Era de noche cuando Valence salió de casa de los tres jóvenes y tuvo que encender la luz de la escalera. Se aplicaba en descender pesadamente los escalones, uno a uno. Nerón estaba loco de atar, era peligroso. Claudio reventaba de inquietud y estaba dispuesto a cualquier cosa por defender a Laura Valhubert. En cuanto a Tiberio, él se hacía cargo de todo ello, conservaba su sangre fría e intentaba dominar a sus dos amigos. Era evidente que los tres emperadores sabían algo, pero Tiberio no soltaría nada jamás. Y resultaría difícil aproximarse a los otros dos, mientras estuviesen bien sujetos por su compañero. Estaba claro que Tiberio, con su rostro grave y sus impulsos imprevisibles, poseía una capacidad de persuasión que no había que menospreciar. Nerón aceptaba su encanto y a Claudio lo tenía fascinado. Era verdad que los tres juntos constituían un obstáculo fascinante, de apariencia ligera y fantasiosa pero con una cohesión mineral real. Sin embargo tendrían dificultades con él porque no se dejaba impresionar por todo aquello. Valence se detuvo sobre un escalón para reflexionar. Nunca había llegado a estar impresionado, o casi nunca. Era natural, las cosas resbalaban sobre él. Pero esos tres emperadores conseguían desconcertarlo a pesar de todo. Había tal connivencia entre ellos, un afecto tan definitivo, que podían permitírselo todo. Iba a resultar muy difícil arrancarles a Laura Valhubert. Un tremendo asalto cuya idea le agradaba. Él solo con la espalda bien arqueada contra ellos tres, que se querían tanto.
Se contrajo de golpe. Al pie de la escalera, en el hall estrecho del edificio, había una mujer que se inclinaba sobre un espejito. Era bastante alta y el cabello suelto no dejaba ver nada de su rostro. Pero supo al instante, sólo por la caída de hombros, por el perfil que se asomaba entre las mechas oscuras, sólo por la manera negligente de separarlas con los dedos, que estaba cruzándose con Laura Valhubert.
Pensó en desandar silenciosamente los escalones pero nunca había hecho algo así. No tenía más que seguir adelante y salir lo más rápido posible por la puerta que había quedado abierta a la calle.
Valence soltó su mano de la barandilla, descendió los últimos escalones y caminó hacia la puerta de manera bastante rígida, fue consciente de ello. La sobrepasó. A un metro estaba la calle. La sintió interrumpir sus movimientos tras él y alzar la cabeza.
– Richard Valence… -dijo ella.
Lo detuvo con una mano sobre el hombro en el momento en que él estaba casi fuera. Había dicho aquello, Richard Valence, como si leyese esta palabra, separando bien las sílabas.
– Claro que eres tú, Richard Valence -repitió ella.
Ella había retrocedido y se apoyó contra la pared, había cruzado las manos y lo miraba con una sonrisa. No dijo: «Es increíble, ¿qué haces aquí?, ¿cómo es que estás aquí?». Daba la impresión de que aquella coincidencia le era completamente indiferente. Estaba simplemente atenta. Valence se sintió muy observado.
– Claro que sí, ¿no te acuerdas de mí? -preguntó ella sonriendo todavía.
– Claro que sí, Laura. Déjame ahora. No tengo tiempo.
Valence paró un taxi que pasaba por delante de la puerta y subió sin volverse. Esta vez había ocurrido, había vuelto de golpe la voz ronca, la belleza violenta y titubeante del rostro, los gestos imprecisos y la elegancia milagrosa. Respiraba menos rápido ahora. En el fondo, había sido inútil contraerse tanto. Tenía que reconocer que le había preocupado un poco la idea de volver a ver a Laura. Finalmente las cosas habían ocurrido como él había deseado. De manera un poco brusca pero normal. Ya estaba hecho. Y ahora que ya estaba hecho, se sintió aliviado.
