27 En los Atajos

La oscuridad de los Atajos ahogaba la luz de la linterna de Perrin reduciéndola a un halo claramente definido alrededor de Gaul y de él. El crujido de la silla de montar y el acompasado rechinar de los cascos sobre el suelo de piedra también parecían frenarse al borde de la luz. No flotaba olor alguno en el aire; nada. El Aiel caminaba con fáciles zancadas junto a Brioso sin quitar ojo del mortecino brillo de las linternas del grupo de Loial, más adelante. Perrin se negaba a referirse a ellos como el grupo de Faile. A pesar de su mala reputación, los Atajos no parecían afectar a Gaul; por su parte, Perrin no podía menos de aguzar el oído como había estado haciendo durante los dos últimos días o lo que pasaba por ser días en este lugar de tinieblas. Serían sus oídos los que captarían primero el ruido que presagiaba que todos ellos iban a morir o quizás algo peor; el aullido de un viento donde jamás soplaba la más leve brisa salvo el Machin Shin, el Viento Negro que devoraba las almas. No podía evitar pensar que viajar por los Atajos era una necedad mayúscula; sin embargo, cuando la necesidad apremiaba, todo aquello que normalmente se consideraba un disparate dejaba de serlo.

La débil luz al frente se detuvo, y el joven sofrenó su caballo en medio de lo que parecía un antiguo puente de piedra —antiguo por las grietas de los antepechos y los irregulares hoyos y baches que salpicaban la calzada— que se elevaba en arco sobre la infinita negrura. Seguramente debía de tener cerca de los tres mil años, pero ahora parecía estar a punto de desplomarse.

El caballo de carga se pegó a la grupa de Brioso; los animales buscaban consuelo en el reconfortante contacto entre sí y giraban los ojos con intranquilidad observando el oscuro entorno. Perrin sabía cómo se sentían; la compañía de unas cuantas personas más habría aliviado en parte el agobiante peso de esta noche infinita. Con todo, no se habría aproximado más a las linternas que brillaban al frente aunque hubiera viajado solo, porque no quería arriesgarse a que se repitiera lo ocurrido en la primera isla, poco después de entrar por la puerta a los Atajos en Tear. Se rascó la rizosa barba con irritación. No sabía bien qué había esperado, pero no aquello…

La linterna se meció en la punta del palo cuando desmontó y condujo a Brioso y al caballo de carga hacia la guía, una alta losa de piedra blanca cubierta de incrustaciones plateadas que formaban delicados trazos, con una vaga semejanza a enredaderas y hojas, todas ellas marcadas con picaduras, como si les hubiera salpicado ácido. No sabía leerlo, por supuesto, ya que se trataba de escritura Ogier y Loial sería quien se encargaría de ello, de modo que caminó alrededor de la isla para examinarla. No se diferenciaba de las que ya había visto, rodeada por una balaustrada de piedra blanca de simples tallas curvas y circulares que formaban un complejo diseño. La balaustrada se interrumpía a intervalos, donde arrancaban otros puentes cuyos arcos se perdían en las tinieblas, así como rampas carentes de barandillas que subían o bajaban sin que se viera qué las soportaba. Las grietas, los hoyos y los baches abundaban por doquier, como si la piedra estuviera pudriéndose. Cada vez que los caballos se movían se escuchaba un ruido rasposo, como si los cascos desprendieran arenilla de la piedra. Gaul escudriñaba la oscuridad sin dar señales de nerviosismo; claro que él ignoraba lo que podía haber por allí fuera. Perrin sí lo sabía, y demasiado bien.

Cuando Loial y los demás llegaron, Faile desmontó inmediatamente de su yegua negra y se dirigió hacia Perrin con la mirada clavada en su rostro. El joven empezaba a lamentar haberla preocupado, pero Faile no parecía alarmada en absoluto; en realidad, Perrin no habría sabido describir su expresión.

—¿Has decidido hablarme en lugar de mirarme por encima del…?

El tremendo bofetón le hizo ver las estrellas.

—¿Qué te proponías al salir hacia aquí como un jabalí lanzado a la carga? ¡No tienes la menor consideración! ¡Ni pizca!

—Te pedí que no volvieras a hacer eso —dijo Perrin tras respirar profunda, lentamente.

