32 Preguntas pendientes

Deberíamos salir pronto hacia Colina del Vigía —anunció Verin a la mañana siguiente, cuando el sol apenas apuntaba en el cielo—, así que no os entretengáis. —Perrin levantó la cabeza de las frías gachas de avena que estaba desayunando y se encontró con una mirada firme; la Aes Sedai estaba decidida a acompañarlos y no iba a admitir objeciones. Tras un instante, Verin añadió pensativamente—: No creas que esto significa que pienso ayudarte en cualquier empresa descabellada. Eres astuto, jovencito, pero no intentes ninguna de tus mañas conmigo.


Tam y Abell se quedaron con las cucharas a medio camino de la boca e intercambiaron una mirada sorprendida; saltaba a la vista que ya habían tenido sus más y sus menos con las Aes Sedai por querer actuar cada cual por su propia cuenta. Al cabo de un momento continuaron comiendo, aunque un gesto pensativo fruncía el entrecejo de los dos hombres. Ninguno de ellos expresó en voz alta objeción alguna. A pesar de todo, Tomás, que ya había guardado la capa de Guardián en las alforjas, les asestó a los tres una mirada dura, como si previera discrepancias y tuviera intención de ponerles fin sin andarse con contemplaciones. Los Guardianes hacían lo que fuera necesario para que una Aes Sedai se saliera con la suya.

Verin tenía intención de inmiscuirse, por supuesto —como hacían siempre las Aes Sedai—, pero el joven prefería tenerla a la vista que dejarla atrás sin saber qué se traía entre manos. Evitar completamente los enredos de las Aes Sedai era poco menos que imposible cuando estaban decididas a meter las narices en un asunto; en estos casos, sólo quedaba la salida de utilizarlas al tiempo que ellas lo utilizaban a uno, estar ojo avizor y confiar en ser capaz de escabullirse si decidían meterlo a uno de cabeza, como un hurón, por el agujero de una madriguera de conejos. En ocasiones el agujero que supuestamente era la entrada de una conejera resultaba ser el apostadero de un tejón, lo que ponía al hurón en una situación muy comprometida.

—Vos seréis también bienvenida —le dijo a Alanna, pero la mujer le dedicó una mirada gélida que lo enmudeció.

La hermana Verde había desdeñado las gachas de avena y se encontraba de pie ante una de las ventanas cubiertas con enredaderas, escudriñando entre la tupida cortina de hojas.

Perrin era incapaz de saber si le parecían bien sus planes de hacer una batida por los alrededores del campamento de los Capas Blancas, ya que resultaba poco menos que imposible deducirlo por su expresión. Se suponía que las Aes Sedai eran la viva imagen de una fría serenidad, y Alanna correspondía a esa descripción, pero también tenía fugaces estallidos de mal genio o reacciones imprevisibles en el momento más inesperado que recordaban el ardiente chisporroteo de un relámpago que desaparece al instante. A veces lo miraba como si, de no ser una Aes Sedai, habríase dicho que lo admiraba. En otras ocasiones daba la impresión de que lo veía como un mecanismo complicado que pensaba desmontar para estudiar su funcionamiento. En ese aspecto, incluso Verin era mejor; la mayor parte del tiempo su rostro era una máscara inescrutable que, en ocasiones, resultaba inquietante, pero al menos no le hacía preguntarse si después iba a saber cómo volver a montar las piezas.

Habría querido que Faile se quedara —no para librarse de ella, sino para mantenerla a salvo de los Capas Blancas—, pero la joven apretaba las mandíbulas en un gesto obstinado y en sus rasgados ojos había un brillo peligroso.

—Estoy deseosa de conocer parte de tu comarca. Mi padre cría ovejas. —Su tono era definitivo; no conseguiría que se quedara a menos que la atara.

Faltó poco para que Perrin se planteara hacerlo, pero el peligro que pudiera resultar de la proximidad de los Capas Blancas no parecía excesivo, ya que hoy sólo se proponía observarlos.

—Creía que era mercader.—respondió.

—También cría ovejas. —Sus mejillas se tiñeron de rojo.

A lo mejor su padre no era ni mucho menos un mercader, sino un hombre pobre. Perrin no entendía que fingiera para darse importancia, pero, si eso era lo que la joven quería, él no iba a impedírselo. Empero, azorada o no, seguía mostrando aquel gesto obstinado. Recordó el método recomendado por maese Cauthon.

—No sé si habrá mucho que ver. Es posible que en algunas granjas estén esquilando, así que supongo que no será muy diferente de lo que hace tu padre. En cualquier caso, me alegrará contar con tu compañía.

Su gesto de estupor al comprender que no pensaba discutir casi hizo que mereciera la pena la preocupación de que lo acompañara. Quizás Abell sabía lo que se decía.

Sin embargo, con Loial no cabía discusión.

—Pero quiero ir —protestó el Ogier cuando le dijo que no podía—. Deseo ayudar, Perrin.

—Os quedaréis aquí, maese Loial —intervino Abell.

—Debemos evitar llamar la atención lo menos posible —añadió Tam.

Las orejas del Ogier se agacharon en un gesto abatido. Perrin se lo llevó aparte, tan lejos de los demás como lo permitía la habitación. El hirsuto cabello de Loial rozó las vigas del techo hasta que el joven le hizo una seña para que se agachara y le sonrió, como si estuviera animándolo. Era lo que esperaba que creyeran los demás.