Laura permaneció algunos momentos en el hall del edificio y se dio un tiempo para fumar un cigarrillo antes de subir a reunirse con Claudio. Lo fumó recostada sobre el muro. Tenía que reconocer que era gracioso cruzarse así con Richard Valence. Era más bien conmovedor, todo hay que decirlo. Sólo que Valence tenía un aire apurado y molesto. Nunca se hubiese imaginado que él iba a volverse tan descortés.
Laura se encogió de hombros, dejó caer su cigarrillo sin pisarlo. No se sentía muy bien.
Arriba, se encontró con los tres chicos en un estado tormentoso, con los rostros inquietos o cansados. Pasó los dedos por el pelo de Claudio.
– Tiberio, guapo -dijo-, ¿no crees que estaría bien que nos dieses algo de beber? ¿Y de comer? ¿Qué os ha pasado hoy? Tiberio, ¿qué es lo que pasa?
Tiberio dejó caer los cubitos de hielo en el fondo de un vaso.
– Hay un hombre que ha venido a vernos, Laura -dijo poniendo mala cara-. Es un enviado especial del gobierno francés, uno de sus mejores juristas, parece ser. Lo mandan a causa de Édouard Valhubert, que quiere yugular precipitadamente la investigación de la policía italiana, sacar sus propias conclusiones y decidir la conclusión final del caso. Que sea justo o no poco les importa, lo esencial es la seguridad de Édouard Valhubert, el Sapo.
– ¿Por qué le llamas el Sapo?
– Porque he decidido que el ministro Édouard tiene cara de sapo. Ya la tenía mucho antes de ser ministro. Venga, ¿no encuentras que tiene cara de sapo?
– No lo sé -murmuró Laura-. Eres gracioso. ¿Qué más da todo eso?
– Cuidado -intervino Nerón-, esforcémonos en ser precisos: ¿sapo de vientre amarillo o sapo de vientre rojo?
– Amarillo, completamente amarillo, como un limón -dijo Tiberio.
– Qué bueno está el limón.
– Me estáis tocando los cojones -dijo Claudio-. Tiberio, le estabas hablando de ese enviado especial a Laura, trata de continuar, te lo ruego.
– Bueno. Está aquí entonces para yugular a Ruggieri, al inspector que viste en la morgue ayer por la tarde. En un momento ordinario, un hombre más o menos no tiene demasiada importancia. Pero precisamente este hombre, Laura, no tiene nada de ordinario. Incluso Nerón, que encuentra a todo el mundo común a excepción de sí mismo, se ha visto forzado a admitirlo. Desde el principio, lo temo, lo vigilo, busco su punto flaco. No lo consigo. Entenderás de inmediato las razones de nuestro temor en cuanto lo conozcas. Lo mejor, como primera precaución, es hacer que se siente. Es un tipo muy alto, poderoso, tiene una gran cantidad de pelo negro y una cara bien parecida y muy pálida. Sí, Nerón, una cara bien parecida. En esa cara hay algo de indomable que no es en absoluto tranquilizador. Tiene ojos muy claros y bonitos, que Nerón por otro lado le envidia a muerte, y se sirve de ellos para someter a la gente. El truco de la mirada que no te suelta. Debe funcionar a menudo. Ha intentado dominar a Claudio con ellos, hace un momento. Nerón, por supuesto, no se ha dado cuenta de nada, pero Nerón es muy especial, no es un buen ejemplo. Tú, Laura, te darás cuenta.
– Perdona, me he dado cuenta perfectamente -dijo Nerón.
– El día en que te des cuenta de que el mundo gira estúpidamente y que hay gente en él, se te caerá todo sobre la nuca de golpe. De hecho no hay nada que te indique que a Laura le agrade soportarte medio desnudo. Ante la duda, podrías ponerte una camisa. O un pantalón, ¿por qué no un pantalón?
– Qué descortesía -suspiró Nerón levantándose con esfuerzo.
