Richard Valence ya llevaba dos horas sin hacer nada. Había clasificado sus notas, vaciado su mesa y se había sentado completamente inmóvil en su silla: contemplaba los tejados de Roma por la ventana abierta. La noche caería pronto. Lo que pudiesen decirle Ruggieri y monseñor Vitelli no le interesaba. Había terminado su informe, entregaría un duplicado a la policía italiana, le enviaría otro a Édouard Valhubert, guardaría el original para sí, como recuerdo, y se volvería mañana para Milán. El asunto explotaría a sus espaldas. Todo había terminado.
Todo había terminado y él seguía allí, pesado e inmóvil, contemplando los techos de Roma. Eran un verdadero galimatías, los techos de Roma. Entregaría el informe y se iría. Había terminado.
Édouard Valhubert se pondría lívido de furia: lo había enviado aquí para silenciar el asunto y, en vez de hacerlo, había provocado la eclosión de un desenlace terrible e insospechado para todos. Su intervención iba a producir el efecto inverso al que habían deseado en París. Por supuesto, aún estaba a tiempo de hacer que este informe pasase de sus manos a las manos del ministro. Y nadie sabría nada. Era lo que hubiese debido hacer. Ir a saludar a Ruggieri, entregar sus conclusiones a Édouard Valhubert y dejar que el ministro decidiese los pasos que habían de darse. Es decir, ninguno, por supuesto. Encontrarían un chivo expiatorio inasible para darle así una salida conveniente a aquella lamentable historia.
Pues eso era exactamente lo que él no iba a hacer. Había descubierto la verdad, la daría a conocer y nadie conseguiría disuadirlo. Tenía muchas ganas, en realidad, de que esta verdad se supiese y haría todo lo posible para que fuese así.
Apoyó las dos manos sobre la mesa y se enderezó lentamente con las rodillas entumecidas. Dobló su informe y lo deslizó dentro de su chaqueta.
Recorrió el pasillo del hotel con los puños apretados en los bolsillos. No vio a Tiberio hasta el último segundo, hasta el momento en que el joven le cortó el acceso al ascensor.
– No se puede pasar.
Valence retrocedió. Tiberio parecía exhausto y sobreexcitado. Llevaba barba de dos días y no parecía haberse cambiado de ropa desde la última vez que lo vio en su propia casa. Su pantalón negro estaba cubierto del polvo del verano de Roma y uno hubiese podido creer que se había visto envuelto en alguna peripecia penosa, sin dormir y sin comer. En realidad, tenía un aspecto bastante amenazador. Valence veía su cuerpo tenso, impidiéndole el paso. Tanto su resolución como el polvo sobre su ropa lo dotaban de una especie de elegancia novelesca que Valence apreció. Pero Tiberio no le impresionaba.
– Quítate de mi camino, Tiberio -dijo con calma.
Tiberio se puso rígido para contrarrestar el movimiento de Valence. Apoyó las manos en la estructura metálica de la cabina, bloqueando a lo ancho toda la puerta del ascensor, y flexionó las piernas. Piernas sólidas, polvorientas pero sólidas.
– ¿Qué buscas, joven emperador?, ¿qué quieres de mí?
– Quiero que hable conmigo de inmediato -dijo Tiberio, enfatizando cada palabra-. Hace cuatro días que algo grave toma cuerpo en su espíritu granítico y en su jodida habitación cerrada. No pasará sin haberme dicho antes de qué se trata.
– ¿Me das órdenes? ¿A mí?
– Si le ocurre algo a Laura, estaré ahí para impedirlo. Más vale que lo sepa.
– No me hagas reír. ¿Qué te hace pensar que pueda estar implicada?
– Porque sé que usted desea ardientemente que le ocurra algo. Y yo, yo deseo ardientemente que no le ocurra nada.
– ¿Sabes que la señora Valhubert es suficientemente mayor para arreglárselas sin ti?
– Soy yo el que no tiene la intención de arreglárselas sin ella.
– Ya veo. ¿Qué te hace creer que va a ocurrirle algo? Laura Valhubert estaba en Francia cuando mataron a su marido, ¿no?
