sala, la mayoría vestidos con ropas tanchicenses, y el zumbido de las voces casi ahogaba la melodía que arrancaba un macillo de las cuerdas de un salterio.

Nynaeve dio un respingo nada más ver a la posadera, una hermosa mujer poco mayor que ella, con los ojos castaños, el dorado cabello tejido en trencillas y un velo sobre el rostro que no ocultaba una boca llena en forma de corazón. Elayne también se llevó un sobresalto, pero la mujer no era Liandrin. Se llamaba Rendra y saltaba a la vista que conocía bien a Domon. Sonrió dando la bienvenida a Elayne y a Nynaeve, concedió mucha importancia al hecho de que Thom fuera juglar y les ofreció las últimas dos habitaciones a un precio que Elayne sospechó inferior a lo establecido. La heredera se aseguró de que la que tenía la cama más amplia fuera para Nynaeve y para ella; ya había dormido con la antigua Zahorí anteriormente y sabía que su amiga no dejaba quietos los codos.

Rendra también les proporcionó comida en un reservado, que les sirvieron dos hombres jóvenes con el rostro cubierto por un velo. Elayne se quedó mirando fijamente su plato de cordero asado con puré de manzana sazonado con especias y una clase de judías largas y de color amarillo. Se sentía incapaz de probar bocado al recordar aquellos rostros hambrientos. Por su parte Domon daba buena cuenta de su ración; él y su contrabando y su oro. Tampoco Thom ni Juilin se mostraron renuentes a la hora de llenarse el estómago.

—Rendra —dijo en voz queda Nynaeve—, ¿hay alguien en esta ciudad que ayude a los pobres? Podría conseguir un buen puñado de oro si ello sirviera de ayuda.

—Podéis contribuir al comedor popular de Bayle —respondió la posadera al tiempo que sonreía a Domon—. Evade los impuestos, pero se ha marcado sus propios tributos. Por cada corona que da de soborno, destina dos para la sopa y el pan de los pobres. Incluso me ha convencido para que contribuya, y yo también pago mis tasas.

—Es menos costoso que los impuestos oficiales —murmuró Domon a la defensiva—. Saco buenos beneficios, así la Fortuna me clave su aguijón si no es cierto.

—Es encomiable que os guste auxiliar a la gente, maese Domon —dijo Nynaeve cuando Rendra y los sirvientes salieron. Thom y Juilin se levantaron para comprobar si realmente se habían marchado. Haciendo una reverencia a medias, Thom dejó que Juilin abriera la puerta; el pasillo estaba desierto. Nynaeve continuó—: También nosotras podríamos necesitar vuestra ayuda.

El cuchillo y el tenedor del illiano se pararon a medio cortar un trozo de cordero.

—¿De qué modo? —preguntó el hombre, desconfiado.

—No lo sé exactamente, maese Domon. Tenéis barcos. Debéis tener hombres. Es posible que necesitemos contar con ojos y oídos. Algunas hermanas del Ajah Negro podrían encontrarse en Tanchico, y hemos de descubrir si es así. —Nynaeve se llevó a la boca el tenedor lleno de judías como si lo que acababa de decir fuera el comentario más corriente. Últimamente hablaba a cualquiera del Ajah Negro.

Domon la miró boquiabierto y después su mirada incrédula fue hacia Thom y Juilin, que volvían a tomar asiento en ese momento. Cuando los dos hombres asintieron, apartó su plato a un lado y hundió la cabeza en los brazos cruzados. Estuvo a punto de ganarse un porrazo de Nynaeve a juzgar por el modo en que la antigua Zahorí apretó los labios, y Elayne no la habría culpado por ello. ¿Por qué necesitaba que los dos hombres le confirmaran algo que había dicho ella? Finalmente, Domon volvió a ponerse erguido.

—Va a ocurrir otra vez. Lo mismo que en Falme. A lo mejor ha llegado el momento de que líe el petate y me largue de aquí. Si llevo los barcos que tengo a Illian, también allí seré un hombre acomodado.

—Dudo que encontréis agradable Illian —replicó Nynaeve con voz firme—. Tengo entendido que ahora es Sammael quien gobierna, aunque no de manera oficial. No disfrutaríais de vuestra riqueza bajo la sombra de uno de los Renegados. —A Domon casi se le salieron los ojos de las órbitas, pero ella prosiguió—. Ya no hay ningún sitio que sea seguro. Podéis huir como un conejo, pero no encontraréis dónde esconderos. ¿No sería mejor que hagáis cuanto esté en vuestras manos para defenderos como un hombre?

Nynaeve estaba siendo muy dura; siempre forzaba la mano con la gente. Elayne sonrió y apretó el brazo de Domon para animarlo.

—No queremos obligaros a hacer nada, maese Domon, pero vuestra ayuda podría sernos realmente necesaria. Os tengo por un hombre valeroso o, de otro modo, no nos habríais esperado tanto tiempo en Falme. Os estaríamos muy agradecidas.