—Quiero que vigiles a Alanna —susurró. Loial sufrió un sobresalto y Perrin lo agarró por la manga, sin borrar aquella estúpida mueca de su rostro—. Sonríe, Loial. No hablamos de nada importante, ¿verdad? —El Ogier se las ingenió para esbozar una mueca incierta. Tendría que servir—. Las Aes Sedai hacen lo que hacen movidas por sus propias razones, amigo. —Y eso como mínimo, aunque uno siempre sospechaba que había algo más—. ¿Quién sabe la idea que se le puede meter en la cabeza? Ya he tenido sorpresas de sobra desde que llegué a casa y no quiero recibir otra de ella. No te digo que le impidas hacer lo que sea, sólo que tomes buena nota de cualquier cosa que parezca fuera de lo normal.

—Oh, muchas gracias —murmuró con ironía al tiempo que erguía las orejas—. ¿No sería mejor dejarla en paz para que hiciera lo que le dé la gana? —Para él era fácil decirlo, ya que las Aes Sedai no podían encauzar dentro de un stedding Ogier. Perrin se limitó a mirarlo y, al cabo de un momento, Loial suspiró—. No, supongo que no. Oh, está bien. Desde luego, nunca podré quejarme de que estar contigo sea… aburrido. —Se puso erguido, se frotó la parte inferior de la nariz con un dedo, y se volvió hacia los otros—. Supongo que mi presencia podría llamar demasiado la atención. En fin, aprovecharé para trabajar un poco con mis notas. No he hecho nada en mi libro desde hace días.

Verin y Alanna intercambiaron una mirada indescifrable y después sus ojos se clavaron en Perrin con intensidad. Imposible deducir qué estaban pensando.

Lógicamente, dejaron los animales de carga; si alguien los veía levantarían comentarios porque sugerían un viaje largo, y nadie en Dos Ríos iba muy lejos de casa ni siquiera en tiempos mejores. Alanna esbozaba una sonrisa satisfecha mientras contemplaba cómo ensillaban sus monturas; a buen seguro creía que los animales y los cestos de mimbre lo obligaban a regresar a la casa de enfermos, a su alcance y al de Verin. Pues, si llegaba el caso, la Aes Sedai podía llevarse una buena sorpresa. No sería la primera vez que había tenido que abandonarlo todo y sobrevivir con lo que llevaba en la alforja. De hecho, se las había tenido que arreglar con lo que llevaba en los bolsillos de la chaqueta y en la bolsita colgada del cinturón.

Al incorporarse después de ajustar la cincha de Brioso sufrió un sobresalto; Verin lo estaba mirando con expresión avisada, en nada parecida a su habitual aire distraído, como si supiera lo que estaba pensando y le hiciera gracia. No le gustaba ni pizca cuando era Faile quien lo miraba así, pero que lo hiciera una Aes Sedai resultaba cien veces peor. Empero, el martillo atado con el rollo de mantas y las alforjas sí pareció desconcertarla. Le alegró que hubiera algo que pareciera escapar a su comprensión. Por otra parte, se sentiría mejor si la mujer no se hubiera mostrado tan intrigada. ¿Qué tenía de particular un martillo para que le resultara fascinante a una Aes Sedai?

Teniendo que preparar sólo los caballos de montar, enseguida estuvieron listos para partir. La montura de Verin era un castrado castaño de aspecto tan anodino para un ojo inexperto como el atuendo de su dueña, pero su ancho pecho y fuerte grupa sugerían una resistencia que no tenía nada que envidiar al rucio de su Guardián, un animal de gran alzada, esbelto y de fieros ojos. Brioso resopló al otro semental hasta que Perrin le dio unas palmaditas en el cuello. El rucio era más disciplinado, aunque igualmente dispuesto a pelear si Tomás lo hubiera dejado. El Guardián controlaba a su montura con las rodillas tanto como con las riendas, y daba la impresión de que hombre y bestia eran un solo ser.

Maese Cauthon observaba el corcel de Tomás con interés, ya que por estos contornos apenas se veían caballos entrenados para la batalla, pero la montura de Verin se ganó un aprobador cabeceo del hombre con echarle una simple mirada. Era uno de los más entendidos en caballos de todo Dos Ríos, y sin duda había sido él quien había elegido su montura y la de maese al’Thor, unos animales de pelo duro, no tan altos como los otros caballos, pero robustos y con planta de veloces y resistentes.

Los tres Aiel se adelantaron con largas zancadas al grupo cuando éste inició la marcha hacia el norte y enseguida se perdieron de vista en el bosque, bajo el contraste de las largas sombras de primeras horas del día con el resplandeciente amanecer. De vez en cuando se vislumbraba un destello gris y pardo entre los árboles, seguramente a propósito para que los demás supieran que estaban allí. Tam y Abell iban a la cabeza, con los arcos cruzados sobre las perillas, seguidos de Perrin y Faile, y Verin y Tomás cerrando la marcha.