– Y, además -continuó Tiberio tendiéndole al fin una copa a Laura-, ese hombre ya ha descubierto muchas cosas. Ha descubierto a tu hija y casi ha descubierto que indudablemente Henri no vino a Roma para investigar lo del Miguel Ángel sino para sorprender a Gabriella. Sabe también que todos nosotros estábamos al corriente, excepto Henri, y le parece sospechoso. Está convencido de que Henri hubiese pedido el divorcio al volver a París y que tú habrías perdido su dinero, que Gabriella lo hubiese perdido por consiguiente y así respectivamente. No va a tardar en saber también que me das dinero para vivir aquí con Nerón. Y va a encontrarlo muy sospechoso, es evidente. Va a relacionarlo todo, buscar y tratar de vencer. Tiene la capacidad, puedes estar segura de ello. Sabes como yo hasta qué punto todo eso puede resultar peligroso.
– ¿Por qué peligroso? -preguntó Nerón.
– Por nada -dijo Tiberio removiendo el fondo de su vaso.
– Sí -dijo Nerón.
– No es por nada -repitió Tiberio.
Pasó por detrás de Laura y puso las manos sobre sus hombros.
– Has de tener verdadero cuidado con ese tipo. Si puedes, intenta hacer que se siente y después evita sus ojos, incluso si no es fácil.
– No es la primera vez que lo veo -dijo Laura-. Se llama Richard Valence.
– ¿Ya te ha interrogado? ¿Ayer en la morgue?
– No. No estaba allí.
– Entonces, ¿esta mañana con los polis? ¿Has hablado con él hoy?
– No exactamente. Pero, sabes, cielo, en la época en la que hablé con él no era exactamente indomable. Sólo en determinados momentos. Fue hace veinte años. ¿Es gracioso, no?
– Mierda -dijo Tiberio.
Laura se rió a carcajadas y tendió su vaso. Se encontraba mejor.
– Sírveme otro, cielo. Y búscame algo de pan o cualquier otra cosa. Tengo hambre, ¿sabes?
Tiberio fue a buscar la botella, que había regresado, no se sabe cómo, a los brazos de Nerón. Claudio salió como una flecha a buscar algo para alimentar a Laura.
Comieron un momento en silencio, cada uno sobre sus rodillas.
– Lo conocí bien en otra época -retomó Laura-, pero no durante mucho tiempo.
– Me pregunto si eso cambiará algo. Creo que no cambiará nada.
– Puede que no.
Laura terminó lentamente su copa, Nerón había puesto música y Claudio daba cabezaditas.
– Está triste -dijo Laura en voz baja señalando a Claudio-. A causa de su padre está triste, terriblemente triste.
– Claro -dijo Tiberio-. Lo sé, tengo cuidado. ¿Y tú? ¿Estás triste por Henri?
– No lo sé. Debería decir que sí pero en el fondo ya no sé nada.
– Sin embargo, en este momento estás triste pero es por otra cosa. Todo el mundo está triste aquí, decididamente.
– Yo no -gruñó Nerón.
Laura besó a Claudio sin despertarlo y recogió su abrigo.
– Estás triste por otra cosa -insistió Tiberio sin alzar los ojos del suelo.
– Vuelvo al hotel -murmuró Laura-. Acompáñame un poco si quieres.
Nerón abrió los ojos y le tendió una mano blanda.
– Pasadlo bien ambos -dijo.
Laura y Tiberio descendieron la escalera en silencio. Tiberio se sentía incómodo. Esto no le ocurría con frecuencia en su presencia.
– Vestimos los dos de negro.
– Bien -dijo Laura.
Caminaba lentamente y Tiberio la cogía por el hombro.
– Te voy a contar lo de Richard Valence.
– Bien -dijo Tiberio.
– Es una historia bastante tonta.
– Sí.
– Lo cual no impide que pueda ser triste.
