46 Velos

La muchedumbre se apiñaba en las confinadas y sinuosas calles de Calpen, alrededor del Gran Anfiteatro; el humo de incontables lumbres de cocina que se elevaba por encima de sus altos muros blancos explicaba el motivo. El acre olor a humo, a comida guisándose y a sudor rancio impregnaba el aire húmedo de la mañana, y el llanto de niños y los vagos murmullos que siempre van asociados con grandes masas de gente bastaban para ahogar los penetrantes chillidos de las gaviotas que planeaban en el cielo. Hacía mucho tiempo que los comercios de esta zona habían cerrado sus puertas de manera definitiva.

Asqueada, Egeanin se abrió paso entre la multitud. Era espantoso que el orden estuviera deteriorado hasta el punto de que los refugiados indigentes hubieran ocupado los anfiteatros, donde vivían, comían y dormían sobre las gradas de piedra. Era tan nefasto como el hecho de que sus dirigentes permitieran que se murieran de hambre. Debería haberse alegrado por ello —esta desalentada chusma no tenía posibilidades de resistirse al Corenne, y entonces el orden volvería a instaurarse—, pero detestaba ver tanta degradación.

La apatía de las desarrapadas personas que había a su alrededor era tal que no les llamaba la atención la presencia de una mujer vestida con un traje de montar azul que, a pesar de su corte sencillo, era de buena seda y estaba limpio. Entre la multitud se distinguían algunos hombres y mujeres con ropas que en su momento habían sido buenas pero que ahora estaban en un estado lamentable, así que tal vez no destacaba demasiado como para llamar la atención. Los pocos que parecieron observar su vestimenta como indicativo de una bolsa con dinero, cambiaron de idea disuadidos por la destreza con que sostenía el sólido bastón, tan alto como ella. Hoy no había tenido más remedio que dejar atrás tanto a los guardias como a los porteadores del palanquín. Con semejante despliegue de hombres, Floran Gelb se habría dado cuenta de que lo seguían. Al menos, el vestido que llevaba, con la falda pantalón, le daba libertad de movimientos.

En medio del gentío era fácil no perder de vista al hombre con cara de comadreja, a pesar de tener que sortear de vez en cuando grandes carros que las más de las veces iban tirados por hombres sudorosos en lugar de estarlo por animales. Gelb y sus siete u ocho compañeros, todos ellos tipos de mala catadura, caminaban en una piña y se abrían paso sin contemplaciones, dejando tras de sí una estela de juramentos. Aquellos individuos la enfurecían. Gelb tenía el propósito de volver a llevar a cabo un secuestro. Había encontrado a otras tres mujeres desde que le había enviado el oro que le había pedido; pero, aunque apenas guardaban parecido con las descripciones de la lista que le había proporcionado, tuvo que escuchar sus quejas cuando las rechazó. No debería haberle pagado por la primera mujer que secuestró en la calle. Por lo visto, la codicia y el aliciente del oro le habían hecho olvidar el agrio rapapolvo que le soltó junto con la bolsa de monedas.

Unos gritos a su espalda le hicieron girar la cabeza hacia atrás al tiempo que aferraba el bastón con más fuerza. Como ocurría siempre que estallaba una pelea, se había abierto un pequeño claro en la multitud. Un hombre vestido con una andrajosa chaqueta amarilla que había conocido mejores tiempos se encontraba de rodillas en la calle, aullando de dolor y sosteniéndose el brazo derecho, que estaba doblado en un ángulo anormal. Cernida protectoramente sobre él, una llorosa mujer, con un vestido verde hecho jirones, le gritaba al tipo embozado tras un velo que ya se perdía entre la multitud:

—¡Sólo pidió una moneda! ¡Sólo una moneda!

La muchedumbre volvió a cerrar filas alrededor de la pareja. Con una mueca tensa, Egeanin giró la cabeza de nuevo al frente y soltó una maldición que atrajo más de una mirada sobresaltada. Gelb y sus hombres habían desaparecido. Se abrió paso hacia una pequeña fuente de piedra donde el agua salía por la boca de un pez de bronce, a un lado de una vinatería de techo plano; apartó con brusquedad a un par de mujeres que estaban llenando cacharros y se encaramó al caballete de la pared haciendo caso omiso de sus airadas protestas. Desde allí podría ver por encima de las cabezas de la multitud. Las abarrotadas calles se extendían en todas direcciones, serpenteando entre las colinas. Los recodos y los edificios enjalbegados reducían su campo visual a menos de cien pasos, pero en tan corto espacio de tiempo Gelb no podía haber llegado mucho más lejos.

De repente lo divisó, metido en un profundo zaguán que estaba a unos treinta pasos, pero puesto de puntillas para escudriñar calle abajo. No le resultó difícil localizar a los otros, recostados en los edificios a uno y otro lado de la calle, procurando pasar inadvertidos. No eran los únicos que se apoyaban en las paredes de las casas; pero, mientras que los otros mostraban desaliento, sus rostros de narices rotas y llenos de cicatrices denotaban expectación.

Así que el secuestro iba a llevarse a cabo aquí. Naturalmente, nadie se entremetería, como había ocurrido cuando a aquel hombre le rompieron el brazo. Pero ¿quién sería? Si Gelb había encontrado por fin a alguna de las mujeres de la lista, Egeanin podía marcharse y esperar a que el hombre viniera a vendérsela, comprobar si un a’dam realmente retenía a otra sul’dam además de Bethamin. Empero, no estaba dispuesta a encontrarse otra vez en la disyuntiva de dejar que degollaran a una infortunada mujer o mandarla en los barcos mensajeros para ser vendida.

Había muchas mujeres subiendo la calle hacia donde se escondía Gelb, la mayoría con aquellos velos transparentes y el cabello trenzado. Tras una breve ojeada, Egeanin descartó a dos que iban en palanquines y rodeadas de guardias; los rufianes de Gelb no se enzarzarían con grupos tan nutridos ni harían frente a espadas con sus puños. Quienquiera que fuera su objetivo, no llevaría más de dos o tres hombres de escolta, si es que los llevaba, y ninguno de ellos armado. Esto encajaba con todas las demás mujeres que divisaba, ya fueran vestidas con harapos o con ropas de campesina o con los atuendos ajustados que estaban de moda entre las tarabonesas.

De repente, dos de aquellas mujeres, que iban hablando entre ellas, aparecieron por una esquina y llamaron la atención de Egeanin. Con el cabello peinado con finas trenzas y los velos transparentes sobre el rostro parecían tarabonesas, pero se advertía que no encajaban allí. Aquellos vestidos escandalosamente ajustados, uno verde y el otro azul, eran de seda, no de lino o de fina lana. Las mujeres que vestían así iban en palanquines, no a pie, especialmente en este barrio. Y no llevaban duelas de barril a guisa de garrotes.

