20 Vientos de tormenta

Elayne manoseó torpemente el enganche para abrir el brazo de la silla y salió disparada tras ellas, y a punto estuvo de chocar con Nynaeve en la escala. El velero se balanceaba todavía, aunque no con la violencia de antes. Sin saber si se estaban hundiendo, empujó a Nynaeve para que pasara delante y siguió empujándola para que subiera más deprisa.

La tripulación corría por la cubierta de un lado para otro comprobando los aparejos y asomándose por la borda para inspeccionar el casco mientras gritaban algo sobre terremotos. Los mismos gritos se alzaban en los muelles, pero Elayne sabía que no era tal cosa, a pesar de las mercancías caídas en los embarcaderos y que los barcos cabeceaban hasta donde permitían las tensas amarras.

Alzó la vista hacia la Ciudadela. No había movimiento en la enorme fortaleza excepto las bandadas de espantados pájaros que la sobrevolaban en círculo y el tremolar del pálido estandarte que ondeaba lenta, casi perezosamente, con la brisa. Ni una sola señal de que algo hubiera sacudido la maciza mole, pero lo ocurrido era obra de Rand. Estaba segura.

Al volverse se encontró con que Nynaeve la estaba mirando, y durante un largo instante sus ojos se encontraron.

—En buen apuro nos ha metido si ha dañado el barco —dijo la heredera del trono finalmente—. ¿Cómo vamos a llegar a Tanchico si se pone a zarandear a todos los barcos de los alrededores? —«Luz, tiene que estar bien. Si le ha pasado algo no puedo hacer nada. Se encuentra bien. Tiene que encontrarse bien».

Nynaeve le tocó el brazo en un gesto tranquilizador.

—Esa segunda carta tuya le debe de haber escocido, desde luego. Los hombres reaccionan siempre de manera exagerada cuando dan rienda suelta a sus emociones; es el precio que tienen que pagar por contenerlas del modo que lo hacen. Puede que sea el Dragón Renacido, pero tiene que aprender que, de hombre a mujer… ¿Qué hacen ésos aquí?

«Ésos» eran dos hombres plantados en la cubierta, en medio del ajetreado ir y venir de los Marinos. Uno era Thom Merrilin, con su capa de juglar, el arpa y la flauta enfundadas en cuero colgadas a la espalda, y un bulto a sus pies junto a una ajada arca de madera equipada con cerradura. El otro era un apuesto y esbelto teariano de mediana edad, un hombre cetrino y fibroso que se tocaba con un gorro cónico de paja y vestía una de esas chaquetas de plebeyo que se ajustaba a la cintura y después se acampanaba como una falda corta. Llevaba una maza dentada colgada de un cinturón ceñido sobre la chaqueta, y se apoyaba en una vara segmentada de madera clara y nudosa tan alta como él y no más gruesa que su pulgar. Un paquete de forma cuadrada colgaba de su hombro por la lazada del atado. Elayne lo conocía; se llamaba Juilin Sandar.

Saltaba a la vista que los hombres no se conocían a pesar de que estaban casi juntos; mostraban una actitud estirada y reticente. Pero tenían su atención puesta en lo mismo, dividida entre seguir el avance de la Navegante hacia la cubierta de popa y observar a Elayne y a Nynaeve, obviamente inquietos aunque procurando disimularlo tras un alarde de desenvoltura y seguridad en sí mismos. Thom sonreía, se atusaba el largo y blanco bigote e inclinaba levemente la cabeza cada vez que miraba a las dos jóvenes, mientras que Sandar hacía reverencias solemnes, con aplomo.

—No ha sufrido daños —anunció Coine mientras subía la escala—. Todavía podemos zarpar antes de una hora, si lo deseáis. Bueno, en el plazo de una hora si encontramos a un timonel teariano. Si no, zarparemos sin él, aunque ello signifique no poder regresar a Tear. —Siguió su mirada hacia los dos hombres—. Pidieron pasaje, el juglar a Tanchico y el rastreador a dondequiera que viajaseis vos. No puedo rechazarlos, y, sin embargo… —Sus oscuros ojos se volvieron hacia las dos mujeres—. Lo haré si me lo pedís. —Su voz dejaba traslucir una lucha entre la renuencia a romper sus costumbres y… ¿el deseo de ayudarlas? ¿De servir al Coramoor?—. El rastreador es un buen hombre a pesar de su condición de confinado en tierra. Sin ánimo de ofender, bien lo sabe la Luz. Al juglar no lo conozco, pero alguien como él tiene en sus manos animar un viaje y aliviar las horas fatigosas.

—¿Conocéis a maese Sandar? —preguntó Nynaeve.

—Dos veces ha encontrado a los que nos hurtaron, y lo hizo enseguida. Cualquier otro costeño habría tardado más tiempo para así pedir más por el trabajo. Es evidente que también lo conocéis. ¿Queréis que les niegue pasaje? —El timbre reacio seguía presente en su voz.

—Antes veamos por qué están aquí —dijo Nynaeve con un tono inexpresivo que no auguraba nada bueno para ninguno de los dos hombres.

—Quizá debería ser yo quien hable —sugirió Elayne, suave pero firmemente—. De ese modo, podrás observarlos para ver si esconden algo. —No añadió que así se evitaba que diera rienda suelta a su mal genio, pero la irónica sonrisa de Nynaeve dejó claro que había adivinado su intención.

—De acuerdo, Elayne. Los observaré. Y tú deberías fijarte en el modo en que mantengo la calma. Ya sabes cómo te pones cuando te excitas demasiado.

Elayne no pudo menos que echarse a reír.

