XVI

¿Quién es Rosemary Jiminez?

La siguiente semana pasó entre montones de trabajo. Me uní a un equipo de profesionales de la medicina para arreglar el edificio de Lotty. Mientras ordenaban informes, reunían archivos, y hacían un cuidadoso inventario de drogas registradas, la señora Coltrain y yo hacíamos el trabajo manual. Quitamos los cristales, encolamos las sillas, y limpiamos las camillas con un potente desinfectante. El viernes, la compañía aseguradora mandó a un cristalero para reponer los cristales. Nos pasamos el fin de semana haciendo la limpieza final.

Tessa vino el domingo a pintar el local. La acompañaron un grupo de amigos, y la sala de espera se convirtió en un paisaje africano, con hierba, flores y manadas de animales olfateando alertas a los leones. Los consultorios se convirtieron en grutas submarinas, con colores suaves y peces alegres y amistosos.

Lotty volvió a abrir el martes. Varios periodistas rondaban a los pacientes: ¿pensaban que era seguro? ¿No les preocupaba venir con sus niños a un lugar al que habían atacado? Una mujer mexicana se irguió desde la altura de su metro cincuenta.

– Sin la señora Herschel, yo no tendría niño -dijo en un inglés con fuerte acento-. Me salvó la vida y la de mi hijo, cuando ningún médico quería atenderme porque no les podía pagar. Siempre vengo a verla a ella.

La cara me había ido cicatrizando. El doctor Pirwitz me quitó los puntos el día que volvimos a abrir la clínica de Lotty. La mejilla ya no me dolía al reírme, y volví a correr y nadar sin temor a estropearme la piel.

Seguí viendo a Peter Burgoyne, algo esporádicamente. A menudo era un compañero divertido y predecible, pero a veces se preocupaba por los detalles de un modo molesto. Friendship organizó un seminario sobre «Tratamiento de la embolia por fluido amniótico. Seguimiento en equipo». Era su oportunidad para demostrar lo que había conseguido hacer en Friendship, pero me aburrí de sus lamentaciones: acerca del documento que presentaba, o acerca de la estrategia que una secretaria competente debería seguir. Siguió preocupándose de Lotty y de Consuelo hasta un punto que yo encontré inaguantable. Aunque su preocupación por mi salud y las reparaciones de la clínica de Lotty fuesen bienintencionadas, le vi sólo una de cada dos o tres veces que me llamaba.

Seguí haciendo investigaciones sin mucho entusiasmo acerca de la muerte de Malcolm, pero no encontré nada. Una tarde le pedí sus llaves a Lotty y entré en su apartamento. No había ninguna pista visible entre el horrible desorden. Puse el contestador, que había conseguido sobrevivir a la catástrofe. Era cierto que varias personas habían llamado y colgado sin dejar mensajes, pero eso sucede todos los días. Abandoné el edificio deprimida, pero no más enterada que antes.

El detective Rawlings atrapó a Sergio el sábado siguiente, a última hora; deliberadamente, para tenerle fuera de la calle hasta que alguien encontrase a su abogado a última hora del domingo. La fianza se había fijado en cincuenta mil, con el agravante de agresión, pero Sergio salió fácilmente. Estábamos citados para juicio el 20 de octubre; la primera de una larga serie de citaciones y aplazamientos durante los cuales Sergio esperaba que se le retirasen los cargos si yo no aparecía en alguno. Rawlings me dijo que cinco Leones, incluyendo a Tatuaje, estaban dispuestos a declarar que Sergio había estado con ellos en una boda durante la noche en cuestión. Me preguntaba incómoda qué tipo de venganza podría preparar Sergio y no me marchaba nunca de casa sin el Smith & Wesson metido en la sobaquera o en el bolso, pero a medida que los días pasaban sin incidentes, pensé que preferiría esperar al juicio.