– Dos mil kilómetros de coartada no van a asustarle si tiene metida en la cabeza la idea de hundirla. Y sé que quiere hundirla.
– Parece que sabes muchas cosas, Tiberio. ¿Quién te informa de todo eso?
– Mis ojos. Lo he visto sobre su frente, en sus labios, en sus ojos cuando ha hablado de ella. Quiere destrozarla porque sí.
– Déjame pasar, Tiberio.
– No.
– Déjame pasar.
– No.
Tiberio era fuerte y más joven que él, pero Valence era consciente de que, de todas formas, podría con él si se decidía a golpearlo. Titubeó. Tiberio sostenía su mirada, estaba preparado. Valence no tenía demasiadas ganas de hacerle daño, si podía encontrar algún otro medio. No hubiese extraído ningún placer aplastándole la cara. Y puesto que, después de todo, estaba decidido a divulgar sus resultados en contra de las órdenes del ministro, podía perfectamente hablar con Tiberio de inmediato. Porque tarde o temprano, antes del día de mañana, Tiberio descubriría la verdad. Por eso quizás fuese mejor que la supiese por él, rápida y directamente.
– Ven -dijo Valence-, vamos fuera. Bajemos por la escalera. Estoy harto de esta habitación.
Tiberio soltó la estructura metálica del ascensor. Descendieron la escalera el uno al lado del otro con bastante rapidez. Valence tiró la llave sobre el mostrador y Tiberio lo siguió hasta la calle.
– Y entonces, joven Tiberio, ¿qué es lo que te interesa?
– Sus pensamientos.
– Nada que hacer. No los tendrás. Tendrás simplemente los hechos.
– Empecemos por ahí.
– Tienes suerte de que consienta en responderte. Jamás se me ha ocurrido responder a quien me preguntaba. No sé por qué hago una excepción contigo.
– Porque soy emperador -dijo Tiberio sonriendo.
– No cabe duda. Los hechos no son muy numerosos, pero son suficientes para que lo comprendamos todo, si no disolvemos los lazos que los unen a fuerza de complicaciones y comparsas inútiles. Hace seis días, Henri Valhubert llegó bruscamente a Roma. Aquella misma noche fue asesinado delante del palacio Farnesio, en el momento en que trataba de encontrar a su hijo. Y, en el lugar, se hallaban Claudio, tú mismo y Nerón, al igual que Gabriella Delorme, que no había comunicado su presencia a nadie. Durante algún tiempo la policía ha indagado la pista del Miguel Ángel, encargando incluso a Lorenzo Vitelli que le sirviese de contacto en el seno del Vaticano. El descubrimiento de la filiación de Gabriella ha cambiado las cosas y modificaría el móvil del asesinato, si existiese una prueba de que Gabriella era el objeto del viaje de Valhubert. He pasado cuatro días investigando y telefoneando a París y he obtenido la seguridad formal de que, en efecto, tal era el caso. En estos últimos tiempos, Henri Valhubert se inquietaba por los viajes tan frecuentes de su mujer a Roma, que ya carecían de justificación desde que los señores Delorme se habían mudado bastante lejos de la capital. Debió de temer la existencia de un amante y contrató a un detective para que siguiese los pasos de su esposa, procedimiento sórdido pero eficaz, bastante en la línea de lo que sabemos del personaje. Este detective, Marc Martelet, vigilaba a Laura Valhubert en sus estancias en Roma, durante los últimos cuatro meses. No me preguntes de dónde he sacado esta información, no hay nada más simple. La secretaria de Valhubert había anotado las citas entre su jefe y Martelet. No tuve más que llamar a Martelet, a quien el asesinato de Henri Valhubert liberaba del secreto profesional. Martelet le había confiado ya algunas fotos de Gabriella y tres informes: de ellos podía extraerse que la señora Valhubert tenía una hija en Roma, que venía a verla desde hacía dieciocho años y que le aseguraba un nivel de vida muy correcto. ¿De dónde procedía el dinero? Martelet ignoraba todavía la respuesta. Pero, mientras tanto, tuvo lugar recientemente un hecho bastante curioso: una noche, Laura Valhubert se reunió con un grupo de hombres en una calle cercana al hotel Garibaldi. Caminaron juntos un minuto o dos y se separaron en silencio al final de la calle. Ella volvió sola al hotel sin que ninguno de los hombres la acompañase. Martelet siguió a uno de estos hombres, el que parecía la cabeza del grupo, y consiguió identificarlo. La policía romana lo conoce bajo el curioso nombre de «Doríforo». Por las patatas, parece. Las doríforas se comen las hojas de las patatas. Bueno, no está muy claro.
