XIV

El camarero llamó a la puerta de Richard Valence.

– El inspector Ruggieri desearía verle, señor -dijo-. El inspector le espera abajo, en recepción.

– ¿Tan tarde? ¿Está solo? -preguntó Valence.

– No, señor. Está con otros dos policías.

Valence frunció el entrecejo y se puso una chaqueta. Ruggieri iba a tener que comprender que le disgustaba que lo molestasen cuando había decidido lo contrario.

Se acercó a él con paso rápido y le estrechó la mano sin mediar palabra.

– Pensé que le gustaría venir con nosotros -dijo Ruggieri.

Valence alzó una ceja para decir: «¿Adónde?».

– Al hotel Garibaldi. La señora Laura Valhubert ha llegado y nos espera. Es para la identificación del cadáver, cuanto antes se haga, mejor. ¿Viene?

– No.

Ruggieri consideró el semblante hermético de Valence. Tenía los brazos cruzados y su aspecto no era muy agradable.

– Imaginé que le gustaría constatar sus primeras reacciones -continuó Ruggieri.

– Se equivoca. Además sé que usted me lo contará todo muy bien. ¿No es cierto? -añadió estrechándole la mano.

Valence no había necesitado más de tres minutos para desembarazarse de los policías pero, a pesar de todo, se sentía alterado y molesto. Cenó en su habitación tratando de trabajar. Terminó por levantarse bruscamente y salir para caminar un poco.

Ruggieri tenía razón, claro. Hubiese debido acompañarles a la morgue, vigilar las reacciones inmediatas de la mujer y dar las primeras consignas de silencio. En vez de eso, se había negado a ir sin darle explicaciones a nadie. Bastante descontento, Richard Valence se decidió a tomar, a paso rápido, el camino del hotel Garibaldi. No, era idiota. La señora Valhubert y los polis debían estar en la morgue en este momento. Tenía tiempo para reunirse allí con Ruggieri. Era inútil buscar una excusa para su conducta. Hacía mucho tiempo que había perdido la costumbre de buscar excusas. Valence cogió un taxi.


Ruggieri observó a Laura Valhubert mientras un hombre separaba la sábana que cubría el cadáver de su marido. Él, que ya lo había visto, sabía que el muerto se había quedado con la boca abierta y que resultaba muy desagradable a la vista. Laura Valhubert quiso permanecer de pie. Apretaba los brazos contra ella, con la barbilla baja, en tensión para resistir. Ruggieri le había dejado encender un cigarrillo aunque estuviese estrictamente prohibido por el reglamento. No se había atrevido a impedírselo. Consideraba con atención el perfil, que ella descubría de vez en cuando al separar sus cabellos, contemplaba la determinación bastante provocadora de toda su actitud y percibía al mismo tiempo la fragilidad que le hacía apretar sus labios con los dientes. No había sabido demasiado bien qué decirle. No había dicho más que tonterías, le parecía. No en vano se sentía impresionado por Laura Valhubert.

Ella examinó la cara del muerto y giró la cabeza lentamente.

– De acuerdo, es él -dijo con voz grave-. ¿Hemos terminado con esto?

Apagó el cigarrillo en el suelo y sacó otro. Ruggieri le dejó que lo encendiese.

– Sí. Puede irse -dijo-. Veremos el resto mañana. El coche la espera fuera.

Ruggieri movió la cabeza, descontento. «El coche la espera fuera», he ahí lo que se le había ocurrido decir. Como si el coche pudiese esperarla dentro.

Ella asintió con la cabeza y dejó la sala con pasos largos e inciertos.

Una vez solo, Ruggieri volvió a cubrir la cabeza del muerto con una sábana. Tenía que reconocer que Laura Valhubert lo había conmovido, había que reconocerlo. No porque fuese viuda y estuviese alterada sino simplemente por su manera de ser que era verdaderamente especial. Le hubiese gustado reconfortarla tomándola por el hombro, cosa que había hecho automáticamente muchas veces en idénticas circunstancias. A Ruggieri le gustaban los gestos, y sobre todo los gestos marcados. Pero por nada del mundo se hubiese atrevido a hacer un gesto aquella noche. Claudio, Tiberio y Nerón esperaban a aquella mujer como al Mesías. El rostro descompuesto de Claudio en la estación, hace un rato, su explosión de lágrimas, la mano de Laura en su cabello y las palabras que ella le había murmurado. Algo parecido a «Ahora estamos aquí, como dos imbéciles, ángel mío, ¿qué han hecho con tu padre?». Claro. Entendía mejor ahora toda aquella impaciencia en torno a su llegada. Quizás Henri Valhubert había sido asesinado por un Miguel Ángel robado, pero, además, su mujer debía haber provocado indudablemente pasiones imposibles y él iba a tener que contar con aquello. Por haber sufrido ya él mismo tres y media, el inspector Ruggieri tenía una debilidad por las pasiones imposibles que, al mismo tiempo, le producían una ligera sensación de náusea.