Tuve una segunda entrevista con Fabiano el miércoles de la semana en que se abrió la clínica de Lotty. Volví a encontrarle en el bar El Gallo, cerca del Santo Sepulcro. La herida de su cara se había curado, sólo quedaba un rastro descolorido. Los hombres del bar me saludaron calurosamente.

– Vaya, Fabiano, aquí vuelve tu pobre tía.

– Cuando apareció por aquí con esas marcas, supimos que la había insultado a usted demasiado a menudo.

– Ven, tiíta, dame un besito. Aunque ése no te quiera, yo sí.

Después de sacar a Fabiano conmigo, me acerqué al Eldorado azul pálido, examinándolo ostentosamente.

– Oí que andabas conduciendo demasiado deprisa. Te rompiste la cara, ¿eh? El coche no parece muy estropeado; debe ser más duro que tu cabeza, lo que es francamente notable.

Me echó una mirada asesina.

– Sabes perfectamente lo que me pasó en la cara, puta. Tú tampoco estás muy bien. Dile a esos Alvarado que me dejen en paz o encontrarán tu cuerpo en el río. La próxima vez no va a resultarte tan fácil.

– Mira, Fabiano. Si quieres pelearte conmigo, hazlo. No vayas a llorarle a Sergio. Te pones en ridículo. Venga, hombre, ¿quieres matarme? Pues hazlo ahora. Con las manos desnudas; sin armas.

Me miró sombrío, pero no dijo nada.

– Muy bien, no quieres pelea. Vale. Ya somos dos. Todo lo que quiero de ti es información. Información acerca de si tus amigos los Leones tienen algo que ver en la muerte de Malcolm Tregiere.

La alarma apareció en su rostro.

– Oye, tía, no me vengas con eso. Para nada. Yo no estaba allí, no tuve nada que ver.

– Pero sabes quién lo hizo.

– Yo no sé nada.

Seguimos así durante cinco minutos. Yo estaba convencida, por su miedo y por sus palabras, de que sabía algo de la muerte de Malcolm. Pero no iba a hablar.

– Muy bien, chico. Supongo que voy a tener que ir a buscar al detective Rawlings y decirle que estuviste mezclado en el crimen. Te detendrá como testigo material, y veremos si te hace hablar o no.

Ni siquiera eso le conmovió. Lo que le asustaba, fuera lo que fuese, era peor que la policía. No me sorprendió: la policía podría retenerlo durante unos días, pero no le iban a romper las piernas ni el cráneo.

No era valiente físicamente. Le agarré de la camisa y le di unas cuantas tortas a ver si eso me conducía a algo, pero él sabía que yo no estaba tan chiflada como para hacerle daño de verdad. Lo dejé y le volví a mandar con su cerveza. Se fue lanzando amenazas de venganza poco entusiastas, a las que yo no hubiera dado ninguna importancia si no fuera por la asociación que tenía con Sergio.

Me detuve en el Área Seis. Rawlings estaba allí; le hablé de mi conversación con Fabiano.

– Estoy convencida de que el tipejo sabe algo acerca de la muerte de Malcolm, pero está demasiado asustado para hablar. En dos semanas es todo lo que he podido conseguir. No creo que haya una maldita cosa más que yo pueda hacer en este caso.

La pesada sonrisa de Rawlings resplandeció.

– Qué buenas noticias, Warshawski. Ahora puedo concentrarme en mi investigación sin preocuparme de que ande usted arrastrándose por alguna esquina delante de mí. Pero detendré a Hernández y veré si puedo sacarle algo.

Cené con Lotty aquella noche y le dije que había hecho lo que había podido con lo de Malcolm.

– Aparte de mis heridas y los arañazos que tiene Fabiano, diría que los resultados en este caso han sido nulos. Voy a tener que buscarme un cliente de pago bien pronto.

Ella accedió de mala gana, y la conversación giró en torno a sus esfuerzos por encontrar un sustituto para Malcolm. Cuando se fue, alrededor de las diez y media, el señor Contreras ni siquiera se asomó a la puerta. Dos semanas de inacción le habían convencido de que el lugar ya no corría peligro.

