51 Revelaciones en Tanchico

Elayne movió torpemente los dos finos palitos lacados en rojo intentando colocarlos correctamente entre sus dedos. «Son sursa, no palitos —se recordó—. Una manera estúpida de comer, los llamen como los llamen».

Al otro lado de la mesa, en la sala La Caída de las Flores, Egeanin miraba ceñuda sus propios sursa, uno en cada mano, enhiestos como si fueran pinchos. Nynaeve sostenía los suyos del modo que les había enseñado Rendra, pero hasta el momento todo lo que había conseguido llevarse a la boca era un trocito de carne y unos pedacitos de pimientos troceados; sus ojos denotaban una firme determinación. Sobre la mesa había numerosos cuencos pequeños, cada uno de ellos lleno de finos trozos de carne y vegetales, algunos con salsas de distinto color. Elayne pensó que podrían tardar el resto del día en terminar esta comida. Dirigió una agradecida mirada a la posadera cuando la mujer se inclinó sobre su hombro para colocarle los sursa adecuadamente.

—Vuestro país está en guerra con Arad Doman —dijo Egeanin en un tono que sonaba enfadado—. ¿Por qué entonces servís platos de vuestros enemigos?

Rendra se encogió de hombros a la par que hacía un mohín bajo el velo; hoy llevaba uno de un tono rojo muy pálido, y cuentas del mismo color entretejidas con las finas trenzas, que creaban un suave repiqueteo al chocar entre sí cada vez que movía la cabeza.

—Es la última moda. Empezó hace cuatro días, en el Jardín de las Brisas Plateadas, y ahora casi todos los clientes piden los platos domani. Creo que quizá se deba a que, puesto que no podemos conquistarlos a ellos, al menos sí nos apropiamos de su estilo de comida. A lo mejor en Bandar Eban comen cordero con salsa dulce y manzanas glaseadas, ¿no os parece? Dentro de otros cuatro días será otra cosa. Hoy en día la moda cambia rápidamente, y si alguien azuza al populacho contra esto… —Volvió a encogerse de hombros.

—¿Creéis que habrá más disturbios? —preguntó Elayne—. ¿Por el tipo de comida que se sirve en las posadas?

—Los ánimos están exaltados en las calles —repuso Rendra al tiempo que extendía las manos en una actitud fatalista—. ¿Quién sabe qué hará que se encienda de nuevo la chispa? El tumulto de anteayer fue motivado por un rumor de que Maracru se había pronunciado a favor del Dragón Renacido o que había caído en manos de los seguidores del Dragón o de los rebeldes; lo mismo daba que fuera por una cosa o por otra. Pero ¿acaso se puso el populacho en contra de las gentes de Maracru? No. Se desmandaron en las calles, sacaron a rastras a las personas que iban en carruajes y después prendieron fuego a la Gran Cámara de la Asamblea. Tal vez llegue la noticia de que el ejército ha ganado una batalla, o la ha perdido, y el populacho se levante contra aquellos que sirven platos domani. O puede que incendie almacenes en los muelles de Calpen. ¿Quién sabe?

—Una total anarquía —rezongó Egeanin, que cogió firmemente los sursa con la mano derecha. A juzgar por la expresión de su semblante, habríase dicho que eran dagas que pensaba utilizar para ensartar el contenido de los cuencos. Un trocito de carne escapó de los sursa de Nynaeve cuando estaba a un par de centímetros de su boca; gruñendo, lo recogió con brusquedad de su regazo y limpió la falda de seda con la servilleta.

—Ah, el orden. —Rendra se echó a reír—. Recuerdo lo que era. Quizá volvamos a tenerlo algún día, ¿no? Algunos creyeron que la Panarch Amathera haría que la Fuerza Civil reanudara sus cometidos, pero, yo que ella, recordando los gritos y abucheos del populacho en la calle el día de la investidura… Los Hijos de la Luz mataron a muchos de los alborotadores. Quizás eso haya acabado con los disturbios, aunque también puede significar el estallido del próximo, y éste será mucho peor que los anteriores. Yo que la Panarch, tendría a la Fuerza y a los Hijos cerca de mí. En fin, ésta no es la conversación más indicada para disfrutar una comida. —Examinó la mesa, asintió en un gesto de aprobación que hizo tintinear las cuentas trenzadas en el pelo, y se dirigió a la puerta; allí se paró y esbozó una sonrisa—. La moda es comer los platos domani con los sursa, y, por supuesto, uno sigue lo que está de moda, pero… Aquí no hay nadie que os vea, ¿verdad? Por si acaso os apetece, hay cucharas y tenedores debajo de aquella servilleta. —Señaló la bandeja a un extremo de la mesa—. Buen provecho.

Nynaeve y Egeanin esperaron hasta que la puerta se cerró tras la posadera; entonces intercambiaron una sonrisa y alargaron las manos hacia la bandeja con increíble rapidez. Aun así, Elayne se las compuso para ser la primera en coger cuchara y tenedor; las otras dos mujeres no habían tenido que comer nunca en unos pocos minutos entre clases y tareas de novicia.

—Es bastante sabroso —comentó Egeanin después de saborear el primer bocado—, cuando una consigue llevarse algo a la boca.

Nynaeve coreó sus risas. En los siete días transcurridos desde que habían conocido a la mujer de cabello oscuro, penetrantes ojos azules y extraña pronunciación arrastrando las palabras, las dos amigas habían acabado cogiéndole aprecio. Era un agradable cambio respecto a la cháchara insustancial de Rendra sobre peinados, ropas y cuidados de la piel, o con las miradas en la calle de gente que parecía capaz de degollar por una moneda de cobre. Ésta era la cuarta visita que les hacía desde su primer encuentro, y Elayne había disfrutado con ellas. Admiraba los modos directos de Egeanin y su aire de independencia. Puede que la mujer sólo fuera una pequeña comerciante de cualquier mercancía que le llegara a las manos, pero no tenía nada que envidiar a Gareth Bryne en cuanto a decir lo que pensaba y no doblegarse ante nadie.