Los ojos de Faile, oscuros y rasgados, se abrieron de par en par como si el joven hubiera dicho algo exasperante. Perrin se frotaba la mejilla cuando la siguiente bofetada lo alcanzó por el otro lado, casi descoyuntándole la mandíbula. Los Aiel observaban la escena con interés; Loial tenía las orejas caídas.

—Te dije que no hicieras esto —gruñó Perrin.

El puño de la chica no era grande, pero el directo que le atizó en las costillas estuvo a punto de dejarlo sin aire en los pulmones y lo hizo doblarse hacia ese lado; además, se disponía a descargar otro puñetazo. Perrin soltó un hondo gruñido, la cogió por el cogote y…

Bueno, ella se lo había buscado; era culpa suya. Le había pedido que no lo abofeteara. Se lo había repetido varias veces. Se lo había buscado. A Perrin le sorprendió que no intentara sacar uno de sus cuchillos, sin embargo; debía de llevar encima tantos como el propio Mat.

Estaba furiosa, desde luego. Furiosa con Loial por intentar intervenir ya que ella sabía valerse por sí misma, muchas gracias. Furiosa con Bain y Chiad por no haber intervenido; se quedó desconcertada cuando las dos Aiel explicaron que suponían que no quería que interfirieran en una pelea elegida por ella. «Cuando uno inicia una lucha —dijo Bain—, debe arrostrar las consecuencias, se gane o se pierda». No obstante, no parecía estar enfadada ya con él, ni lo más mínimo, y eso lo ponía nervioso. Se había limitado a mirarlo de hito en hito, con los oscuros ojos relucientes por el velo de lágrimas, cosa que lo hizo sentirse culpable y que acabó poniéndolo furioso. ¿Por qué iba a sentirse culpable? ¿Acaso esperaba que se quedara quieto dejando que lo golpeara hasta hartarse? Faile montó en Golondrina y se quedó inmóvil, con la espalda muy recta, mirándolo de un modo indescifrable. Lo puso más nervioso aún; casi habría preferido que sacara uno de sus cuchillos. Pero sólo casi.

—Se mueven otra vez —avisó Gaul.

Perrin volvió al presente con un sobresalto. Sí, la otra luz se movía, pero enseguida volvió a detenerse; alguno de ellos, probablemente Loial, se había percatado de que todavía no los seguían. A Faile no le importaría que se perdiera, y las dos Aiel habían intentado convencerlo en dos ocasiones para que caminara un rato con ellas apartados del grupo. Ni siquiera hizo falta la leve sacudida de cabeza de Gaul para que Perrin rehusara. Taconeó los flancos de Brioso y tiró del ronzal del caballo de carga.

La losa guía estaba aun más corroída que las que habían visto hasta ahora, pero el joven pasó ante ella sin dirigirle apenas una ojeada por encima. Las luces de las otras linternas iniciaban el descenso por una de las rampas suavemente inclinadas, y las siguió con un suspiro. Odiaba las rampas. Llegó al arranque del trazado en espiral, al que flanqueaban únicamente las tinieblas, y siguió la curva descendente; al frente no se distinguía más que la tenue luz de la linterna meciéndose sobre su cabeza. Algo le decía que la caída por el borde no tenía fin. Brioso y el caballo de carga se mantenían en la parte central de la rampa sin necesidad de que él los instara a hacerlo, e incluso Gaul evitaba aproximarse al borde. Lo que era peor, cuando la rampa desembocó en otra isla, la única conclusión a la que podía llegarse era que se encontraba exactamente debajo de la que acababan de abandonar; se alegró de ver que Gaul miraba hacia arriba, de comprobar que no era él el único que se preguntaba qué sostenía las islas en lo alto y si tal apoyo seguía siendo seguro.

Las linternas de Loial y Faile se habían detenido de nuevo junto a la guía, de modo que frenó su montura nada más salir de la rampa. Sin embargo, en esta ocasión el grupo no prosiguió.

—Perrin —llamó Faile al cabo de unos segundos.

El joven intercambió una mirada con Gaul, y el Aiel se encogió de hombros. La muchacha no le había dirigido la palabra desde que…

—Perrin, ven. —El tono no era perentorio, pero tampoco era una amable petición.