—Sois muy buenas en estas lides —rezongó el capitán—. Una maneja la vara de un carretero y la otra, la dulzura engatusadora de una reina. Oh, está bien. Ayudaré en lo que pueda, pero no os prometo que me quedaré esperando a que ocurra otra Falme.

Thom y Juilin se pusieron a interrogarlo sobre Tanchico mientras comían. Juilin lo hizo de una manera más indirecta, sugiriendo preguntas a Thom respecto a qué barrios frecuentaban ladrones, rateros y cortabolsas y quién compraba las mercancías robadas. El rastreador sostenía que este tipo de gente sabía más de lo que pasaba en una ciudad que las propias autoridades. Por lo visto, no quería hablar directamente con el illiano, y Domon resoplaba con desdén cada vez que respondía una de las preguntas del teariano que le planteaba Thom. De hecho, no las respondía hasta que Thom se las hacía. Las del propio Thom no tenían sentido, considerando que venían de un juglar. Preguntaba sobre nobles y facciones, sobre quién estaba aliado con quién y a quién se oponía, qué intenciones declaradas tenía quién, qué consecuencias habían tenido sus acciones y si los resultados habían sido diferentes de los que supuestamente buscaban. No era la clase de preguntas que Elayne habría esperado de él en absoluto, ni siquiera después de las conversaciones que habían sostenido en el Tajador de olas. Thom se había mostrado bien dispuesto a hablar con ella e incluso parecía disfrutar con ello, pero, de algún modo, cada vez que la joven creía que estaba a punto de descubrir algo sobre su pasado, era justo en ese momento cuando él se buscaba las mañas para salirse por la tangente o dejarla con la palabra en la boca. Domon respondió a Thom con más presteza que a Juilin. En cualquier caso, sin embargo, daba la impresión de que conocía Tanchico muy bien, tanto a sus nobles y sus oficiales como sus bajos fondos; por la forma que hablaba habríase dicho que apenas había diferencia entre unos y otros.

Una vez que los dos hombres terminaron de exprimir cuanta información pudieron sacarle, Nynaeve llamó a Rendra, le pidió pluma, tinta y papel e hizo una lista con la descripción de todas las hermanas Negras. Domon sostuvo en la mano las hojas con gesto cauteloso y las miró, ceñudo e inquieto, como si fueran las propias mujeres, pero prometió que encargaría a todos los hombres que tenía en puerto que mantuvieran bien abiertos los ojos. Cuando Nynaeve le recordó que deberían tener muchísimo cuidado, se echó a reír como si le hubiera advertido que no se atravesara con su propia espada.

Juilin salió casi pisándole los talones, haciendo girar su vara y argumentando que la noche era el mejor momento para encontrar ladrones y gente que vivía de ellos. Nynaeve anunció que se retiraba a su habitación —su habitación— para descansar un rato. Parecía moverse con cierta inestabilidad y, de repente, Elayne comprendió el motivo: se había acostumbrado al balanceo del Tajador de olas y ahora estaba teniendo problemas con un suelo que no se movía. El estómago de la antigua Zahorí no era un compañero de viaje agradable.

Elayne siguió a Thom a la sala, donde el juglar había prometido a Rendra que actuaría. Tuvo la suerte de encontrar asiento en una mesa libre y varias miradas frías bastaron para hacer cambiar de opinión a los hombres que de repente empezaron a mostrarse deseosos de sentarse allí. Rendra le llevó una copa de plata con vino, y la joven fue dando sorbos mientras escuchaba a Thom tocar el arpa y cantar canciones de amor tales como El viento que agita el sauce y La primera rosa de verano, o divertidas tonadas como Sólo una bota o El viejo ganso gris. La concurrencia las acogió de buen grado, palmeando las mesas para aplaudir. Al cabo de un rato, también Elayne se sumó a los aplausos. Sólo se había tomado la mitad de la copa, pero un apuesto y joven camarero le sonrió y volvió a llenársela. Todo era extrañamente excitante. En toda su vida sólo había estado en la sala de una posada media docena de veces, y nunca para beber vino y disfrutar de un espectáculo como la gente corriente.

Haciendo ondear su capa para que los parches de múltiples colores lucieran ostentosamente, Thom contó relatos —Mara y los tres reyes traviesos, así como varios cuentos sobre Anla, la Sabia Consejera— y recitó muchas estrofas de La Gran Cacería del Cuerno, haciéndolo con tal maestría que fue como si en la sala los caballos piafaran, las trompetas resonaran y hombres y mujeres lucharan, amaran y murieran. Continuó cantando y recitando hasta bien entrada la noche, haciendo sólo alguna pausa para mojarse la garganta con un sorbo de vino mientras los parroquianos le pedían más con entusiasmo. La mujer que había estado tocando el salterio estaba sentada en un rincón, con el instrumento sobre sus rodillas y una expresión amargada en la cara. La gente arrojaba monedas a Thom con frecuencia —el juglar ya había reclutado a un chiquillo para que las recogiera— y no parecía probable que hubieran recompensado su música con tanta prodigalidad.