Perrin habría preferido no llevar detrás a la Aes Sedai, cuyos ojos sentía clavados en la espalda. Se preguntó si sabría lo de los lobos; una idea poco placentera. Se suponía que las hermanas Marrones tenían conocimientos de cosas ocultas, cosas de la antigua sabiduría que ignoraban los otros Ajahs. A lo mejor sabía cómo evitar que perdiera su condición humana, que lo dominara la naturaleza de lobo. Aparte de volver a encontrar a Elyas Machera, la Aes Sedai podría ser su mejor oportunidad. Todo lo que tenía que hacer era confiar en ella; aunque sin duda utilizaría todo lo que le revelara en provecho de la Torre Blanca e incluso para ayudar a Rand. El único problema era que ayudar a Rand podría no coincidir con el fin que perseguía él. Las cosas serían más fáciles si no hubiera ninguna Aes Sedai.

Cabalgaron la mayor parte del tiempo envueltos por un silencio que sólo rompían los sonidos propios del bosque, como el de las ardillas y los pájaros carpinteros y alguno que otro canto de pájaro. En cierto momento Faile miró hacia atrás brevemente.

—No te hará daño —dijo luego con un tono suave que contrastaba con el fiero brillo de sus ojos.

Perrin parpadeó. Su comentario implicaba que estaba dispuesta a protegerlo. Contra la Aes Sedai. Nunca iba a entenderla ni prever su siguiente reacción. A veces era tan desconcertante como las propias Aes Sedai.

Salieron del Bosque del Oeste unos siete u ocho kilómetros al norte de Campo de Emond; el sol estaba ya por encima de las copas de los árboles en el este. Algunos sotos dispersos, en su mayoría de pinos y robles, salpicaban el terreno abierto que se extendía entre el grupo y los campos cercados más próximos de cebada, avena, tabaco y pastizales. Curiosamente, no se veía a nadie ni salía humo de las chimeneas de las granjas que había detrás de los campos de cultivo. Perrin conocía a las familias que vivían allí: los al’Lora en dos de las casas grandes, y los Barstere en las otras. Gente muy trabajadora. Si hubiera habido alguien en las granjas habrían estado ocupados en sus tareas desde hacía mucho rato. Gaul agitó la mano desde el borde de un soto y luego desapareció entre los árboles.

Perrin taconeó a Brioso y se situó junto a Tam y a Abell.

—¿No deberíamos mantenernos a cubierto el mayor tiempo posible? Seis personas a caballo llamarán la atención. —Sus monturas mantenían un trote regular.

—Mientras no nos acerquemos al Camino del Norte, no habrá mucha gente que pueda reparar en nosotros, muchacho —contestó maese al’Thor—. Casi todas las granjas cercanas al bosque están abandonadas. En cualquier caso, en estos tiempos la gente no da un paso sola en cuanto se aleja un poco del umbral de su casa. En la actualidad, ni siquiera diez jinetes juntos suscitarían más de una ojeada, aunque la mayoría de la gente viaje en carretas y sólo cuando no le queda más remedio.

—Incluso evitando dar un rodeo para mantenernos a cubierto en el bosque, tardaremos casi todo el día en llegar a Colina del Vigía —comentó maese Cauthon—. Iríamos algo más deprisa por la calzada, pero también habría más posibilidades de que topáramos con los Capas Blancas o de que alguien nos denunciara para cobrar la recompensa.

—Así es —convino Tam—. Además, por este camino contamos con amigos. Hemos pensado hacer un alto en la granja de Jac al’Seen alrededor de mediodía para darles un descanso a los caballos y estirar nosotros las piernas. Seguramente llegaremos a Colina del Vigía cuando todavía haya suficiente luz para ver.

—Habrá de sobra —comentó Perrin, abstraído; siempre había luz suficiente para él. Giró sobre la silla para echar un vistazo a las granjas que iban dejando atrás. Estaban abandonadas, pero no las habían incendiado ni saqueado por lo que alcanzaba a ver. Las cortinas seguían colgadas en las ventanas; unas ventanas que no estaban rotas. A los trollocs les gustaba destrozar cosas, y unas casas vacías tendrían que ser muy tentadoras para ellos. Las malas hierbas crecían entre la cebada y la avena, pero los cultivos no estaban machacados—. ¿Han atacado los trollocs Campo de Emond?

—No, no lo han hecho —contestó maese Cauthon como dando las gracias por ello—. Y lo iban a pasar mal si lo hicieran, fíjate bien. La gente ha aprendido a estar ojo avizor a raíz de la Noche de Invierno de hace más de un año. Hay un arco preparado junto a cada puerta, así como lanzas y cosas por el estilo. Además, las patrullas de Capas Blancas bajan hasta Campo de Emond cada pocos días. Por mucho que odie admitirlo, mantienen alejados a los trollocs.

Perrin sacudió la cabeza.

—¿Tenéis alguna idea de cuántos trollocs hay?

—Con que sólo haya uno, ya es demasiado —gruñó Abell.

—Quizás unos doscientos —dijo Tam—. Puede que más. Sí, seguramente tienen que ser más. —Maese Cauthon parecía sorprendido—. Piénsalo, Abell. Ignoro cuántos habrán matado los Capas Blancas, pero los Guardianes afirman que entre las Aes Sedai y ellos han acabado con casi cincuenta, y con dos Fados. Aun así, no han disminuido los ataques e incendios de granjas, por lo que sabemos. Opino que tiene que haber más, pero saca tus propias conclusiones.

El otro hombre asintió tristemente.

—En tal caso, ¿por qué no han atacado Campo de Emond? —inquirió Perrin—. Si doscientos o trescientos llegaran en plena noche tendrían tiempo de incendiar todo el pueblo y huir antes de que los Capas Blancas de Colina del Vigía tuvieran noticia de lo ocurrido. Y aun más fácil les resultaría en Deven Ride. Vosotros mismos dijisteis que las patrullas no llegan tan lejos.

