XXII

Salud pública

Mis amigos y yo hemos financiado una de las mayores monstruosidades que una mujer haya visto nunca en el extremo noroeste de la Circunvalación. Es decir, pagamos los impuestos y el gobernador Thompson destinó 180 millones de dólares a la construcción de un nuevo edificio para el Estado de Illinois. Diseñado por Helmut Jahn, es un rascacielos formado por dos anillos concéntricos de cristal. El interior rodea una rotonda abierta que llega hasta arriba del edificio. Así que no sólo hemos tenido que financiar la construcción, sino que tenemos que pagar la calefacción y la refrigeración de un lugar que está casi al aire libre. Aun así, ganó el Premio de Arquitectura en 1986, lo que demuestra lo enterados que están los críticos.

Subí hasta el piso dieciocho en un ascensor de cristal y salí al pasillo que rodea la rotonda. Todos los despachos dan a él. Parece como si el estado se hubiese quedado sin dinero cuando llegó a las puertas, así que los espacios de trabajo se confunden con los vestíbulos. Se supone que esto crea una sensación de apertura entre los empleados del estado y el público. Pero si se tienen documentos privados, o hay que quedarse a trabajar hasta tarde, uno desearía sin duda un poco más de protección entre uno y los lunáticos que merodean por la Circunvalación.

Entré en el espacio abierto señalado como Departamento de Medio Ambiente y Recursos Humanos y le di mi nombre a la recepcionista de mediana edad.

– Creo que la doctora Barnes me está esperando.

La recepcionista dio el suspiro que da alguien a quien se le pide hacer un trabajo que va más allá de sus responsabilidades, y marcó un número en el teléfono.

– La doctora Barnes la recibirá dentro de un minuto -me anunció sin mirarme-. Siéntese.

Me puse a leer un panfleto que describía los síntomas del SIDA y lo que hay que hacer si se sospecha que se padece, y otro acerca de los embarazos de adolescentes, un panfleto poco comprometido, ya que se supone que el estado no debe apoyar el control de natalidad, antes de que apareciera la doctora Barnes.

Philippa Barnes era una mujer alta y delgada, de unos cincuenta años. Era muy oscura de piel; con el pelo muy pegado a la cabeza y el largo cuello, parecía un cisne. Sus movimientos eran fluidos, como si el agua fuese su elemento natural. Me estrechó la mano, mirándose una cadena dorada que flotaba en su muñeca izquierda.

– ¿Señora Warshawski? Acabo de hablar con la doctora Herschel. Me ha contado lo de la muchacha fallecida y el pleito. La tengo que atender a usted entre dos citas, así que perdóneme las prisas. Quiero que hable usted con Eileen Candelaria; es la persona que se ocupa actualmente de las inspecciones in situ.

Éramos más o menos de la misma altura, pero yo casi tenía que ir corriendo para mantenerme a su largo paso. Volvimos por el pasillo a través de un conjunto de despachos y cubículos medio privados hasta llegar a una habitación que dominaba la terminal de autobuses Greyhound de Randolph. Ciento ochenta millones de dólares no dieron para poner aislamiento acústico: el ruido llegaba claramente hasta nosotros.

El escritorio de la doctora Barnes era el típico mueble de trabajo. De roble, arañado, estaba cubierto de papeles. Ella se sentó detrás, en una silla giratoria de cuero, echó a un lado algunos papeles para hacer sitio y habló por un interfono, llamando a la enfermera.

Mientras esperábamos, me hizo una rápida descripción del departamento.

– El Departamento del Medio Ambiente tiene una enorme responsabilidad, que abarca desde la aprobación de hospitales, hasta comprobar que las escuelas no estén contaminadas con amianto. Yo estoy en la sección de Servicios Humanos y Sanitarios. Estudié con Lotty, la doctora Herschel, obstetricia, pero de hecho mi responsabilidad se refiere a los hospitales y clínicas estatales. Tenemos un director adjunto que se encarga del programa de certificación de hospitales. La enfermera Candelaria trabaja para los dos. Ella dirige equipos de investigación que van a los hospitales y las clínicas cuando pensamos que necesitan una inspección.