Los dos hombres se irguieron cuando las dos jóvenes se acercaron. Los tripulantes se afanaban a su alrededor ocupándose de los aparejos, tirando de cabos, atando algunas cosas y desatando otras siguiendo las órdenes de la Navegante. Se movían en torno a los cuatro confinados en tierra sin apenas dedicarles una ojeada.

Elayne examinó a Thom Merrilin pensativamente. Estaba segura de no haber visto al juglar antes de que apareciera en la Ciudadela, y, no obstante, incluso entonces tuvo la impresión de que había algo familiar en él. Pero tal cosa era imposible. Los juglares actuaban en pueblos, principalmente; su madre nunca tuvo uno en el palacio, en Caemlyn. Los únicos juglares que Elayne recordaba los había visto en las aldeas próximas a las fincas de su madre, y estaba segura de que este hombre canoso con rasgos de halcón no se encontraba entre ellos.

Decidió hablar primero con el rastreador. Recordaba que el hombre había insistido en ese término: lo que en cualquier otra parte era un husmeador, en Tear era un rastreador, y la diferencia parecía tener gran importancia para él.

Maese Sandar —saludó gravemente—, tal vez no nos recordéis. Soy Elayne Trakand, y ésta es mi amiga, Nynaeve al’Meara. Tengo entendido que queréis viajar al mismo punto de destino al que nos dirigimos nosotras. ¿Puedo preguntaros por qué? La última vez que os vi, no nos hicisteis un buen servicio.

El hombre no pestañeó al oír el comentario de que quizá no se acordaba de ellas. Sus ojos lanzaron una fugaz ojeada a las manos de las mujeres y advirtieron la ausencia de anillos. Aquellos oscuros ojos lo registraban todo de manera indeleble.

—Sí os recuerdo, señora Trakand, y muy bien. Pero, si me disculpáis, la última vez que os serví lo hice acompañado de Mat Cauthon, cuando os sacamos del agua antes de que los cazones pudieran engancharos.

Nynaeve soltó un resoplido, pero apenas audible. Las habían sacado de una celda, no del agua, y las habían salvado del Ajah Negro, no de cazones. A Nynaeve en particular no le gustaba que le recordaran que habían necesitado ayuda en aquel momento. Claro que tampoco habrían estado en esa celda de no ser por Juilin Sandar. No, tal apreciación no era del todo justa. Cierta, pero no completamente justa.

—Me parece muy bien —replicó Elayne con brusquedad—, pero aún no habéis dicho por qué queréis ir a Tanchico.

Sandar respiró hondo y miró cautelosamente a Nynaeve. Elayne estaba empezando a molestarse por el hecho de que el hombre tuviera más precaución con su amiga que con ella.

—Hace menos de media hora que me despertó y me sacó de casa un hombre que conocéis, creo. Un tipo alto, con el rostro como si estuviera tallado en piedra, que se hace llamar Lan. —Las cejas de Nynaeve se enarcaron levemente—. Venía de parte de otro hombre al que también conocéis, un… pastor, según me dijeron. Se me entregó una considerable suma de oro con el encargo de que os acompañara. A ambas. Se me advirtió que si no regresáis sanas y salvas de este viaje… Bueno, baste con decir que más me valdrá ahogarme que regresar aquí. Lan fue muy categórico, y el… pastor no lo fue menos con su mensaje. La Navegante me ha informado que no tendré pasaje a menos que estéis de acuerdo. Soy diestro en algunas cosas que podrían seros útiles. —La vara giró en sus manos velozmente y se frenó de golpe. Sus dedos tocaron el arma que llevaba colgada a la cadera, una extraña maza, semejante a una espada corta, pero sin filo y con unas muescas que estaban pensadas para atrapar la espada enemiga y partirla; de ahí el otro nombre por el que se la conocía: quiebra espadas.

—Los hombres siempre encuentran el modo de eludir lo que les dices que hagan —rezongó Nynaeve, aunque no parecía molesta.

Por su parte, Elayne frunció el ceño, enfadada. ¿Rand enviaba a Sandar? No habría leído su segunda carta cuando lo hizo. «Así lo ciegue la Luz. ¿Por que tiene que llamar así la atención? Ya no hay tiempo para mandar otra carta, y si lo hiciera seguramente sólo conseguiría desconcertarlo más. Y yo quedaría como una estúpida; es decir, más aún. ¡Maldito sea!»

—¿Y vos, maese Merrilin? —intervino Nynaeve—. ¿También el pastor nos envió a un juglar? ¿O fue el otro hombre? Tal vez para entretenernos con vuestros juegos malabares.

Thom había estado estudiando fijamente a Sandar, pero desvió la mirada sin brusquedad e hizo una elegante reverencia que sólo quedó desmerecida por el exagerado ondear de la capa de parches.

—No fue el pastor, señora al’Meara. Una dama a la que conocemos ambos me pidió, sí, me pidió que os acompañara. La misma dama que os encontró a vos y al pastor en Campo de Emond.

—¿Por qué? —preguntó Nynaeve con desconfianza.

—También yo poseo habilidades muy útiles —respondió Thom al tiempo que echaba una mirada de soslayo al rastreador—. Aparte de los juegos malabares, se entiende. He visitado Tanchico en varias ocasiones, y conozco bien la ciudad. Puedo deciros dónde encontrar una buena posada, y qué barrios son peligrosos tanto de día como de noche, y a quién sobornar para que la Fuerza Civil no se tome demasiado interés en lo que hacéis o dejáis de hacer. Son muy quisquillosos en lo de vigilar a los forasteros. Puedo ayudaros en muchas cosas.

La sensación de familiaridad cosquilleó de nuevo en la mente de Elayne. Antes de ser consciente de lo que hacía, alargó la mano y propinó un tirón al largo bigote blanco. El juglar dio un respingo, y la joven se llevó las manos a la boca y se puso roja como la grana.