No prestó apenas atención a la de cabello rubio rojizo y observó atentamente a la otra. Sus oscuras trenzas eran inusitadamente largas, casi hasta la cintura. A esta distancia, la mujer guardaba un gran parecido con una sul’dam llamada Surine, pero no era ella. Esta mujer no le llegaba a Surine a la barbilla.

Mascullando entre dientes, Egeanin se bajó de un salto y empezó a abrirse paso a empujones entre la ajetreada masa de gente que había entre Gelb y ella. Con suerte llegaría hasta él a tiempo de impedir el secuestro. El muy necio. ¡Ese avaricioso cara de comadreja!


—Deberíamos haber alquilado unos palanquines, Nynaeve —repitió Elayne, que se preguntó por centésima vez cómo se las arreglaban las tarabonesas para hablar sin que el velo se les metiera en la boca. Escupió la prenda y añadió—: Me parece que vamos a tener que utilizar estos palos.

Un individuo de rostro enjuto que caminaba hacia ellas se paró cuando Nynaeve levantó la duela de barril con gesto amenazador.

—Para eso son —repuso. La mirada feroz que asestó al tipo contribuyó sin duda a la repentina falta de interés del hombre. La antigua Zahorí manoseó las trenzas que caían sobre sus hombros y soltó un gruñido irritado; Elayne se preguntó si Nynaeve acabaría acostumbrándose a no tener una gruesa trenza de la que tirar—. Y los pies sirven para caminar. ¿Cómo íbamos a buscar y a preguntar si nos llevaran cargadas como cerdos a un mercado? Me sentiría como una completa idiota yendo en una de esas estúpidas sillas. De todos modos, prefiero confiar en mi discernimiento que en unos hombres a los que no conozco.

Elayne estaba segura de que Bayle Domon les habría proporcionado hombres de confianza. Los Marinos lo habrían sido, sin duda; deseó que el Tajador de olas no hubiera zarpado, pero la Navegante y su hermana estaban impacientes por llevar la noticia sobre el Coramoor a Dantora y Cantorin. Aun así, habría agradecido la compañía de veinte guardias personales.

Más que notarlo, percibió que algo rozaba la bolsa de dinero que llevaba colgada del cinturón; la aferró con una mano y giró sobre sus talones al tiempo que levantaba la duela. La multitud se retiró un poco a su alrededor, pero no vio señales del supuesto ratero. Al menos todavía sentía las monedas dentro de la bolsa. Se había habituado a llevar el anillo de la Gran Serpiente y el ter’angreal de piedra en un cordón colgado al cuello, emulando a Nynaeve, después de la primera vez que estuvo a punto de perder la bolsa de dinero, donde antes los guardaba. De hecho, en los tres días que llevaba en Tanchico ya le habían desaparecido tres. Sí, veinte guardias personales habrían sido lo adecuado. Y un carruaje, con cortinas en las ventanas. Reanudó la caminata calle arriba junto a Nynaeve.

—Entonces no deberíamos llevar estos vestidos —comentó—. Todavía recuerdo cuando me hiciste poner las ropas de una granjera.

—Son un buen disfraz —replicó secamente Nynaeve—. Nos confundimos con los demás.

Elayne soltó un quedo bufido. Unas ropas sencillas habrían servido mejor para ese propósito. Nynaeve no admitiría jamás que habían empezado a gustarle las sedas y los vestidos bonitos, pero Elayne habría querido que no lo llevara a tales extremos. En efecto, todo el mundo las tomaba por tarabonesas, al menos hasta que hablaban; sin embargo, a pesar del cuello alto de encaje que le llegaba a la barbilla, con este ajustado vestido de seda verde tenía la sensación de ir enseñando más que con cualquier otro atuendo que había llevado en su vida y, en especial, más que cualquiera que hubiera lucido en público. Por otro lado, Nynaeve caminaba calle adelante como si nadie les echara una sola ojeada. Bueno, a lo mejor era así —pese a cómo les sentaban esos vestidos—, pero tenía la impresión de que la gente las miraba.

Habría sido igual llevar sólo sus prendas interiores. El rubor tiñó sus mejillas y procuró no pensar en el modo en que la seda se pegaba a su cuerpo. «¡Basta ya! Es un vestido completamente decoroso. ¡Lo es!»

—¿Esa tal Amys no te dijo nada que pueda servirnos de ayuda?

—Ya te he contado lo que dijo. —Elayne suspiró. Nynaeve la había tenido en vela hasta altas horas hablando de la Sabia Aiel que había aparecido con Egwene en el Tel’aran’rhiod la noche pasada, y durante el desayuno había empezado con el mismo tema. Egwene, peinada por alguna razón con dos trenzas y asestando a la Sabia miradas hoscas, había dicho poco más que Rand estaba bien y que Aviendha cuidaba de él. Había sido Amys la que más había hablado o, más bien, le había soltado un sermón sobre los peligros que acechaban en el Mundo de los Sueños, con lo que había conseguido que Elayne se sintiera como si tuviera diez años otra vez y Lini, su niñera, la hubiera sorprendido escabullándose de la cama para robar unos dulces; luego siguieron advertencias sobre la concentración y el control de sus pensamientos si tenía que entrar al Tel’aran’rhiod. ¿Cómo podía uno controlar lo que pensaba?

—Estaba convencida de que Perrin se encontraba con Rand y Mat. —Aparte de la aparición de Amys, esta noticia había sido la mayor sorpresa. Por lo visto, Egwene creía que el joven viajaba con ellas dos.

—Él y esa chica se habrán marchado a algún sitio donde pueda dedicarse a ser herrero y vivir en paz —adujo Nynaeve, pero Elayne sacudió la cabeza.

—Lo dudo mucho. —Se había formado cierta opinión sobre Faile y, si no se equivocaba de medio a medio, esa joven no se conformaría con ser la esposa de un herrero. De nuevo tuvo que escupir para quitarse el velo pegado a la boca. Qué cosa más incómoda y absurda.

—En fin, esté donde esté —siguió Nynaeve, que de nuevo se manoseaba las trenzas—, espero que se encuentre bien y a salvo, pero, puesto que no está aquí, no puede ayudarnos. ¿Se te ocurrió preguntarle a Amys si sabía algún modo de valerse del Tel’aran’rhiod para…?

Un hombre corpulento y calvo, vestido con una desgastada chaqueta marrón, salió entre la multitud dando empellones e intentó rodearla con los fornidos brazos. Nynaeve enarboló la duela que llevaba apoyada al hombro y le propinó un estacazo tan fuerte en el rostro que lo mandó trastabillando hacia atrás y cubriéndose la nariz que debía de habérsele roto al menos por segunda vez.

Elayne todavía no se había recobrado del susto cuando otro hombre, tan grande con el anterior y luciendo un enorme bigote, la apartó de un empujón para alcanzar a Nynaeve. Entonces olvidó su miedo. Apretó los dientes con rabia y, en el momento en que las manos del tipo tocaban a su amiga, le descargó un tremendo estacazo en la cabeza con su duela. Las piernas del individuo se doblaron y cayó de bruces cuan largo era.