La puerta se cerró de golpe rompiendo el silencio y Ruggieri alzó la cabeza. Richard Valence atravesó la sala. Era una sala con baldosas donde todo resonaba.

– Llega demasiado tarde -dijo Ruggieri-. Acaba de irse.

– ¿Reacción?

– Rigidez y cierto espanto. Cuerpo tenso, equilibrio titubeante, temblor de los dedos y de los labios, voz ronca, dos cigarrillos. Ningún desafío, simplemente esfuerzo para permanecer derecha. Estaba muy bella.

– ¿Y eso tiene importancia?

– A mi parecer, tiene una importancia enorme -respondió Ruggieri bruscamente.

– ¿Ah sí?

Valence separó la sábana con una mano crispada. El rostro era desagradable a la vista.

– Los hombres pueden enloquecer por ella -dijo Ruggieri.

– ¿Y después?

– Después pueden matar.

Valence se encogió de hombros. Ruggieri lo observaba sin decir nada.

– ¿Qué ocurre Ruggieri? ¿Quiere ver si a mí también me ha hecho temblar ese rostro horrible? ¿Qué le revelaría eso? Aquí está mi mano, si le divierte. Examínela cuanto le plazca…

– Se lo ruego, señor Valence. No vamos a jugar a eso entre nosotros. Usted es resistente, nadie lo pone en duda.

– Es un error, Ruggieri. Soy frío, eso es todo. En cuanto a Laura Valhubert, que sus dedos tiemblen o no, no cambia nada: no hace más que demostrarnos que no es fría. Pero no hay que confundir la emoción con la fragilidad ni la fragilidad con la inocencia. ¿Entiende, Ruggieri? También puede ocurrir que los lobos tiemblen.

– ¿Por qué dice todo eso?

– Hablo en términos generales y porque en el espacio de unos cuantos minutos silenciosos ya le ha perturbado. Le pongo en guardia frente a sí mismo, eso es todo, se trata de un asesinato. Sea una mujer eterna o no lo sea.

– Estaba en Francia -dijo Ruggieri endureciendo el tono.

No iba a ser ese tipo recién llegado aquella misma mañana el que iba a darle lecciones de vigilancia sobre los polis y las mujeres eternas.

– Ya lo sé -dijo Valence sonriendo-. Hablaba teóricamente, esté seguro. Y quería demostrar, de paso, la vulnerabilidad de los investigadores.

– ¿Y si lo dejásemos aquí por esta noche?

– Sólo una palabra. He tenido razones para sospechar que un editor romano, su nombre carece de importancia, un habitual de la Vaticana, había tocado unos croquis inéditos. He ido a verlo a última hora de la tarde. Es un pez gordo, bastante demoníaco. Pero no tengo ninguna razón para creer que pueda haber corrido riesgos personales robando en la Vaticana. El dibujo inédito que me preocupaba ha sido adquirido legalmente en una colección privada, me ha proporcionado pruebas. Conservémoslo siempre en la memoria pero, a mi parecer, la pista no es buena. Este asunto de manuscritos no es un golpe para un pez gordo.

– ¿Cómo puede decir cosas semejantes? Es absurdo.

– Lo cual no impide que pueda tener razón.

– ¿Se aferra aún a la hipótesis del ladrón que asesina a Valhubert para salvaguardar su seguridad?

– Por el momento. ¿Y usted?

– Yo me voy a acostar.

Richard Valence volvió andando porque se sentía de repente demasiado incómodo para coger un coche. Se negó a que lo llevase Ruggieri. Estaba harto de Ruggieri. Esta noche Roma le parecía de una tristeza insondable y no entendía por qué. Su cabeza estaba repleta de imágenes confusas que lo hacían sufrir, no podía darles nombre y ponerles freno, y sobre todo no sabía cómo hacerlas desaparecer. Llegó casi corriendo a su hotel. La respiración agitada parecía sentarle bien. Cuando se acostó estaba mejor. Al día siguiente, todo habría terminado.

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