Bain y Chiad estaban sentadas cómodamente en cuclillas junto a la guía, y Loial y Faile seguían en sus monturas, sosteniendo las lámparas por el palo. El Ogier sujetaba los ronzales de los animales de carga; sus copetudas orejas se agitaron mientras sus ojos iban de Faile a Perrin alternativamente. Por otro lado, la joven parecía completamente absorta en ajustarse los guantes de suave piel verde con dorados halcones bordados en el envés. También se había cambiado de atuendo. Era del mismo estilo que el anterior, con cuello alto y falda pantalón, pero estaba confeccionado en seda brocada de un color verde oscuro y parecía resaltar su busto. Era la primera vez que Perrin veía este vestido.

—¿Qué quieres? —preguntó, desconfiado.

Faile alzó los ojos como si le sorprendiera verlo, ladeó la cabeza con gesto pensativo y después sonrió como si acabara de recordar algo.

—Oh, sí. Quería comprobar si habías aprendido a acudir cuando te llamo. —Su sonrisa se acentuó debido, sin duda, a que le oyó rechinar los dientes.

El joven se frotó la nariz; había en el aire un débil tufo maloliente.

—Igual que si intentaras entender al sol, Perrin —dijo Gaul—. Existe, simplemente, y no hay que comprenderlo. No puedes vivir sin él, pero exige un precio. Lo mismo ocurre con las mujeres.

Bain se acercó a Chiad para susurrarle algo al oído, y las dos Aiel se echaron a reír. Por el modo en que los miraban a Gaul y a él, Perrin supuso que no le habría hecho gracia saber lo que encontraban tan divertido.

—No es por eso —retumbó Loial, cuyas orejas se agitaron con irritación. El Ogier le asestó a Faile una mirada acusadora que no la azoró ni poco ni mucho; la muchacha le dedicó una ambigua sonrisa y continuó ajustándose los guantes—. Lo siento, Perrin, pero insistió en llamarte ella. El motivo es que ya hemos llegado. —Señaló la base de la guía, donde una ancha línea blanca, interrumpida por los hoyos del suelo, se extendía no hacia un puente o una rampa, sino hacia la oscuridad—. Es la puerta a los Atajos de Manetheren, Perrin.

El joven asintió en silencio; no estaba dispuesto a sugerir que siguieran la línea para que Faile lo increpara por intentar ponerse al mando. Volvió a frotarse la nariz con gesto absorto; aquel tufo apestoso apenas perceptible resultaba irritante. No tenía intención de hacer siquiera la más leve sugerencia; si Faile quería estar al mando, que lo hiciera. Pero la joven continuaba tonteando con los guantes y esperando, obviamente, a que él dijera cualquier cosa para así hacer un comentario ingenioso. Le gustaban las ocurrencias, mientras que él prefería decir exactamente lo que pensaba. Irritado, hizo volver grupas a Brioso con intención de continuar sin ella y sin Loial. La línea conducía a la puerta, y sabía distinguir la hoja de Avendesora que la abriría.

De repente, captó el rítmico repiqueteo de pezuñas en la oscuridad, y su mente identificó de golpe el fétido olor.

—¡Trollocs! —gritó.

Gaul giró suavemente sobre sus talones e hincó una lanza en la negra cota de malla de un trolloc con hocico de lobo que se abalanzaba hacia el círculo de luz con la curva espada enarbolada; en el mismo movimiento grácil extrajo el arma y se apartó a un lado para que la enorme bestia se desplomara en el suelo. Empero, detrás venían más trollocs cual un torbellino de hocicos de cabra, colmillos de jabalí, crueles picos y cuernos retorcidos, empuñando espadas, hachas y lanzas. Los caballos corcovaron y relincharon.

Sosteniendo en alto la linterna, pues la idea de combatir a estos seres en la oscuridad le provocaba un sudor frío, Perrin buscó a tientas un arma y la descargó contra un deforme rostro hocicudo. Se sorprendió al caer en la cuenta de que había sacado el martillo de las correas que lo sujetaban a las alforjas; no obstante, aunque carecía del aguzado filo del hacha, los cinco kilos de acero forjado por el brazo de un herrero lanzaron hacia atrás al trolloc, que se tambaleó a la par que chillaba y se cubría con las garras la cara hecha papilla.