La enfermera Candelaria hizo su entrada. Era una mujer totalmente blanca, de la edad de la doctora Barnes, más o menos, con un rostro fuerte e inteligente iluminado por un soplo de humor en sus ojos castaños. Llevaba un grueso archivador, que trasladó a su mano izquierda para poder estrechar la mía cuando la doctora Barnes nos presentó.

– Cindy me ha dicho que querías hablarme del hospital Friendship, así que me he traído el archivador. ¿Cuál es la pregunta?

– Tuvieron allí una muerte maternal y neonatal…, ¿cuándo, señora Warshawski? Mañana hace cuatro semanas. ¿Has mandado ya allí al equipo? ¿Puedo ver el informe?

La señora Candelaria apretó los labios.

– Hice el informe de la muerte -buscó en el archivador- hace quince días. Tenía prevista otra visita esta semana. Tom me dijo que se ocuparía él mismo, y que no mandase al equipo. Iba a hablar con él mañana, pero no creo que haya ido todavía.

– Tom Coulter -dijo la doctora Barnes-. Se ocupa de los programas de certificación de hospitales. Es experto en salud pública, no médico. Los médicos le hacen sentirse inferior y no es que adore a las mujeres profesionales.

Apretó rápidamente los botones de su teléfono.

– Soy la doctora Barnes. Ponme con Tom Coulter, Cindy… Tom, ¿puedes pasarte un momento por mi oficina? Tengo que preguntarse una cosa acerca de Friendship. Sí, yo también estoy muy ocupada. Estoy haciendo esperar a dos personas que acaban de venir de Carbondale expresamente para verme, así que les harías la vida más fácil si podemos acabar con esto rápidamente.

Colgó.

– La burocracia en un lugar como éste puede acabar contigo. Si pudiera ocuparme de todo el programa, en lugar de sólo una parte… -frunció los labios, interrumpiéndose en medio de la frase. Las tres sabíamos que la única manera de conseguirlo era haciéndose una operación de cambio de sexo, y tal vez destiñéndose la piel.

Para demostrar que no se apresuraba a cumplir los encargos de una mujer que era su igual en responsabilidad, Tom Coulter nos hizo esperar diez minutos. Eileen miraba el archivador de Friendship con mirada torcida. La doctora Barnes aprovechó el tiempo para revisar un montón de correspondencia, hacer notas rápidas sobre algunos documentos y retirar otros. Yo estaba sentada en una incómoda silla de plástico tratando de no quedarme dormida.

Coulter acabó por aparecer vestido con un ligero traje de verano. Era un hombre de pelo castaño, unos quince años más joven que las dos mujeres.

– ¿Qué pasa, Phil?

– El fallecimiento maternal y neonatal de Friendship, en Schaumburg, de hace tres semanas, Tom. ¿Cuándo vamos a poder ver un informe con las causas?

– Bueno, Phil, no entiendo por qué lo quieres saber.

Ella hizo un gesto tipo Pavlova hacia mí.

– La señora Warshawski es un abogado que representa a uno de los implicados en una demanda en relación con la joven muerta. Tienen interés en nuestro informe.

Coulter se volvió hacia mí con sonrisa impúdica.

– Demanda, ¿eh?

Hice mi mejor imitación de las maneras de abogado rico de Dick.

– Aún no he discutido el tema con ninguno de los representantes del hospital, señor Coulter.

– Bueno, Phil, todavía no me he ocupado de eso. Pero no te preocupes, está previsto.

Ella le lanzó una mirada fulminante.

– Quiero una cita. Antes de que acabe el día.

– Claro, Phil. Hablaré ahora mismo con Bert, y le diré que quieres una cita.

Un lápiz crujía en sus largos dedos.

– Hazlo, Tom. Creo que eso es todo lo que tenemos que hablar.

El la ignoró y me miró a mí.

– Así que ¿quién es su cliente?