El gentío se apartó ya que nadie quería verse implicado en los problemas de otros. Ni que decir tiene que ninguno de los presentes se ofreció a ayudarlas. Y necesitaban ayuda, comprendió Elayne. El hombre al que Nynaeve había golpeado seguía de pie, con la boca torcida en una mueca salvaje mientras se limpiaba la sangre que le brotaba de la nariz y abría y cerraba las manos como si quisiera estrangularla. Por si fuera poco, no estaba solo. Otros siete hombres se estaban desplegando en abanico para cortarles cualquier salida, todos ellos, excepto uno, igualmente corpulentos, con los rostros marcados con cicatrices y unas manos que parecían haber aporreado piedras durante años. Un tipo flaco, de rostro descarnado, que sonreía como un zorro nervioso, los azuzaba entre resuellos:

—No dejéis escapar a esta mujer. Os aseguro que vale buenas monedas de oro. ¡De oro!

Sabían quiénes eran. Esto no se trataba de un simple robo; se disponían a deshacerse de Nynaeve y a raptar a la heredera del trono de Andor. Notó que Nynaeve abrazaba el saidar —si el ataque no la ponía lo suficientemente furiosa para encauzar, entonces no haría nada—, y también ella se abrió a la Fuente Verdadera. El Poder Único entró a raudales en ella, un dulce flujo que la colmó de la cabeza a los pies. Unos pocos flujos de Aire entretejidos por cualquiera de las dos bastarían para encargarse de estos rufianes.

Pero ni ella ni Nynaeve encauzaron. Entre las dos podían dar una buena tunda a estos tipos como deberían haber hecho sus madres a su debido tiempo; empero, no se atrevían a utilizar al Poder Único a no ser que no les quedara más remedio.

Si alguna hermana del Ajah Negro se encontraba al alcance de la vista, bastante se habían traicionado ya con el halo brillante del saidar. Encauzar lo necesario para tejer esos pocos flujos de Aire las delataría a una Negra que estuviera en otra calle a más de cien pasos de distancia, dependiendo de su capacidad perceptiva y su poder. Esto era lo que más habían estado haciendo ellas dos durante los últimos cinco días, caminando por la ciudad tratando de percibir a una mujer que encauzara, confiando en que su percepción las guiara hacia Liandrin y las demás.

También había que tener en cuenta a la muchedumbre. Unas pocas personas seguían pasando por ambos lados, apretándose contra las paredes de los edificios, mientras que el resto se arremolinaba, buscando otros caminos para marcharse de allí. Sólo unos pocos dieron señales de haber visto a las mujeres en peligro, limitándose a esquivar la mirada, avergonzados. Pero, si veían a esos hombretones salir lanzados por el aire impulsados por algo invisible…

En la actualidad, ni las Aes Sedai ni el Poder Único gozaban de las simpatías de las gentes de Tanchico, debido a los rumores atrasados sobre lo ocurrido en Falme y a los más recientes respecto a que la Torre Blanca respaldaba a los seguidores del Dragón que había en la campiña. Estas personas lo mismo podían salir huyendo al ver utilizar el Poder Único como podían reaccionar como una chusma enloquecida y atacarlas en masa. Aunque Nynaeve y ella fueran capaces de evitar que las descuartizaran allí mismo, cosa de la que no estaba segura, después no habría manera de ocultar lo ocurrido. El Ajah Negro sabría que había Aes Sedai en Tanchico antes de la puesta de sol.

Poniéndose espalda contra espalda con Nynaeve, Elayne aferró con fuerza la duela; sintió unas ganas locas de echarse a reír. Si la antigua Zahorí volvía a hacer la menor insinuación de salir solas a las calles —a pie— se iba a enterar de lo que se sentía cuando a una le metían la cabeza en un balde de agua. Por lo menos, ninguno de estos brutos parecía ansioso por ser el siguiente en terminar con la cabeza abierta como el tipo tirado en los adoquines de la calle.

—Vamos —instó el tipo de rostro estrecho, agitando las manos—. ¡Vamos! ¡Sólo son dos mujeres! —Sin embargo, él no daba un paso para acercarse—. Moveos. Sólo la necesitamos a ella. Vale mucho oro, os digo.

De repente sonó un golpe seco y uno de los rufianes cayó de hinojos, sujetándose, atontado, la cabeza partida, y una mujer de cabello oscuro y semblante severo, vestida con un traje de montar azul, pasó veloz junto al tipo, giró bruscamente y asestó un puñetazo en la boca a otro, lo zancadilleó con su bastón y después le soltó una patada en la cabeza mientras caía.

El hecho de recibir ayuda era de por sí sorprendente, y aun más de quién procedía, pero Elayne no iba a ponerle peros. Nynaeve se apartó de su espalda a la par que lanzaba un bramido, y se abalanzó al grito de «¡Adelante el León Blanco!» para dar un palo con todas sus fuerzas al bruto que tenía más cerca. El tipo levantó los brazos para protegerse; parecía terriblemente asustado.

—¡Adelante el León Blanco! —volvió a entonar la antigua Zahorí el grito de guerra de Andor, y el matón dio media vuelta y huyó con el rabo entre las piernas.

Riendo sin poder remediarlo, Nynaeve giró sobre sí misma buscando a otro al que apalear, pero sólo quedaban dos de pie, ya que el resto o había huido o estaba tirado en el suelo. El primer tipo al que había roto la nariz se disponía a escapar, y Nynaeve descargó un último golpe en la espalda con todas sus fuerzas. La mujer de rostro severo había enganchado de algún modo el brazo y el hombro del otro con su bastón, haciéndolo acercarse y ponerse de puntillas al mismo tiempo; el tipo debía de sacarle más de un palmo y pesar el doble que ella, pero la mujer descargó fríamente el puño tres veces contra la barbilla del bruto en una rápida sucesión. El tipo puso los ojos en blanco, pero, mientras se desplomaba, Elayne vio al hombre de cara estrecha incorporarse; le goteaba sangre de la nariz y tenía los ojos medio vidriosos, pero a pesar de todo sacó un cuchillo del cinturón y se abalanzó contra la espalda de la mujer.

Sin pensar lo que hacía, Elayne encauzó. Un puño de Aire lanzó al hombre y a su cuchillo en una voltereta hacia atrás. La mujer de rostro severo giró velozmente sobre sí misma, pero el hombre se escabulló a gatas un trecho hasta que pudo levantarse y sumergirse entre la multitud varios metros más arriba de la calle. La gente se había parado para contemplar la desigual pelea, aunque nadie había levantado una mano para ayudar excepto la mujer de pelo oscuro, que ahora las miraba a Nynaeve y a ella con incertidumbre. Elayne se preguntó si habría advertido que el delgaducho individuo había sido derribado aparentemente por nada.