Loial arremetió con el palo de su linterna contra la cornuda cabeza de otro trolloc y el fanal se rompió; envuelta en el aceite prendido, la bestia corrió lanzando alaridos y se perdió en las tinieblas. El Ogier continuó blandiendo el sólido palo que en sus manos semejaba una fina vara, pero que al descargarse causaba secos chasquidos de huesos rotos. Uno de los cuchillos de Faile se alojó en un ojo sorprendentemente humano, encima de un hocico con colmillos. Los Aiel bailaban la danza de las lanzas y, de algún modo, habían hallado el momento de cubrirse el rostro con el velo. Perrin golpeaba una y otra vez, sin descanso, sumergido en un torbellino de muerte que se prolongó quizás un minuto, o cinco, aunque a él le pareció una hora. Empero, todos los trollocs acabaron cayendo, y aquellos que no estaban muertos se sacudían con los últimos estertores.

Perrin inhaló aire con ansiedad; sentía el brazo derecho como si el peso del martillo fuera a arrancárselo de cuajo; un lado de la cara le ardía y algo húmedo resbalaba por la mejilla, al igual que por una de las piernas, donde las armas trollocs lo habían herido. Los tres Aiel tenían como mínimo una mancha de humedad que enrojecía sus ropas pardas y grises, y a Loial le habían abierto un feo tajo en el muslo. Los ojos de Perrin pasaron veloces sobre ellos buscando a Faile. Si la habían herido… La joven estaba montada en su yegua negra, con un cuchillo empuñado y listo para ser lanzado. De hecho, la muchacha se las había ingeniado para quitarse los guantes y sujetarlos debajo del cinturón. Que Perrin viera, no tenía una sola herida. En el penetrante olor a sangre —humana, de Ogier y de trollocs— no le habría sido posible percibir la de Faile en caso de que estuviera sangrando, pero conocía bien su olor personal y no captaba el de dolor por estar herida. Sin duda, la única razón de que continuaran vivos era el brusco contraste entre la luz y la oscuridad, ya que la primera hacía daño a los trollocs en los ojos y a las bestias les costaba adaptarse al cambio.

Sólo tuvieron un momento de respiro, justo lo suficiente para mirar en derredor. De improviso, con un rugido escalofriante, un Fado saltó al círculo de luz. Las vacías cuencas oculares presagiaban la muerte, mientras la negra espada se descargaba con la mortífera celeridad de un relámpago. Los caballos relincharon aterrados al tiempo que intentaban huir.

Gaul apenas si tuvo tiempo de interponer la adarga en el camino de aquella espada, y la negra hoja cortó limpiamente un trozo del escudo como si las rígidas capas de cuero endurecido fueran hojas de papel. Arremetió con la lanza, esquivó por los pelos una estocada y volvió a asestar un lanzazo. Varias flechas se hincaron en el torso del Myrddraal; Bain y Chiad habían metido las lanzas en el correaje que sujetaba a su espalda las fundas de los arcos de hueso, los cuales estaban utilizando ahora. Más flechas se clavaron en el pecho del Semihombre mientras la lanza de Gaul continuaba arremetiendo una y otra vez. De pronto, uno de los cuchillos de Faile se hundió en aquel rostro lívido y liso como un gusano blanco. El Fado no doblaba la rodilla, no cejaba en su empeño de matarlos; únicamente los ágiles quiebros de sus adversarios evitaron que la negra espada encontrara músculos y huesos en los que hundirse.

Sin ser consciente de ello, Perrin mostró los dientes al lanzar un sordo gruñido. Odiaba a los trollocs como un enemigo ancestral de su estirpe, pero ¿un Nonacido…? Merecía la pena morir con tal de acabar con uno de ellos. «¡Oh, sí, hincarle los dientes en la garganta!» Sin pensar siquiera que podía interponerse en el trayecto de las flechas de Bain y Chiad, obligó a Brioso a aproximarse al Nonacido por la espalda utilizando riendas y rodillas. En el último instante, el ser giró sobre sí mismo desentendiéndose de Gaul sin que aparentemente notara el lanzazo del Aiel, aunque la punta le entró entre los hombros y le salió por debajo de la garganta, y clavó aquella mirada vacía que provocaba el terror en cualquier hombre. Demasiado tarde. El martillo del joven se descargó y le aplastó el cráneo.

A pesar de encontrarse desplomado en el suelo y casi descabezado, el Myrddraal continuó sacudiéndose y asestando golpes con su espada forjada en Thakan’dar. Brioso reculó a la par que relinchaba con nerviosismo y, de repente, Perrin se sintió como si le hubieran echado un cubo de agua helada. Aquella hoja de acero negro ocasionaba heridas que hasta a las Aes Sedai les costaba mucho trabajo sanar, y él se había adelantado con absoluta despreocupación. «Hincarle los dientes en… ¡Luz, he de controlarme! ¡Como sea!»