– Me la sudan las patatas. Y entonces, ¿qué pasa con el Doríforo?
– Dirige una banda de maleantes en Roma. Es difícil cogerlo con las manos en la masa. La policía espera a que dé un gran golpe para asegurarse así de que le caerá una condena larga. Y mientras tanto nos encontramos con que Laura Valhubert, esposa de un rico editor parisino, tiene tratos con el Doríforo. ¿No dices nada, Tiberio?
– Continúe -dijo Tiberio en un susurro-. Cuénteme todo lo que tenga en la manga, después haremos una selección.
– Tiene tratos con el Doríforo y con su hampa barriobajera. Martelet sugería en su informe, como una hipótesis por verificar, que Laura pagaba con ello la manutención de Gabriella. Su posición social privilegiada, la notoriedad de su cuñado Édouard, sus idas y venidas regulares entre Roma y París, la designan como una ayudante de excepción para colocar mercancías comprometedoras. La banda roba en Roma y Laura Valhubert transfiere una parte del botín a los traficantes parisinos a cambio de un buen porcentaje. Esto explicaría que la policía se empeñe vanamente en buscar las puertas de salida del Doríforo y explicaría igualmente que Laura Valhubert se niegue a tomar el avión. El tren ofrece facilidades para el anonimato de las maletas. ¿Comprendes, Tiberio? Ella tiene que conseguir de una manera o de otra el dinero que desde hace veinticuatro años proporciona a Gabriella, puesto que Henri Valhubert no le ha dejado jamás la más mínima independencia material. Imposible sustraer ni siquiera unos céntimos del presupuesto conyugal sin que Henri Valhubert lo consigne en un registro. Por otro lado, los señores Delorme no tienen un duro. El dinero debía proceder entonces de otro sitio. Añade a esto que de niño el Doríforo, cuyo nombre verdadero es Vento Rietti, vivía a varias calles de la casa de los Delorme. Su asociación debió de comenzar con el nacimiento de Gabriella, primero de forma ocasional, hasta sistematizarse verdaderamente. Todos esos detalles quedan por demostrar, por supuesto, pero dispongo ya de elementos suficientes para una inculpación. ¿No es muy alegre, verdad?
– ¿De qué sirve todo eso? -se quejó Tiberio-. ¿Qué está intentando demostrar? Laura no ha podido asesinar a Henri desde su casa de campo. ¡Está descartada en este caso!
– Pero su hija hubiese podido hacerlo. Hubiesen podido ponerse de acuerdo. Imagina que de vuelta de su último viaje, hubiese buscado esos informes enviados por Martelet. Es muy probable que se haya sentido seguida en Roma y que, alertada, hubiese registrado el despacho de su marido. Martelet precisa, en efecto, en su último informe, que temía haber sido descubierto y que tendrían sin duda que cambiar de «topo». Supón, joven emperador, que ella hubiese encontrado entonces esos informes que la acusan. Supón además que Henri Valhubert, cuyo proyecto de viajar a Roma próximamente ella descubre, confirmase los últimos elementos descubiertos… ¿Qué queda entonces de la vida de Laura Valhubert? ¿La ruina, la condena, la prisión? Es grave, ¿no te parece? Y cuando el hombre que te amenaza de esta manera no te importa demasiado…
– ¡Laura no hubiese arrastrado jamás a su hija en un asunto de asesinato! -gritó Tiberio-. ¡No la conoce! ¡No puede suponer cosas tan mediocres! ¡Laura no actúa con intermediarios! Laura no ha disimulado ni ocultado nunca el más mínimo de sus sentimientos. Si Laura quiere a alguien lo besa, si Laura bebe, se emborracha y lo dice, si se aburre, deja la mesa en medio de la comida y dice que se aburre, y si quiere matar a alguien, lo mata. ¡Y lo mata ella misma y dice por qué! Así es como es Laura. Pero hay algo que usted no sabe, a Laura no le interesa lo más mínimo matar, a pesar de que la miseria no la atraiga.
