Valence volvió rápidamente a su hotel y pidió que le sirviesen el almuerzo en su habitación. Le dolían las mandíbulas a fuerza de tener los dientes apretados los unos contra los otros. Trataba de liberarlos relajando su mentón pero éste volvía a apretarse de forma involuntaria. Contrariamente a lo que se cree, los maxilares pueden de vez en cuando llevar una vida propia, sin consultarnos, y esta insubordinación no tiene nada de agradable. ¿Cómo Henri Valhubert hubiese podido de pronto descubrir la existencia de Gabriella? La respuesta no era demasiado difícil de imaginar.
Sentado en el borde de su cama, arrastró el teléfono hasta sus pies y encontró sin demasiada dificultad el número de la secretaria particular de Henri Valhubert. Era una chica rápida, en seguida comprendió lo que Valence buscaba. Dijo que volvería a llamarlo una vez que tuviese la información. Él alejó el teléfono con un pie. En una hora, o quizás en dos, tendría la respuesta. Y si era tal y como creía, no iba a resultar agradable para nadie. Pasó los dedos por su cabello y dejó que su cabeza descansase sobre sus manos. Aceptar esta misión había resultado un error porque ahora no tenía ganas de silenciar el caso, todo lo contrario. Estaba dominado por un afán de saber que lo crispaba de impaciencia. No tenía ganas de deslizar furtivamente la verdad, que presentía, hasta dejarla en manos de Édouard Valhubert. Tenía, a la inversa, ganas de decir lo que sabía, por todas partes y a voz en grito, de proseguir esta investigación hasta el final y hacer que el caso vomitase sus bajezas desatando el más trágico escándalo y ríos de lágrimas y vísceras. Era así. ¿Qué era lo que no funcionaba? Se sentía violento y sanguinario, y esto lo inquietaba. Un deseo tal de drama no era habitual en él, y su propio estremecimiento, mal controlado, lo dejaba exhausto. Podía siempre tratar de tomar algo y dormir antes de reunirse con Ruggieri en el Vaticano. Le hubiese encantado masacrar a Ruggieri.
El obispo Lorenzo Vitelli miraba alternativamente los rostros de Ruggieri y de Valence que estaban sentados frente a él. Esos dos no iban bien juntos. La determinación demasiado severa de Valence, la comodidad demasiado ligera de Ruggieri, ni una ni otra debían de facilitar las cosas entre esos dos hombres. Mientras tanto, ambos tenían aspecto de esperar algo de él.
– Si se trata de la lista de lectores regulares -empezó Vitelli-, aún no he tenido tiempo de establecerla. Tengo una visita oficial entre manos, hay que organizar todo el protocolo y esto no me deja mucha disponibilidad para su investigación.
– ¿Qué lista? -preguntó Ruggieri.
– Los asiduos a los archivos -dijo Valence.
– Ah, sí. Ya veremos eso más tarde. Hoy se trata de otro asunto.
El obispo se puso instintivamente a la defensiva. Este policía adoptaba unos aires de conquistador que no le gustaban y una especie de buena conciencia difusa de la cual no esperaba nada bueno.
– ¿Les pasa algo a los chicos? -preguntó.
– No, no se trata de los chicos. Se trata de una chica.
Ruggieri esperó a que el obispo reaccionase pero Vitelli lo miraba sin decir nada.
– Se trata de Gabriella Delorme, monseñor.
– ¡Ah, han llegado a ese punto! -suspiró Vitelli-. Pues bien, ¿qué le pasa a Gabriella? ¿Les preocupa?
– Es la hija natural de Laura Valhubert, concebida seis años antes de su matrimonio.
– ¿Y qué? No es un secreto para nadie. La pequeña fue inscrita legalmente en el registro civil con el nombre de su madre…
– No era un secreto para nadie, excepto para Henri Valhubert, evidentemente.
– Evidentemente.
– ¿Y encuentra eso normal?
– No sé si es normal. Es así, eso es todo. Imagino que espera que le cuente la historia, ¿es eso?
– Por favor, monseñor.
– ¿Acaso tengo derecho a hacerlo?
Vitelli se levantó y sacó un pequeño álbum de su biblioteca. Lo hojeó en silencio y después jugueteó con sus dedos sobre la portada.