—Disculpadme. Yo… No sé qué me pasó, pero tenía la sensación de haber hecho eso antes. Quiero decir… Oh, cuánto lo lamento. —«¡Luz! ¿Por qué he hecho eso? Debe de creer que soy imbécil».

—Lo… recordaría, si fuera así —repuso el juglar, muy estirado.

Elayne confiaba en que no se hubiera ofendido, pero resultaba difícil de decir por su expresión. Los hombres se ofendían a veces cuando deberían reírse, y se reían cuando deberían ofenderse. Si iban a viajar juntos… Entonces cayó en la cuenta de que había decidido que vinieran con ellas.

—Nynaeve… —dijo.

La otra mujer entendió la pregunta no formulada, por supuesto. Estudió a los dos hombres de hito en hito, y después asintió.

—Pueden venir. Siempre y cuando accedan a hacer lo que se les mande. No estoy dispuesta a que un cabeza hueca obre a su antojo y nos ponga en peligro.

—Como ordenéis, señora al’Meara —accedió de inmediato Sandar al tiempo que hacía una reverencia.

—Un juglar es un ser libre, Nynaeve —dijo Thom—, pero prometo que no os pondré en peligro. Todo lo contrario.

—Lo que se os mande —recalcó de nuevo la antigua Zahorí—. O lo prometéis o veréis partir el barco desde el muelle.

—Los Atha’an Miere no niegan el pasaje a nadie, Nynaeve.

—¿Eso creéis? ¿Acaso sólo se le dijo al husmeador —Sandar se encogió— que necesitaba nuestro permiso? Lo mismo reza para vos, maese Merrilin.

Thom sacudió la canosa cabeza como un caballo díscolo y respiró profundamente, pero acabó asintiendo.

—Lo prometo, señora al’Meara.

—De acuerdo entonces. Asunto resuelto. Ahora id con la Navegante e informadle que he dicho que os busque a los dos un cuchitril en alguna parte si puede, fuera de nuestra vista. Vamos, moveos. Rápido.

Sandar se inclinó de nuevo y se marchó; Thom tembló visiblemente antes de ir tras él, con la espalda muy estirada.

—¿No estás siendo muy dura con ellos? —preguntó Elayne en cuanto estuvieron lo bastante lejos para no oírla, y no hizo falta que el trecho fuera grande, dado el bullicio reinante en cubierta—. Después de todo vamos a viajar juntos. «El trato considerado hace buenos compañeros de viaje».

—Más vale que dejemos las cosas claras desde el principio, Elayne. Thom Merrilin sabe muy bien que no somos verdaderas Aes Sedai. —Bajó el tono y miró en derredor mientras hablaba. La tripulación ni siquiera las estaba mirando salvo por la Navegante, que desde las inmediaciones de la cubierta de popa escuchaba las explicaciones del alto juglar y del rastreador—. Los hombres son charlatanes y hablan entre ellos. Siempre lo hacen. Así que Sandar también lo sabrá a no mucho tardar. Nunca se opondrían a unas Aes Sedai, pero a dos Aceptadas… Si se les da pie, los dos harán lo que crean que es mejor por mucho que nosotras digamos, y no pienso ceder en ese aspecto.

—Tal vez tengas razón. ¿Crees que saben por qué vamos a Tanchico?

—No, o de lo contrario no demostrarían tanta confianza en sí mismos. Y preferiría no decírselo hasta que no nos quede más remedio. —Le dirigió a Elayne una mirada intencionada, y no fue necesario que añadiera que por ella tampoco tendrían que habérselo dicho a la Navegante—. A ver qué te parece este refrán: «En boca cerrada no entran moscas».

—Hablas como si no confiaras en ellos. —Decidió guardar para sí el comentario de que estaba actuando como Moraine; Nynaeve no tomaría a bien esa comparación.

—¿Acaso podemos? Juilin Sandar nos traicionó en una ocasión. Sí, sí, ya sé que ningún hombre habría sido capaz de evitarlo, pero eso no cambia las cosas. Y Liandrin y las otras lo conocen. Tendremos que cambiar su aspecto con otras ropas. Quizá tenga que dejarse crecer el pelo, e incluso el bigote, como el del juglar, que le tapa gran parte de la cara. Podría funcionar.

—¿Y Thom Merrilin? Creo que podemos fiarnos de él. No sé por qué, pero lo creo.

—Admitió que vino por encargo de Moraine —reflexionó Nynaeve—. Pero ¿qué más hay que no ha confesado? ¿Qué le ha contado a él que no nos ha dicho a nosotras? ¿Su intención es ayudarnos o esconde algún otro propósito? Moraine participa en el juego utilizando tan a menudo sus propias reglas que confío en ella un tanto así más que en Liandrin. —Sostuvo el índice y el pulgar separados apenas por un centímetro—. Nos utilizará a las dos, nos exprimirá hasta la última gota, si con ello ayuda a Rand. O, más bien, si sirve para lo que ha planeado para Rand. Lo tendría sujeto a ella como un perrito faldero si pudiera.

—Moraine sabe lo que hay que hacer, Nynaeve. —Por primera vez lo admitió con renuencia. Lo que Moraine sabía que había que hacer podría muy bien precipitar el camino de Rand hacia el Tarmon Gai’don. Tal vez hacia su muerte. Rand estaba en un lado de la balanza, y el mundo, en el otro. Era absurdo, e infantil, que esos dos platillos parecieran tener el mismo peso para ella. Pero no se atrevía a mover el fiel de la balanza, ni siquiera en su fuero interno, porque no estaba segura de hacia qué lado se inclinaría—. Lo sabe mejor que él —afirmó con voz firme—. Mejor que nosotras.