—Os doy las gracias —dijo Nynaeve un poco falta de resuello mientras se acercaba a la mujer y se arreglaba el velo—. Creo que deberíamos marcharnos de aquí. Sé que la Fuerza Civil no patrulla mucho por estas calles, pero no me gustaría tener que explicar esto si apareciera por casualidad. Nuestra posada no está lejos. ¿Queréis acompañarnos? Una taza de té es lo menos que puedo ofrecer a alguien que nos ha ayudado en esta ciudad olvidada de la Luz. Me llamo Nynaeve al’Meara, y ésta es Elayne Trakand.

Fue patente la vacilación de la mujer. Se había dado cuenta.

—Yo… Eh… Me gustaría, sí. Os acompañaré. —Hablaba de un modo raro, uniendo las palabras, que resultaba difícil de entender, pero que, al mismo tiempo, sonaba familiar. Realmente era una mujer atractiva, y el oscuro cabello, que le rozaba los hombros, hacía que su piel pareciera aún más clara de lo que era. Tenía los rasgos un poco duros para considerársela una belleza. Sus azules ojos rebosaban firmeza, como si estuviera acostumbrada a dar órdenes. Por su modo de vestir, quizás era una mercader—. Me llamo Egeanin.

Las siguió sin vacilar por la calle lateral más cercana. La multitud empezaba a agolparse alrededor de los hombres caídos. Elayne sospechaba que cuando esos tipos volvieran en sí se encontrarían despojados de todo cuanto llevaban encima de valor, incluidas sus ropas y sus botas. Le habría gustado saber cómo habían descubierto su identidad, pero era de todo punto imposible llevarse a uno de ellos para interrogarlo. Definitivamente iban a tener guardias personales de ahora en adelante, por mucho que dijera Nynaeve.

Egeanin no se mostraba vacilante en absoluto, pero era evidente que estaba inquieta. Elayne lo notaba en sus ojos.

—Lo visteis, ¿no es cierto? —inquirió. La mujer dio un traspié y Elayne no necesitó más para ver confirmadas sus sospechas, de modo que se apresuró a añadir—: No os haremos daño. Y menos después de haber acudido en nuestra ayuda. —Otra vez se vio forzada a escupir el velo que se le había metido en la boca. Nynaeve no parecía tener este problema—. No tienes por qué mirarme con ese ceño, Nynaeve. Ella vio lo que hice.

—Lo sé —repuso la antigua Zahorí con brusquedad—. Y obraste correctamente, pero no estamos en el cómodo palacio de tu madre, a salvo de oídos curiosos. —Su gesto abarcó a la gente que las rodeaba. Entre el bastón de Egeanin y sus duelas, la mayoría se apartaba de su camino lo más posible. Luego se dirigió a Egeanin—. La mayor parte de los rumores que hayáis escuchado no son ciertos. Muy pocos lo son. No tenéis que tener miedo de nosotras, pero sabréis comprender que hay ciertos asuntos de los que preferimos no hablar aquí.

—¿Miedo de vosotras? —Egeanin parecía sobresaltada—. No se me pasó por la cabeza que debiera tenerlo. Guardaré silencio hasta que queráis hablar.

Fue fiel a su palabra y caminaron sin decir nada entre los murmullos de la multitud todo el camino hasta la parte inferior de la península, donde estaba El Patio de los Tres Ciruelos. A Elayne le dolían los pies de tanto andar.

Un puñado de hombres y mujeres ocupaban la sala a pesar de ser tan temprano, tomando vino o cerveza. La mujer del salterio estaba hoy acompañada por un hombre delgado que tocaba la flauta. Juilin se hallaba sentado a una mesa cerca de la puerta, fumando en una pipa de cañón corto. Cuando ellas se habían marchado aún no había regresado de su diaria incursión nocturna. Elayne se alegró al ver que, por una vez, no tenía un nuevo corte o contusión; lo que llamaban los bajos fondos de Tanchico debían de ser aun más duros que la cara que la ciudad mostraba al mundo. Su única concesión a la vestimenta de Tanchico había sido reemplazar su sombrero de paja por uno de aquellos gorros cónicos de fieltro oscuro, que llevaba encasquetado en la coronilla.

—Las he encontrado —dijo mientras se levantaba del banco y se destocaba; entonces se dio cuenta de que no venían solas. Miró a Egeanin con los ojos entrecerrados y le dedicó una breve inclinación de cabeza, que la mujer respondió con otra igual y una mirada no menos desconfiada.

—¿Las habéis encontrado? —exclamó Nynaeve—. ¿Estáis seguro? Hablad, hombre. ¿Os habéis tragado la lengua?

¡Y era ella la que se permitía advertir a los demás para no hablar delante de la gente!

—Debería haber dicho que encontré dónde estaban. —No volvió a mirar a Egeanin, pero escogió cuidadosamente las palabras—. La mujer del mechón blanco me condujo a una casa donde se albergaba con varias mujeres más, aunque a pocas de ellas se las ha visto en el exterior. Los vecinos creen que eran mujeres acaudaladas que han huido del campo. Apenas queda nada allí, salvo unos restos de comida en la despensa. Incluso los criados se han marchado. Pero por detalles aquí y allí yo diría que se fueron ayer muy tarde o a primera hora de la noche. Dudo que tengan miedo alguno al mundo nocturno de Tanchico.

Nynaeve sujetaba un puñado de trenzas con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.

—¿Entrasteis en la casa? —preguntó con una voz sin inflexiones. Elayne creyó que estaba a punto de enarbolar la duela que sostenía contra un costado.

Por lo visto, Juilin era de su misma opinión, ya que echó una fugaz ojeada a la duela.

—Sabéis muy bien que no corro ningún riesgo con ellas —dijo—. Cuando una casa está vacía tiene algo que lo denota, por muy grande que sea. No se puede atrapar ladrones durante tanto tiempo como yo si no se aprende a ver las cosas como ellos.

—¿Y si habéis disparado una trampa? —Nynaeve hablaba en un siseo—. ¿Incluye vuestro gran talento el percibir celadas? —El atezado rostro de Juilin adquirió un leve tinte grisáceo; se humedeció los labios como si fuera a explicarse o a defenderse, pero Nynaeve lo cortó—: Hablaremos de esto más tarde, maese Sandar. —Sus ojos se desviaron levemente hacia Egeanin. Al parecer, por fin se había percatado de que había otros oídos atentos—. Decidle a Rendra que tomaremos el té en la habitación La Caída de las Flores.

—La sala La Caída de las Flores —corrigió suavemente Elayne, ganándose una mirada airada de Nynaeve. Las noticias traídas por Juilin la habían puesto de mal humor.

—¡Necio! —gruñó la antigua Zahorí—. Deberíamos haber dejado a esos dos en el muelle de Tear.

—¿Es vuestro sirviente? —preguntó Egeanin.

—Sí —replicó, cortante, Nynaeve al tiempo que Elayne respondía:

—No.

Las dos mujeres se miraron, Nynaeve todavía con gesto ceñudo.

—Bueno, podría considerárselo así en cierto sentido —musitó Elayne mientras Nynaeve mascullaba entre dientes:

—Supongo que no lo es, pensándolo bien.