Seguía intrigada por saber cómo Dieter Monkfish había conseguido el dinero para pagar los servicios legales de Dick, pero con todo el trabajo en la clínica, no había tenido tiempo más que de telefonear a mi abogado. Freeman Carter era el socio de Crawford & Meade que llevaba los casos poco importantes de delincuencia. Le conocí cuando estaba casada con Dick y me pareció el único miembro de la firma que no se creía que les estaba haciendo, tanto al mundo como a la profesión, un favor colaborando con ellos. Dado el volumen de sus honorarios, sólo utilizaba sus servicios cuando las fuerzas de la justicia amenazaban realmente con aplastarme.

Freeman se manifestó encantado, como siempre, de saber de mí; quiso saber si necesitaba ayuda con Sergio Rodríguez, y me dijo que debería saber de sobra que no le tenía que llamar para que divulgase asuntos de otros clientes de la firma.

– Bueno, Freeman, si siempre pensase que nadie me iba a decir nada, podía irme a casa y meterme en la cama para los restos. Pensé que podía intentarlo.

Él se rió, me dijo que le llamase si cambiaba de opinión acerca de demandar a Sergio y colgó.

Durante el jueves, después de mi segunda entrevista con Fabiano, recibí una llamada de un auténtico cliente, un hombre de Downers Grove que quería ayuda para que dejasen de vender drogas en los locales de su pequeña fábrica de cajas. Antes de ir a verle decidí dar un paso más en lo que se refería a mi curiosidad por Monkfish.

La dirección de IckPiff, en el número 400 de South Wells, lo situaba cerca de la autopista Congress, la parte menos recomendable de la Circunvalación. Conduje junto a baches y restos de obras, y aparqué en la calle, a una manzana de distancia del edificio.

El dinero no sobraba en el cuartel general de IckPiff. El edificio era uno de un puñado de desolados supervivientes de los cambios urbanos, erguidos en la calle como bolos en una lúgubre bolera. Unos cuantos borrachos estaban sentados en la puerta, parpadeando al tardío sol de agosto. Pasé por encima de las piernas extendidas de uno que no podía enderezarse ni para pedir limosna, y entré en un vestíbulo fétido.

Una hoja escrita a mano, pegada a la pintura descascarillada, me informó que el cuartel general de IckPiff se encontraba en el tercer piso. Los demás inquilinos eran un agente teatral, una agencia de viajes de un pequeño país africano, y una empresa de telemarketing. El ascensor, una cajita pegada a la pared, estaba cerrado a cal y canto. Al subir las escaleras no vi a nadie, pero puede que aún fuese muy temprano para los agentes teatrales.

En el tercer piso, una débil luz brillaba a través del cristal de la puerta de IckPiff. Un póster con una foto de un borrón -presumiblemente un feto- estaba pegado a la puerta con un texto chillón que decía DETENGAN LA CARNICERÍA. Tiré del borrón hacia mí y entré.

El interior de la oficina suponía un pequeño avance con respecto a la mugre del vestíbulo y la escalera. Escritorios de metal baratos y archivadores; una larga mesa de conferencias cubierta de panfletos sobre la que los voluntarios podían preparar el correo; y una batería de teléfonos para las campañas de las elecciones nacionales y estatales ocultaba el mobiliario. La decoración la suministraban unos carteles que describían los horrores del aborto y las virtudes de la protección de los fetos.

Una mujer rolliza de pelo blanco estaba regando una planta escuálida en la ventana sucia cuando entré. Llevaba una falda de poliéster beis levantada por delante debido a su prominente estómago, que dejaba ver el festoneado borde de unas bragas. Sus piernas, hinchadas, se apretaban en unas medias de descanso y sandalias de plástico. Me pregunté con fugaz simpatía cómo se las arreglaría para enfrentarse cada mañana con las escaleras.

Me miró con ojos sombríos, medio ocultos por las fláccidas arrugas de su rostro y me preguntó qué quería.