Aun así, Elayne habría querido que sus visitas no fueran tan frecuentes. O, más bien, que Nynaeve y ella no estuvieran tanto tiempo en El Patio de los Tres Ciruelos para que Egeanin las encontrara allí. Los disturbios casi continuos habidos desde la investidura de Amathera hacían de todo punto imposible andar por la ciudad a pesar de la escolta de aguerridos marineros que Domon les había proporcionado. Hasta Nynaeve había admitido que no era seguro salir a la calle después de huir de una lluvia de piedras grandes como puños. Thom mantenía su promesa de buscarles un carruaje y un tiro, pero Elayne ignoraba hasta qué punto se estaba esforzando el juglar para conseguirlos. Juilin y él mostraban una satisfacción irritante porque Nynaeve y ella se vieran recluidas en la posada. «Ellos regresan con contusiones y sangrando y sin embargo no quieren que nosotras nos hagamos daño en un dedo del pie si tropezamos», pensó, molesta. ¿Por qué los hombres tenían que velar por la seguridad de las mujeres más que por la suya propia? ¿Por qué pensaban que las heridas que sufrían ellos importaban menos que las de una mujer?

Por el sabor de la carne, Elayne sospechó que Thom debería buscar en las cocinas si quería encontrar caballos. La noción de estar comiendo carne de caballo le revolvió el estómago, y eligió el contenido de un cuenco en el que sólo había verdura: trocitos de unas setas oscuras, pimientos rojos y una especie de brotes plumosos aderezados con una salsa picante.

—¿De qué hablaremos hoy? —preguntó Nynaeve a Egeanin—. Nos habéis hecho casi todas las preguntas que se me ocurren. —Al menos, casi todas las que sabía cómo responder—. Si queréis saber más sobre las Aes Sedai, tendréis que ir a la Torre como novicia.

Egeanin dio un respingo involuntariamente, como hacía con cada palabra que relacionaba el Poder con ella. Removió el contenido de uno de los cuencos, mirándolo absorta.

—No habéis puesto un especial empeño en ocultarme que estáis buscando a alguien —dijo lentamente—. Unas mujeres. Si ello no implica inmiscuirme en vuestros secretos, me ofrecería…

Se interrumpió al sonar una llamada en la puerta y, sin aguardar respuesta, Bayle Domon entró en la habitación; en su rostro redondo pugnaban la satisfacción y la inquietud.

—Las he encontrado —empezó, y entonces sufrió un sobresalto al ver a Egeanin—. ¡Vos!

Inopinadamente, Egeanin derribó la silla al incorporarse con brusquedad y lanzó un puñetazo al estómago de Domon con tal rapidez que apenas se vio el movimiento. De algún modo, el capitán consiguió agarrarle la muñeca con su manaza, giró —hubo un momento relampagueante en el que ambos parecieron querer zancadillear al otro, además del intento de Egeanin de golpear al hombre en la garganta— y, de repente, la tuvo tendida en el suelo boca abajo, con el pie plantado en su hombro y sujetando el brazo de la mujer hacia atrás, contra su rodilla. A pesar de ello, Egeanin se las había compuesto para desenvainar su cuchillo.

Elayne tejió flujos de Aire alrededor de la pareja antes de que fuera consciente de haber abrazado el saidar, y los dejó inmovilizados.

—¿Qué significa esto? —demandó con un timbre gélido.

—¿Cómo osáis, maese Domon? —La voz de Nynaeve sonaba igualmente fría—. ¡Soltadla! —Con un timbre más afectuoso y preocupado añadió—: Egeanin, ¿por qué intentasteis golpearlo? ¡Os he dicho que la soltéis, Domon!

—No puede, Nynaeve. —Elayne habría deseado que su compañera fuera capaz al menos de ver los flujos sin tener que estar furiosa. Además, Egeanin era quien había actuado con violencia en primer lugar—. ¿Por qué, Egeanin?

La mujer de cabello oscuro seguía tendida, con los ojos cerrados y la boca apretada; aferraba con tanta fuerza la empuñadura del cuchillo que sus nudillos estaban blancos. La mirada de Domon fue de Elayne a Nynaeve; la extraña barba del illiano estaba erizada. La única parte de su cuerpo que Elayne había dejado con movimiento era la cabeza.

—¡Esta mujer es seanchan! —gruñó.

La heredera del trono intercambió una mirada sobresaltada con Nynaeve. ¿Egeanin una seanchan? Imposible. No podía ser.

—¿Estáis seguro? —preguntó la antigua Zahorí lenta, quedamente. Parecía tan estupefacta como se sentía Elayne.

—Jamás olvidaría su cara —repuso con firmeza Domon—. Es capitán de barco. Fue ella la que nos llevó a Falme a mi barco y a mí, como cautivos de los seanchan.

Egeanin no hizo intención de negarlo y se limitó a seguir aferrando el cuchillo con todas sus fuerzas. Una seanchan.

«¡Pero me cae bien!» Con cuidado, Elayne retiró los flujos hasta que la mano con la que Egeanin sujetaba el cuchillo quedó libre hasta la muñeca.

—Soltadlo, Egeanin —dijo mientras se arrodillaba a su lado—. Por favor. —Al cabo de un momento, los dedos de la mujer se abrieron y Elayne cogió el cuchillo. A continuación se apartó y soltó la totalidad de los flujos—. Dejad que se levante, maese Domon.

—Es una seanchan, señora —protestó el capitán—, y tan dura como una estaca de hierro.

—Dejad que se levante.

Rezongando entre dientes, el illiano soltó la muñeca de Egeanin y se retiró rápidamente de la mujer, como si esperara que volviera a atacarlo. Empero, Egeanin —la seanchan— se limitó a ponerse de pie. Hizo movimientos giratorios con el hombro magullado por la bota de Domon al tiempo que su mirada pensativa fue del capitán a la puerta; luego, alzó la cabeza y esperó con un aire de absoluta calma. Resultaba difícil no admirarla.