—Eh… entiendo —comentó Egeanin.

Rendra se acercó sorteando las mesas a paso vivo y con una sonrisa en su boca llena debajo del velo. Elayne habría querido que no se pareciera tanto a Liandrin.

—Ah, estáis muy hermosas esta mañana. Vuestros vestidos son magníficos. Preciosos. —Lo dijo como si ella no hubiera tenido nada que ver con la elección de la tela y el corte. El suyo era de un tono rojo tan fuerte como para no desentonar entre los gitanos y, definitivamente, impropio para lucirlo en público—. Pero habéis vuelto a meteros en problemas, ¿verdad? Por eso el buen Juilin tiene ese enorme ceño. No deberíais preocuparlo tanto. —El destello en sus grandes ojos castaños delató que Juilin había encontrado a alguien con quien coquetear—. Venid, tomaréis el té al fresco y en privado. Y, si tenéis que salir otra vez, me permitiréis que os proporcione porteadores y guardias, ¿verdad? La hermosa Elayne no habría perdido tantas bolsas de dinero si hubieseis llevado la protección adecuada. Pero ahora no hablaremos de esos asuntos. Vuestro té está casi listo. Venid.

En opinión de Elayne, debía de ser un arte que se enseñaba a las tarabonesas; sin duda tenían que aprender el modo de hablar sin comerse el velo.

La sala La Caída de las Flores, situada al final de un pasillo, era una habitación pequeña y sin ventanas, con una mesa baja y sillas talladas y los mullidos asientos tapizados en rojo. Nynaeve y Elayne comían allí con Juilin o con Thom o con los dos, cuando Nynaeve no estaba furiosa con ellos. Las paredes de ladrillos enlucidos, en las que había pintado todo un plantío de ciruelos con una lluvia de flores en plena caída, eran lo bastante gruesas para evitar que unos oídos indiscretos escucharan lo que se hablaba dentro. Elayne se arrancó prácticamente el velo y lo arrojó sobre la mesa antes de tomar asiento; ni siquiera las tarabonesas intentaban comer o beber llevando puestas esas cosas. Nynaeve se limitó a soltar uno de los extremos sujeto al cabello.

Rendra siguió charlando sin parar mientras las servía, pasando de un tema a otro sin pausa, desde recomendarles una nueva modista que podría hacerles vestidos a la última moda con la seda más fina que imaginarse pudieran —sugirió a Egeanin que visitara a la mujer y en respuesta obtuvo una fría mirada que no la azoró lo más mínimo— hasta que deberían hacer caso a Juilin puesto que la ciudad era demasiado peligrosa para que una mujer saliera sola incluso de día, o aconsejarles el uso de un jabón perfumado que les daría un brillo increíble a sus cabellos. A veces Elayne se preguntaba cómo podía dirigir una posada tan próspera cuando no parecía pensar en otra cosa que no fueran sus ropas y sus cabellos. Que lo hacía, era obvio; lo que desconcertaba a la heredera del trono era el cómo. Por supuesto, sus vestidos eran bonitos; pero no del todo apropiados. El sirviente que trajo el té y las tazas de porcelana azul, así como unos pequeños pastelillos en una bandeja, era el esbelto joven de ojos oscuros que había rellenado de vino la copa de Elayne aquella bochornosa noche. Y lo había intentado de nuevo en más de una ocasión, aunque para sus adentros Elayne había jurado que nunca volvería a beber más de una copa. Un hombre apuesto, pero le dedicó una de sus más frías miradas, de modo que el joven se marchó presuroso de la habitación de buen grado.

Egeanin, que había estado observando con atención, se mantuvo en silencio hasta que Rendra se hubo ido también.

—No sois lo que esperaba —les dijo entonces, balanceando la taza con las puntas de los dedos de un modo extraño—. La posadera parlotea de frivolidades como si fueseis hermanas suyas y tan necias como ella, y lo permitís. El hombre de piel atezada (una especie de sirviente, creo) se burla de vosotras. El chico del servicio os contempla con ojos hambrientos, y lo permitís. Sois… Aes Sedai, ¿no es verdad? —Sin esperar respuesta, clavó los penetrantes ojos azules en Elayne—. Y vos sois…, sois de sangre noble. Nynaeve se refirió al palacio de vuestra madre.

—Ese tipo de cosas no tiene importancia en la Torre Blanca —respondió, mohína, Elayne, que se limpió las miguitas del pastel que le habían caído en la barbilla. Era un dulce que tenía muchas especias; puede que demasiadas—. Si una reina fuera a aprender allí, tendría que fregar suelos como cualquier otra novicia y obedecer con presteza.

Egeanin asintió con la cabeza lentamente.

—De modo que así es como gobernáis. Dominando a los gobernantes. ¿Van muchas reinas a recibir ese… adiestramiento?

—Ninguna, que yo sepa. —Elayne se echó a reír—. Aunque en Andor es una tradición que la heredera del trono vaya. En realidad, acuden muchas nobles, aunque por lo general no quieren que se sepa, y la mayoría se marcha sin haber conseguido siquiera percibir la Fuente Verdadera. Sólo era un ejemplo.

—¿Sois también de la… nobleza? —preguntó Egeanin a Nynaeve, que resopló con desdén.

—Mi madre era ama de casa, una granjera, y mi padre cuidaba ovejas y cultivaba tabaco. Muy poca gente del lugar de donde procedo puede vivir sin la venta de lana y tabaco. ¿Y qué me decís de vuestros padres, Egeanin?

—Mi padre era soldado, y mi madre, la… Una oficial de un barco. —Tomó un sorbo del té sin endulzar mientras las estudiaba a ambas—. Estáis buscando a alguien —dijo finalmente—. A esas mujeres de las que habló el hombre de piel atezada. Yo me dedico, entre otras cosas, a comprar rumores e información. Tengo fuentes que me hacen confidencias. Tal vez podría ayudaros. No os cobraría por el servicio, únicamente pediría a cambio que me contaseis más cosas sobre las Aes Sedai.

—Ya habéis hecho mucho por nosotras —se apresuró a responder Elayne, que aún recordaba a Nynaeve contándole casi todo a Bayle Domon—. Os estoy agradecida, pero no podemos aceptar más de vos. —Tanto informar a esta mujer acerca del Ajah Negro como permitir que se involucrara en el asunto quedaba completamente descartado—. No podemos, de verdad.

Nynaeve, que iba a hablar cuando Elayne se le adelantó, miró a su amiga con ferocidad.

—Estaba a punto de decir lo mismo —manifestó fríamente, aunque después continuó con más afabilidad—. Nuestra gratitud incluye responder a vuestras preguntas, Egeanin. Hasta donde nos sea posible, claro está. —Seguramente se refería a que había muchos interrogantes para los que no tenían respuesta, pero Egeanin lo interpretó de otro modo.

—Por supuesto. No pretendo fisgonear en asuntos secretos de vuestra Torre Blanca.