A Thom se le daba bien todo, el arpa, la flauta y, especialmente, los relatos. Bueno, al fin y a la postre era un juglar; no obstante, daba la sensación de que había algo más que eso. Elayne habría jurado que ya le había oído recitar La Gran Cacería, pero en Cántico Alto, no en el Llano. ¿Cómo era posible tal cosa? Sólo era un simple juglar viejo.

Finalmente, a altas horas de la noche, Thom hizo una reverencia a la par que ondeaba la capa, y se dirigió a la escalera seguido de un sonoro palmoteo sobre las mesas. Elayne golpeó la suya con tanto entusiasmo como los demás.

Se levantó para seguirlo, se tambaleó y se dejó caer pesadamente en el asiento; miró con el ceño fruncido la copa de vino. Estaba llena. Apenas había bebido pero, por alguna razón, se sentía mareada. Sí. Aquel agradable joven con esos dulces ojos castaños se la había rellenado… ¿cuántas veces? Bah, qué más daba. Nunca bebía más de una copa de vino. Nunca. Tenía que ser por encontrarse en tierra firme después de viajar en el Tajador de olas. Estaba reaccionando igual que Nynaeve. Eso era todo.

Se incorporó con cuidado —rehusando la agradable oferta de ayudarla del joven de ojos dulces— y se las arregló para subir la escalera a pesar de que todo se movía a su alrededor. No se detuvo en el segundo piso, donde estaba el cuarto que compartía con Nynaeve, y subió al tercero; llamó a la puerta de Thom. El juglar abrió despacio y se asomó con cautela. Durante un momento Elayne creyó ver que empuñaba un cuchillo, pero el arma desapareció rápidamente. Qué extraño. La joven le agarró un lado del largo bigote.

—Lo recuerdo —dijo. Su lengua no se movía como era debido y las palabras sonaban confusas—. Me sentaba en tus rodillas y te tiraba del bigote… —Tiró, como para demostrarlo, y él hizo un gesto de dolor—. Y mi madre se recostaba en tu hombro y se reía.

—Creo que deberíais ir a vuestro cuarto —dijo el juglar mientras intentaba soltarle la mano—. Os vendría bien dormir un poco.

Elayne se resistió a soltarlo. De hecho, lo hizo retroceder hacia el interior de la habitación, tirando del bigote.

—Mi madre también se sentaba en tus rodillas. Lo vi. Lo recuerdo.

—Tienes que dormir, Elayne. Te sentirás mejor por la mañana. —Consiguió que le soltara el bigote e intentó llevarla hacia la puerta, pero la joven se escabulló por un lado. La cama no tenía postes. Si hubiera habido un poste al que agarrarse, quizá la habitación habría dejado de moverse atrás y adelante.

—Quiero saber por qué madre se sentaba en tus rodillas. —Thom retrocedió un paso y su gesto le hizo darse cuenta de que alargaba la mano para cogerle el bigote otra vez—. Eres un juglar. Mi madre no se sentaría en las rodillas de un juglar.

—Vete a la cama, pequeña.

—¡No soy una niña! —Dio una patada al suelo, enfadada, y estuvo a punto de caerse. El suelo estaba más abajo de lo que parecía—. No soy una niña. Tienes que decírmelo. ¡Ahora!

Thom suspiró y sacudió la cabeza.

—No siempre fui un juglar —dijo al fin fríamente—. Hubo un tiempo en que era bardo. Bardo de la corte. En Caemlyn, para ser preciso. El bardo de la reina Morgase. Eras una niña y no recuerdas bien las cosas, eso es todo.

—Eras su amante, ¿no es cierto? —La expresión dolida de sus ojos fue respuesta suficiente—. ¡Lo eras! Siempre supe lo de Gareth Bryne o, al menos, lo imaginé. Pero siempre confié en que se casaría con él. Gareth Bryne, tú y ahora ese tal lord Gaebril al que, según Mat, mira con ojos de cordero, y… ¿Cuántos más? ¿Cuántos? ¿En qué es distinta de Berelain, si mete en su cama a cualquier hombre que le llama la atención? No es diferente… —La vista se le borró momentáneamente y sintió un zumbido en la cabeza. Le costó un instante advertir que la había abofeteado. ¡Abofeteado! Se puso erguida, deseando que Thom no se balanceara—. ¿Cómo te atreves? Soy la heredera del trono de Andor, y no…

—Eres una cría que se ha tragado un odre de vino y que tiene un acceso de cólera —replicó duramente Thom—. ¡Y si alguna vez vuelvo a oírte decir algo así de Morgase, ebria o sobria, te pondré sobre mis rodillas y te azotaré, ni que encauces ni que no! ¡Morgase es una buena mujer, tanto como la que más!

—¿De veras? —La voz le temblaba y comprendió que estaba llorando—. ¿Entonces por qué ha…? ¿Por qué…? —No supo cómo, pero se encontró con la cara enterrada en la chaqueta de Thom mientras él le acariciaba el cabello.