Antes de que yo pudiera hablar, la doctora Barnes le interrumpió.

– Le explicaré a la señora Warshawski cómo encontrar tu oficina si quieres hablar con ella antes de que se vaya -hablaba con tal determinación que Coulter tuvo que dejarlo y marcharse.

Me lanzó su sonrisa impúdica.

– Estoy a la vuelta de la esquina, a la izquierda. Venga a verme antes de irse.

Miré la boca firmemente cerrada de la doctora.

– ¿Qué es lo que pasa?

– Bert McMichaels es nuestro jefe, mío y de Tom. Es un buen chico, y Tom es su compañero de borracheras. No sé por qué Tom se resiste a hacer la visita a ese hospital, pero es imposible que le prometa a Lotty llevarle el informe en un futuro inmediato… Siento tener que meterle prisa, pero ya llego tarde a mis visitas. Pídale a Lotty disculpas de mi parte.

Me levanté y les di las gracias a las dos por haberme recibido. Vaya a donde vaya, la alegría y el compañerismo me siguen. Hice una mueca y me fui hasta la esquina a ver si encontraba a Coulter.

El contraste con la oficina de Philippa Barnes era patente. Muebles modernos -grandes piezas de madera que vibran de autoridad masculina- se erguían sobre una alfombra escandinava salpicada de rojos y negros. Coulter era el tipo de ejecutivo que hace cierto el viejo proverbio de que el escritorio, igual que la mente, deben estar totalmente vacíos.

Estaba hablando por teléfono, con los pies cruzados sobre la madera clara que tenía delante. Me hizo un alegre saludo con la mano y me indicó que me sentara. Yo hice muchos aspavientos mirando el reloj; cuando él siguió intentando impresionarme con su importancia durante tres minutos más, yo me levanté y le dije que le pidiese mi número de teléfono a la doctora Barnes.

Me marchaba ya del despacho de la recepcionista cuando me alcanzó.

– Perdóneme, señora… creo que no le entendí su nombre a la doctora Barnes. Farfulla a veces, ¿sabe?

– No me había dado cuenta. Warshawski.

– ¿A quién representa usted, señora Warshawski? Supongo que no al hospital.

Yo sonreí.

– Mis clientes no tendrían motivos para confiar en mí si yo fuese divulgando sus asuntos en público, ¿no le parece, señor Coulter?

Me dio una palmada deportiva en el brazo.

– No lo sé. Estoy seguro de que perdonarían a una chica tan mona como usted hiciera lo que hiciese.

Yo seguí sonriendo.

– Ha dado usted en el blanco, señor Coulter. Nunca me niego a recibir un piropo. Por otra parte, usted que es tan superguapo, tiene que tener cuidado de no deslumbrar a la gente, no sea que vaya a incumplir la ley. ¿No está usted de acuerdo? ¿O sí lo está?

Parpadeó unas cuantas veces y se rió un poco.

– ¿Por qué no me permite que le invite a algo de comer y me cuenta usted todo eso?

Atravesó el vestíbulo y llegó al ascensor conmigo, con los faldones de la chaqueta revoloteando a su alrededor de ansiedad. De camino al aparcamiento, explicó (guiño) que en el edificio no había ningún lugar privado al que ir, ¿qué tal si íbamos a un pequeño restaurante que estaba unas manzanas más allá?

– No necesito hablar en privado con usted, señor Coulter. Ni tampoco dispongo de cantidades ingentes de tiempo. Lo único que realmente me interesa es su informe postmortem de Consuelo Hernández en Friendship, en Schaumburg. O, en su defecto, la razón por la cual se niega usted a hacer uno.

– Bueno, bueno -me cogió del brazo mientras se abrían las puertas del ascensor y empezó a llevarme hacia la salida. Le di a mi bolso, cargado con el Smith & Wesson, un empujoncito con la mano libre, haciéndole golpear casualmente su estómago. Me soltó el brazo mirándome suspicaz, y se dirigió a la salida de la calle Clark.