—Hemos tenido suerte —murmuró Abell, pero en su tono se advertía que estaba preocupado—. ¿Qué otra cosa podría ser si no? ¿Adónde quieres llegar, muchacho?

—Quiere que vos lleguéis a la conclusión de que ha de haber un motivo —intervino Faile, que se había acercado a ellos. Golondrina tenía suficiente alzada para que los hombres de Dos Ríos, cuyas monturas eran más bajas, la miraran sin agachar la vista; en los ojos de la joven había un brillo inflexible—. He visto los resultados de los ataques trollocs en Saldaea. Saquean todo lo que no queman, y matan o se llevan a las personas y a los animales de granja, a quienquiera o lo que quiera que no esté protegido. Pueblos enteros han desaparecido en los años malos. Buscan las víctimas más débiles, allí donde más muertes pueden ocasionar. Mi padre… —Se tragó lo que iba a decir, respiró hondo y continuó—: Perrin ha visto mucho más que vos. —Sonrió fugazmente al joven, enorgullecida—. Y sabe que tiene que haber una razón para que los trollocs no hayan atacado vuestras aldeas.

—Eso ya lo he pensado —musitó Tam—, pero no se me ocurre el porqué. Mientras tanto, la suerte es una explicación tan buena como cualquier otra.

—Tal vez sea una añagaza —sugirió Verin, que también se había reunido con ellos. Tomás se mantuvo un poco retrasado; sus oscuros ojos escudriñaban el entorno tan implacablemente como un Aiel cualquiera, aunque también vigilaba el cielo ya que cabía la posibilidad de que apareciera algún cuervo. La mirada de Verin pasó fugaz sobre Perrin y se detuvo en los dos hombres mayores—. La noticia de problemas continuos, de la presencia de trollocs, hará que muchos ojos se vuelvan hacia Dos Ríos. Indudablemente, Andor enviará soldados, así como otros países, al conocer que los trollocs están tan al sur. Eso si es que los Hijos han permitido que se corra la voz, naturalmente. Imagino que a los guardias de Morgase les haría tan poca gracia encontrar a tantos Capas Blancas aquí como encontrar trollocs.

—Guerra —murmuró Abell—. La situación por la que pasamos es mala, pero estáis hablando de guerra.

—Podría ocurrir —convino Verin, muy satisfecha consigo misma—. Oh, ya lo creo que sí. —Frunciendo el entrecejo con aire preocupado, sacó de un bolsillo una pluma de punta de acero y un pequeño libro encuadernado en tela. A continuación abrió un reducido estuche de cuero que llevaba al cinturón y que protegía un tintero y un frasquito de arena para espolvorearla sobre lo escrito. Tras limpiar la pluma en la manga con gesto ausente, empezó a garabatear en el libro a pesar de la dificultad que entrañaba escribir a lomos de un caballo. Daba la impresión de no darse cuenta de la inquietud que habían ocasionado sus palabras, y quizás así era en realidad.

Maese Cauthon musitaba una y otra vez «guerra» con expresión estupefacta, y Faile puso la mano en el brazo de Perrin para reconfortarlo.

Por su parte, maese al’Thor sólo gruñía; Perrin había oído contar que había estado en una guerra, aunque no sabía exactamente dónde o cómo, sólo que era en alguna parte lejos de Dos Ríos y que por entonces era joven; cuando regresó años más tarde trajo consigo una esposa y un niño, Rand. Muy poca gente de Dos Ríos salía de la comarca y Perrin dudaba que alguno supiera realmente lo que era una guerra, aparte de lo que oían contar a los buhoneros o a los mercaderes y sus guardias o a los conductores de carretas. Pero él sí que lo sabía. Lo había visto en Punta de Toman, y Abell tenía toda la razón: la situación actual era muy mala, pero ni de lejos podía compararse con una guerra.

Mantuvo la calma. Puede que Verin tuviera razón, pero también era posible que sólo quisiera darles en qué pensar para que dejaran de especular. Si los desmanes de los trollocs en Dos Ríos eran una añagaza, el cebo de una trampa, ésta debía de estar destinada a Rand y la Aes Sedai tenía que saberlo. Ése era uno de los problemas con las Aes Sedai: que largaban tantos «podría» y «si» que al final uno estaba seguro de que habían dicho lisa y llanamente algo que sólo habían insinuado. En fin, si los trollocs —o, más bien, quien los hubiera enviado: ¿tal vez uno de los Renegados?— planeaban tender una trampa a Rand tendrían que conformarse con él, un simple herrero en lugar del Dragón Renacido. Además, no pensaba facilitarles la labor en lo más mínimo, porque no estaba dispuesto a meter el pie en ningún lazo.