—Porque se está muy sola siendo reina —respondió quedamente—. Porque la mayoría de los hombres que se acercan a una reina ven poder, no a una mujer. Yo vi una mujer y ella lo supo. Supongo que Bryne vio lo mismo que yo, y también ese tal Gaebril. Tienes que entenderlo, criatura. Todo el mundo necesita a alguien en su vida, alguien que lo quiera y a quien querer. Hasta una reina.

—¿Por qué te marchaste? —balbució ahogadamente contra su pecho—. Me hacías reír. Lo recuerdo. Y también la hacías reír a ella. Y me llevabas montada en tus hombros.

—Es una larga historia. —Suspiró dolorosamente—. Te la contaré otro día… si me lo pides. Con suerte, mañana te habrás olvidado de esto. Es hora de que te vayas a la cama, Elayne.

La condujo hacia la puerta, y la joven aprovechó la ocasión para tirarle del bigote otra vez.

—Así —dijo con satisfacción—. Solía tirarte así.

—Sí que lo hacías. ¿Podrás bajar la escalera tú sola?

—Por supuesto que sí. —Le asestó una de sus miradas más arrogantes, pero Thom parecía más dispuesto que nunca a seguirla al pasillo. Para demostrar que no había necesidad de ello, echó a andar con toda clase de cuidados hasta el arranque de la escalera. Él seguía con el entrecejo fruncido, mirándola preocupado desde el umbral, cuando empezó a bajar los peldaños.

Por suerte no trastabilló hasta que se perdió de vista, pero pasó de largo la puerta de su cuarto y tuvo que volver, tambaleándose. Ese puré de manzana no debía de estar bien; sabía que no tendría que haber comido tanto. Lini decía siempre… No conseguía recordar qué era lo que decía Lini, pero tenía algo que ver con comer demasiado dulce.

Había dos lámparas encendidas en la habitación, una sobre la mesilla redonda que había junto al lecho, y la otra en la repisa enyesada de la chimenea de ladrillos. Nynaeve estaba tendida en la cama, encima del cobertor, completamente vestida. Con los codos bien separados, advirtió Elayne. Dijo lo primero que se le vino a la cabeza:

—Rand debe de pensar que estoy loca, Thom es un bardo y Berelain no es mi madre, después de todo. —Nynaeve le dirigió una mirada muy rara—. Por alguna razón, me siento un poco mareada. Un guapo joven de dulces ojos se ofreció a ayudarme a subir la escalera.

—Apuesto a que sí —murmuró Nynaeve como si escupiera cada palabra. Se levantó y rodeó los hombros de Elayne con el brazo—. Acércate un momento aquí. Hay algo que creo que deberías ver. —Parecía ser un balde extra de agua que estaba al lado del lavabo—. Aquí. Nos arrodillaremos las dos para que puedas mirar.

Elayne lo hizo así, pero en el balde sólo vio su imagen reflejada en el agua. Se preguntó por qué estaría sonriendo de ese modo. Y entonces la mano de Nynaeve se plantó en su nuca y al momento tenía la cabeza metida en el agua.

Agitando las manos, intentó incorporarse, pero el brazo de Nynaeve era como una barra de hierro. «Se supone que tienes que contener la respiración cuando estás debajo del agua. Elayne lo sabe, pero tú no recuerdas cómo». Todo cuanto pudo hacer fue agitar los brazos, borbotear y atragantarse.

Nynaeve le levantó la cabeza; el agua le resbaló por la cara y Elayne llenó los pulmones de aire.

—¿Cómo te… atreves? —jadeó—. Soy… la heredera de… —Consiguió soltar un grito antes de que la cabeza volviera a sumergirse en el cubo con un chapoteo. Agarrar el balde con las dos manos y empujar no le sirvió de nada. Golpear el suelo con los pies, tampoco. Iba a ahogarse. Nynaeve iba a ahogarla.

Después de lo que le pareció una Era, volvió a encontrarse fuera del agua. Unos empapados mechones le caían sobre la cara.

—Creo —manifestó con una voz lo más firme que pudo— que voy a vomitar.

Nynaeve bajó la palangana de porcelana blanca que había en el lavabo justo a tiempo, y sujetó la cabeza de Elayne mientras la joven arrojaba todo lo que había ingerido en su vida. Un año más tarde —bueno, quizá sólo fueran horas, pero a ella le pareció así de largo— Nynaeve le lavó la cara, le enjugó la boca, mojó sus manos y sus muñecas. Empero, en su voz no había el más leve atisbo solícito.

—¿Cómo puedes haber hecho algo así? ¿Cómo se te ha podido ocurrir hacer esto? ¡Puedo esperar de un estúpido hombre que beba hasta no tenerse en pie, pero tú! Y esta noche, además.

—Sólo me tomé una copa —murmuró Elayne. Incluso con lo que el joven le sirvió para rellenarla no podía haber tomado más de dos. Imposible.

—Una copa del tamaño de un frasco —bufó Nynaeve mientras la ayudaba a ponerse de pie o, mejor dicho, la levantaba casi a pulso—. ¿Puedes aguantar sin dormirte? Voy a buscar a Egwene, y todavía no confío en mi capacidad de volver del Tel’aran’rhiod sin que alguien me despierte.