—Tal vez. —Nynaeve suspiró—. Pero no me gusta.

Se soltaron las amarras de proa, donde las velas triangulares se desplegaron repentinamente, y el Tajador se retiró del muelle. Se extendieron más velas, grandes cuadrados y triángulos blancos, se soltaron las amarras de popa, y el barco viró en un amplio arco hacia el centro del río, entre las embarcaciones ancladas que esperaban su turno para amarrar en los muelles, en una suave curva que terminó enfilando hacia el sur, corriente abajo. Los Marinos manejaban su velero como un maestro de equitación haría con un pura sangre. La peculiar rueda con mangos era la que hacía funcionar el timón de algún modo al girarla un marinero desnudo de cintura para arriba. Era un hombre, advirtió con alivio Elayne. La Navegante y la Detectora de Vientos estaban a un lado de la rueda; Coine impartía alguna orden de vez en cuando, en ocasiones después de consultar algo en voz baja con su hermana. Toram estuvo observando un rato con una expresión tan impasible que su rostro podría haber estado tallado de madera, y después desapareció bajo cubierta.

En el castillo de popa estaba un teariano, un tipo regordete que parecía desanimado; llevaba una chaqueta de un tono pardo amarillento, y las voluminosas mangas de color gris; se frotaba las manos con nerviosismo. Había subido a bordo en el último momento, cuando ya se retiraba la pasarela; era el timonel que se suponía tenía que guiar al Tajador río abajo. Según una ley teariana, ningún barco podía surcar el delta de los Dedos del Dragón sin llevar a bordo a un timonel teariano. El estado de ánimo del hombre se debía a que su presencia era una simple formalidad, puesto que si daba alguna orden los Marinos no le harían el menor caso.

Murmurando algo de ver cómo era el camarote, Nynaeve se marchó bajo cubierta, pero Elayne estaba disfrutando de la fresca brisa y de la sensación de ponerse en camino. Viajar, ver lugares que no conocía, era un placer de por sí. Nunca pensó que podría hacerlo de aquella forma. Como heredera del trono de Andor habría hecho unas cuantas visitas oficiales que se acabarían una vez que subiera al trono, pero siempre estarían sujetas a las normas de etiqueta propias de su condición. En nada parecido a aquello: Marinos descalzos y un velero con rumbo a alta mar.

La orilla del río discurría veloz a un lado del barco a medida que el sol subía en el cielo; de trecho en trecho aparecían granjas de piedra y graneros aislados que enseguida quedaban atrás, pero ningún pueblo. Tear no permitía el crecimiento de una población a orillas del río entre el mar y la ciudad, puesto que hasta la más pequeña podría convertirse en una competidora de la capital. Los Grandes Señores controlaban el tamaño de los pueblos y villas en todo el país mediante un impuesto de construcción cuya cuantía aumentaba de manera pareja al número de edificios levantados. Elayne estaba convencida de que no habrían permitido la expansión de Godan, en la bahía de Remara, de no ser por la supuesta necesidad de contar con una fuerte presencia teariana en un lugar próximo a Mayene. En cierto modo era un alivio dejar atrás a una gente tan necia; lo malo es que también había dejado atrás a un hombre necio.

El número de barcas de pesca, la mayoría pequeñas y todas rodeadas de nubes de gaviotas y diversas aves marinas, fue en aumento cuanto más al sur viajaba el Tajador, sobre todo después de que el velero entrara en el dédalo de canales llamado Dedos del Dragón. A menudo las aves volando en lo alto y los largos palos que sujetaban redes era lo único visible aparte de grandes extensiones de juncos y espadañas que se mecían con la brisa, salpicadas de pequeñas isletas en las que crecían unos extraños árboles retorcidos con las enmarañadas raíces al aire. Muchas barcas faenaban entre los cañaverales, aunque no con redes. Elayne vio unas cuantas cerca de los brazos de agua; hombres y mujeres lanzaban líneas con anzuelos en las plantas acuáticas, y sacaban oscuros peces rayados tan largos como el brazo de un hombre.

El timonel teariano empezó a pasear con nerviosismo de un lado para otro una vez que entraron en el delta, con el sol ya alto, y rechazó con gesto altanero el cuenco de guisado de pescado, espeso y picante, y el pan que le ofrecieron. Elayne se comió su ración con apetito, y rebañó el cuenco con el último trozo de pan, a pesar de que compartía la desconfianza del teariano respecto a lo que había ingerido. Los canales, anchos y estrechos, se extendían en todas direcciones. Algunos terminaban de manera repentina, a plena vista, contra un denso muro de cañas. Era difícil adivinar si los demás no desaparecerían tan inesperadamente en el próximo recodo. Empero, Coine no aminoró la velocidad del barco ni vaciló al elegir el camino. Obviamente sabía qué canales tomar, o lo sabía el Tajador, pero el timonel seguía rezongando entre dientes como si esperara que en cualquier momento encallarían.

La tarde estaba avanzada cuando la desembocadura del río apareció de repente al frente, y detrás la infinita extensión del Mar de las Tormentas. Los Marinos hicieron algo con las velas y el barco se estremeció suavemente y se detuvo por completo. Fue entonces cuando Elayne reparó en una barca de remos grande que se deslizaba como un insecto de muchas patas sobre el agua; venía de una isla donde unos cuantos edificios de piedra se alzaban alrededor de una alta y estrecha torre, en lo alto de la cual había hombres empequeñecidos por la distancia; sobre sus cabezas ondeaba la bandera de Tear, tres medias lunas blancas sobre un campo rojo y oro. El timonel cogió la bolsa que Coine le tendía sin decir una palabra y descendió a la barca por una escala de cuerda. Tan pronto como estuvo a bordo, las velas se movieron otra vez y el Tajador hendió las primeras olas de mar abierto, levantándose levemente. Los Marinos se afanaron entre los aparejos y largaron más velas mientras el barco se deslizaba hacia el sur y el oeste con creciente velocidad que lo alejó de la costa.