Continuaron cabalgando en silencio el resto de la mañana. En esta zona las granjas estaban muy desperdigadas, a veces separadas por dos kilómetros o más. Todas las que vieron habían sido abandonadas, con los campos ahogados por las malas hierbas y las puertas de los graneros meciéndose con cualquier soplo de brisa. Sólo una de ellas había sido incendiada, y únicamente quedaban en pie las chimeneas cual dedos manchados de hollín levantándose de las cenizas. A las personas que murieron allí —los Ayellan, primos de los que vivían en Campo de Emond— se las sepultó cerca de los perales que había detrás de la casa. O, mejor dicho, se enterró a los pocos que encontraron. Abell sólo habló de ello tras presionarlo mucho y a Tam no hubo modo de hacerle abrir la boca. Al parecer pensaban que le impresionaría, pero el joven sabía perfectamente lo que comían los trollocs: cualquier tipo de carne. Sin ser consciente de ello, Perrin acarició el filo del hacha hasta que Faile le cogió la mano. Por alguna razón, era ella la que parecía alterada. Perrin creía que la muchacha conocía las costumbres de los trollocs mejor de lo que su reacción daba a entender.

Los Aiel se las ingeniaron para pasar inadvertidos incluso en los tramos abiertos entre arboleda y arboleda, excepto cuando querían ser vistos. En cierto momento Tam empezó a torcer hacia el este, y Gaul y las dos Doncellas también se desviaron en aquella dirección.

Como había previsto maese Cauthon, la granja de los al’Seen apareció a la vista cuando el sol estaba aún en su cenit. No había ninguna otra granja cerca, si bien se divisaban unos pocos hilillos de humo de chimeneas hacia el norte y el este. ¿Por qué seguían resistiendo en este aislamiento? Si aparecían los trollocs, su única esperanza era que, de casualidad, los Capas Blancas se encontraran por los alrededores en ese momento.

La granja todavía se veía pequeña en la distancia cuando Tam sofrenó su caballo y llamó por señas a los Aiel, a quienes sugirió que buscaran un sitio donde esperar hasta que los demás se marcharan de la granja.

—No dirán una palabra sobre Abell ni sobre mí —aclaró—, pero vosotros tres haríais que empezaran a darle a la lengua aunque con la mejor intención del mundo.

Era la forma más comedida de decirlo; los Aiel, con sus extraños atuendos y sus lanzas, y siendo dos de ellos mujeres, levantarían una polvareda de comentarios. Cada uno de ellos llevaba un conejo colgado del cinturón, junto a la aljaba, aunque para Perrin era un misterio de dónde habían sacado tiempo para cazar y a la par ir siempre por delante del grupo a caballo. De hecho, parecían menos cansados que las bestias.

—Está bien —aceptó Gaul—. Encontraré un sitio donde dar cuenta de mi comida y estar pendiente de vuestra partida.

Giró sobre sus talones y se alejó rápidamente. Bain y Chiad intercambiaron una mirada; al cabo de un instante, se encogieron de hombros y también se marcharon.

—¿No van juntos? —preguntó el padre de Mat mientras se rascaba la cabeza.

—Es una larga historia —contestó Perrin. Esa escueta respuesta era mejor que explicarle que Chiad y Gaul podían decidir en cualquier momento matarse el uno al otro por un pleito familiar. Confió en que el juramento del agua siguiera surtiendo efecto. Tenía que acordarse de preguntarle a Gaul qué era eso del juramento del agua.

La granja de los al’Seen era más o menos tan grande como las que había por todo Dos Ríos, con tres graneros y cinco cobertizos para secar el tabaco. Un redil con la valla de piedra, lleno de ovejas de cara negra, abarcaba un trecho casi tan amplio como algunos pastizales, y en unos cercados había vacas lecheras con manchas blancas, separadas del ganado vacuno negro, destinado para matanza. Los cerdos gruñían satisfechos en su cochiquera, mientras que las gallinas deambulaban por todas partes, y en un estanque de buen tamaño nadaban patos blancos.

La primera cosa extraña que advirtió Perrin fue la presencia de ocho o nueve chicos encaramados a los tejados de bálago de la casa y los graneros, equipados con arcos y aljabas. Empezaron a dar voces tan pronto como divisaron a los jinetes, y las mujeres se apresuraron a meter a los niños pequeños en la casa antes de resguardarse los ojos con la mano para ver quién venía. Los hombres se reunieron en el patio de la granja, algunos empuñando arcos y otros sujetando horcas y aventadores como si fueran armas. Demasiada gente. Eran demasiado numerosos incluso para una granja de este tamaño. Dirigió una mirada interrogante a maese al’Thor.

—Jac acogió a toda la familia de su primo Wit —explicó Tam—, porque la granja de éste se encuentra demasiado cerca del Bosque de Oeste. Y también a la de Flinn Lewin después de que su granja fuera atacada. Los Capas Blancas ahuyentaron a los trollocs antes de que ardiera algo más que los graneros, pero Flinn decidió que había llegado el momento de marcharse. Jac es un buen hombre.

Al aproximarse a la granja y reconocer a Tam y a Abell, los hombres y las mujeres se agolparon alrededor de los recién llegados sonriendo y dándoles la bienvenida mientras los viajeros desmontaban. Al ver la reacción de los mayores, los chiquillos salieron de la casa, seguidos por las mujeres que se ocupaban de ellos y por otras que debían de estar en la cocina, ya que se iban limpiando las manos en los delantales. Había representación de todas las generaciones, desde la anciana Astelle al’Seen, de pelo blanco y espalda encorvada, que utilizaba el bastón para apartar a la gente de su camino más que para caminar con él, hasta un bebé en los brazos de una fornida joven que tenía una hermosa sonrisa.