El edificio del Estado de Illinois tiene como vecinos al edificio del Municipio y el Condado, una vieja caja de cerillas de cemento que ocupa la manzana que está al sur, y la terminal de autobuses Greyhound, con su cohorte típica de borrachos, vagabundos y lunáticos. Ninguno de los dos albergaba el tipo de restaurante que atrajese a Tom Coulter. No me sorprendió que sugiriera que cogiésemos un taxi y nos fuésemos hacia el norte.

Sacudí la cabeza.

– No tengo tanto tiempo. Uno de los bares de la Circunvalación servirá perfectamente.

Nos dirigimos hacia el este, unas dos manzanas más allá. Coulter charló alegremente sin parar todo el camino. Nos metimos en un pequeño restaurante oscuro en la esquina de Randolph y Dearborn. El sonido reverberaba en las paredes, y el humo de los cigarrillos espesaba el aire.

Coulter me dijo, haciendo una bocina con sus manos:

– ¿Está segura que no quiere que vayamos hacia el norte?

Volví la cara hacia él.

– ¿Qué es lo que quiere usted, señor Coulter?

Su mueca impúdica volvió a aparecer.

– Quiero averiguar por qué ha venido usted de verdad a MA y RH. Es usted detective, no abogado, ¿verdad, señora Warshawski?

– Soy abogado, señor Coulter. Soy miembro del colegio de Illinois, al corriente de pago. Puede llamar a la asociación y averiguarlo. Y lo que realmente quiero es un informe acerca de la muerte de Consuelo Hernández y su hija.

Una agobiada camarera, con un uniforme lleno de manchas, nos llevó hasta una mesa en el centro del pequeño lugar, nos colocó delante los menús y agua y desapareció. Otra camarera, cargada de bandejas de patatas fritas, y sandwiches de carne en conserva, tropezó con mi silla. Mi comida favorita: grasa, fécula y nitrosoaminas. A juzgar por las cinturas de las empleadas que estaban a mi alrededor, a ellas también les gustaba. Decidí tomar queso blanco. Una vez hubimos pedido, Coulter siguió sonriéndome forzadamente.

– Pero no practica usted la abogacía, ¿verdad? Está usted investigando algo. Quiero saber qué.

Yo asentí.

– Estoy tratando de investigar a usted qué le importa.

Yo también quería saber cómo sabía él que yo era detective, pero si se lo preguntaba, me esperaba una sonrisita y poco más.

– Oh, está claro. Nuestro departamento es confidencial. No puedo permitir que trate de sacar información a mi personal sin investigarlo.

Alcé las cejas.

– No sabía que la doctora Barnes trabajase para usted.

Se sintió un poco incómodo, pero se rehizo.

– Ella no. Eileen Candelaria.

– Tengo un cliente que tiene fundado interés en su investigación acerca del hospital Friendship. Si sus archivos no son accesibles a través del Acta para la Libertad de Información, supongo que puedo conseguir un mandato judicial para verlos. El hecho de que usted cancelase la visita in situ de la enfermera Candelaria y no haya previsto otra es interesante. Es campo abonado para todo tipo de especulaciones. Supongo que podría incluso conseguir que los periódicos se interesasen en ello. Mucha gente no sabe que el estado tiene la obligación de investigar las muertes maternas y neonatales, pero la maternidad siempre ha sido un tema candente y apuesto a que el Herald Star o el Tribune pueden conseguir que resulte realmente interesante. Es una lástima que su cara sea tan redonda; no saldrá bien en las fotos de los periódicos.

Nuestra camarera nos colocó las bandejas delante: queso blanco y lechuga iceberg para mí: hamburguesa y patatas fritas para Coulter. Revolvió su comida durante un rato, luego miró el reloj y esbozó su sonrisa forzada.

– Sabe, me alegro de que no quisiera ir a la zona norte. Me acabo de acordar de que se supone que tengo que ver a un tipo. Encantado de haber hablado con usted, señora Warshawski.

Salió del restaurante, dejándome a mí la cuenta.

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