– Ocultar a Gabriella y mentir a su marido durante tantos años no cuadra con lo que cuentas de ella, ¿no te parece?
– Eso es porque Henri, fuese cual fuese su inteligencia, era un imbécil que no hubiese aceptado a Gabriella. Con los imbéciles Laura economiza sus medios. Es lista. A nosotros, nunca nos ha ocultado a Gabriella.
– Y ¿por qué se habrá casado con ese imbécil? ¿Por el dinero?
– Eso es inexplicable. Es asunto suyo. Por el dinero, no.
– La idealizas, Tiberio. Y te alejas de la cuestión. Como todo el mundo, Laura Valhubert te desconcierta y te fanatiza. Incluso el inspector Ruggieri pierde la serenidad y no consigue interrogarla correctamente. Es así que una mujer como ella atraviesa todas las redes. Vuestro fanatismo me cansa. Yo, por mi parte, quiero acabar con esto y voy a hacerlo. Y comprenderéis que Laura Valhubert, con ese encanto prodigioso que saca de no se sabe dónde, no es más que una idea, una trampa, una imagen.
– Si no es capaz de ver la diferencia entre Laura y una imagen, lo compadezco, señor Valence. La vida no debe de ser divertida para usted.
Valence apretó los labios.
– ¿Estás al corriente de sus negocios con el Doríforo puesto que no te oculta nada?
– No estoy al corriente de nada. Laura no trafica.
– Mientes, Tiberio. Estás al corriente.
– Váyase a la mierda.
– ¿Qué cambiaría eso?
– Pero, a fin de cuentas, ¿qué quiere de ella? ¡Quiere destruirla, es evidente! ¿Y cómo piensa hacerlo? Pierde su tiempo. ¡Laura estaba en Francia! Y no se puede probar nada contra Gabriella.
Valence dejó de caminar.
– Joven emperador -dijo bajando la voz-, Laura Valhubert no estaba en Francia.
Tiberio se volvió bruscamente aferrándose al brazo de Valence.
– ¡Hijo de puta! ¡Estaba en Francia! Todos los informes lo dicen -murmuró.
– Estaba en Francia a última hora de la tarde. Estaba en Francia al día siguiente a última hora de la mañana. La casera le llevó el almuerzo a su habitación pasado el mediodía. ¿Quiere decir eso que pasase la noche en Francia?
– ¡Por supuesto que sí! -murmuró Tiberio.
– Por supuesto que no. La casa de campo de los Valhubert sólo está a veinte kilómetros de Roissy. Alrededor de las seis de la tarde salió a pasear y avisó a la casera de que cenaría fuera y volvería a casa tarde, como hace a menudo, por otro lado. Alrededor de las once y media, la casera vio cómo la luz del salón se encendía, y después la de la habitación y después cómo todo se apagaba alrededor de las dos de la madrugada. Pero a esas horas, Laura Valhubert ya había llegado a Roma en el vuelo de las ocho, que aterrizó a las veintidós horas exactamente. Tuvo largamente el tiempo de estar a las once y media en la plaza Farnesio, sin duda advertida por Gabriella de que Henri iría a buscar a su hijo a aquella fiesta. La muchedumbre ebria de vino le simplifica mucho las cosas. Lo mata. Vuelve a coger el avión de la mañana, que la deja en Francia a las once y diez minutos. Al mediodía llama a la casera y le pide el desayuno.
– ¿Y la luz que se encendió?
– El programador, Tiberio. Es tan simple. Hay uno en la casa para defenderse de los robos.
– ¡Hijo de puta!
– Ella utilizó, por supuesto, un nombre falso para viajar, lo cual no resulta muy difícil con los papeles falsos que debe de proporcionarle el Doríforo por si acaso las cosas se tuercen. Ella sabía cuándo vendría a Roma Henri, tuvo todo el tiempo del mundo para poner a punto su propio viaje. Según las primeras informaciones que nos han llegado, la gente se acuerda de una mujer alta y morena que bajó del avión aquel día por la mañana. Está perdida. Está perdida, Tiberio.