Cuando la fina línea de tierra desapareció finalmente por el horizonte, todas las mujeres de los Marinos se quitaron las blusas, incluidas la Navegante y la Detectora de Vientos. Elayne no sabía dónde mirar. Todas estas mujeres andando de aquí para allí a medio vestir, sin preocuparles lo más mínimo todos los hombres que había alrededor. Juilin Sandar parecía estar pasando tan mal rato como ella, y miraba con los ojos muy abiertos a las mujeres para acto seguido bajar la vista a los pies, hasta que finalmente se marchó casi corriendo bajo cubierta. Elayne no estaba dispuesta a tener que marcharse a la fuerza, de ese modo, así que optó por mirar al mar.

«Hay costumbres diferentes —se recordó a sí misma—. No pasa nada mientras no esperen que haga lo mismo». La sola idea casi le hizo soltar una risa histérica. De algún modo, era más fácil pensar en el Ajah Negro que en eso. Costumbres diferentes. «¡Luz!»

El cielo se tiñó de púrpura, con un mortecino sol dorado en el horizonte. Montones de delfines escoltaban al barco, saltando y deslizándose a los costados, y más adelante un banco de relucientes peces azul plateado saltó sobre la superficie planeando con las aletas extendidas unos cincuenta pasos o más antes de zambullirse de nuevo en las olas verdegrisáceas. Elayne contó, sin salir de su asombro, una docena de vuelos antes de que desaparecieran por completo.

Pero los delfines, unas grandes formas lustrosas, eran suficientemente maravillosos, una guardia de honor que escoltaba al Tajador de vuelta a donde pertenecía. Estos magníficos animales los reconoció por las descripciones que había leído en libros; se decía que, si lo encontraban a uno ahogándose, lo empujaban hasta la playa. No estaba muy segura de creerlo, pero era una bonita historia. Los siguió a lo largo de la borda hacia la proa, donde jugueteaban con la ola levantada por la quilla, y vio que se giraban sobre el costado para mirarla sin perder el ritmo ni la velocidad.

Elayne había llegado casi al punto más estrecho de la proa cuando reparó en que Thom Merrilin estaba allí, contemplando a los delfines con una sonrisa un poco triste. El viento hinchaba su capa como lo hacía con las velas del aparejo, y el juglar se había descargado de los bultos del equipaje. Realmente le resultaba familiar, no cabía duda.

—¿Estáis triste, maese Merrilin?

Él la miró de reojo.

—Por favor, llamadme Thom, milady.

—De acuerdo, Thom. Pero no me digáis milady. Aquí sólo soy la señora Trakand.

—Como digáis, señora Trakand —dijo con un atisbo de sonrisa.

—¿Cómo podéis mirar a estos delfines y sentiros triste, Thom?

—Son libres —musitó el juglar en voz tan baja que Elayne no estuvo segura de haberlo oído—. No tienen que tomar decisiones, ni pagar un precio por lo que hacen. Su única preocupación es encontrar peces para comer. Y los tiburones, supongo. Y las orcas. Y probablemente un centenar de cosas más que yo ignoro. Tal vez no sea una vida tan envidiable como parece.

—¿Los envidiáis? —Él no respondió, pero la pregunta no había sido acertada, de todos modos. Necesitaba hacerlo sonreír de nuevo. No, quería hacerlo reír. Por alguna razón estaba segura de que, si lo conseguía, recordaría dónde lo había visto antes. Eligió otro tema; uno que fuera de su agrado—. ¿Tenéis intención de escribir un poema épico para Rand, Thom? —Los poemas épicos eran cosa de bardos, no de juglares, pero un poco de halago no vendría mal—. La epopeya del Dragón Renacido. Loial piensa escribir un libro, ya sabéis.

—Quizá lo haga, señora Trakand. Quizá. Pero ni mi composición ni el libro del Ogier tendrán importancia a la larga. Nuestras historias no sobrevivirán a largo plazo. Cuando llegue la próxima Era… —Hizo un gesto, como si se encogiera, y se tiró del bigote—. Puestos a pensarlo, tal vez no quede más que un año o dos. ¿Cómo se advierte el fin de una Era? No siempre puede ser un cataclismo al estilo del Desmembramiento. Claro que, si se da crédito a las Profecías, éste sí será así. Ése es el problema con las profecías. El original está siempre en la Antigua Lengua, y puede que también en el Cántico Alto: si no se sabe de antemano lo que una cosa significa, es imposible descifrarla. ¿Hay que interpretar lo que dice literalmente o sólo es un estilo florido de decir algo completamente distinto?

—Hablabais de vuestro poema épico —le recordó, intentado volver al tema del principio, pero el juglar sacudió la canosa cabeza.

—Hablaba de cambios. Mi poema épico, si es que lo compongo, así como el libro de Loial, no serán más que una semilla, si tenemos suerte. Los que sepan la verdad de lo ocurrido morirán con el tiempo, y sus nietos recordarán algo diferente. Y los nietos de sus nietos otra cosa distinta. Dos docenas de generaciones y podrías ser vos la heroína, no Rand.

—¿Yo? —rió.