Sus agudos oídos todavía captaban sonidos apagados en la oscuridad, al otro extremo de la isla: el repiqueteo de pezuñas, el sonido rasposo de botas, el resuello de jadeos y el murmullo gutural. Había más trollocs, cuántos no sabría decir. Lástima que no hubieran estado vinculados al Myrddraal, aunque tal vez no se decidieran a atacar sin contar con la guía del Fado. Habitualmente los trollocs eran cobardes natos que preferían luchar contra un enemigo al que superaran en número para llevar a cabo una matanza fácil; empero, incluso sin el Myrddraal cabía la posibilidad de que se animaran a atacar de nuevo.

—La puerta —dijo—. Tenemos que salir de aquí antes de que decidan qué van a hacer sin eso. —Utilizó el martillo para señalar el cuerpo del Fado que seguía agitándose espasmódicamente. Faile hizo volver grupas a Golondrina con tal prontitud que dejó estupefacto al joven—. ¿No vas a discutir mi sugerencia?

—No cuando lo que dices tiene sentido —replicó ella—. Loial…

El Ogier se puso a la cabeza del grupo montado en su enorme caballo cernejudo. Perrin se situó detrás de él y de Faile, aunque de cara a la isla, martillo en mano y flanqueado por los Aiel, que llevaban los arcos aprestados. En la negrura se escuchó el apagado sonido de pezuñas y botas persiguiéndolos y los ásperos murmullos en un lenguaje demasiado tosco para ser pronunciado por un humano. Los susurros sonaban cada vez más cerca a medida que los trollocs recuperaban el coraje.

Otro sonido, semejante al susurro de seda contra seda, llegó a los oídos de Perrin y lo heló hasta los huesos. El ruido se hizo más intenso, como la respiración de un gigante, aspirando, espirando, más y más alto.

—¡Deprisa! —gritó—. ¡Rápido!

—¡Eso hago! —gruñó Loial—. Yo… ¡Ese ruido! ¿Es…? ¡Que la Luz nos ampare y la mano del Creador nos proteja! Ya se abre. ¡Se está abriendo! Tengo que salir el último. ¡Fuera, fuera! Pero no muy… ¡No, Faile!

Perrin se arriesgó a echar un vistazo por encima del hombro. Las hojas de una puerta aparentemente hechas de hojas frescas se estaban abriendo a un paisaje montañoso que parecía verse a través de un cristal ahumado. Loial había desmontado para sacar la hoja de Avendesora con la que se abría el portal, y Faile agarraba el ronzal de los animales de carga y las riendas del alto caballo del Ogier.

—¡Aprisa, seguidme! —gritó la joven temerariamente a la par que taconeaba los flancos de Golondrina, y la yegua teariana partió veloz hacia la abertura.

—¡Id tras ella, rápido! —instó Perrin a los Aiel—. Contra esto no podéis pelear.

Con muy buen sentido, los tres guerreros apenas vacilaron un instante antes de retroceder hacia la puerta, con Gaul tirando del ronzal del otro caballo de carga. Perrin condujo a Brioso junto a Loial.

—¿Hay algún modo de atrancarla para que no puedan abrirla? —le preguntó al Ogier.

El apagado murmullo de los trollocs tenía ahora un timbre excitado; las bestias también habían reconocido el sonido. Se aproximaba el Machin Shin, y seguir vivo significaba salir de los Atajos.

—Sí, sí. Pero vete. ¡Vamos, vete!

Perrin tiró de las riendas haciendo que Brioso reculara hacia el umbral; no obstante, antes de ser consciente de lo que hacía, había echado la cabeza hacia atrás y lanzaba un aullido desafiante. «¡Necio, necio, necio!» Empero, y aun cuando tenía los ojos prendidos en aquella negrura infinita, continuó azuzando a Brioso hacia atrás, hacia la puerta. Una oleada gélida lo cubrió cabello a cabello, y el tiempo pareció dilatarse. La sacudida física que se producía al salir de los Atajos lo asaltó, como si de una zancada hubiera pasado de un galope tendido a frenarse en seco.