Elayne la miró, parpadeando. Habían buscado, sin éxito, a Egwene todas las noches desde que había desaparecido tan bruscamente en el encuentro que habían tenido en el Corazón de la Ciudadela.

—¿Aguantar sin dormirme? Nynaeve, me toca a mí ir a buscarla, y será mejor que lo haga yo. Sabes que no puedes encauzar a menos que estés furiosa, y… —Advirtió que la otra mujer estaba rodeada por el halo del saidar. Y llevaba un rato así, le parecía recordar. Sentía la cabeza como si se la hubieran rellenado con lana, y las ideas tuvieran que abrirse paso entre medias. Apenas percibía la Fuente Verdadera—. Sí, más vale que vayas tú. No me dormiré.

Nynaeve la miró con el ceño fruncido pero, al cabo, asintió. Elayne quiso ayudarla a desnudarse, pero sus dedos no funcionaron muy bien cuando le tocó desabrochar aquellos pequeños botones. Rezongando entre dientes, Nynaeve se las arregló para hacerlo sola. Una vez que estuvo vestida sólo con la ropa interior, metió el anillo de piedra retorcido en el cordón de cuero que llevaba al cuello, junto con el sello de un hombre, pesado y de oro. Era el anillo de Lan; Nynaeve lo llevaba siempre entre sus senos.

Elayne arrimó una pequeña banqueta de madera junto a la cama mientras Nynaeve se volvía a tender. Se sentía bastante adormilada, pero estando sentada en eso no podría quedarse dormida. El problema era evitar caerse al suelo.

—Calcularé una hora y te despertaré.

Nynaeve asintió y cerró los ojos, aferrando los anillos con las dos manos. Al cabo de un tiempo su respiración se hizo más profunda y regular.


El Corazón de la Ciudadela estaba desierto. Nynaeve había dado una vuelta completa alrededor de Callandor, que centelleaba sobre las baldosas, escudriñando la penumbra entre las columnas antes de darse cuenta de que aún vestía sólo la ropa interior y el cordón de cuero colgaba sobre sus senos con los dos anillos. Frunció el ceño y, un instante después, llevaba puesto un vestido de Dos Ríos de buena lana marrón así como unos zapatos fuertes. Al parecer a Elayne y Egwene les resultaba fácil dominar esto de los atuendos, pero a ella no. Había pasado más de un mal rato en anteriores visitas al Tel’aran’rhiod, en especial después de tener ciertos pensamientos sobre Lan, pero cambiar de ropa deliberadamente requería concentración. El simple hecho de recordar al Guardián fue suficiente para que su vestido se tornara de seda y tan transparente como el velo de Rendra. Habría causado sonrojo incluso a Berelain. Y, naturalmente, Nynaeve se puso roja como la grana al pensar que Lan la viera de esta guisa. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para conseguir que volviera el vestido de lana marrón.

Lo que era peor, su cólera se había disipado (¿Es que esa necia chica no sabía lo que pasaba cuando se bebía demasiado vino? ¿Es que nunca había estado sola en la sala de una posada? Bueno, posiblemente no), y en lo que a ella concernía era como si la Fuente Verdadera no existiera. Quizá no tuviera importancia. Inquieta, escudriñó el bosque de enormes columnas rojas girando sobre sí misma. ¿Qué habría hecho que Egwene desapareciera tan bruscamente?

El silencio reinaba en la Ciudadela, con esa quietud hueca de algo vacío. Nynaeve percibía el pulso de la sangre en sus oídos y, sin embargo, sentía un cosquilleo entre los omóplatos, como si alguien la estuviera observando.

—Egwene… —Su llamada levantó ecos entre las columnas—. ¡Egwene!

Nada. Al frotarse las manos en la falda reparó en que tenía aferrado un rugoso palo con un grueso nudo en un extremo. De mucho iba a servirle. En todo caso, una espada le sería más útil —por un instante el palo cobró parcialmente la forma de una espada—, pero tampoco sabía cómo manejarla. Se daba risa y pena. Aquí, un bastón era tan buen arma como una espada, es decir, prácticamente inútiles ambos. Encauzar era la única defensa real; o eso, o huir. Lo cual sólo le dejaba una alternativa por el momento.

La sensación de que había unos ojos observándola despertaba en ella el deseo de salir huyendo, pero no estaba dispuesta a darse por vencida tan rápidamente. Empero ¿qué podía hacer aquí? Egwene no estaba; se encontraba en alguna parte del Yermo. Elayne había hablado de Rhuidean, fuera lo que fuera ese lugar.

Entre un paso y el siguiente se halló de repente en la ladera de una montaña, con un sol abrasador saliendo por encima de mellados riscos, al otro lado de un valle que se extendía allá abajo, convirtiendo el seco aire en el aliento de un horno. El Yermo. Estaba en el Yermo. En un primer momento la sorprendió que el sol hubiera salido, pero después razonó que el Yermo se encontraba lo bastante distante en el este para que estuviera amaneciendo cuando todavía era de noche en Tanchico. De cualquier modo, esos detalles no tenían importancia en el Tel’aran’rhiod. Con sol y con oscuridad, no parecía guardar relación con lo que pasaba en el mundo real, por lo que había llegado a deducir.