—O tal vez Mat o Lan. O incluso yo mismo. —Su sonrisa iluminó su rostro arrugado—. Thom Merrilin. No un juglar, sino ¿qué? ¿Quién sabe? No comiendo fuego, sino expulsándolo, arrojándolo como una Aes Sedai. —Hizo revolotear su capa—. Thom Merrilin, el misterioso héroe, derribando montañas y encumbrando reyes. —La sonrisa se convirtió en una carcajada—. Rand al’Thor tendrá suerte si en la próxima Era se recuerda correctamente su nombre.

Elayne supo que no se había equivocado, que no era sólo una impresión. Aquel rostro, aquella risa alegre; las recordaba. Pero ¿de dónde? Tenía que hacerlo hablar más.

—¿Ocurre siempre así? No creo que alguien dude de, digamos, que Arthur Hawkwing conquistó un imperio. Todo el mundo, o casi todo.

—¿Hawkwing, mi joven señora? Levantó un imperio, desde luego, pero ¿creéis que fue el artífice de todo lo que dicen los libros que fue obra suya? ¿O del modo en que lo cuentan? ¿Que mató a los cien mejores hombres de un ejército enemigo uno por uno? ¿Que los dos ejércitos se quedaron allí plantados mientras que uno de los generales, un rey, combatía un centenar de duelos?

—Lo pone en los libros.

—No hay tiempo entre el alba y el anochecer para que un solo hombre sostenga cien duelos, muchacha. —Elayne estuvo a punto de increparlo. ¿Cómo que «muchacha»? Era la heredera del trono de Andor, no una «muchacha», pero el juglar estaba metido de lleno en su exposición—. Y eso ocurrió hace sólo mil años. Retroceded más, a los relatos antiguos que conozco, de la Era anterior a la Era de Leyenda. ¿Combatieron realmente con lanzas de fuego Mosk y Merk? ¿Fueron de verdad gigantes? ¿Alsbet fue reina de todo el mundo, y Anla fue en realidad hermana suya? ¿De verdad fue Anla la Sabia Consejera o fue alguna otra persona? Esas preguntas tienen una respuesta tan incierta como indagar de qué clase de animal procede el marfil o qué clase de planta da seda. A no ser que proceda también de un animal.

—No conozco la respuesta a esas otras preguntas —repuso Elayne un poco tirante, ya que lo de muchacha le escocía todavía—, pero podéis preguntar a los Marinos lo del marfil y la seda.

El juglar rompió a reír otra vez —como la joven había esperado que ocurriera, aunque el único resultado fue reafirmar su convicción de que lo conocía—; pero en lugar de llamarla tonta, como Elayne suponía que haría, dijo:

—Práctica y directa al grano, igual que vuestra madre. Con los pies en el suelo y pocos pájaros en la cabeza.

La joven levantó la barbilla un poco y adoptó una expresión más distante. Una cosa es que estuviera haciéndose pasar por la señora Trakand y ésta, otra muy distinta. Era un hombre agradable y quería despejar la incógnita de dónde lo conocía, pero al fin y al cabo sólo era un juglar y no debería hablar de una reina en un tono tan familiar. Extraña, irritantemente, Thom parecía divertido. ¡Divertido!

—Los Atha’an Miere tampoco lo saben —dijo—. Sólo conocen unos cuantos kilómetros más allá del Yermo de Aiel, los alrededores de un puñado de puertos en los que se les permite atracar. Esos lugares están defendidos por altas murallas, las cuales están vigiladas tan estrechamente que ni siquiera han podido escalarlas para ver qué hay al otro lado. Si alguno de sus barcos recala en cualquier otro sitio (o lo hace otro barco que no sea suyo, pues sólo los Marinos tienen permiso para ir allí), entonces ni a esa embarcación ni a su tripulación se las vuelve a ver. Y es todo cuanto puedo deciros después de indagar y preguntar durante más años de los que me gustaría recordar. Los Atha’an Miere guardan bien sus secretos, pero no creo que tengan que ocultar gran cosa con respecto a esas tierras. Por lo que he podido saber, los cairhieninos recibieron el mismo trato cuando todavía tenían el privilegio de viajar por la Ruta de la Seda a través del Yermo. Los mercaderes de Cairhien nunca vieron otra cosa que una ciudad amurallada, y aquellos que se desviaron del camino marcado desaparecieron.

Elayne lo estaba observando con tanto interés como antes hiciera con los delfines. ¿Qué clase de hombre era éste? Tenía la impresión de que en ese rato se había reído de ella dos veces —y ahora mismo parecía mirarla con guasa, por mucho que le irritara admitirlo— pero sin embargo le hablaba con tanta seriedad como lo haría… En fin, como un padre a una hija.

—Tal vez encontréis un par de respuestas en este barco, Thom. Se dirigían hacia el este antes de que convenciéramos a la Navegante de que nos llevara a Tanchico. Por lo que dijo el Maestre de Cargamento iban a Shara, al este de Mayene. Imagino que debe de ser allende el Yermo.

El juglar la miró fijamente un momento.

—¿Shara, decís? No había oído ese nombre hasta ahora. ¿Es una nación, una ciudad o ambas cosas? A lo mejor me entero de algo más.

«¿Qué he dicho? Ha sido algo que lo ha hecho pensar —se preguntó la joven—. ¡Luz! Le he contado que convencimos a Coine para que cambiara sus planes». Seguramente no tenía importancia, pero de todos modos se reprendió duramente por el desliz. Un comentario intrascendente a este afable viejo no entrañaría peligro, pero esas mismas palabras podrían causarle la muerte en Tanchico, y también a Nynaeve, por no mencionar al rastreador y al propio Thom. Era un hombre tan agradable…

—Thom, ¿por qué venís con nosotras? ¿Sólo porque os lo pidió Moraine?

Los hombros del juglar se estremecieron, y Elayne comprendió que se reía de sí mismo.