– Después de todo -continuó-, ahora que Henri está muerto, supongo que ya no tiene tanta importancia. No tiene incluso ninguna. No hay nada en esta historia que me prohíba contarla. Es simplemente una historia un poco triste y, ante todo, muy corriente.
– Es ante todo la historia de un nacimiento ilegítimo y de una madre soltera, monseñor -dijo Ruggieri.
Vitelli asintió con fatiga. Se sentía bruscamente desolado ante la idea de que una gran cantidad de Ruggieris estuviesen campando a sus anchas por todos los rincones de la superficie de la tierra. En aquel mismo momento debían de estar naciendo varios millares de Ruggieris que incordiarían más tarde a todo el mundo.
– Señor inspector de policía -dijo Vitelli separando las palabras-, figúrese que hay que mirar las cosas muy de cerca antes de aplicar los preceptos de la palabra divina. ¿Qué cree usted que es la teología? ¿Un patio de ejecución? ¿En qué cree que consiste mi trabajo? ¿En ser un cazador de recompensas?
– No sé -dijo Ruggieri.
– No sabe -suspiró el obispo.
Ruggieri había abierto un cuaderno y esperaba la historia. Todo lo que pudiese decir el obispo le era completamente igual, excepto la historia de Laura Valhubert.
– Ya saben que conozco a Laura desde que era una niña, tenía cuatro años menos que yo -empezó Vitelli-. Vivíamos en las afueras de Roma en dos cuchitriles gemelos. Nos pasamos diez años hablando juntos por las noches sobre la acera. A mí, desde que tuve quince años, me tentaba la vida religiosa pero Laura acariciaba proyectos completamente diferentes. De hecho, no estaba demasiado entusiasmada con los míos. Se había convertido en una broma entre ambos. Yo no podía fumar un cigarrillo ni participar en una pelea callejera sin que ella me dijese: «Lorenzo, no te veo de cura, pero es que no te veo de nada en absoluto».
El obispo se rió.
– Y quizás no estaba equivocada puesto que el señor Ruggieri tampoco me ve de cura, ¿no es cierto? Y, sin embargo, yo estaba convencido y tomé los hábitos. Ella, mientras tanto, se había vuelto hermosa, tan hermosa que terminó por verse y por saberse. Había, incesantemente, hombres que querían invitarla a salir, chicos del barrio y también chicos «de la ciudad» entre los cuales había algunos con una fortuna muy grande. Laura me preguntaba siempre mi opinión sobre los nuevos, lo que pensaba de su rostro, de su cuerpo y en cuánto estimaba sus herencias, en cuántos millares de liras, aproximadamente. Nos divertíamos mucho, por las tardes, siempre en la misma acera haciendo cuentas. Laura era más bien distante, mordaz, y se servía a la perfección de su encanto lancinante y fugitivo. Pero, en el fondo, estaba impresionada por la riqueza. El mínimo coche un poco nuevo le hacía gritar de alegría. Yo tenía miedo de que un día uno de los «herederos» -ése era el nombre que les dábamos, el heredero A, el heredero B, el heredero C, D, E, F, etc.- se aprovechase de su ingenuidad, que era verdadera. Llegué a ponerla en guardia. «Lorenzo, no seas tan cura», es todo lo que me respondía.
– ¿Cuántos herederos gravitaban en torno a Laura?
– Yo creo que llegamos a la letra J, comprendidas las pequeñas fortunas. Me acuerdo muy bien de F, que casi consiguió su objetivo, pero al que su padre había amonestado antes de que cometiese algo irreparable. Laura no agradaba en absoluto a las familias ricas. Pero eso no fue óbice para que la historia con F fuese suficientemente seria e hiciese lloriquear a Laura durante todo un mes.
– ¿No podría recordar sus nombres?
– Claro que no. Ni siquiera Laura los conocía todos.
– ¿Estaba celoso?
Vitelli suspiró. Millones de Ruggieris debían de estar recorriendo el mundo. Imbéciles en cada esquina de la tierra.