Unas sombras pálidas y alargadas cubrían todavía la mitad del valle pero, cosa curiosa, un denso banco de niebla bullía allá abajo sin que aparentemente menguara al recibir los abrasadores rayos de sol. De la niebla sobresalían grandes torres, algunas de ellas incompletas, por lo que alcanzaba a ver. Una ciudad. ¿En el Yermo?

Estrechó los párpados y atisbó a una persona en el valle. Era un hombre, aunque todo lo que pudo distinguir en la distancia era alguien que llevaba calzones y una chaqueta de un color azul fuerte. Desde luego, no era un Aiel. Caminaba al borde del muro de niebla y de vez en cuando se paraba para dar golpecitos con el índice en las blancas volutas. No estaba segura, pero le pareció que la mano se frenaba en seco, como si chocara contra algo. A lo mejor no era niebla.

—Debes irte de aquí —instó urgentemente una voz de mujer—. Si ése te ve, puedes darte por muerta o algo peor.

Nynaeve dio un brinco de sobresalto y giró al tiempo que levantaba el garrote con tanta precipitación que estuvo a punto de perder pie.

La mujer que se encontraba un poco más arriba de la ladera vestía una chaqueta corta de color blanco y unos amplios pantalones, amarillo pálido, sujetos por unas botas cortas. Un golpe de viento agitó su chaqueta. Fue su largo cabello rubio, trenzado en un complicado estilo, y el arco plateado que llevaba en las manos lo que hizo que los labios de Nynaeve pronunciaran con incredulidad un nombre:

—¿Birgitte? —Birgitte, heroína de cien relatos y su arco de plata con el que jamás fallaba. Birgitte, una de los héroes muertos que la llamada del Cuerno de Valere haría volver de la tumba para combatir en la Última Batalla—. No es posible. ¿Quién sois?

—No hay tiempo, mujer. Tienes que irte antes de que te vea. —Con un movimiento fluido sacó una flecha de la aljaba que llevaba a la cintura, la encajó en el arco y tensó la cuerda, apoyándola contra la oreja. Apuntaba directamente al corazón de Nynaeve—. ¡Vete!

Nynaeve huyó.

No supo cómo lo hizo, pero de repente se encontraba en el Prado, en Campo de Emond, contemplando la Posada del Manantial, con sus chimeneas y sus tejas rojas. Los techados de bálago rodeaban el Prado, donde el manantial brotaba de un afloramiento rocoso. El sol estaba alto aquí, aunque Dos Ríos se encontraba bastante al oeste del Yermo. Empero, una profunda sombra se cernía sobre el pueblo a pesar del cielo despejado.

Sólo dispuso de un instante para preguntarse cómo se las arreglarían sin ella antes de que captara un leve movimiento por el rabillo del ojo, un destello plateado y una mujer que se escabullía por una esquina de la casa de Ailys Candwin, detrás de la Posada del Manantial. Birgitte.

Nynaeve no vaciló. Echó a correr hacia uno de los puentes de transeúntes que cruzaban la estrecha e impetuosa corriente. Sus zapatos resonaron sobre las planchas de madera.

—Volved aquí —gritó—. ¡Volved y contestadme! ¿Quién era ése? ¡Volved u os vais a enterar lo que es ser una heroína! ¡Os voy a dar tantos porrazos que creeréis que habéis estado en una batalla legendaria!

Al girar en la esquina de la casa de Ailys, Nynaeve estaba convencida sólo a medias de que vería a Birgitte, pero lo que no esperaba encontrarse era un hombre con capa oscura trotando hacia ella a menos de cien pasos por la calle de tierra. Se quedó sin respiración. Lan. No, no era él, pero tenía el mismo corte de cara, los mismos ojos. El hombre se detuvo, levantó el arco y disparó. A ella. Gritando, Nynaeve se lanzó hacia un lado a la par que se esforzaba denodadamente por regresar del sueño.


Elayne se incorporó de un brinco y tiró la banqueta cuando Nynaeve chilló y se sentó en la cama con los ojos muy abiertos.

—¿Qué ocurre, Nynaeve? ¿Qué ha pasado?

La otra mujer se estremeció.

—Se parecía a Lan. Se parecía a Lan e intentó matarme. —Se llevó la temblorosa mano al brazo izquierdo, donde un corte superficial, unos dedos más abajo del hombro, sangraba—. Si no hubiera saltado a un lado, me habría traspasado el corazón.

Elayne se sentó al borde de la cama y examinó el corte.

—No es profundo. Lo lavaré y te lo vendaré. —Ojalá supiera Curar; intentarlo sin saber cómo podría ser incluso peor. Por fortuna, no era más que un arañazo largo. Eso por no mencionar que todavía sentía la cabeza como si fuera de gelatina. Una temblorosa gelatina—. No era Lan, tranquilízate. Quienquiera que fuera, no era Lan.