—Mostráis mucho interés por las Aes Sedai —comentó Elayne—. No percibo la habilidad en vos, pero quizá podríais aprender a encauzar.

Faltó poco para que Egeanin dejara caer la taza de porcelana.

—¿Es que… se puede aprender? Ignoraba que… No. Yo no quiero aprender.

Su agitación entristeció a Elayne. Incluso entre las personas que no tenían miedo a las Aes Sedai seguía habiendo demasiadas que temían tener algo que ver con el Poder Único.

—¿Qué es lo que deseáis saber, Egeanin?

Antes de que la mujer tuviera ocasión de hablar, llamaron a la puerta y entró Thom, luciendo la capa marrón que había tomado por costumbre ponerse cuando salía. Indudablemente, llamaba menos la atención que la prenda llena de parches multicolores de un juglar. De hecho, le daba un aire muy digno, con aquella mata de cabello blanco, aunque debería peinársela más. Imaginándolo más joven, Elayne creyó que podía ver lo que había atraído a su madre. Pero ello no lo absolvía de haberse marchado, por supuesto. Relajó el rostro antes de que él advirtiera el ceño fruncido.

—Me dijeron que no estabais solas —dijo a la par que lanzaba a Egeanin una precavida mirada casi idéntica a la de Juilin; los hombres siempre sospechaban de quien no conocían—. Pensé que os gustaría saber que los Hijos de la Luz rodearon el Palacio de la Panarch esta mañana. Empiezan a correr rumores sobre el asunto por todas las calles. Al parecer, lady Amathera será investida como Panarch mañana.

—Thom —manifestó Nynaeve—, a menos que la tal Amathera sea Liandrin, me importa poco si la nombran Panarch, reina y Zahorí de todo Dos Ríos.

—Lo interesante —agregó Thom, que se acercó cojeando a la mesa— es que, según los rumores, la Asamblea rechazó la elección de Amathera. La rechazó. Así pues, ¿cómo es que va a ser investida? Estas cosas tan peculiares merecen tenerse en cuenta, Nynaeve.

—Estamos manteniendo una conversación privada, Thom —adujo la antigua Zahorí cuando el juglar hizo intención de tomar asiento en una silla—. Sin duda encontraréis la sala principal más en consonancia. —Tomó un sorbo de té, observándolo sobre el borde de la taza, obviamente esperando que se marchara.

Thom enrojeció y se incorporó sin haber llegado a sentarse, pero no se marchó de inmediato.

—Haya o no cambiado de opinión la Asamblea, esto provocará tumultos. En la calle se cree todavía que Amathera fue rechazada. Si insistís en seguir saliendo, no podréis ir solas. —Se dirigía a Nynaeve, pero Elayne tuvo la impresión de que estuvo a punto de ponerle la mano en el hombro—. Bayle Domon está muy atareado en ese pequeño cuarto cerca de los muelles, arreglando sus asuntos por si acaso tiene que salir corriendo, pero ha accedido a proporcionaros cincuenta hombres escogidos, tipos duros habituados a las peleas y diestros con un cuchillo o una espada.

Nynaeve abrió la boca, pero Elayne se adelantó:

—Os lo agradecemos, Thom, a vos y a maese Domon. Por favor, decidle que aceptamos su amable y generosa oferta. —Buscando la mirada impasible de Nynaeve, agregó con doble intención—: No querría que me secuestraran en la calle a plena luz del día.

—No, por supuesto —convino Thom—. Ninguno de nosotros querría que ocurriera tal cosa. —Elayne creyó escuchar «pequeña» en un susurro al final de la frase, y esta vez sí le tocó el hombro, levemente, apenas un roce de los dedos—. De hecho, los hombres ya están fuera, esperando en la calle. Estoy intentando encontrar un carruaje; esas sillas de mano son demasiado vulnerables. —Al parecer comprendía que había ido demasiado lejos trayendo los hombres de Domon antes de que hubieran accedido, por no mencionar lo del carruaje sin haberles preguntado primero, pero las observó como un viejo lobo expectante, con las espesas cejas fruncidas—. Si os ocurriera algo, yo tendría que lamentarlo… personalmente. El carruaje estará aquí tan pronto como encuentre un tiro, cosa que está resultando harto difícil.

Con los ojos muy abiertos, era evidente que Nynaeve estaba en un tris de soltarle un rapapolvo que nunca olvidaría, y a Elayne no le habría importado contribuir con una reprimenda más suave. ¡Mira que llamarla pequeña!

El juglar aprovechó su vacilación para hacer una reverencia que no habría desentonado en ningún palacio y salió de la habitación cuando todavía estaba a tiempo de hacerlo.

Egeanin había soltado la taza y las observaba, consternada. Elayne supuso que no habían dado una buena imagen de Aes Sedai permitiendo que Thom les impusiera sus decisiones.

—He de irme —anunció la mujer, que se levantó y cogió el bastón apoyado contra la pared.

—Pero aún no habéis hecho vuestras preguntas —protestó Elayne—. Responderos a ellas es lo menos que os debemos.

—En otra ocasión —decidió Egeanin tras pensarlo brevemente—. Si me lo permitís, volveré en otro momento. Necesito conocer más sobre vuestra institución. No sois como había imaginado.

Le aseguraron que podía ir a verlas cuando quisiera e intentaron convencerla para que se quedara a terminar el té y los dulces, pero ella se mostró inflexible en su intención de partir.

Tras haberla acompañado hasta la puerta y cerrar tras ella, Nynaeve se giró puesta en jarras.

—¿Secuestrarte? ¡Por si lo has olvidado, Elayne, te recuerdo que era a mí a la que esos hombres querían coger!

—Para quitarte de en medio y así poder atraparme —dijo Elayne—. Por si lo has olvidado, soy la heredera del trono de Andor. Mi madre los habría hecho ricos con tal de recuperarme.

—Tal vez —masculló, poco convencida—. En fin, por lo menos no tenían nada que ver con Liandrin. Esas brujas no mandarían a un puñado de brutos para que nos metieran en un saco. ¿Por qué los hombres hacen las cosas siempre sin preguntar? ¿Será que al crecerles pelo en el pecho se les ablanda el cerebro?

El repentino cambio de tema no desconcertó a Elayne.

—De todos modos, así no tendremos que preocuparnos de encontrar guardias personales. Porque imagino que estarás de acuerdo en que los necesitamos, a pesar de que Thom se haya excedido en sus atribuciones.

—Supongo que sí. —A Nynaeve le costaba mucho admitir que estaba equivocada. Por ejemplo, en creer que esos hombres iban detrás de ella—. Elayne, ¿te das cuenta de que todavía no hemos sacado nada en claro salvo que hay una casa abandonada? Si Juilin o Thom cometen un desliz y se delatan… Hemos de encontrar a las hermanas Negras sin que lo sospechen o jamás tendremos ocasión de seguirlas hasta lo que quiera que sea esa cosa peligrosa para Rand.

—Lo sé —contestó pacientemente—. Ya lo hemos discutido.