Perrin miró más allá de la sonriente joven y, al instante, sus ojos volvieron presurosos hacia ella. Cuando se había marchado de Dos Ríos, Laila Dearn era una chiquilla delgada capaz de bailar hasta agotar a tres muchachos. Sólo la sonrisa y los ojos seguían siendo los mismos. Se estremeció. Hubo un tiempo en que había soñado con casarse con Laila y ella había dado señales de corresponder a ese deseo. En realidad, fue la joven la que se aferró más tiempo que él a esa idea. Por fortuna, estaba demasiado encantada con su bebé y con el tipo corpulento que había a su lado para prestarle mucha atención. Perrin también reconoció al hombre que estaba con ella: Natley Lewin. Así que Laila era ahora una Lewin. Qué extraño. Nat no sabía bailar. Dando gracias a la Luz por haber escapado de este embrollo, Perrin miró en derredor buscando a Faile.

La encontró jugueteando con las bridas mientras Golondrina le daba con el hocico en el hombro. Empero, estaba demasiado ocupada sonriendo con admiración a Wil al’Seen, un primo de la rama de Deven Ride, para hacer caso a su montura; y Wil le estaba sonriendo a su vez. Un muchacho apuesto, el tal Wil. En realidad, tenía un año más que Perrin, pero era lo bastante guapo para seguir pareciendo un muchacho. Cuando Wil bajaba a Campo de Emond a los bailes, todas las chicas lo miraban y suspiraban. Igual que estaba haciendo Faile ahora. Vale, no suspiraba, pero su sonrisa era decididamente aprobadora.

Perrin fue hacia ellos y la rodeó con un brazo mientras su otra mano descansaba sobre el hacha.

—¿Cómo te va, Wil? —preguntó con la mejor de sus sonrisas. No tenía sentido dar pie a Faile para que pensara que estaba celoso. Y no lo estaba, desde luego.

—Bien, Perrin. —Los ojos de Wil esquivaron los suyos, se detuvieron en el hacha y los retiró de inmediato al tiempo que la sonrisa se volvía forzada en su rostro—. Muy bien. —Evitando mirar de nuevo a Faile, se apresuró a reunirse con los que se apiñaban alrededor de Verin.

Faile alzó la vista hacia Perrin y frunció los labios; luego le agarró la barba con una mano y sacudió suavemente la cabeza del joven.

—Ah, Perrin, Perrin, Perrin —susurró.

El joven no estaba seguro de qué quería decir con eso, pero consideró que lo más prudente era no preguntar. Por su expresión, parecía que tampoco ella supiera muy bien si estaba enfadada o… ¿divertida? Más valía no ayudarla a decidirse.

Wil no fue el único en mirar con desconfianza sus ojos, por supuesto. En realidad, todo el mundo, grandes y pequeños, hombres y mujeres, se llevaban un sobresalto la primera vez que se fijaban en ellos. La anciana señora al’Seen le dio golpecitos con la punta del bastón, y sus oscuros y viejos ojos se abrieron como platos por la sorpresa cuando el joven gruñó; a lo mejor pensaba que no era real. Sin embargo, nadie hizo ningún comentario.

A no tardar alguien se ocupó de guardar a los caballos en uno de los graneros —Tomás condujo él mismo a su rucio; por lo visto el animal no quería que otra persona tocara las riendas— y todo el mundo, excepto los chicos encaramados a los tejados, entraron en tropel en la casa, que quedó abarrotada. Los adultos se alinearon en la sala principal en dos filas, los Lewin y los al’Seen intercalados sin ningún orden de rango en particular, mientras que los niños estaban en brazos de sus madres o relegados a asomarse entre las piernas de los mayores que se apiñaban en los umbrales de las puertas.

Se preparó té fuerte y se proporcionó sillas de respaldo alto y asiento de enea a los recién llegados, si bien en las de Verin y Faile pusieron unos cojines bordados. Había mucha expectación en torno a Verin, Tomás y Faile. Los murmullos resonaban en la habitación como si hubiera una bandada de gansos escandalosos, y todo el mundo contemplaba a esas tres personas como si llevaran corona o fueran a hacer trucos de magia en cualquier momento. Los forasteros siempre eran motivo de curiosidad en Dos Ríos. La espada de Tomás provocó comentarios especiales en susurros apenas audibles, pero que Perrin escuchaba fácilmente. Las espadas no eran armas corrientes aquí o no lo habían sido hasta la llegada de los Capas Blancas. Algunos creían que Tomás era un Hijo de la Luz mientras que otros lo tomaban por un lord. Un chiquillo fue el que mencionó a los Guardianes, pero las risas de los mayores lo dejaron chafado.

Tan pronto como los invitados estuvieron instalados, Jac al’Seen se plantó delante de la gran chimenea de piedra; era un hombre fornido, ancho de hombros, aun con menos pelo que maese al’Vere y tan gris como el del posadero. Sobre la repisa, detrás de su cabeza y entre dos grandes copas de plata, había un reloj que denotaba su prosperidad como granjero. La cháchara se acalló cuando levantó la mano, aunque también su primo Wit, que parecía casi su gemelo salvo porque era completamente calvo, y Flinn Lewin, un tipo alto y delgado como una vara y con el pelo gris, chistaron a los suyos para que se callaran.