—Ya lo sé —replicó Nynaeve con acritud. Le contó lo que había pasado con el mismo tono de voz furioso. No sabía si el hombre que le había disparado en Campo de Emond y el que había visto en el Yermo eran la misma persona. Lo de Birgitte ya era de por sí bastante increíble.

—¿Estás segura? —preguntó Elayne—. ¿Birgitte?

—De lo único que estoy segura es de que no encontré a Egwene —suspiró—. Y que no pienso volver allí esta noche. —Se golpeó el muslo con el puño—. ¿Dónde se habrá metido? ¿Qué le habrá pasado? Si se topó con ese tipo del arco… ¡Oh, Luz!

Elayne tuvo que pensar un minuto; estaba muerta de sueño y las ideas le iban y le venían.

—Dijo que a lo mejor no acudía a la cita que teníamos. Tal vez por eso tuvo que marcharse tan deprisa. El motivo de que no pueda acudir… Quiero decir… —Lo que decía no parecía tener mucho sentido, pero era incapaz de expresarse con más claridad.

—Eso espero —dijo, cansada, Nynaeve. Miró a Elayne y añadió—: Será mejor que te vayas a la cama. Parece que estás a punto de desplomarte.

Elayne agradeció que la ayudara a desnudarse. Recordaba vagamente haber vendado el brazo a Nynaeve, pero la cama resultaba tan tentadora que casi no podía pensar en otra cosa. Con suerte, por la mañana la habitación habría dejado de dar vueltas. El sueño le llegó tan pronto como recostó la cabeza en la almohada.

Al despertar a la mañana siguiente deseó estar muerta.

El sol apenas había salido, de modo que Elayne se encontró sola en la sala de la posada mirando fijamente una taza que Nynaeve le había dejado en la mesa antes de ir a buscar a la posadera. Cada vez que respiraba olía el contenido y su nariz intentaba cerrarse. Sentía la cabeza como si… Imposible explicarlo. Si alguien le hubiera ofrecido cortársela se lo habría agradecido.

—¿Os encontráis bien?

Dio un brinco al oír la voz de Thom y contuvo a duras penas un gemido.

—Sí, gracias. —Hablar le causaba dolorosos pinchazos en la cabeza. Thom se atusó el bigote con incertidumbre—. Vuestros relatos de anoche fueron maravillosos, Thom. Al menos, lo que recuerdo de ellos. —De algún modo logró soltar una risita timorata—. Me temo que no recuerdo mucho aparte de sentarme aquí para escucharos. Parece ser que el puré de manzanas que comí no estaba en buenas condiciones. —No estaba dispuesta a admitir que había tomado tanto vino como para ponerse enferma; todavía no tenía idea de cuánto había sido. Y tampoco de que hubiera hecho el ridículo en esta sala. Eso por encima de todo. El juglar pareció creerla, a juzgar por el gesto de alivio con que se sentó en una silla.

Nynaeve regresó y le tendió un paño húmedo al tiempo que tomaba asiento. También le acercó más la taza con el repugnante preparado. Elayne apretó, aliviada, el paño húmedo sobre la frente.

—¿Alguno de vosotros ha visto a maese Sandar esta mañana? —preguntó la antigua Zahorí.

—No durmió en nuestro cuarto —contestó Thom—, cosa por la que me siento agradecido habida cuenta del tamaño de la cama.

Como si sus palabras lo hubieran invocado, Juilin entró por la puerta principal; el cansancio se reflejaba en su rostro y llevaba la chaqueta arrugada. Debajo del ojo izquierdo había un moretón, y se notaba que se había peinado el corto cabello negro pasándose los dedos por él, pero sonrió al reunirse con ellos.

—En esta ciudad los ladrones son tan numerosos como las ranas en un cañaveral y hablan de lo que sea si se les ofrece una copa. He charlado con dos hombres que afirman haber visto a una mujer con un mechón blanco en la sien izquierda. A uno de ellos, le creo.

—Así que están aquí —dijo Elayne, pero Nynaeve sacudió la cabeza.

—Tal vez. Habrá más mujeres que tengan un mechón blanco en el cabello.

—El hombre no supo calcular la edad que tendría —añadió Juilin a la par que disimulaba un bostezo tapándose la boca con la mano—. Intemporal, según él. Incluso chanceó comentando si no sería una Aes Sedai.

—Vais demasiado deprisa —le recriminó Nynaeve con voz tirante—. No nos haréis ningún bien si nos las echáis encima.

—Tengo mucho cuidado. —Juilin había enrojecido y tenía un gesto sombrío—. No me apetece lo más mínimo que Liandrin vuelva a ponerme las manos encima. No hago preguntas, sólo charlo. A veces sobre mujeres que conocía. Dos hombres picaron con lo del mechón blanco, y ninguno de ellos sospechó que se tratara de algo más que un simple comentario en una conversación despreocupada para acompañar una cerveza barata. Puede que esta noche algún otro caiga en mi red, sólo que en esta ocasión a lo mejor el comentario es sobre una frágil mujer de Cairhien con unos enormes ojos azules. —Ésa tenía que ser Temaile Kinderode—. Poquito a poco iré reduciendo los lugares donde se las ha visto hasta que sepa dónde están. Las encontraré para vos.