Los Aiel todavía se estaban volviendo hacia la puerta mientras se desplegaban en abanico sobre la pendiente, con las flechas encajadas en los arcos, buscando posiciones entre los pinos y abetos doblados por el viento. Faile aún no había terminado de levantarse tras caer de la silla de Golondrina, que le daba suaves empujones con el hocico. Salir o entrar de los Atajos a galope entrañaba un gran riesgo; tenía suerte de que ni ella ni su montura se hubieran roto el cuello. El gran caballo de Loial y los animales de carga temblaban como si hubieran recibido un golpe entre los ojos. Perrin abrió la boca, pero la joven lo miró duramente, como desafiándolo a hacer cualquier comentario y, menos aun, uno que fuera compasivo. Perrin hizo una mueca irónica y, muy juiciosamente, guardó silencio.

Loial salió por la puerta violentamente, saltando a través del opaco espejo plateado como si se desprendiera de su propia imagen, y rodó por el suelo. Casi pisándole los talones aparecieron dos trollocs con cuernos y hocico de cabra uno de ellos y el otro con pico de águila y pecho emplumado; pero, antes de que acabaran de atravesar el espejo, la titilante superficie se puso negra, burbujeó y se combó, aprisionándolos.

Unas voces susurraron en la cabeza de Perrin, miles de voces balbucientes y enloquecidas que le arañaban el cráneo.

Sangre amarga. Muy amarga. Bebe la sangre y parte los huesos. Pártelos y chupa la médula. Médula amarga, dulces gritos. Gritos cantarines. Entónalos. Pequeños espíritus. Espíritus acerbos. Engúllelos. Qué dulce dolor. Y así continuaron.

Aullando, chillando como posesos, los trollocs golpeaban la negrura que burbujeaba a su alrededor, y luego clavaron las uñas en la superficie intentando librarse de ella, pero ésta seguía engulléndolos más y más hasta que sólo quedó fuera una peluda mano que se aferraba frenéticamente y después nada salvo una negrura que se combaba hacia el exterior, husmeando, buscando. Lentamente las hojas de la puerta reaparecieron y se fueron cerrando, empujando y aplastando la oscuridad hasta dejarla encerrada al otro lado. Por fin las voces que sonaban dentro de la cabeza de Perrin se callaron. Loial corrió hacia la puerta para reemplazar no una, sino dos hojas trifoliadas entre otras miles de enredadera. La puerta a los Atajos se convirtió de nuevo en piedra, en un trozo de pared tallada con minuciosidad en una ladera escasamente arbolada. Entre las miles de hojas de enredadera ahora no había una de Avendesora sino dos. Loial había encajado también la hoja trifoliada de la parte interior en la cara exterior. El Ogier soltó un profundo suspiro de alivio.

—Es lo único que pude hacer —dijo—. Ahora sólo podrá abrirse desde fuera. —Dirigió a Perrin una mirada mezcla de ansiedad y firmeza—. También podría haberla clausurado para siempre si no hubiera encajado las hojas, pero no quise destruir una puerta a los Atajos, Perrin. Nosotros los creamos y los cuidamos. Tal vez algún día haya la posibilidad de limpiarlos. No podía destruirla.

—Con eso valdrá —lo animó Perrin. ¿Habrían entrado los trollocs por esta puerta o sólo habría sido un encuentro fortuito? En cualquier caso, bastaría.

—¿Eso era…? —empezó Faile, insegura, pero enmudeció y tragó saliva. Hasta los Aiel parecían impresionados.

—El Machin Shin —contestó Loial—. El Viento Negro. Una criatura de la Sombra o algo creado por la propia contaminación de los Atajos. Nadie lo sabe. Lo lamento por los trollocs. Hasta ellos me dan lástima.

Perrin no estaba seguro de lamentarlo; ni siquiera porque hubieran tenido una muerte tan horrible. Había visto lo que los trollocs dejaban cuando ponían las manos sobre un humano. Comían cualquier cosa siempre y cuando fuera carne, y en ocasiones les gustaba mantener con vida a su presa mientras la estaban descuartizando. No, no sentía ninguna pena por los trollocs.

Los cascos de Brioso hicieron rechinar la arenilla del suelo cuando Perrin lo hizo volver grupas para ver dónde se encontraban.