—Aún no tenemos la menor pista de qué puede ser o dónde está —comentó la antigua Zahorí, frunciendo la frente.

—También lo sé, Nynaeve. —Elayne se recordó que debía ser paciente y suavizó el tono de voz—. Las encontraremos. Tienen que cometer algún desliz, y entre los rumores recogidos por Thom, los comentarios de los ladrones de Juilin y los marineros de Bayle Domon nos enteraremos.

El gesto de Nynaeve se tornó pensativo.

—¿Reparaste en los ojos de Egeanin cuando Thom mencionó a Domon?

—No. ¿Crees que lo conoce? ¿Por qué iba a ocultar algo así?

—Lo ignoro —contestó, enojada—. La expresión de su rostro no varió, pero sus ojos… Estaba sobresaltada. Lo conoce, seguro. Me pregunto qué… —Alguien llamó a la puerta suavemente—. ¿Es que va a pasar todo Tanchico por esta habitación? —gruñó a la par que la abría bruscamente.

Rendra dio un respingo al ver el gesto tormentoso de Nynaeve, pero su sempiterna sonrisa reapareció de inmediato.

—Disculpad que os moleste, pero abajo hay una mujer que pregunta por vos. No por el nombre, pero os ha descrito a la perfección. Dice que cree que os conoce. Es… —Su boca roja y llena se tensó levemente en una mueca—. Olvidé preguntarle su nombre. Esta mañana no hago nada a derechas. Es una mujer bien vestida que ya no es joven, pero tampoco madura. No es tarabonesa. —Se estremeció ligeramente—. Tiene un aire severo. Cuando la vi, me recordó a mi hermana mayor cuando éramos niñas y estaba planeando atarme las trenzas a un arbusto.

—¿Nos habrán encontrado ellas antes? —musitó Nynaeve.

Elayne abrazó la Fuente Verdadera sin pensarlo y tuvo un estremecimiento de alivio al saberse capaz de hacerlo, que no la habían dejado aislada sin darse cuenta. Si la mujer que estaba abajo pertenecía al Ajah Negro… Pero si lo era, ¿por qué anunciarse? A pesar de todo, le habría gustado ver también el halo del saidar en Nynaeve. Ojalá supiera encauzar sin tener que estar furiosa.

—Hacedla entrar —dijo Nynaeve, y Elayne percibió que su amiga era plenamente consciente de su desventaja y que estaba asustada. Mientras Rendra se marchaba, Elayne empezó a tejer flujos de Aire gruesos como cables y listos para inmovilizar, así como flujos de Energía para cortar el acceso de otra persona a la Fuente. Si esta mujer guardaba el más ligero parecido con una de la lista, si intentaba encauzar…

La mujer que entró en la sala La Caída de las Flores y que vestía un atuendo de brillante seda negra de un estilo desconocido no era alguien a quien Elayne hubiera visto con anterioridad y, desde luego, no estaba en la lista de hermanas que habían huido junto a Liandrin. El oscuro cabello le caía suelto sobre los hombros y enmarcaba un rostro de rasgos atractivamente enérgicos; sus ojos eran grandes y tan oscuros como el pelo y tenía la tez suave, pero no con la intemporalidad propia de una Aes Sedai. Sonriendo, cerró la puerta tras de sí.

—Disculpadme, pero creí que erais… —De repente, el brillo del saidar la rodeó y…

Elayne cortó el contacto con la Fuente Verdadera. Había algo dominante, imperativo, en aquellos negros ojos, en el halo que la envolvía con el claro resplandor del Poder Único. Era la mujer más regia que Elayne había visto en su vida, y la joven se apresuró a hacer una reverencia sin poder remediarlo al tiempo que se avergonzaba de haber considerado… ¿Qué era lo que había pensado hacer? Pensar era un arduo trabajo.

La mujer las observó unos instantes y luego asintió con gesto satisfecho; se dirigió a la mesa y tomó asiento en la silla de la cabecera.

—Venid aquí, donde pueda veros mejor —instó con un timbre perentorio—. Acercaos. Sí, eso es.

Elayne se dio cuenta entonces de que estaba de pie junto a la mesa, mirando a la fulgurante mujer de oscuros ojos. Esperaba que eso fuera lo correcto. Al otro lado de la mesa, Nynaeve tenía aferrado un puñado de trenzas, pero contemplaba a la visitante con una ridícula expresión de embeleso que casi hizo reír a Elayne.

—Más o menos lo que había imaginado —dijo la mujer—. Poco más que unas chiquillas y, obviamente, ni siquiera medio entrenadas. Fuertes, sin embargo. Lo bastante para ser más que una simple molestia. En especial tú. —Clavó en Nynaeve los ojos—. Probablemente llegues a ser importante algún día, pero te has cerrado a ti misma, ¿no es así? Nosotras te lo habríamos impedido aunque hubieras gritado y pataleado.

Nynaeve seguía aferrando el puñado de trenzas, pero la sonrisa de infantil complacencia por el elogio dejó paso a un avergonzado temblor en los labios.

—Siento haberme cerrado —musitó, casi sollozando—. Me da miedo… todo ese poder… el Poder Único… ¿Cómo puedo…?

—Guarda silencio a menos que te pregunte algo —ordenó con firmeza la mujer—. Y no te pongas a llorar. Lo que sientes al verme es alegría, éxtasis. Sólo deseas complacerme y responder con sinceridad a mis preguntas.

Nynaeve asintió enérgicamente con la cabeza y su sonrisa se hizo aun más embelesada. Elayne comprendió que ella estaba haciendo lo mismo. No le cabía duda de que podía responder las preguntas primero. Cualquier cosa para complacer a esta mujer.

—Bien. ¿Estáis solas? ¿Hay alguna otra Aes Sedai con vosotras?

—No —contestó rápidamente Elayne a la primera pregunta, y casi sin pausa respondió a la segunda—: No hay más Aes Sedai con nosotras. —Quizá debería añadir que realmente ellas no eran Aes Sedai, pero no le había preguntado eso. Nynaeve le asestó una mirada feroz, irritada porque se le había adelantado. Ahora tenía blancos los nudillos de tanto apretar el puñado de trenzas.

—¿Por qué estáis en esta ciudad? —inquirió la mujer.

—Buscamos hermanas Negras —repuso precipitadamente Nynaeve al tiempo que lanzaba una mirada triunfante a Elayne.

La atractiva mujer se echó a reír.

—Así que por eso no os había sentido encauzar hasta hoy. Muy juicioso por vuestra parte mantener la discreción siendo dos contra once. También yo he seguido esa táctica siempre. Sólo los necios se hacen notar y salen a descubierto, pero los puede derribar una araña oculta en las grietas; una araña que no ven hasta que ya es demasiado tarde. Contadme todo cuanto hayáis descubierto sobre esas hermanas Negras, todo lo que sepáis sobre ellas.