– Estado de Illinois -dije rápidamente-. Departamento de Auditorías -le enseñé fugazmente mi licencia de detective-. Están ustedes registrados como una organización no lucrativa, ¿verdad?

– Pues, sí, sí, desde luego. En efecto -su voz tenía un fuerte deje del sur.

– Necesito echar un vistazo a sus listas de donantes. Han surgido algunas preguntas acerca de si están escondiendo algunos de sus beneficios en IckPiff en lugar de utilizarlos como auténticas donaciones de caridad.

Deseé que ella no fuese contable. La jerga sin sentido que yo estaba empleando no engañaría a nadie que tuviese el título de bachillerato.

Se enderezó orgullosa.

– Somos una auténtica organización. Si ha sido usted enviada por los asesinos para molestarnos, llamaré a la policía.

– No, no -le dije apaciguadora-. Siento gran admiración por sus puntos de vista y objetivos. Esto es completamente impersonal; sólo la maquinaria de la división de impuestos y auditorías del estado. No queremos que sus donantes se aprovechen de ustedes, ¿no le parece?

Se retiró a su escritorio arrastrando los pies.

– Necesito llamar al señor Monkfish. No le gusta que enseñe nuestros papeles privados a extraños.

– No soy un extraño -dije con viveza-. Soy uno de sus servidores públicos, ya sabe. No me llevará ni un minuto.

Siguió marcando. Con una mano sobre el auricular, preguntó:

– ¿Cómo dijo que se llamaba?

– Jiminez -dije-. Rosemary Jiminez.

El señor Monkfish estaba en casa, por desgracia, o en la Union League o a donde demonios le estuviese telefoneando. Le contó la situación con voz fuerte y jadeante, y asintió varias veces aliviada antes de colgar.

– Si quisiera usted esperar aquí, señora…, ¿cómo dijo que se llamaba? Vendrá en seguida.

– ¿Cuánto tardará en llegar?

– Menos de treinta minutos.

Miré ostentosamente mi reloj.

– Tengo una reunión a mediodía con alguien de la oficina del gobernador. Si el señor Monkfish no llega antes de las doce menos cuarto, me temo que tendré que irme. Y si me voy sin la información, mi jefe puede decidir llevar este asunto a los tribunales. No le gustaría, ¿verdad? Así que, ¿por qué no me deja echar un vistazo a los archivos mientras le esperamos?

Dudaba, así que presioné, hablando sibilinamente de la policía, del FBI y de citaciones. Finalmente sacó algunos libros gruesos y los ficheros con los nombres de los donantes y sus direcciones y me dejó sentarme a la mesa.

Los libros estaban escritos a mano y muy desordenadamente. Empecé por el revés con la esperanza de encontrar la cuenta de Dick o alguna entrada lo bastante grande como para poder pagarla, pero fue inútil. Aquello llevaría horas y yo tenía minutos. Hojeé el fichero, que al menos estaba en orden alfabético, pero no tenía ni idea de a quién estaba buscando entre aquellos cientos de nombres. Por pura curiosidad, miré en la Y para encontrar a Dick. Su nombre y número de la oficina estaban apuntados con una nota escrita a lápiz que decía: «Enviar facturas directamente al donante.»

Cerré el fichero de un golpe y me levanté.

– Creo que vamos a tener que mandar un equipo completo de auditores, señora. Sus archivos, si me lo permite, están hechos un desastre.

Me colgué el bolso del hombro y me dirigí a la salida. Por desgracia, no había sido lo bastante rápida. Cuando abrí la puerta, vi venir hacia mí a Dieter Monkfish. Sus centelleantes ojos oscuros me abrasaron con su fuego.

– ¿Es usted la chica del Estado? -su tono nasal de barítono era mayor que él; era mayor que la repleta habitación en la que nos encontrábamos y vibró en mis oídos.

– La señora -le dije automáticamente-. No encontré lo que estaba buscando. Vamos a tener que organizar un equipo completo de auditores, según le he explicado a la directora de su oficina.