Unas cumbres encapotadas se alzaban todo en derredor; eran las nubes perpetuas que daban nombre al macizo: las Montañas de la Niebla. A esta altitud hacía frío, incluso en verano, sobre todo en comparación con Tear. El sol del atardecer rozaba los picos occidentales, y sus rayos se reflejaban en los arroyos que descendían para desembocar en el río que serpenteaba a lo largo del valle, allá abajo. El Manetherendrelle, se llamaba antaño, cuando su cauce corría desde las montañas hasta mucho más al oeste y al sur, pero Perrin había crecido llamando Río Blanco al tramo que fluía por la frontera sur de Dos Ríos, un trecho de rápidos espumantes que no se podían cruzar. El Manetherendrelle. Las Aguas del Hogar de la Montaña.

Allí donde había roca desnuda, tanto en el valle como en las laderas del entorno, ésta brillaba como el cristal. En tiempos hubo allí una gran urbe que se extendía por el valle y las montañas: Manetheren, la ciudad de altísimas torres y fuentes cantarinas, según los antiguos relatos de los Ogier. Desapareció sin dejar rastro excepto la indestructible puerta a los Atajos que se alzaba en la arboleda Ogier, la cual fue arrasada por el fuego hacía más de dos mil años, en pleno apogeo de la Guerra de los Trollocs, destruida por el Poder Único tras la muerte de su último rey, Aemon al’Caar al’Thorin, que cayó en su última batalla sangrienta contra la Sombra. El Campo de Aemon, lo llamaron los hombres a aquel lugar donde ahora se alzaba el pueblo conocido como Campo de Emond.

Perrin sufrió un escalofrío. Aquello había ocurrido mucho tiempo atrás y, desde entonces, los trollocs no habían vuelto por allí hasta la Noche de Invierno, hacía más de un año, la víspera de que Rand, Mat y él se vieran obligados a huir con Moraine al amparo de la oscuridad. Tenía la sensación de que hubiera pasado mucho más tiempo. Pero tal cosa no volvería a ocurrir ahora que la puerta a los Atajos estaba clausurada. «Es de los Capas Blancas de quienes debo preocuparme, no de los trollocs».

Una pareja de halcones de alas blancas volaba en círculo al otro extremo del valle, y la aguda vista de Perrin captó apenas el destello de una flecha ascendiendo hacia el cielo y, de repente, uno de los halcones dio una brusca voltereta y se precipitó hacia el suelo. El joven frunció el entrecejo. ¿Qué motivo tenía nadie para disparar a un halcón aquí arriba, en plenas montañas? Si fuera sobre una granja, donde había gallinas y gansos, pero ¿aquí? ¿Y qué hacía alguien en el macizo? Las gentes de Dos Ríos evitaban las montañas.

El otro halcón se lanzó en picado plegando las níveas alas hacia el punto en el que había caído su compañero, pero de repente volvió a ascender desesperadamente. Una negra nube de cuervos se levantó inesperadamente de los árboles y lo rodeó como un enjambre de abejas; cuando las negras aves se retiraron no quedaba rastro del halcón.

Perrin soltó la respiración que había estado conteniendo. Había visto cómo los cuervos y otras aves atacaban a un halcón cuando éste se acercaba demasiado a sus nidos, pero no podía creer que lo que acababa de ocurrir hubiera sido motivado por algo tan simple. Los cuervos se habían levantado más o menos de la misma zona de donde había sido disparada la flecha. Cuervos. En ocasiones la Sombra utilizaba animales como espías, por lo general ratas y otros animales carroñeros, pero en especial los cuervos. Tenía muy grabado en su mente el recuerdo de huir a toda carrera de una ingente bandada de cuervos que lo perseguían como si fueran criaturas inteligentes.

—¿Qué miras con tanto interés? —preguntó Faile al tiempo que se resguardaba los ojos con la mano para escudriñar el valle—. ¿Qué eran esos pajarracos?

—Sólo eso, pajarracos —repuso. «Tal vez no eran más que simples cuervos. Además, no voy a asustarlos a todos hasta que no esté seguro, sobre todo cuando todavía están impresionados por culpa del Machin Shin».

Entonces se dio cuenta de que aún llevaba en la mano el martillo, manchado con la sangre negruzca del Myrddraal. Se tocó la costra reseca que tenía en la mejilla y que apelmazaba su corta barba. Al desmontar sintió un ardiente pinchazo en el costado y en la pierna. Sacó una camisa de las alforjas para limpiar el martillo antes de que la sangre del Fado corroyera el metal. Dentro de un momento se encargaría de descubrir si había algo que temer en las montañas; si no se trataba de simples hombres, los lobos lo sabrían.