Seanchan —gruñó Nynaeve. Agarró un puñado de las finas trenzas, miró de un modo raro su mano y luego las soltó; pero su entrecejo continuaba fruncido y la expresión de sus ojos seguía siendo dura—. ¡Seanchan! Ganándoos insidiosamente nuestra amistad. Creía que todos habíais regresado a vuestro lugar de origen. ¿Por qué estáis aquí, Egeanin? ¿Nuestro encuentro fue realmente una casualidad? ¿Por qué nos buscabais? ¿Os proponíais llevarnos con engaños a algún sitio donde vuestras repugnantes sul’dam pudieran ponernos sus correas al cuello? —Los ojos de Egeanin se abrieron con sorpresa—. Oh, sí —le dijo Nynaeve con tono cortante—. Sabemos lo de los seanchan y vuestras sul’dam y damane. Sabemos más incluso que vos. Encadenáis a mujeres que encauzan como haríais con animales, pero las otras que utilizáis para controlarlas también pueden encauzar, Egeanin. Por cada mujer que encauza que habéis encadenado como a un animal, pasáis junto a otras diez o veinte cada día sin daros cuenta.

—Lo sé —respondió lacónicamente Egeanin, y Nynaeve se quedó boquiabierta.

Elayne creyó que sus propios ojos se le iban a salir de las órbitas.

—¿Lo sabéis? —Aspiró hondo y continuó con un timbre chillón, incrédulo—: Egeanin, creo que mentís. No me he encontrado con muchos seanchan y nunca los he visto más de unos pocos minutos, pero conozco a quien sí ha tenido trato con vosotros. Los seanchan ni siquiera odiáis a las mujeres que encauzan. Las consideráis animales, así que no os lo tomaríais con tanta tranquilidad si realmente lo supieseis. Seguramente ni siquiera lo creeríais.

—Las mujeres que llevan el brazalete pueden aprender a encauzar —manifestó Egeanin—. Yo ignoraba que pudiera aprenderse, porque siempre se me dijo que una mujer encauzaba o no encauzaba, pero cuando me contasteis que las jóvenes que no han nacido con ello reciben instrucción y guía para lograrlo, lo deduje. ¿Puedo sentarme?

Lo preguntó con fría tranquilidad. Elayne asintió; Domon levantó la silla derribada y se puso detrás de la mujer mientras ésta tomaba asiento. Egeanin le dedicó una mirada por encima del hombro y dijo:

—No resultasteis un adversario tan… difícil la última vez que nos encontramos.

—Entonces teníais veinte soldados con armaduras sobre el puente de mi nave y una damane preparada para hacerla pedazos con el Poder. El hecho de que pueda pescar un tiburón desde una barca no significa que esté dispuesto a luchar con él en el agua. —Inopinadamente, sonrió a la mujer y se frotó el costado donde Egeanin debía de haberle dado un puñetazo sin que Elayne lo advirtiera—. Tampoco vos sois un adversario tan fácil como imaginé que seríais sin la armadura y la espada.

El mundo de la mujer, tal y como lo entendía ella, debía de haberse vuelto del revés, pero se lo estaba tomando con una actitud muy práctica. A Elayne no se le ocurría qué podría poner su propio mundo patas arriba de una manera tan radical, pero esperaba que si alguna vez se encontraba en esa situación fuera capaz de hacerle frente con la tranquila reserva de Egeanin. «Tengo que conseguir que deje de caerme bien. Es una seanchan, y los suyos me habrían atado con correa como a un perro si hubieran tenido oportunidad. Luz, ¿qué ha de hacer uno para que alguien deje de gustarle?»

Por lo visto, Nynaeve no estaba teniendo ese problema. Plantó los puños sobre la mesa y se inclinó hacia Egeanin con tanto ímpetu que las finas trenzas se mecieron encima de los cuencos de comida.

—¿Por qué estáis en Tanchico? Pensé que todos habíais huido después de lo de Falme. ¿Y por qué habéis intimado con nosotras con las mañas arteras de una serpiente que entra en un nido para comerse los huevos? ¡Si creéis que podéis atarnos con vuestras correas, os aconsejo que lo penséis mejor!

—En ningún momento fue ésa mi intención —repuso Egeanin fríamente—. Lo único que quería era conocer más cosas sobre las Aes Sedai. Yo… —Por primera vez pareció vacilar, insegura de sí misma. Apretó los labios, miró a Nynaeve y a Elayne alternativamente y sacudió la cabeza—. No sois como imaginaba. La Luz me asista, pero… me caéis bien.

—Os caemos bien. —Nynaeve lo dijo de un modo que parecía un delito—. Eso no responde a ninguna de mis preguntas.

La seanchan vaciló de nuevo; entonces levantó la cabeza, como desafiándolas a hacer lo que les diera la gana.

—Dejamos en tierra varias sul’dam, en Falme. Algunas desertaron tras el desastre, y nos enviaron a varios para hacerlas regresar. Sólo he dado con una de ellas, pero descubrí que un a’dam la sometía. —Al advertir que Nynaeve apretaba los puños, se apresuró a añadir—: La dejé en libertad anoche y si ello se descubre lo pagaré muy caro, pero después de hablar con vosotras, me sentí incapaz de… —Hizo una mueca antes de continuar—: Sabía que Bethamin era una sul’dam y descubrí que un a’dam la retenía, que ella podía… Eso fue lo que me llevó a querer veros después de que Elayne se dio a conocer. Tenía que saber, que entender, lo de las mujeres que pueden encauzar. —Inhaló hondo—. ¿Qué pensáis hacer conmigo? —Sus manos, enlazadas en el regazo, no temblaron.