– Es verdad. ¿Acaso estás brutalmente triste a pesar de que no tenías la intención de estarlo pero, con todo, no puedes hacer otra cosa?
– Es eso. No es verdadera tristeza, es sólo como un movimiento de hombros doloroso, ¿me entiendes?
– Cuéntame esa historia triste.
– Conocí a Richard Valence durante una estancia en París, antes de conocer a Henri. ¿Cómo te lo puedo decir sin que resulte demasiado tonto?
– No tiene importancia. Dímelo normalmente, como fue.
– Tienes razón. Yo sólo lo quería a él y él sólo me quería a mí. Un amor prodigioso. Un privilegio. Eso es todo. ¿Qué otra cosa se puede decir?
– Verdaderamente es una historia bastante tonta. ¿Por qué te dejó?
– ¿Cómo sabes que fue él quien me dejó?
Tiberio se encogió de hombros.
– De todas formas, tienes razón, fue él quien me dejó después de algunos meses. No se supo muy bien por qué. Se fue, eso es todo. Hay que reconocer que cuando estábamos juntos la vida era bastante agotadora.
– Puedo imaginármelo. ¿Qué hiciste cuando se fue?
– Me parece que aullé. Fin del privilegio. Fin del prodigio. Me parece también que pensé en él durante años. Me parece.
– Pero te casaste con Henri.
– No tiene nada que ver. Por otro lado, después no pensé más en él, pasó todo. Pero de todas formas cuando me lo crucé esta noche…
– Te conmovió. Es normal. Pasará.
– Ya está pasando.
– Ya verás cómo es. O mal no me equivoco o ese tipo no respetará a nadie y, quizás, ni siquiera a ti, Laura. Es también la impresión de Lorenzo: Lorenzo está preocupado por Gabriella. Me ha llamado, teme que haya problemas. Y tiene razón porque existe todavía algo que no te he dicho: Gabriella estuvo en la plaza Farnesio aquella noche sin advertir a nadie.
– ¿Tienes una explicación?
– No.
Terminaron el camino en silencio.
Ella se volvió para despedirse ante la puerta del hotel pero titubeó. Tiberio había cambiado de expresión, había apretado los ojos y los labios y miraba a algún lugar invisible para ella.
– Tiberio -murmuró-, no gesticules así, te lo ruego. Cuando haces eso, me haces pensar en el verdadero Tiberio. ¿Qué te pasa? ¿Qué ves?
– ¿Has conocido al verdadero Tiberio? ¿Al emperador Tiberio?
Laura no respondió. Estaba inquieta.
– Claro que sí -dijo Tiberio, poniendo sus manos sobre la cara de Laura-. Yo lo conocí muy bien. Era un emperador extraño, un adoptado de quien nadie ha sabido muy bien qué decir. Lo llaman Tiberio, pero su nombre verdadero es Tiberius Claudius Nero, Tiberio-Claudio-Nerón… Nuestros tres nombres en uno solo, el mío, ¿no lo encuentras curioso? Tiberio veía cosas, veía complots, conspiraciones, veía el mal. Y yo también, a veces, veo el mal. En este momento, Laura, veo algo terrible, junto a ti, a ti que eres tan hermosa.
– Deja de hablar de esa manera, Tiberio. Te exaltas, estás cansado.
– Me voy a dormir. Dame un beso.
– No pienses más en la familia imperial. Vais a volveros todos locos con eso. ¿No crees que tenemos suficientes problemas? Tú no has conocido nunca al emperador; que lo sepas, Tiberio.
– Lo sé -dijo Tiberio sonriendo.
Al volver a casa, Tiberio despertó a Claudio que no se había movido de su silla. Sin embargo, Nerón y la botella habían desaparecido.
– Claudio -dijo en voz baja-, vete a la cama, estarás mejor. Claudio, ¿sabes que en realidad nunca he conocido al emperador?
– No te creo -dijo Claudio sin abrir los ojos.