—Señora Mathwin, lady Faile —empezó Jac al tiempo que hacía una reverencia a cada una—, os damos la bienvenida a esta casa, de la que podéis consideraros huéspedes hasta que gustéis. Sin embargo, he de advertiros. Ya sabéis los problemas que estamos teniendo en la campiña y os convendría dirigiros directamente a Campo de Emond o a Colina del Vigía y quedaros allí. Son lugares demasiado grandes para que se atrevan con ellos. Os aconsejaría que os marchaseis de Dos Ríos, pero, según tengo entendido, los Hijos de la Luz no permiten que nadie cruce el Taren. Ignoro la razón, pero así están las cosas.

—Oh, pero hay historias tan bonitas en la campiña —dijo Verin, parpadeando con remilgo—. Me las perdería si estuviera en un pueblo. —Sin mentir realmente, se las había ingeniado para dar la impresión de que había acudido a Dos Ríos en busca de antiguos relatos, igual que había hecho Moraine cuando había llegado a la aldea, según le parecía a Perrin, le parecía mucho tiempo atrás. Su anillo de la Gran Serpiente permanecía guardado en su bolsita del cinturón, aunque Perrin dudaba que ninguno de los lugareños conociera su significado.

Elisa al’Seen se alisó el blanco delantal y sonrió modestamente a Verin. Aunque tenía el cabello menos canoso que el de su marido, parecía mayor que la Aes Sedai, y su arrugado rostro tenía un aire maternal. Probablemente creyera que podía ser la madre de Verin.

—Es un honor tener a una erudita bajo nuestro techo, pero Jac tiene razón —dijo firmemente—. Sois realmente bienvenidas si queréis quedaros, pero cuando partáis debéis dirigiros inmediatamente a un pueblo. Viajar no es seguro hoy en día. Y lo mismo os digo a vos, mi señora —añadió, dirigiéndose a Faile—. Los trollocs no son un peligro al que dos mujeres deban enfrentarse con sólo un puñado de hombres para defenderlas.

—Lo pensaré —respondió sosegadamente Faile—. Os agradezco vuestro consejo y vuestra consideración.

Tomó un sorbo de té con idéntica despreocupación que Verin, quien se había lanzado de nuevo a escribir en el pequeño libro y sólo levantaba la vista para sonreír a Elisa y murmurar:

—Hay tantas historias en la campiña.

Faile aceptó un pastelillo de mantequilla que le ofreció una de las niñas al’Seen, que hizo una reverencia al tiempo que se ponía roja como la grana, sin apartar de Faile los ojos, contemplándola con admiración.

Perrin sonrió para sus adentros. Debido a su traje de montar de seda verde, todos habían tomado a Faile por una noble; tuvo que admitir que la joven interpretaba el papel a las mil maravillas. Cuando quería, claro está. La chiquilla no habría sentido tanta admiración si la hubiera visto en uno de sus estallidos de mal genio, cuando su lenguaje habría hecho enrojecer incluso a un carretero.

La señora al’Seen se volvió hacia su marido y sacudió la cabeza; no iban a convencer a Faile ni a Verin. Jac miró a Tomás.

—¿Podéis hacerles cambiar de opinión vos?

—Yo estoy a sus órdenes y voy a donde me manda —repuso el Guardián. Allí sentado, con la taza de té en la mano, Tomás seguía dando la sensación de estar a punto de desenvainar su espada.

Maese al’Seen suspiró y cambió su punto de mira.

—Perrin, todos nosotros te hemos visto en un momento u otro al bajar a Campo de Emond, así que te conocemos hasta cierto punto. Al menos, creíamos conocerte antes de que te escaparas el año pasado. Hemos oído algunos comentarios inquietantes, pero supongo que Tam y Abell no estarían contigo si fueran ciertos.

La esposa de Flinn, Adine, una mujer oronda con aires de autocomplacencia, resopló con desdén.

—También he oído ciertas cosas sobre Tam y Abell. Y sobre sus chicos, que se marcharon con Aes Sedai. ¡Con una docena de Aes Sedai! Todos recordáis cómo ardió Campo de Emond hasta sus cimientos. Sólo la Luz sabe cómo consiguieron levantar cabeza después de aquello. Oí decir que secuestraron a la hija de los al’Vere.

Flinn sacudió la cabeza resignadamente y luego dirigió una mirada de disculpa a Jac.

—Si crees eso —señaló irónicamente Wit—, es que te crees cualquier cosa. Hablé con Marin al’Vere hace dos semanas y dice que su chica se marchó por propia voluntad. Y sólo había una Aes Sedai.

—¿Qué pretendes insinuar, Adine? —Elisa al’Seen se había puesto en jarras—. Vamos, suéltalo. —El firme timbre de su voz denotaba con toda claridad un reto.

—No dije que lo creyera —protestó Adine, tercamente—, sólo que lo oí comentar. Hay ciertas preguntas que tienen que plantearse. Los Hijos no se han sacado de la manga los nombres de esos tres, así porque sí.

—Si escuchas, para variar —replicó firmemente Elisa—, a lo mejor oyes la respuesta a una o dos de esas preguntas.

Adine se puso a arreglarse los pliegues de la falda, pero, aunque masculló entre dientes, no hizo más objeciones.

—¿Alguien más tiene algo que decir? —preguntó Jac con un timbre de impaciencia mal disimulado. Al no hablar nadie, prosiguió—: Perrin, aquí nadie cree que seas un Amigo Siniestro, como tampoco Tam ni Abell. —Asestó una dura mirada a Adine, y Flinn puso una mano en el hombro de su esposa; la mujer guardó silencio, pero sus labios apretados manifestaron claramente lo que no expresó con palabras. Jac murmuró algo para sí mismo antes de continuar—. Aun así, Perrin, creo que tenemos derecho a saber por qué los Capas Blancas van diciendo esas cosas. Os acusan a ti, a Mat Cauthon y a Rand al’Thor de ser Amigos Siniestros. ¿Por qué?