Nynaeve abrió la boca con expresión iracunda, pero la volvió a cerrar lentamente. Elayne entendía su conflicto. En este momento debía de odiar a Egeanin, pero ¿qué iban a hacer con ella? No estaba claro que hubiera cometido ningún delito en Tanchico y, de todos modos, la Fuerza Civil no parecía muy interesada en otra cosa que no fuera salvar su propio pellejo. La mujer era seanchan, había utilizado sul’dam y damane, pero, por otro lado, afirmaba haber dejado libre a la tal Bethamin. En consecuencia ¿por qué crimen debían castigarla? ¿Por hacer preguntas que ellas habían respondido voluntariamente? ¿Por hacer que le tomaran aprecio?

—Me gustaría desollaros viva —gruñó Nynaeve. De manera inesperada volvió la cabeza hacia Domon—. ¿Dijisteis que las habéis encontrado? ¿Dónde?

El capitán rebulló con incomodidad y lanzó una mirada significativa a Egeanin a la par que enarcaba las cejas.

—No creo que sea una Amiga Siniestra —manifestó Elayne al ver que Nynaeve vacilaba.

—¡Por supuesto que no lo soy! —La expresión en los ojos de la seanchan era indignada y ofendida.

Cruzándose de brazos como para evitar agarrarse las trenzas, Nynaeve asestó una mirada feroz a la mujer antes de dedicar otra, acusadora, a Domon, como si todo este lío fuera culpa suya.

—No hay ningún sitio donde podamos encerrarla —dijo finalmente—, y desde luego Rendra exigiría una explicación. Adelante, maese Domon.

—Uno de mis hombres —explicó el capitán tras echar una última ojeada indecisa a Egeanin— vio a dos de las mujeres de vuestra lista en el Palacio de la Panarch. La de los gatos y la saldaenina.

—¿Estáis seguro? —inquirió Nynaeve—. ¿En el Palacio de la Panarch? Preferiría que hubieseis sido vos personalmente quien las hubiera visto. Hay más mujeres aparte de Marillin Gemalphin a las que les gustan los gatos. Y Asne Zeramene no es la única mujer procedente de Saldaea incluso aquí, en Tanchico.

—¿Una mujer de rostro estrecho, ojos azules, con la nariz ancha, que da de comer a los gatos en una ciudad donde se los comen? ¿Y en compañía de otra con esa nariz saldaenina y los ojos rasgados? A mí no me parece una pareja tan corriente como para equivocarlas con otras, señora al’Meara.

—No, no lo es —se mostró de acuerdo—. Pero ¿en el Palacio de la Panarch? Maese Domon, en caso de que lo hayáis olvidado, ¡quinientos Capas Blancas guardan ese lugar a las órdenes de un Inquisidor de la Mano de la Luz! Al menos Jaichim Carridin y sus oficiales deben de saber reconocer a unas Aes Sedai a primera vista. ¿Creéis que seguirían allí si supieran que la Panarch da asilo a Aes Sedai?

El capitán abrió la boca, pero no pronunció una sola palabra. El razonamiento de Nynaeve caía por su propio peso.

—Maese Domon —intervino Elayne—, ¿qué estaba haciendo uno de vuestros hombres en el Palacio de la Panarch?

El capitán se tiró de la barba con gesto apurado y se frotó el labio superior rasurado.

—Veréis, es de todos conocido que a la Panarch Amathera le gustan las cerecillas, de esas blancas que pican tanto. Y, sea o no sensible a los regalos, los encargados de aduanas sabrán quién les dio uno y ellos sí se mostrarán más accesibles.

—¿Regalos? —dijo la heredera del trono adoptando un aire de reprobación—. En los muelles fuisteis más sincero al llamarlos sobornos.

Sorprendentemente, Egeanin se giró en la silla y también le asestó una mirada desaprobadora.

—Así la Fortuna me clave su aguijón —rezongó el hombre—. ¿Me pedisteis acaso que renunciara a mi negocio? Tampoco lo habría dejado aunque hubieseis utilizado a mi anciana madre para pedírmelo. Un hombre tiene derecho a ganarse la vida.

Egeanin resopló con desprecio y se puso muy erguida.

—Sus manejos no son de nuestra incumbencia, Elayne. —El timbre de Nynaeve sonaba exasperado—. Me importa un bledo si soborna a toda la ciudad o si hace contrabando con… —Un toque en la puerta la interrumpió. Tras echar una mirada de advertencia a los demás, instó con brusquedad a Egeanin—: Quedaos ahí sentada sin moveros. —Luego alzó la voz—. Adelante.

Juilin asomó la cabeza, cubierta con aquel estúpido gorro cilíndrico, y miró ceñudo, como siempre, a Domon. Tener un corte en su atezada mejilla, seca ya la sangre, tampoco era inusitado; actualmente, las calles eran más peligrosas de día que lo que habían sido de noche al principio.

—¿Puedo hablar en privado con vos, señora al’Meara? —pidió, al reparar en Egeanin, sentada a la mesa.

—Oh, entrad —ordenó sin contemplaciones la antigua Zahorí—. Después de todo lo que ha oído ya, no importa si se entera de algo más. ¿También vos las habéis encontrado en el Palacio de la Panarch?

Mientras cerraba la puerta tras de sí, Juilin asestó a Domon una mirada indescifrable y apretó los labios. El contrabandista sonrió enseñando demasiado los dientes. Por un instante dio la impresión de que iban a enzarzarse a golpes.

—Así que el illiano se me ha adelantado —rezongó Juilin con acritud. Hizo caso omiso de Domon y se dirigió a Nynaeve—. Os dije que la mujer del mechón blanco me conduciría hasta ellas. Ése es un rasgo muy característico. Y también vi allí a la domani, desde lejos por supuesto. No soy tan necio como para meterme a nadar entre un banco de cazones. Empero, considero imposible que haya otra domani, aparte de Jeane Caide, en todo Tarabon.

—¿Queréis decir que, efectivamente, están en el Palacio de la Panarch? —exclamó Nynaeve.

La expresión en el semblante de Juilin no cambió, pero sus oscuros ojos se abrieron un poco más y se desviaron un instante hacia Domon.