– Quiero ver su documentación. ¿Se la pidió usted, Marjorie?

– Sí, señor Monkfish, naturalmente.

– Sí, sí, ya hemos pasado por todo eso -dije tranquilizadora-. Bueno, tengo que irme. Tengo que comer con uno de los ayudantes del gobernador.

– Quiero ver su documentación, joven.

Se quedó de pie en la puerta, impidiéndome el paso.

Yo dudé. Era más alto que yo, pero delgado. Pensé que podría abrirme camino a codazos. Pero entonces Marjorie llamaría a la policía y quién sabe en qué acabaría todo aquello. Saqué del bolso una tarjeta que sólo ponía mi nombre y dirección y se la tendí.

– V. I. Warshawski -masticó las palabras-. ¿Dónde están sus credenciales del Estado de Illinois?

Le miré con tristeza.

– Me temo que le he contado una pequeña mentira, señor Monkfish. En realidad, no soy del estado. Así son las cosas -puse una mano suplicante sobre su manga-. ¿Puedo confiar en usted? Creo que es usted la clase de hombre que puede entender de verdad los problemas de las mujeres. Quiero decir, viendo lo comprensivo que es usted con las mujeres que tienen embarazos no deseados, o sea, al ver lo bien que entiende usted el problema de los hijos no deseados.

No dijo nada, pero me pareció que el fulgor maníaco se le apagaba algo. Respiré y seguí, titubeando un poco.

– Es por mi marido, ¿sabe usted? Mi ex marido, debería decir. Me… me ha dejado por otra mujer. Cuando estaba embarazada de nuestro último hijo. Quería… quería que yo abortase, pero, naturalmente, me negué. Es un abogado muy rico, gana doscientos dólares a la hora, pero no paga un centavo para el mantenimiento de los niños. Tenemos cinco preciosos niños. Pero no tengo dinero, y él sabe que no puedo permitirme ponerle un pleito -sonaba tan conmovedor que estaba a punto de ponerme a llorar.

– Si viene aquí buscando dinero, jovencita, no puedo ayudarla.

– No, no. No le pediría nunca eso. Pero… mi marido es Dick… Richard Yarborough. Sé que le representa a usted. Y pensé… pensé que si pudiese averiguar quién paga sus cuentas, podría convencerle de que me mandase el dinero, para dar de comer a la pequeña Jessica, a Mónica y a Fred, y a los demás, ya sabe.

– ¿Cómo es que no se llama Yarborough? -preguntó, fijándose en la parte menos importante del melodrama.

Porque no usaría ese nombre gilipollas ni en un cheque sin fondos. Gemí en alta voz:

– Cuando me dejó, estaba tan molesta que recuperé el nombre de papá.

Su rostro dudaba. Como todos los fanáticos, no podía pensar en nada que no le afectase directamente. Puede que me hubiese dado el nombre del donante anónimo, pero Marjorie aún tenía que echar su cuarto a espadas. Se desplazó sobre sus dudosas piernas y cogió la tarjeta.

– Pensé que su nombre era hispano… Rosemary Him… no sé qué.

– No… no quería usar mi verdadero nombre si no era necesario -titubeé.

Los ojos de Monkfish sobresalieron un poco más. Me temía que fuesen a saltársele y darme en la cara. Marjorie no había reconocido el nombre, pero él sí. Rosemary Jiminez fue la primera mujer que murió de un aborto clandestino después de que el gobierno cortase los fondos de ayuda para mujeres pobres. Desde entonces, constituye una especie de símbolo en los círculos pro-aborto en Illinois.

– No es usted más que… una sucia abortista. Llame a la policía, Marjorie. Puede que haya robado algo.

Me cogió por la muñeca e intentó hacerme volver a entrar en la oficina. Le dejé que me llevase hasta la puerta abierta. En cuanto su cuerpo se quitó de en medio, me solté la muñeca y salí volando escaleras abajo hacia el vestíbulo.

Загрузка...