—O lo haré yo. —Thom lo dijo como si estuviera convencido de que esto sería lo más probable—. En vez de relacionarse con ladrones, ¿no es más lógico que estén entremetiéndose en asuntos de nobles y políticos? Algún lord de esta ciudad empezará a hacer algo que hasta ahora no había hecho nunca, y me llevará hasta ellas.

Los dos hombres se sostuvieron la mirada fijamente, y Elayne pensó que en cualquier momento uno de ellos retaría al otro a una lucha. Hombres. Primero, Juilin y Domon, y ahora Juilin y Thom. Probablemente Thom y Domon se enredarían en una pelea a puñetazos para acabar de completarlo. Hombres. Era el único comentario que se le ocurría.

—A lo mejor Elayne y yo tenemos éxito sin necesitaros al uno ni al otro —intervino, cortante, Nynaeve—. Empezaremos a buscar hoy mismo. —Una rápida mirada de reojo a la heredera del trono y añadió—: Al menos, lo haré yo. Es posible que Elayne necesite descansar un poco más de la… travesía.

La joven soltó lentamente el paño húmedo sobre la mesa, cogió la taza con las dos manos y se la llevó a la boca. El líquido gris verdoso sabía todavía peor de lo que olía. Estremecida de asco, se obligó a seguir tragando. Cuando le llegó al estómago la joven tuvo la sensación de ser una capa sacudida por un vendaval.

—Dos pares de ojos ven más que uno —le dijo a Nynaeve mientras soltaba la taza vacía en la mesa con bastante energía para que sonara la loza.

—Y un centenar de pares pueden ver incluso más —se apresuró a añadir Juilin—. Y si es verdad que ese congrio illiano manda a sus hombres a investigar, contaremos con ese centenar como mínimo sumando a los ladrones y cortabolsas.

—Yo… Nosotros encontraremos a esas mujeres si tal cosa es posible —intervino Thom—. No es menester que os mováis de la posada. En esta ciudad se percibe un gran peligro aunque Liandrin no esté en ella.

—Además de que, si están aquí, os conocen a las dos —agregó Juilin—. Más vale que permanezcáis en la posada, donde no puedan veros.

Elayne los miró sin salir de su sorpresa. Un instante antes habían cruzado las miradas como si fueran cuchillos, y ahora estaban hombro con hombro. Nynaeve estaba en lo cierto al decir que les causarían problemas. Bueno, pues la heredera del trono de Andor no pensaba esconderse detrás de maese Juilin Sandar y maese Thom Merrilin. Abrió la boca para decírselo así, pero Nynaeve se le adelantó:

—Sí, tenéis razón —admitió, sosegada. Elayne la miró con absoluta incredulidad; Thom y Juilin parecían sorprendidos y, al mismo tiempo, asquerosamente satisfechos de sí mismos—. Nos conocen a las dos. Creo que me ocuparé de eso esta mañana. Ah, aquí viene la señora Rendra con nuestro desayuno.

Thom y Juilin intercambiaron una mirada desconcertada, pero no podían decir nada estando delante la posadera, que les sonreía a través del transparente velo.

—¿Qué hay de lo que os pedí? —inquirió Nynaeve mientras la mujer le servía un cuenco de gachas de avena.

—Ah, sí. No habrá problema para encontrar ropa que os esté bien a las dos. En cuanto al cabello, con lo hermoso y largo que lo tenéis, no costará mucho recogéroslo —dijo, tocándose sus trenzas rubias.

Las expresiones en los rostros de Juilin y Thom arrancaron una sonrisa a Elayne. Sin duda estaban preparados para enfrentarse a cualquier argumento en contra, pero no habían preparado una defensa para el caso de que no se les hiciese el menor caso. De hecho, el malestar y el dolor de cabeza ya se le estaban pasando; por lo visto, la repugnante medicina de Nynaeve empezaba a surtir efecto. Mientras la antigua Zahorí y Rendra hablaban sobre precios, cortes y tejidos —la posadera abogaba por unos duplicados de sus ajustados atuendos habituales, el de hoy de un tono verde pálido, a lo que Nynaeve se oponía pero sin demasiada convicción—, Elayne tomó una cucharada de gachas de avena para quitarse el mal gusto de boca. Entonces se dio cuenta de que estaba hambrienta.

Había un problema que ninguna de ellas había mencionado todavía y del que Thom y Juilin no sabían nada. Si el Ajah Negro se encontraba en Tanchico, entonces también existía lo que quiera que ponía en peligro a Rand. Algo capaz de someterlo con su propio Poder. Encontrar a Liandrin y a las demás no era suficiente: también tenían que dar con aquello. De repente, se volvió a quedar sin apetito.

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