—Así que no tiene prueba de ello —comentó con satisfacción.

—Sí que la tenía. —Domon evitó mirar al teariano—. Si no la aceptasteis antes de que este pescador entrara, señora al’Meara, no es culpa mía.

Juilin se puso tenso, pero Elayne se adelantó antes de que el rastreador tuviera oportunidad de decir nada.

—Los dos las encontrasteis y trajisteis pruebas. Seguramente ninguna de ellas habría bastado sin el respaldo de la otra. Ahora sabemos con seguridad que están allí gracias a los dos.

Si tal cosa era posible, ambos parecieron más descontentos que antes. Desde luego, los hombres se comportaban a veces como verdaderos necios.

—El Palacio de la Panarch. —Nynaeve se dio un fuerte tirón a un puñado de trenzas, aunque de inmediato las echó a la espalda sacudiendo la cabeza—. Lo que quiera que sea que buscan tiene que estar allí. Sin embargo, si lo tienen ya en su poder, ¿por qué siguen en Tanchico? El palacio es inmenso, así que cabe la posibilidad de que no lo hayan encontrado todavía. ¡Aunque tampoco sirve de mucho si nosotras estamos fuera mientras que ellas están dentro!

Thom, como era habitual en él, entró sin llamar y abarcó a todos los presentes con una sola ojeada.

—Señora Egeanin —murmuró a la par que hacía una elegante reverencia que ni siquiera su leve cojera deslució—. Nynaeve, si pudiéramos hablar en privado, traigo importantes noticias.

La reciente magulladura que lucía en la curtida mejilla irritó más a Elayne que el nuevo desgarrón que había en su fina chaqueta marrón. Era demasiado viejo para afrontar el peligro de las calles de Tanchico. Mirándolo bien, el peligro de las calles de cualquier ciudad. Iba siendo hora de que hiciera algunas gestiones para proporcionarle un agradable retiro, en algún lugar cómodo y seguro. Se acabaron los vagabundeos de juglar de pueblo en pueblo. Ella se ocuparía personalmente de que fuera así. Por su parte, Nynaeve le dirigió una mirada penetrante.

—Ahora no tengo tiempo para eso. Las hermanas Negras están en el Palacio de la Panarch y, por lo que sé, Amathera las está ayudando a registrarlo desde el sótano hasta el desván.

—Lo supe hace apenas una hora —comentó el juglar sin dar crédito a sus oídos—. ¿Cómo os…? —Miró a Domon y a Juilin, quienes seguían exhibiendo el gesto enfurruñado de unos niños que querían el pastel entero, sin compartir con el otro.

Saltaba a la vista que Thom descartaba a cualquiera de los dos como la fuente de información de Nynaeve, y Elayne sintió ganas de reír. El juglar presumía tanto de estar al corriente de todo lo que pasaba por los bajos mundos y de todas las intrigas de las altas esferas…

—La Torre tienes sus propios medios, Thom —le respondió con un aire frío y misterioso—. Es mejor no tomarse un excesivo interés en los métodos de las Aes Sedai. —Él frunció las blancas y espesas cejas en un gesto de incertidumbre. Una reacción muy satisfactoria. La heredera del trono reparó en que Juilin y Domon también la observaban con gesto ceñudo y, de repente, enrojeció sin poder evitarlo. Si hablaban, ella quedaría en ridículo. Al final hablarían; los hombres eran así. Lo mejor era echarle tierra al asunto cuanto antes y confiar—. Thom, ¿habéis oído algo que apunte que Amathera es Amiga Siniestra?

—Nada. —Se dio un tirón del bigote con gesto irritado—. Por lo visto no ha visto a Andric desde que se puso la Corona del Árbol. Tal vez los disturbios de las calles hacen demasiado peligroso desplazarse entre el palacio del rey y el de la Panarch. O tal vez es que se ha dado cuenta de que ahora tiene tanto poder como el monarca y ha dejado de mostrarse tan complaciente con él. No se sabe con certeza de qué lado está su lealtad. —Tras echar una rápida ojeada a la mujer sentada en la silla agregó—: Me siento agradecido por la ayuda que la señora Egeanin os prestó con aquellos ladrones, pero hasta ahora pensaba que era una simple amistad. ¿Puedo preguntar quién es para haberla metido en esto? Me parece recordar que amenazasteis con arrancar el pellejo a tiras a quien se fuera de la lengua, Nynaeve.

—Es una seanchan —le contestó la antigua Zahorí—. Cerrad la boca antes de que os traguéis una mosca, Thom, y sentaos. Podemos comer mientras tratamos de decidir qué hacer.

—¿Delante de ella? —preguntó el juglar—. ¿De una seanchan? —Se había enterado de ciertas cosas ocurridas en Falme a través de Elayne y, naturalmente, había oído los rumores que corrían por Tanchico; observó a Egeanin como si se preguntara dónde escondía los cuernos.

Por su parte, Juilin tenía los ojos tan desorbitados que cualquiera habría dicho que lo estaban estrangulando; también debía de haber oído los comentarios que había en la ciudad sobre los seanchan.

—¿Sugerís que le pida a Rendra que la encierre en la bodega? —inquirió calmosamente Nynaeve—. Eso levantaría comentarios ¿no os parece? En fin, estoy convencida de que tres hombretones fuertes de pelo en pecho son capaces de protegernos a Elayne y a mí si por casualidad se sacara de la manga un ejército seanchan. Sentaos, Thom, o comed de pie, como gustéis, pero dejad de mirarnos como si fuéramos bichos raros. Sentaos todos. Me propongo comer antes de que se quede frío.

Así lo hicieron, Thom tan descontento aparentemente como Juilin y Domon. A veces las maneras intimidatorias de Nynaeve funcionaban. A lo mejor también daba resultado con Rand tratarlo así de cuando en cuando.

Elayne apartó a Rand de su mente, decidiendo que era hora de contribuir con algo útil.