– Señor Ruggieri -dijo con una ligera impaciencia inclinándose hacia él, con las manos metidas en el cinturón de su hábito-, si lo que me pregunta es si yo amaba a Laura, la respuesta es sí. Sigue siendo sí hoy mismo, en el momento en que le hablo, y seguirá siendo sí mañana. Pero si lo que me pregunta es si estuve enamorado de Laura, la respuesta es no. Por supuesto pensará que le miento y que no es natural que el joven que fui no hubiese concebido más que un afecto fraternal por una chica como Laura. Me siento obligado a tranquilizarlo de inmediato diciéndole que en aquella época yo estaba enamorado de otra mujer. Sí, señor inspector. Y estuve a punto de dejar el sacerdocio por ella pero las cosas no concluyeron así. Permanecí en las órdenes. Puede informarse a su gusto si le apetece, no oculto esa historia. Experimentar el amor me parece además una prueba indispensable si uno quiere después ponerse a aconsejar a los otros. ¿Puedo ahora continuar con la historia de Laura?
– Se lo ruego -murmuró Ruggieri.
La mirada del obispo se apartó del policía.
– Pues, entre todos estos herederos -retomó Vitelli sentándose-, los había que eran más o menos delicados. C y H me parecían particularmente peligrosos. Una tarde sobre la acera, Laura me explicó que estaba embarazada, que había ocurrido una noche, después de una fiesta en Roma, y que ni siquiera conocía el nombre del chico. Lo buscó y no pudo encontrarlo nunca. Por otro lado tampoco tenía muchas ganas de encontrarlo. Tenía diecinueve años, no tenía dinero ni profesión. Me he preguntado a menudo si Laura me había dicho toda la verdad y si realmente no conocía el nombre del padre. O si, por ejemplo, se trataba de alguno de los herederos que la había intimidado y amenazado para que guardase silencio. La familia de Laura, que era servilmente católica, tomó la cosa a lo trágico. En aquella época, yo acababa de acceder al sacerdocio y conseguí calmar un poco sus terrores religiosos. Laura tuvo entonces a su hija Gabriella en su casa e inmediatamente la metieron en una institución para ocultarla de la vecindad y de los herederos por orden del padre de Laura. Seis años más tarde, Laura decidió casarse con Henri Valhubert. Yo había conocido a Henri durante su estancia en la escuela de Roma y los había presentado el uno al otro. Laura me suplicó que no le hablase de Gabriella. Me dijo que ella lo haría más adelante. Es verdad que yo no estaba seguro de que Henri fuese a aceptar aquel tipo de situación, pero no aprobaba la decisión de Laura. La sombra en la que debía quedar Gabriella no me gustaba. Pero era su madre la que debía decidir, ¿no? Algunos días antes de su traslado a París, Laura vino a encontrarse conmigo, tarde, en la iglesia en la que yo oficiaba en aquel momento, a una centena de kilómetros de Roma. Quería que en su ausencia yo velase por su hija. Decía que ella no tenía confianza más que en mí y que la niña me conocía desde siempre. Laura me conmovió y acepté, por supuesto. Ni siquiera me vino a la cabeza la idea de negarme. Escogí, de acuerdo con Laura, las mejores escuelas para Gabriella. La situé sucesivamente en instituciones cercanas a las diferentes parroquias en las que estuve destinado. Cuando fui llamado al Vaticano, la hice trasladarse a Roma. Laura venía con mucha regularidad a verla pero era yo quien en el día a día me encargaba de los profesores, de los médicos, de las salidas, etc. Ahora tiene veinticuatro años y se ha convertido poco a poco en mi propia hija. Soy un obispo dotado de paternidad… lo cual me agrada bastante. Pero todo esto se ha desarrollado sin misterio, sólo ha sido secreto para Henri, de acuerdo con la voluntad imperiosa de Laura que finalmente no ha variado jamás. Todos mis colegas aquí conocen la existencia de Gabriella así como su origen ilegítimo, y la misma Gabriella está al corriente de su propia historia. Puesto que usted lo descubrirá pronto, es mejor que le diga que Claudio Valhubert sabe quién es Gabriella. No se separan desde que él se instaló en Roma. Y todo lo que Claudio sabe lo saben también Tiberio y Nerón, por supuesto.
– Está claro que todo el mundo se las ha arreglado muy bien para reírse de Henri Valhubert -dijo Ruggieri.
– Ya se lo he dicho, desaprobé la decisión de Laura. Si usted piensa ahora que me he convertido en cómplice de maldad cuando acepté ayudar a la niña, incluso en estas circunstancias, es su problema. Yo volvería a hacer lo mismo si tuviese que hacerlo.
– Entonces, ¿no se ha sentido nunca violento con respecto a su amigo Henri Valhubert?