Faile, furiosa, abrió la boca, pero Perrin le hizo un gesto con la mano para que se callara. La obediencia de la joven lo sorprendió tanto que se quedó mirándola un momento antes de tomar la palabra. A lo mejor estaba realmente enferma.

—Los Capas Blancas no necesitan ninguna razón para actuar como lo hacen, maese al’Seen. Si uno no agacha la cabeza o no se arrastra o no se aparta para darles paso, entonces tiene que ser un Amigo Siniestro. Si uno no dice o no piensa lo que quieren, entonces es que es un Amigo Siniestro. Ignoro por qué creen que lo son Rand y Mat. —Esta observación era la pura verdad. Si los Capas Blancas supieran que Rand era el Dragón Renacido, sería razón suficiente para ellos, pero era de todo punto imposible que estuvieran enterados. En cuanto a Mat, la sola idea lo desconcertaba. Tenía que deberse a los manejos de Fain—. En cuanto a mí, es porque maté a algunos de los suyos. —Cosa sorprendente, los respingos que provocó su manifestación no lo afectaron y tampoco le dio vueltas a lo que había hecho—. Ellos asesinaron a un amigo mío y también habrían acabado conmigo si no me hubiera defendido. No veía razón para dejarles que lo hicieran. Eso es todo.

—Entiendo que no se lo permitieras —dijo lentamente Jac. A pesar de las incursiones de los trollocs, la gente de Dos Ríos no estaba acostumbrada a matar. Años atrás, una mujer había matado a su marido porque quería que otro hombre se casara con ella, y ésa fue la última vez que alguien había muerto de forma violenta en la comarca, que Perrin supiera. Hasta la noche en que los trollocs aparecieron.

—Los Hijos de la Luz son muy diestros en una cosa —intervino Verin—. Saben cómo hacer que personas que han sido vecinas durante toda la vida empiecen a sospechar las unas de las otras.

Todos los granjeros la miraron y algunos asintieron al cabo de un momento.

—Tengo entendido que hay un hombre con ellos —dijo Perrin—. Padan Fain, el buhonero.

—Sí, eso he oído —contestó Jac—. Al parecer se hace llamar por otro nombre ahora.

—Sí, Ordeith —asintió Perrin—. Pero, se llame Fain u Ordeith, él sí es un Amigo Siniestro. Él mismo lo admitió y también que fue quien trajo a los trollocs la Noche de Invierno del año pasado. Y ahora cabalga con los Capas Blancas.

—Es muy fácil para ti afirmar tal cosa —dijo, cortante, Adine Lewin—. Puedes llamar Amigo Siniestro a cualquiera.

—¿A quién creéis, pues? —intervino Tomás—. ¿A los que han llegado aquí hace unas pocas semanas, que han arrestado a gente que conocéis y que han quemado sus granjas? ¿O a un joven que nació y creció en la comarca?

—No soy un Amigo Siniestro, maese al’Seen —repitió Perrin—; pero, si queréis que me marche, lo haré.

—No —se apresuró a decir Elisa a la par que lanzaba una mirada significativa a su esposo, mientras que a Adine le asestaba otra tan gélida que la hizo tragarse lo que había estado a punto de decir—. No, puedes quedarte en esta casa todo el tiempo que quieras. —Jac vaciló pero después dio su conformidad con un gesto de asentimiento. Su esposa se acercó a Perrin y le puso las manos sobre los hombros—. Te damos nuestro pésame —musitó suavemente—. Tu padre era un buen hombre, y tu madre era mi amiga y una excelente mujer. Sé que habría querido que te quedaras con nosotros, Perrin. Los Hijos apenas vienen por aquí y, si lo hacen, los chicos apostados en el tejado nos avisarán con tiempo de sobra para que te escondas en el desván. Allí estarás a salvo.

Hablaba en serio, con el corazón en la mano, y cuando Perrin miró a maese al’Seen, el hombre volvió a asentir.

—Gracias —dijo el joven, que sentía un nudo en la garganta—, pero tengo… cosas que hacer. Hay asuntos pendientes que he de resolver.

La mujer suspiró y le dio unas palmaditas suaves.

—Por supuesto. Pero cuida que esas cosas no te hagan daño. En fin, lo menos que puedo hacer es llenarte el estómago antes de que te pongas en camino.

No había mesas suficientes en la granja para que todo el mundo se sentara para tomar el almuerzo, así que fueron pasando los platos con guiso de cordero, una rebanada de pan crujiente y la advertencia de tener cuidado para no derramarse nada encima, y todo el mundo comió en el mismo sitio en que estaba, ya fuera sentado o de pie.

Antes de que hubieran terminado entró un chico larguirucho a quien las muñecas le asomaban dos dedos por las mangas, y que empuñaba un arco más grande que él. A Perrin le pareció que era Win Lewin, pero no estaba seguro; los chicos crecían muy deprisa a esta edad.

—Es lord Luc —exclamó, excitado, el delgaducho chiquillo—. Lord Luc viene hacia aquí.

Загрузка...