—Veo de todo punto imposible que las hermanas Negras estén en el Palacio de la Panarch sin que Amathera lo sepa —empezó mientras arrimaba su silla y se sentaba—. A mi modo de entender, eso apunta tres posibilidades. Una, que Amathera es una Amiga Siniestra. Dos, cree que son Aes Sedai. Y tres, que es su prisionera. —Por alguna razón, el gesto de aprobación de Thom le produjo una cálida sensación. Qué tonta era. Aunque el hombre conociera el Juego de las Casas, no era más que un necio bardo que había renunciado a todo para convertirse en un juglar—. En cualquier caso, las ayudaría a encontrar lo que buscan, pero, desde mi punto de vista, si cree que son Aes Sedai podríamos ganarnos su apoyo diciéndole la verdad. Y, si la tienen prisionera, también lo lograríamos liberándola. Ni siquiera Liandrin y sus compañeras podrían quedarse en el palacio si la Panarch ordena que se marchen, y eso nos dejaría el camino libre para registrarlo nosotras.

—El problema radica en descubrir si es aliada de ellas, una víctima del engaño o una cautiva —adujo Thom mientras gesticulaba con el par de sursa. ¡Sabía cómo utilizarlos a la perfección!

—El verdadero problema —intervino Juilin, sacudiendo la cabeza—, es llegar hasta ella, sea cual sea su situación. Jaichim Carridin tiene quinientos Capas Blancas rodeando el palacio como unas gaviotas hambrientas vigilando los muelles. La Legión de la Panarch tiene apostados casi el doble de hombres, y hay otros tantos de la Fuerza Civil. Pocas fortalezas cuentan con una vigilancia tan nutrida.

—No vamos a luchar contra ellos —comentó secamente Nynaeve—. Dejad de pensar con el vello del pecho. Esta situación requiere utilizar el cerebro, no los músculos. Tal y como yo lo veo…

La discusión se alargó durante toda la comida y continuó hasta después de que el último cuenco quedara completamente vacío. Hasta Egeanin contribuyó con algunos comentarios convincentes tras guardar silencio un rato durante el que no comió ni pareció estar prestando atención. Tenía una mente muy despierta, y Thom no anduvo remiso en aceptar algunas de las sugerencias con las que estaba de acuerdo, bien que rechazaba de plano aquellas con las que no coincidía; exactamente igual que trataba a todo el mundo. Hasta Domon, cosa harto sorprendente, apoyó a Egeanin cuando Nynaeve quiso que la mujer no interviniera en la conversación:

—Lo que dice tiene sentido, señora al’Meara, y sólo un necio rechazaría una idea sensata, venga de quien venga.

Por desgracia, saber dónde se encontraban las hermanas Negras no servía de mucho al ignorar si Amathera las respaldaba o no. Por no mencionar que no tenían la más ligera idea de qué era lo que buscaban. Al final, casi dos horas de discusión no los condujo a nada útil salvo unas cuantas sugerencias respecto a cómo enterarse de la situación de Amathera, lo cual, por lo visto, tendría que llevarse a cabo a través de los hombres del grupo y de sus redes de contactos extendidas por Tanchico.

Ninguno de los tres necios varones quería dejarlas solas con una seanchan, hasta que Nynaeve se enfureció lo bastante para inmovilizarlos a los tres con flujos de Aire delante de la puerta, donde se habían quedado parados sin acabar de decidirse a salir.

—¿Es que dudáis —inquirió fríamente, envuelta en el halo del saidar—, que cualquiera de nosotras sea capaz de responderle igual si nos hace «¡uh!»?

No los soltó hasta que todos asintieron con la cabeza, la única parte del cuerpo que podían mover.

—Sabéis poner firme a la tripulación —comentó Egeanin tan pronto como la puerta se cerró tras ellos.

—¡Cerrad el pico, seanchan! —Nynaeve se cruzó de brazos; al parecer había renunciado a dar tirones a las numerosas trenzas cuando estaba enfadada—. ¡Sentaos y guardad silencio!

La espera resultó frustrante, sin otra cosa que hacer que contemplar los ciruelos y la caída de las flores pintados en las paredes sin ventanas, paseando de un lado a otro de la sala o viendo cómo paseaba Nynaeve mientras Thom, Juilin y Domon estaban fuera haciendo esto o lo otro. Pero todavía era peor cuando cada uno de ellos regresaba a intervalos para informar que un rastro se había perdido o que otro contacto se había interrumpido, limitarse a escuchar lo que ellos habían descubierto y verlos marcharse de nuevo a toda prisa.

La primera vez que Thom regresó —con un segundo moretón purpúreo en la otra mejilla—, Elayne sugirió:

—¿No sería mejor que estuvieseis aquí, Thom, donde os enteraríais de lo que Juilin o Domon vengan a informar? Podríais evaluar esos datos mucho mejor que Nynaeve o yo.

El juglar sacudió la canosa mata de pelo ridículamente alborotada, mientras Nynaeve soltaba un bufido que debió de oírse en el pasillo.

—Tengo una pista que apunta a una casa en Verana, donde al parecer Amathera iba a escondidas algunas noches antes de que la nombraran Panarch.

Y se marchó antes de que Elayne tuviera tiempo de decir nada más. La siguiente vez que volvió, cojeando más de lo habitual e informando que la casa pertenecía a la antigua niñera de Amathera, Elayne le habló con la máxima firmeza:

—Thom, quiero que os sentéis. Vais a quedaros aquí. No pienso consentir que os hagan daño.

—¿Daño? Pequeña, en mi vida me he sentido mejor. Decidle a Juilin y a Bayle que por lo visto hay una mujer llamada Cerindra en alguna parte de esta ciudad que presume de saber todos los secretos de Amathera.

Y salió renqueando, con la capa ondeando tras él; en la prenda había también un desgarrón nuevo. Viejo estúpido, testarudo, cabezota.