—En cuanto a eso ¿quién sabe? Cuando una Aes Sedai pide un favor no resulta fácil negarse. O tal vez sea por disfrutar del placer de vuestra compañía en este viaje. O quizá porque he decidido que Rand es lo bastante mayor para cuidar de sí mismo durante una temporada.

Se echó a reír a carcajadas, y Elayne no pudo menos que sumarse a su hilaridad. Era chusca la idea de que este hombre mayor, de pelo blanco, cuidara de Rand. La sensación de que podía confiar en él volvió con más fuerza que nunca cuando el juglar la miró. No porque fuera capaz de reírse de sí mismo, o no sólo por ello. Pero no habría sabido dar otra razón aparte del hecho de que, al mirar aquellos ojos azules, le resultaba imposible imaginar que este hombre le hiciera daño nunca.

Sintió de nuevo el casi irreprimible impulso de tirarle del bigote, pero se obligó a dejar quietas sus manos. Después de todo ya no era una niña. Una niña. Abrió la boca en un gesto de sorpresa y, de repente, todo se le fue de la cabeza.

—Si me disculpáis, Thom —dijo precipitadamente—. Tengo que… Por favor disculpad.

Se encaminó a paso vivo hacia la popa, sin esperar una respuesta. El juglar pensaría que el balanceo del barco le había revuelto el estómago. La frecuencia de los cabeceos del Tajador había aumentado en consonancia con la velocidad con que el barco surcaba las hinchadas olas; la brisa había refrescado.

Había dos hombres en la rueda del castillo de popa, pues era necesaria la fuerza de ambos para mantener el rumbo del velero. La Navegante no estaba en cubierta, pero sí la Detectora de Vientos, que se encontraba junto a la barandilla que había detrás de los dos hombres al timón, desnuda de cintura para arriba como los varones, escudriñando el cielo, donde unas nubes tormentosas se agitaban más ferozmente que el océano. Por una vez no fue la ropa de Jorin —o mejor dicho, la falta de ropa— lo que sobresaltó a Elayne. A pesar de la cárdena luz, vio con total claridad la aureola peculiar que envuelve a una mujer cuando abraza el saidar. Eso era lo que había percibido, lo que la atraía hacia ella: una mujer encauzando.

Elayne se detuvo cerca del castillo de popa para observar qué hacía. Los flujos de Aire y Agua que manejaba la Detectora de Vientos eran gruesos como cables y, sin embargo, los entretejía minuciosa, casi delicadamente, y llegaban hasta donde alcanzaba la vista, como una red extendida a través del cielo. El viento sopló más y más fuerte; el esfuerzo de los hombres de la rueda se intensificó, y el Tajador de olas se deslizó sobre el mar como si volara. La manipulación de flujos cesó, el fulgor del saidar desapareció, y Jorin se desplomó contra la barandilla, apoyada en las manos.

Elayne subió la escala en silencio, pero la mujer de los Marinos le habló en voz queda, sin volver la cabeza, cuando la otra joven estuvo lo bastante cerca para oírla:

—A mitad de mi trabajo creí advertir que me estabais observando. Pero entonces me era imposible parar; podría haberse formado una tormenta a la que ni siquiera el Tajador habría sobrevivido. El Mar de las Tormentas tiene un nombre muy apropiado; en él se levantan vientos bastantes peligrosos de por sí sin mi ayuda. No tenía la menor intención de hacer esto, pero Coine dijo que hemos de viajar deprisa. Por vos y por el Coramoor. —Levantó los ojos y escudriñó el cielo—. Este viento se mantendrá hasta por la mañana, si así lo quiere la Luz.

—¿Es ésta la razón de que los Marinos no transporten Aes Sedai? —preguntó Elayne, que se puso a su lado en la barandilla—. ¿Para que la Torre no descubra que las Detectoras de Viento pueden encauzar? Ahora entiendo que fuera decisión vuestra permitirnos embarcar, no de vuestra hermana. Jorin, la Torre no intentará impedíroslo. No existe una ley que prohíba encauzar a cualquier mujer, aunque no sea Aes Sedai.

—Vuestra Torre Blanca intervendrá. Procurará llegar hasta nuestros barcos, donde estamos libres de la tierra y de sus habitantes. Intentará sujetarnos a ella, apartarnos del mar. —Suspiró hondo—. La ola que ha pasado no se la puede hacer volver.

Elayne habría querido decirle que estaba equivocada, pero era cierto que la Torre buscaba mujeres y muchachas que pudieran aprender a canalizar, tanto para incrementar el número de Aes Sedai, que ahora era mucho menor comparado con otros tiempos, como por el peligro de aprender sin una guía. En realidad, una mujer a la que podía enseñársele a entrar en contacto con la Fuente Verdadera por lo general acababa en la Torre lo quisiera o no, al menos hasta que estuviera entrenada lo bastante para no provocar su propia muerte o la de otros por accidente.

—No nos ocurre a todas —añadió Jorin al cabo de un momento—. Sólo a algunas. Enviamos a unas pocas chicas a Tar Valon para que así las Aes Sedai no vengan a buscar entre nosotras. Ningún barco cuya Detectora de Vientos es capaz de entretejerlos transportará a una Aes Sedai. Cuando os presentasteis, creí que sabíais lo mío, pero como no dijisteis nada y pedisteis pasaje confié en que no fueseis Aes Sedai a pesar de los anillos. Una esperanza absurda. Podía sentir la fuerza en las dos, y ahora la Torre lo sabrá.