Elayne lo soltó todo, compitiendo con Nynaeve para ser la primera. No había mucho que contar, sin embargo: sus descripciones; los ter’angreal que habían robado; los asesinatos cometidos en la Torre Blanca y la sospecha de que todavía quedaran otras Negras allí; su ayuda a uno de los Renegados en Tear antes de que la Ciudadela cayera; su huida a esta ciudad buscando algo peligroso para Rand.

—Estuvieron todas escondidas en esa casa —finalizó, jadeante, Elayne—, pero se marcharon anoche.

—Al parecer estuvisteis muy cerca —musitó lentamente la mujer—. Muy cerca. Ter’angreal. Sacad todo lo que llevéis en los bolsillos y las bolsitas y ponedlo sobre la mesa. —Las dos jóvenes lo hicieron así, y la mujer toqueteó las monedas, los útiles de costura, los pañuelos y cosas por el estilo—. ¿Tenéis algún ter’angreal en vuestros dormitorios? ¿O algún angreal o sa’angreal?

Elayne era consciente del anillo de piedra retorcido que colgaba entre sus senos, pero no había sido ésa la pregunta.

—No —contestó. En sus cuartos no tenían ningún objeto de ésos.

Apartó todas las cosas que había esparcido sobre la mesa y se echó hacia atrás en la silla.

—Rand al’Thor —musitó, hablando más para sí misma—. Así que ése es su nombre esta vez. —Su semblante se crispó en una fugaz mueca—. Un hombre arrogante que apesta a piedad y bondad. ¿Sigue siendo igual? No, no os molestéis en responderme a eso. Es una pregunta fútil. De modo que Be’lal ha muerto. Y el otro deduzco que era Ishamael. Con toda su pretensión de estar sólo medio atrapado, a cualquier precio… Cuando lo volví a ver le quedaba menos humanidad que a cualquiera de nosotros; sospecho que casi se creía el mismo Gran Señor de la Oscuridad. Con todos sus tres mil años de maquinaciones, y acaba pereciendo a manos de un muchacho sin adiestramiento. Mi método es mejor. Suavemente, en las sombras. Algo para controlar a un hombre que encauza. Sí, tenía que ser eso. —Sus ojos se tornaron penetrantes mientras estudiaba primero a la una y luego a la otra—. Bien, ¿y qué hago con vosotras?

Elayne esperó pacientemente. Nynaeve esbozaba una sonrisa tonta, expectante; tenía pinta de boba sujetando el puñado de trenzas.

—Sois demasiado fuertes para desperdiciar vuestro potencial; tal vez me seáis útiles algún día. Me encantaría ver los ojos de Rahvin el día que se te enfrente sin estar ya bloqueada —le dijo a Nynaeve—. Si pudiera, os apartaría de esa búsqueda vuestra. Lástima que la influencia en este estado de sugestión sea tan limitada. Empero, con lo poco que habéis aprendido, estáis demasiado retrasadas para poneros al día ahora. Imagino que tendré que recogeros más adelante y ocuparme de vuestro… nuevo adiestramiento. —Se puso de pie y, de repente, Elayne sintió un cosquilleo en todo el cuerpo. Su cerebro pareció vacilar; no era consciente de nada salvo la voz de la mujer, que retumbaba en sus oídos, desde muy lejos—. Recogeréis vuestras cosas de la mesa y cuando las hayáis guardado en su sitio no os acordaréis de nada de lo ocurrido, excepto que vine creyendo que erais unas amigas del campo y que estaba equivocada, que me tomé una taza de té y me marché.

Elayne parpadeó y se preguntó por qué estaba atando la bolsita en el cinturón. Nynaeve se miraba las manos con el entrecejo fruncido mientras ataba las cintas de su propia bolsita.

—Una mujer agradable —dijo la heredera del trono a la par que se frotaba la frente. Le empezaba a doler la cabeza—. ¿Dijo cómo se llamaba? No lo recuerdo.

—¿Agradable? —Nynaeve levantó la mano y se dio un fuerte tirón a las trenzas; la miró como si se hubiera movido por voluntad propia—. Creo… que no nos lo dijo.

—¿De qué estábamos hablando cuando entró? —Egeanin acababa de marcharse. ¿De qué hablaban?

—Lo que recuerdo es lo que estaba a punto de decir. —La voz de Nynaeve había cobrado firmeza—. Tenemos que encontrar a las hermanas Negras sin levantar sus sospechas o nunca tendremos la oportunidad de seguirlas hasta lo que quiera que sea esa cosa peligrosa para Rand.

—Lo sé —convino pacientemente Elayne. ¿No había dicho lo mismo ya? No, claro que no—. Ya lo hemos discutido.


En las arqueadas puertas que daban al exterior desde el pequeño patio de la posada, Egeanin se paró y observó a los hombres de gesto duro, descalzos y en su mayoría con el torso al aire, que holgazaneaban entre los demás desocupados a este lado de la calle. Por su aspecto, no dudarían en utilizar los sables que colgaban de sus cinturones o que llevaban metidos en los fajines, pero ninguno de esos rostros le era familiar. Si alguno de ellos estaba en el barco de Bayle Domon cuando ella lo había capturado en Falme, no lo recordaba. Si ése era el caso, sólo cabía esperar que ninguno de ellos relacionara a una mujer con traje de montar con otra vestida con armadura que había apresado su nave.

De repente advirtió que tenía sudorosas las palmas de las manos. Aes Sedai. Mujeres que podían manejar el Poder y que no estaban atadas a correas como era lo debido. Había estado sentada a la misma mesa con ellas, había hablado con ellas. No eran en absoluto como había imaginado; no conseguía apartar esa idea de su mente. Podían encauzar y, por ende, eran un peligro para el orden y debían ser atadas. Sin embargo… Nada que ver con lo que había imaginado. Y podía aprenderse. ¡Aprenderse! Mientras no topara con Bayle Domon, que la reconocería indudablemente, tendría ocasión de volver. Tenía que saber más. Ahora más que nunca.

Deseando llevar una capa con embozo, aferró firmemente el bastón y echó a andar calle adelante abriéndose paso entre la multitud. Ninguno de los marineros la miró con interés; ella no les quitó ojo para asegurarse.

No reparó en el hombre de pelo claro vestido con un sucio atuendo tanchicense que estaba acurrucado en la fachada encalada de una vinatería, al otro lado de la calle. Sus azules ojos, por encima del sucio velo y del frondoso bigote pegado al labio superior con cola, la siguieron un rato antes de volver hacia El Patio de los Tres Ciruelos. Se puso de pie y cruzó la calle haciendo caso omiso del repugnante modo con el que la gente se rozaba contra él. Egeanin había estado a punto de descubrirlo cuando se cegó lo bastante para romper el brazo a aquel necio. Uno de la Sangre, como se consideraban tales cosas en estas tierras, rebajado a mendigar y sin honor suficiente para abrirse las venas. Repugnante. Tal vez pudiera descubrir algo más de lo que la mujer se traía entre manos en esta posada una vez que comprendieran que disponía de más dinero de lo que sugerían sus ropas.

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