En cierto momento llegó a través de las gruesas paredes de la sala el clamor de gritos brutales y chillidos procedentes de la calle. Rendra entró atropelladamente en la sala cuando Elayne acababa de decidir que saldría para ver qué estaba pasando.

—Una pequeña refriega ahí fuera —informó la posadera—, pero podéis estar tranquilas. Los hombres de Bayle Domon se están encargando de que no nos afecte, ¿sabéis? No quería que os preocupaseis.

—¿Una refriega aquí? —dijo, cortante, Nynaeve. La vecindad de la posada había sido una de las contadas zonas de la ciudad en las que había reinado la calma hasta el momento.

—Nada de que lo tengáis que preocuparos —insistió Rendra—. Quizá buscan comida, así que les diré dónde está el comedor popular de Domon y se marcharán.

El alboroto cesó al cabo de un rato, y Rendra les mandó un poco de vino. Elayne no se dio cuenta de que el sirviente era el joven de bonitos ojos castaños hasta que éste salió con gesto malhumorado. El tipo empezaba a reaccionar a sus miradas más frías como si fueran sonrisas. ¿Es que el muy necio creía que ella tenía tiempo ahora para reparar en su presencia?

Esperando y paseando, paseando y esperando. Cerindra resultó ser una doncella a la que habían despedido por robo; no se sentía en absoluto agradecida por que no la hubieran metido en prisión y estaba más que dispuesta a hacer cualquier acusación contra Amathera que alguien le sugiriera. Por otro lado, un tipo que afirmaba tener pruebas de que Amathera era una Aes Sedai del Ajah Negro también sostenía que los mismos documentos demostraban que el rey Andric era el Dragón Renacido. También resultó que el grupo de mujeres con las que Amathera solía reunirse en secreto eran unas amigas a las que Andric detestaba, y el impresionante descubrimiento de que había financiado varios barcos de contrabando no condujo a nada. Casi todos los nobles salvo el propio rey estaban implicados con el contrabando. Todas las pistas acababan igual. Lo peor que Thom consiguió descubrir fue que Amathera había convencido a dos apuestos y jóvenes nobles de que cada cual era el amor de su vida y Andric un simple medio para alcanzar un objetivo. Por otra parte, había concedido audiencias en el Palacio de la Panarch a varios lores, tanto en privado como en compañía de varias mujeres a las que se identificó como Liandrin y otras de la lista, y que supuestamente había pedido y aceptado su consejo en ciertas decisiones. ¿Aliada o cautiva?

Cuando Juilin regresó, más de tres horas después de que se hubiera puesto el sol, haciendo girar una fina vara de madera segmentada y mascullando algo sobre un tipo de pelo claro que había intentado robarle, Thom y Domon ya se encontraban hundidos en sendas sillas, desanimados, junto a Egeanin.

—Esto va a ser una repetición de Falme —gruñó Domon sin dirigirse a nadie en particular. El sólido garrote que había conseguido en alguna parte estaba sobre la mesa, delante de él; ahora también llevaba en el cinto una espada—. Aes Sedai. El Ajah Negro. Intrigas con la Panarch. Si mañana no descubrimos algo, estoy decidido a marcharme de Tanchico. ¡Pasado mañana seguro, aunque me pida que me quede mi propia hermana!

—Mañana —musitó cansadamente Thom, que tenía apoyados los codos en la mesa y las mejillas sobre los puños—. Estoy demasiado agotado para pensar con claridad. Sin darme cuenta, me he encontrado prestando atención a un criado de la lavandería del Palacio de la Panarch que afirmaba que había oído a Amathera entonar canciones malsonantes, de las que se escuchan en las peores tabernas del puerto. Y le estaba dando crédito.

—Por lo que a mí respecta —dijo Juilin, que giró la silla para sentarse a horcajadas—, pienso seguir investigando esta noche. He encontrado a un techador que asegura que la mujer cuya compañía frecuenta era otra de las doncellas de Amathera. Según él, la Panarch despidió sin previo aviso a todas sus doncellas la misma tarde que fue investida en su cargo. Me acompañará para que hable con ella después de que termine unos asuntos suyos en la casa de un mercader.

Nynaeve se dirigió a la cabecera de la mesa, puesta en jarras.

—No iréis a ninguna parte esta noche, Juilin. Los tres haréis turnos de guardia ante nuestra puerta.

Naturalmente, los tres hombres protestaron a la par:

—Tengo que atender mi propio negocio y emplear los días haciendo indagaciones para vos, y ahora, además…

—Señora al’Meara, esta mujer es la primera persona que he encontrado que ha visto a Amathera desde su nombramiento y…

—Nynaeve, me será de todo punto imposible enterarme de ningún rumor mañana y, mucho menos, seguirle la pista si me paso toda la noche en vela jugando a…

La antigua Zahorí dejó que se desahogaran. Cuando ya no les quedaron más argumentos y, evidentemente, creían que la habían convencido, manifestó:

—Puesto que no disponemos de ningún otro sitio donde encerrar a la seanchan, tendrá que dormir con nosotras. Elayne, ¿querrás pedirle a Rendra que prepare un jergón? En el suelo será suficiente.

Egeanin le dirigió una intensa mirada, pero no dijo nada. Los tres hombres estaban bien pillados; o se negaban de plano, faltando a su palabra de hacer lo que dijera Nynaeve, o seguían discutiendo, con lo que quedarían como unos niños llorones. Pusieron mala cara, farfullaron… y finalmente accedieron.

A Rendra le sorprendió que pidieran sólo un jergón, pero aceptó el cuento de que Egeanin temía arriesgarse a salir a la calle de noche. Sin embargo, se ofendió al ver que Thom se sentaba en el pasillo, a la puerta del cuarto de las mujeres.

—Esos tipos no consiguieron entrar por mucho que lo intentaron. Además, os dije que se irían al comedor popular, ¿no? Los huéspedes de El Patio de los Tres Ciruelos no necesitan guardias personales en sus cuartos.