—No puedo prometer que guardaré el secreto, pero haré cuanto esté en mi mano. —La mujer se merecía más—. Jorin, juro por el honor de la casa Trakand de Andor que haré todo lo posible para guardar vuestro secreto de cualquiera que pueda perjudicaros a vos y a vuestro pueblo, y que si me veo obligada a revelárselo a alguien, pondré todo mi empeño en proteger a vuestra gente de cualquier interferencia. La casa Trakand tiene influencia incluso en la Torre. —«Y haré que madre la utilice si es preciso. De un modo u otro».

—Será como quiera la Luz —respondió Jorin, fatalista—. Todo es y todo será por la voluntad de la Luz.

—En el barco seanchan había una damane, ¿verdad? —La Detectora de Vientos la miró sin comprender—. Una de las mujeres cautivas que pueden encauzar.

—Vuestra perspicacia es grande para ser tan joven. Ése era el motivo de que al principio pensara que no erais Aes Sedai, la juventud; tengo hijas mayores que vos, creo. Ignoraba que aquella mujer fuera una cautiva; ojalá la hubiéramos salvado. Al principio el Tajador de olas sacó ventaja fácilmente al seanchan. Nos habían llegado rumores de los seanchan y sus naves de velas en varillaje, de que exigían prestar extraños juramentos y que castigaban a quienes no aceptaban. Pero entonces la… ¿damane? rompió dos de los mástiles y nos abordaron. Me las ingenié para iniciar varios focos de fuego en el navío seanchan, aunque manejar el Fuego para cualquier cosa más importante que encender una lámpara me resulta muy difícil, pero la Luz quiso que fuera suficiente, y Toram dirigió a la tripulación en el combate y consiguieron que los seanchan tuvieran que volver a su barco. Cortamos los cabos de abordaje, y el suyo se alejó a la deriva, envuelto en llamas. Estaban demasiado ocupados en intentar salvarlo para molestarnos cuando emprendimos la huida. Entonces lamenté verlo quemarse y hundirse, pues era un buen barco para largas travesías por aguas difíciles, creo. Ahora lo siento porque habríamos podido salvar a la mujer, la damane. Aunque dañó al Tajador quizá no lo habría hecho de ser libre. Que la Luz ilumine su alma, y que el mar la haya acogido en su seno.

Relatar lo ocurrido la había puesto triste, y Elayne creyó necesario distraerla.

—Jorin, ¿por qué cuando habláis de naves os referís a ellas como si fueran del género masculino? La mayoría lo hace al contrario, y aunque supongo que no tiene importancia me gustaría saber el motivo.

—Los hombres os darían una respuesta distinta —contestó la Detectora de Vientos, sonriente—, hablando de fuerza y grandeza y cosas por el estilo del modo que lo hacen ellos, pero la verdad es ésta: un barco está vivo, y es como un varón, con el corazón de un hombre de verdad. —Frotó la barandilla con cariño, como si acariciara a un ser vivo que notara su caricia—. Si lo tratas bien y lo cuidas como es debido, luchará por ti contra el mar más embravecido. Luchará para mantenerte con vida aun después de que el mar le haya dado el golpe de gracia a él. Si lo descuidas, sin embargo, si haces caso omiso de las advertencias de peligro que te da, te ahogará en un mar en calma y bajo un cielo despejado.

Elayne esperaba que Rand no fuera tan voluble. «Entonces ¿por qué en un momento da saltos de alegría porque me marcho y al siguiente manda a Juilin Sandar tras de mí?» Se instó a no pensar en él. Estaba muy lejos, y no podía hacer nada respecto a él.

Echó una ojeada sobre el hombro hacia la proa. Thom se había marchado. Estaba segura de que había dado con la clave del rompecabezas del juglar justo un instante antes de percibir que la Detectora de Vientos estaba encauzando. Era algo relacionado con su sonrisa, pero, fuera lo que fuera, lo había olvidado. En cualquier caso, estaba decidida a intentarlo de nuevo antes de llegar a Tanchico aunque tuviera que forzar la situación. De todos modos, Thom no iba a ninguna parte; mañana seguiría allí.

—Jorin, ¿cuánto tardaremos en llegar a Tanchico? Me dijeron que los bergantines son los veleros más rápidos del mundo, pero ¿hasta qué punto?

—¿A Tanchico? Para servir al Coramoor no haremos ninguna escala en el camino. Quizá diez días, si soy capaz de entretejer bien los vientos y si quiere la Luz que encuentre las corrientes adecuadas. Tal vez incluso sean siete u ocho, con la gracia de la Luz.

—¿Diez días? —exclamó, sorprendida—. No es posible. —Después de todo, había visto mapas.

La sonrisa de la otra mujer traslucía orgullo y satisfacción a partes iguales.

—Como vos misma dijisteis, son los veleros más rápidos del mundo. Los segundos más veloces tardarían ese tiempo más la mitad en cualquier distancia, y a la mayoría les llevaría el doble. Las embarcaciones costeras que se ciñen al litoral y anclan en aguas someras todas las noches —resopló despectivamente—, necesitan diez veces ese tiempo.

—Jorin, ¿querríais enseñarme lo que acabáis de hacer?

La Detectora de Vientos la miró fijamente, con los oscuros ojos muy abiertos y brillantes a la menguante luz del día.

—¿Enseñaros? Pero si sois una Aes Sedai.

—Jorin, jamás he entretejido un flujo que llegara a ser ni la mitad de grueso que los que estabais manejando. ¡Y el alcance tan increíble! Estoy impresionada.

La Detectora de Vientos la contempló unos instantes más, no con desconcierto ya, sino como si intentara grabar el rostro de Elayne en su mente. Al cabo, se besó los dedos de la mano derecha y luego los puso sobre la boca de la heredera del trono.

—Si la Luz quiere y lo permite, ambas aprenderemos.

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