Faile empezó a desabotonarle la chaqueta.

—¿Qué haces? —la increpó.

—Echar una ojeada a esas heridas —replicó ella con igual brusquedad—. No me atrae la idea de que te mueras desangrado como un cochino. Eso sería muy propio de ti, morirte y dejarme el trabajo de enterrarte. No tienes ni pizca de consideración. Estate quieto.

—Gracias —musitó en voz queda, y la muchacha pareció sorprendida.

Le hizo que se desnudara del todo excepto por la ropa interior para así lavarle las heridas y untarlas con un ungüento que sacó de sus alforjas. Naturalmente, Perrin no podía verse el corte de la cara, pero le parecía que era corto y poco profundo, aunque estaba bastante cerca del ojo para resultar incómodo. La cuchillada en el costado izquierdo, sin embargo, tenía más de un palmo de largo, por encima de una costilla; y el agujero abierto por una lanza en su muslo derecho era bastante profundo. Faile tuvo que darle unos puntos en esa herida con aguja e hilo que cogió de su costurero de viaje. Perrin aguantó la cura con estoicismo y la única que se encogió con cada puntada fue la propia Faile. La muchacha estuvo mascullando entre dientes, furiosa, durante todo el proceso, en especial mientras le untaba el oscuro y picante ungüento en la mejilla, casi como si a la que la doliera fuera a ella y él tuviera la culpa; empero, le vendó el torso y el muslo con toda clase de cuidados. La suavidad de sus manos y sus furiosos rezongos creaban un sorprendente contraste que tenía desconcertado al pobre Perrin.

Mientras el joven se ponía una camisa limpia y otro par de pantalones que sacó de las alforjas, Faile estuvo examinando el corte abierto en el costado de la chaqueta; tres dedos a la derecha, y Perrin no habría salido vivo de aquella isla. Mientras pateaba con fuerza para ajustarse las botas, el joven alargó la mano hacia la chaqueta, y Faile se la tiró a la cara.

—Ni se te ocurra que voy a remendártela. Ya he cosido para ti más que de sobra, lo digo en serio. ¿Me has oído, Perrin Aybara?

—No te pedí que…

—¡Ni se te ocurra! ¡Y se acabó! —Se alejó a zancadas para ayudar a los Aiel y a Loial, que se estaban haciendo curas también. Formaban un curioso grupo, el Ogier con los pantalones de pliegues quitados; Gaul y Chiad observándose como gatos desconocidos; Faile untando el ungüento y haciendo vendajes, sin dejar de asestarle miradas furiosas. Y ahora ¿qué se suponía que tendría que haber hecho él?

Perrin sacudió la cabeza. Gaul tenía toda la razón: sería igual que intentar comprender al sol.

A pesar de saber lo que tendría que hacer, se mostraba reacio, sobre todo después de lo ocurrido en los Atajos, con el Fado. En una ocasión vio a un hombre que había olvidado su condición humana; lo mismo podía ocurrirle a él. «Necio. Sólo tienes que aguantar unos pocos días más, hasta que te encuentres con los Capas Blancas». Tenía que saberlo. Aquellos cuervos…

Lanzó su mente a la búsqueda de los lobos por el valle. Siempre había lobos donde no había hombres, y, si los animales estaban cerca, hablaría con ellos. Los lobos evitaban a los hombres, los eludían lo más posible, pero odiaban a los trollocs por ser criaturas antinaturales, y sentían por los Myrddraal un odio tan profundo que no tenía fondo. Si había Engendros de la Sombra rondando por las Montañas de la Niebla, los lobos se lo dirían.

Pero no encontró lobos. Ni uno. Deberían haber estado allí, en esta región agreste. Divisaba venados paciendo en el valle; quizá sólo era que los lobos no estaban lo bastante cerca. Podía comunicarse con ellos a cierta distancia, pero incluso dos kilómetros era demasiado lejos. O tal vez en las zonas montañosas había menos. Ésa podía ser la explicación.

La mirada del joven recorrió las cumbres encapotadas y se quedó fija en la otra punta del valle, de donde habían salido los cuervos. A lo mejor encontraba lobos mañana; no quería pensar en las alternativas.

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