– ¡No hay pruebas!
– He interrogado detalladamente a la casera, varias veces. Ha revisado los dos programadores de la luz. Los horarios que figuran coinciden. Un pequeño error de Laura Valhubert, ya ves. Por otro lado, cuando la casera entró para hacer la limpieza por la mañana, se dio cuenta de que la chimenea no estaba cubierta, cosa que la señora Valhubert hace cada noche. Para terminar, los vecinos de enfrente no oyeron volver a ningún vehículo aquella madrugada, pero algunos están seguros de haberlo oído frenar suavemente en la avenida hacia las doce menos cuarto del día siguiente. No estaba en Francia aquella noche.
– ¡No! Está equivocado. ¿Por qué se hubiese tomado el trabajo de venir hasta Roma para matarlo? Era más simple hacerlo en París, después de haber leído los informes, ¿no?
– Reflexiona un minuto, Tiberio. En París no tenía la más mínima posibilidad de encontrar una coartada tan buena. Ante la cual, por otro lado, todo el mundo ha bajado la cabeza, excepto yo mismo. Lo ves, tenía que venir a Roma. Está perdida, te lo digo.
– ¿Y no le importa nada? -aulló Tiberio.
– Sí. Un poco -dijo.
– De todas formas está contento, ¿verdad?
Valence se encogió de hombros.
– Tarde o temprano los mitos tienen que derrumbarse -dijo.
– ¿Y por qué?
– No lo sé.
Richard Valence alzó los ojos. Frente a él, Tiberio estaba destrozado por un dolor verdadero. El joven alzó la mano y abofeteó a Valence con violencia. Y, después, Valence lo vio vacilar, darse la vuelta y correr muy rápido en medio de la noche que caía. ¿Qué iba a hacer, ahora, el emperador Tiberio?
Valence enderezó su corbata, ciñó su chaqueta. Hacía algo de fresco. Era una pena destrozar así un rostro como el de Tiberio. Tiberio sabía muy bien que él tenía razón. Ni siquiera había defendido en realidad a Laura, sólo lo había hecho formalmente. Tiberio sabía lo de Gabriella, sabía lo del Doríforo y su hampa, quizás supiese incluso que Laura se había sentido vigilada en su último viaje. Es por eso que se inquietó tanto al verlo mezclado en la investigación y lo había vigilado sin descanso para interponerse entre Laura y él. Aquello no había servido para nada, al contrario. Valence decidió no pensar más. Tenía que acabar con aquello. Tenía que ir a hablar con Gabriella. A las diez, la muchacha ya no estaría durmiendo probablemente. Caminó sin darse prisa, ignorando los taxis que pasaban a su lado.
Gabriella no se encontraba sola. Es verdad, era viernes. Y monseñor Vitelli estaba a su lado, alto y severo, y no descruzó los brazos cuando Valence entró en la habitación.
– Tiberio acaba de irse, señor Valence. Buscaba a Laura -dijo el obispo.
– ¿Eso quiere decir que les ha contado toda nuestra conversación?
– En dos palabras. Es inmundo.
– ¿Que la señora Valhubert haya matado a su marido?
– No, usted, usted es inmundo. ¿Me equivoco o tenía por misión calmar el juego viniendo a Roma, entregar sus conclusiones en propia mano a su ministro?
– Exactamente.
– ¿Ha decidido jugarse su carrera?
– Es posible.
– ¿Por una mujer?
– No. Por la verdad. Está claro, ¿no?
– No tanto, me parece. ¿Te parece, querida Gabriella, que este hombre resulta claro?
Gabriella tuvo una mueca dubitativa y Valence tuvo la impresión de que ambos representaban aquella escena para hacerlo vacilar. Los dos parecían irónicos y distantes, cosa que él no se esperaba.