– Jamás. Después de todo, ¿hasta qué punto era asunto suyo? Si lo hubiese descubierto, era el tipo de hombre que se hubiese sentido deshonrado, y eso no hubiese arreglado nada. Quizás haya también en la actitud de Laura elementos que ignoramos: el miedo, por ejemplo, a que el marido intente, cueste lo que cueste, encontrar al padre y amenazarlo. ¡Imagínese que Laura conoce al padre, contrariamente a lo que me ha dicho siempre, y que lo teme! Todo es posible, ¿sabe?, en este tipo de asuntos. Más vale, sin duda, hacer lo que ella ha hecho, dejar las cosas decantarse suavemente en vez de precipitarlo todo.
– Tiene puntos de vista singulares, monseñor.
– Es que ahí arriba el aire es más fresco -dijo Vitelli sonriente-. Tome, encontrará aquí dentro algunas fotos de Laura y de su niña.
Lorenzo Vitelli miraba al policía hojear el álbum. Valence echó un vistazo por encima de sus hombros. Al obispo no le gustaba que la policía se acercase tanto a Gabriella. ¿Acaso tenían la intención de someterla a interrogatorio?
– ¿Por qué toda esta agitación? -le preguntó a Ruggieri-. ¿Es tan extraordinario que una mujer tenga una hija?
– Supongamos que Henri Valhubert no hubiese venido a Roma por el Miguel Ángel sino porque hubiese descubierto la existencia de Gabriella Delorme. Eso explicaría su viaje repentino, que no resulta, parece ser, habitual en él. Supongamos que hubiese querido dar la impresión de venir a investigar en la Vaticana, pero que su intención fuese en realidad verificar la ascendencia de Gabriella. En ese caso, el escándalo, que amenazaba con desencadenarse sin tardanza, hubiese dañado irreparablemente a Laura Valhubert. Él se hubiese divorciado. Usted sabe perfectamente que Laura no tiene un céntimo.
– Laura estaba en Francia cuando mataron a su marido -dijo Vitelli.
– Claro, no es culpable. Pero Laura Valhubert no es una persona cualquiera y muchos sienten devoción por ella. ¿No es cierto, monseñor? Claudio o Gabriella, por ejemplo, estarían dispuestos a hacer muchas cosas para protegerla. Eso sin contar que ambos tenían cuentas pendientes con Henri Valhubert y que su muerte, además, los convierte en personas ricas. Entonces, todo esto combinado incita al asesinato.
El obispo se había levantado otra vez y dominaba al policía. Tenía de nuevo sus manos apretadas sobre el cinturón violeta de su hábito. Valence lo miró con complacencia y, en esta pose un poco guerrera, lo encontró apuesto.
– ¿Se permite acusar a Gabriella? -preguntó Vitelli.
– Digo simplemente que tenía excelentes razones.
– Es demasiado.
– Es la verdad.
– La noche de la fiesta, estaba en casa de un amigo, lo sé.
– No, monseñor. Siento apenarlo pero el hijo de su portera la vio la noche del asesinato en la plaza Farnesio. Quiso hablar con ella pero Gabriella no pareció reconocerlo.
Ruggieri había bajado el tono. Había suavizado su voz y había tendido instintivamente una mano hacia Vitelli como para detener su reacción. Lamentaba haber sido tan brusco desde el principio porque ahora la pena perceptible que marcaba el rostro del obispo le resultaba molesta. Hubiese querido dar marcha atrás para formular las cosas de otra manera.
– Váyase -dijo Vitelli-. ¡Váyanse los dos! Ya tienen lo que quieren.
Ruggieri y Valence salieron lentamente. La voz del obispo los llamó mientras descendían la escalera. Alzaron el rostro hacia él.
– Además, ¡ya les he dicho que yo tengo una pista! -les gritó Vitelli-. ¡Yo encontraré al ladrón de la Vaticana y comprenderán que es también el asesino de Henri! ¿Lo oye, Ruggieri? ¡Usted, el policía, no es más que un mediocre! ¡Y transforma el oro en plomo!
El obispo se alejó de la balaustrada, les dio la espalda y se fue a grandes pasos. La puerta del despacho se volvió a cerrar con violencia. Ruggieri se quedó paralizado sobre el escalón, agarrado a la barandilla. Transformaba el oro en plomo. Cuando buscó a Valence con la mirada, éste ya había desaparecido sin dar ninguna explicación.