—Estamos seguras de que es así —contestó Elayne mientras intentaba sacarla de la habitación empujándola suavemente—. Lo que pasa es que Thom y los otros se preocupan por nosotras. Ya sabéis cómo son los hombres.

El juglar le lanzó una mirada de halcón bajo aquellas blancas y espesas cejas, pero Rendra soltó un bufido, como demostrando que, efectivamente, lo sabía, y dejó que Elayne cerrara la puerta. De inmediato, Nynaeve se volvió hacia Egeanin, que estaba extendiendo el jergón al lado opuesto de la cama.

—Quitaos las ropas, seanchan. Quiero estar segura de que no lleváis otro cuchillo escondido.

Calmosamente, Egeanin se puso erguida y se desvistió, quedándose en ropa interior. Nynaeve registró a fondo las prendas y a continuación insistió en hacer lo mismo con Egeanin, y sin andarse con contemplaciones. El no encontrar nada no pareció apaciguarla.

—Las manos a la espalda, seanchan. Elayne, átala.

—Nynaeve, no creo que…

—Inmovilízala con el Poder, Elayne —increpó duramente la antigua Zahorí—, o haré tiras su vestido y las usaré para atarla de pies y manos.

—Realmente, Nynaeve, estando Thom ahí fuera…

—¡Es una seanchan! ¡Una seanchan, Elayne! —Hablaba como si odiara a la mujer de cabello oscuro por una ofensa personal, lo que no tenía sentido. Había sido Egwene quien había caído en sus manos, no Nynaeve. El gesto firme de su mandíbula ponía de manifiesto que iba a hacerlo a su modo, ya fuera con el Poder o con cualquier tipo de ataduras que encontrara.

Egeanin ya había puesto las manos juntas a la espalda, resignada pero no sumisa. Elayne tejió un flujo de Aire alrededor de las muñecas de la mujer y lo ató; al menos resultaría menos incómodo que las tiras del vestido. Egeanin flexionó ligeramente las manos, tanteando las ataduras que no podía ver, y se estremeció. Tan imposible de romper como si fueran argollas de acero. Se encogió de hombros y se tendió torpemente en el jergón, dándoles la espalda. Nynaeve empezó a desabrocharse el vestido.

—Déjame el anillo, Elayne.

—¿Estás segura, Nynaeve? —Lanzó una mirada significativa hacia Egeanin. La seanchan no parecía estar prestándoles atención.

—No saldrá corriendo para delatarnos. —Hizo una pausa para sacarse el vestido por la cabeza, se puso un fino camisón tarabonés de seda y tomó asiento al borde del lecho para quitarse las medias—. Es la noche acordada. Egwene nos espera a una de las dos, y me toca a mí. Se preocupará si no aparece ninguna.

Elayne sacó el cordón de cuero que llevaba al cuello, debajo del vestido. El anillo de piedra, con sus motas y rayas de colores marrones y rojos, colgaba junto a la serpiente dorada mordiéndose la cola. Desató el cordón, le entregó a Nynaeve el ter’angreal y, tras volver a anudarlo, se lo colgó de nuevo al cuello. Nynaeve ensartó el anillo de piedra junto al suyo de la serpiente dorada y al pesado sello de oro de Lan, y luego dejó que cayeran entre sus senos.

—Dame una hora después de que me haya dormido —instruyó mientras se tendía sobre la colcha azul—. No creo que nos lleve más tiempo. Y no le quites ojo de encima a la seanchan.

—¿Qué puede hacer si está atada, Nynaeve? —Elayne vaciló antes de añadir—: No creo que intentara hacernos daño si la soltáramos.

—¡Ni se te ocurra! —Nynaeve levantó la cabeza para clavar una mirada dura en la espalda de Egeanin y después volvió a recostarse en la almohada—. Una hora, Elayne. —Cerró los párpados y rebulló para encontrar una postura cómoda—. Tiempo de sobra para lo que hemos de hablar —murmuró.

Ocultando un bostezo tras la mano, la heredera del trono arrimó el taburete bajo a los pies de la cama, desde donde podía vigilar a Nynaeve y también a Egeanin, aunque a ésta no parecía necesario. La seanchan yacía hecha un ovillo en el jergón, con las manos bien atadas. Había sido un día agotador si se tenía en cuenta que no habían salido de la posada. Nynaeve ya musitaba algo en sueños; con los codos bien separados del cuerpo, por supuesto. Egeanin levantó la cabeza y miró por encima del hombro.

—Creo que me odia.

—Dormíos. —Elayne contuvo otro bostezo.

—Vos no me odiáis.

—No lo deis por seguro —replicó firmemente—. Os estáis tomando todo esto con mucha calma. ¿Cómo podéis estar tan tranquila?

—¿Tranquila? —La mujer movió las manos involuntariamente, torciendo las ataduras de Aire—. Estoy tan aterrada que me pondría a llorar. —Por su voz, no daba esa impresión. Empero, parecía ser sincera.

—No os haremos daño, Egeanin. —Dijera lo que dijera Nynaeve, ella se ocuparía de que fuera así—. Dormíos.

Al cabo de un momento, Egeanin reclinó la cabeza. Una hora. Era justo no preocupar a Egwene sin necesidad, pero habría preferido dedicar esa hora al problema que tenían entre manos en lugar de vagar inútilmente por el Tel’aran’rhiod. Si no lograban descubrir si Amathera estaba prisionera de las Negras o aliada con ellas… «Deja de darle vueltas a eso; porque lo piense no voy a dar con la solución». Una vez que lo supieran con certeza, ¿cómo iban a entrar en palacio con todos aquellos soldados y Capas Blancas vigilándolo, por no mencionar a Liandrin y a las demás?

Nynaeve había empezado a roncar suavemente, cosa que negaba con más acaloramiento que lo de sacar los codos. Egeanin debía de dormir también a juzgar por el ritmo regular y profundo de su respiración. Bostezando tras la palma de la mano, Elayne rebulló en el duro taburete de madera y se puso a planear cómo colarse en el Palacio de la Panarch.

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