– Es evidente -dijo el obispo dirigiéndose a Gabriella y olvidando la presencia de Valence-. Este hombre no destruye su carrera por la verdad. La verdad es una palabra, no quiere decir nada. La destruye por una mujer, es decir, para ver el fin de esa mujer, para provocarlo él mismo. Es viejo como el mundo. «Ver al último romano en su último suspiro, ser yo sólo la causa y morir de placer», o algo por el estilo. Quiere destrozar a esa mujer, es decir, ya no puede evitar querer destrozarla. En realidad, este hombre, lo ves, Gabriella, ya no se controla. Arrastrado por sus instintos como un leño en un río desbordado. No se nota, pero está fuera de sí. Hay gente en la que eso no se ve. Es interesante. Está así desde que lo vi por segunda vez en el Vaticano, pálido y mudo. Se percibían ya sobre ese rostro los remolinos del río que anuncian su trágico desbordamiento y también las huellas de una huida que comienza. Resulta fastidioso, ¿verdad, señor Valence?, cuando dos personas se ponen a hacer comentarios sobre usted como si no estuviese presente.
– Me da igual -dijo Valence.
– Por supuesto. Ves, Gabriella, este hombre no es impresionable. Tiene una naturaleza bastante particular y, en resumen, bastante agraciada. Pero su historia es bastante simple, como todas las grandes historias. ¿Hay que contarla?
– ¿Es su sotana la que le da derecho a opinar sobre los otros, monseñor? -preguntó calmadamente Valence sirviéndose de beber.
– No, es la larga frecuentación de los confesionarios. No puede saber hasta qué punto se habla siempre de la misma cosa…
– Si penetra con tal claridad el corazón de todos esos seres simples, monseñor, hace tiempo que debe de haber descubierto la identidad del asesino de su amigo.
El obispo titubeó frunciendo las cejas.
– Eso creo. Pero yo no estoy seguro de llegar a decirlo algún día. Fui a verlo esta mañana para consultarle a ese respecto, pero ni siquiera tuvo el detalle de recibirme, absorto como estaba en su historia simple, arrastrado por la crecida de su río. Es una suerte, al fin y al cabo, porque yo me hubiese confiado y hubiese dicho cosas de las que esta noche me sentiría muy arrepentido. En este momento ya no tiene mi confianza y espero, sí, eso es, espero verle caer. La crecida, la cascada. La caída.
– Es una frase curiosa, viniendo de un obispo.
– Es que no veo otra solución para usted. Caer y revivir.
– Hablemos mejor de la caída de Laura Valhubert. ¿Qué piensa de su coartada trucada?
El obispo tuvo un movimiento de hombros indiferente.
– Todo el mundo -dijo- puede tener un día u otro necesidad de mentir para poder pasar una noche fuera de su casa. No es necesario cometer al mismo tiempo un crimen. Laura quizás se vea con algún amigo.
– Amante -rectificó Gabriella-. Mamá quizás se vea con un amante.
– Ve -dijo Vitelli sonriendo-, la niña está de acuerdo.
– Entonces a usted también lo hace alucinar, esa mujer, lo engaña -dijo Valence-. ¿Y el dinero? ¿Dónde se procura el dinero para su hija? ¿Acaso tiene alguna sospecha al menos?
– En el hampa -dijo Gabriella casi riendo.
Ahora Lorenzo Vitelli tenía aspecto de divertirse francamente. Valence apretaba los dedos sobre su vaso.
– Mamá me trae dinero todos los meses -canturreó Gabriella.
– El salario que recibe del Doríforo a cambio de mercancías robadas -precisó Valence.
– Perfectamente -dijo Gabriella-. Pero mamá no roba. Transporta únicamente cosas para poder dar de comer a su hija. Pronto se acabará, he encontrado un trabajo, un buen trabajo. Con Henri no había otra solución, nunca ha querido que se ganase la vida. Le daba vergüenza. El Doríforo es un tipo estupendo. Ha reparado toda la fontanería de esta casa.
Vitelli todavía sonreía.
– Y usted, monseñor, ¿se divierte con todo esto? ¿Encubre este tráfico sin decir una palabra?
– Señor Valence, Laura nunca me ha encargado que vele por su alma, con la que tiene intención de arreglárselas ella solita. Sólo me ha encomendado a su hija.
– A mamá le horroriza que la gente interfiera en su concepción de la moral -comentó Gabriella.
– Laura Valhubert trafica, miente. ¡Cría a su hija con el dinero del hampa, pero su amigo el obispo cierra los ojos y su hija agradecida se ríe! ¿Y en medio de todo eso soy yo el que soy inmundo, es eso?
– Es eso, más o menos -dijo Gabriella.
– El destino de tu madre, ¿no te preocupa entonces?
– Sí, me preocupa desde que usted lo ha convertido en un asunto personal. Su obstinación ha conseguido desquiciar a Tiberio que acaba de irse de aquí como un loco. Pero Tiberio en seguida se vuelve loco cuando se trata de mamá, pierde la cabeza. Yo no. Porque yo sé que usted no conseguirá nunca derrotarla. Ella lo mirará, se reirá o quizás llore y después se irá, mientras que usted, después de haberla embestido, se estrellará la cabeza contra un muro.
– La famosa caída -comentó Vitelli.
– Tu madre ha liquidado a su marido… ¿No te inspira nada ese tipo de abominación?
– La abominación -dijo Gabriella- es una idea confusa. Se puede ser abominable matando una mosca y magnífico matando a un hombre. Lorenzo, estoy harta.
Valence conseguía mantenerse casi en calma diciéndose que al menos tenía lo que había venido a buscar: la confirmación de que Gabriella recibía ingresos regulares y de que todo el mundo que la rodeaba estaba tranquilamente al corriente del origen insalubre de éstos. Y que todo el mundo se divertía con aquello, excepto Henri Valhubert, que había muerto por esta misma razón. Dejó su vaso suspirando. No tenía más que completar su informe con los nuevos datos. E irse.
– Su protegida es una furia, monseñor.
– No tiene ni idea -dijo Vitelli.
– ¿Y desde cuándo los obispos saben de mujeres?
– Es una larga historia. Desde la noche de los tiempos -respondió el obispo.
– ¿Qué quería decirme esta mañana?
– Demasiado tarde. Vaya a buscar a su asesino y deje que yo me encargue del mío.
– Le da la espalda a la evidencia.
– ¿Y?
Lorenzo Vitelli cerró suavemente la puerta tras Richard Valence y escuchó cómo bajaba las escaleras.
– ¿Estuve bien, Lorenzo?
– Perfecta, querida. Has estado perfecta.
– Estoy agotada.
– El cinismo no sale solo, se necesita cierta práctica. Al principio, cansa, es normal.
– ¿Crees que se ha puesto nervioso?
– Creo que por lo menos se ha desanimado, aunque no se haya dado cuenta todavía. Ya le llegará. Interlocutores sinceros como Tiberio son como oro para Richard Valence, lo galvanizan. Es lo que hay que evitar a toda costa. Hay que deprimirlo por medio de una indiferencia generalizada, hay que poner en duda sus motivaciones, por cualquier medio, hasta que abandone la partida sin darse cuenta. No veo ningún otro medio a nuestro alcance para deshacernos de él.
– De todas formas tengo miedo. No crees ni una palabra de sus hipótesis, ¿verdad?
– Creo verdaderamente que no ha sido Laura quien ha matado a Henri.
– ¿Estás pensando en otra cosa?
– Es cierto.
– ¿Algo que no te gusta?
– También es cierto.
– ¿Qué piensas hacer?
– Esperar.
– ¿Es peligroso?
– Quizás.
– Te quiero, Lorenzo. Trata de ser prudente.
Gabriella se quedó con los ojos perdidos en el vacío, girando su cigarrillo entre los dedos.
– ¿Piensas en Richard Valence? -preguntó Lorenzo-. ¿Te dices que a pesar de todo tiene algo irresistible y te preguntas qué puede ser?
– Lorenzo, eres exactamente el tipo de cura que adoro. Apenas tenemos el tiempo justo de empezar a pensar algo y ya lo has descifrado, formulado y dispuesto en cuadraditos sobre la mesa. No puedes imaginarte cómo descansa. Debía de haber cola ante tu confesionario.
El obispo se rió.
– ¿Y tienes al menos la respuesta para lo de Richard Valence?
– Es el tipo de respuesta que debes encontrar tú sola, querida.
– Sucio obispo cauteloso. ¿Te quedas a cenar conmigo? Ya sé que es tarde pero hoy es viernes.
– Viernes… -dijo Lorenzo-, hay pescado.