XXV

Material médico

Estaba harta del desastre de mi cocina. Nada para desayunar, como no fueras una rata o una cucaracha, y no demasiado exigente además. Cerré la puerta trasera y me fui a Belmont Diner. ¿Y qué si había tomado patatas fritas para cenar la noche anterior? Comí tortitas con grosellas, una ración doble de bacón, cantidad de mantequilla y melaza, y café. Después de todo, una vez muerta, tienes toda una eternidad para ponerte a dieta.

Fabiano Hernández, muerto. Como dijo Stewart Alsop, tenía que haber muerto antes. Ahora era demasiado tarde para que le sirviese a nadie de nada. Leí la noticia en el Herald Star, pero no le dedicaban mucho espacio, apenas un párrafo en «Chicago Beat», ni siquiera la primera página de la sección. Matan al menos a un adolescente diario en Chicago, y Fabiano no había sido una estrella del baloncesto, ni un buen estudiante al que se le pudiese dedicar un sentido artículo.

Entre la última de las tortitas y la tercera taza de café se me ocurrió la manera de meterme en Friendship. No era precisamente una idea genial, pero pensé que podría funcionar. Pagué y volví a casa. Si la policía me siguió cuando fui a desayunar y volví, bienvenidos fuesen. No me verían morir de hambre a causa del remordimiento y la culpabilidad.

Me cambié y me puse un traje de verano color verde oliva pálido y la blusa de seda dorada que había llevado la noche anterior. Sandalias marrones de cuero, un maletín de cuero, y parecía el modelo de una academia de cursos empresariales.

No me gustaba mucho andar por ahí sin mi Smith & Wesson. Si habían matado a Fabiano de un solo tiro y a quemarropa, aquello no entraba en la categoría de violencia indiscriminada. No como la muerte de Malcolm. Fabiano podía andar mezclado en toda clase de actos delictivos de los que yo no supiese nada. Pero había tenido que ver con los Leones, había puesto una demanda contra Friendship, y a mí me conocían en los dos sitios, y no parecían sentir el amor mezclado con odio que suelo inspirar. Ahora debería ser el doble de prudente. Quizá inscribirme durante unos días en un hotel. Y desde luego, asegurarme de que el señor Contreras siguiese en el hospital. Lo último que deseaba era que se fuese a meter entre una bala y yo.

Al bajar cautelosamente las escaleras de atrás con tacones y medias, me alegré de que mi uniforme habitual de trabajo fuesen los vaqueros. En verano, los pantys se pegan a las piernas y a la entrepierna, impidiendo que la piel respire. Al llegar al coche, me sentía como cocida.

No pensé que la policía fuera a molestarse en seguirme. La ley me toma por una persona razonablemente responsable y aunque el revólver con el que mataron a Fabiano era igual que el mío, Rawlings no sospechaba en serio de mí. Pero por si acaso, me fui hasta la clínica y le pregunté a Lotty si me cambiaba el coche durante el día.

Me saludó deprimida, casi temerosa.

– Vic, ¿qué está sucediendo? Ahora matan a Fabiano. ¿Crees que los hermanos de Carol lo habrán matado para intentar protegerme?

– Por Dios, espero que no. Además, si lo hubieran hecho, no te habría servido de nada. La ley considera una demanda jugosa como ésta como de su propiedad, y el estado la hereda. Puede que sea la única cosa que Fabiano deja, aparte del Eldorado. Los Alvarado son demasiado sensibles. No creo que arriesguen su futuro por la mera satisfacción de cargarse a Fabiano. Y no, yo no le maté.

Se ruborizó ligeramente bajo su oscura piel.

– No, no Vic. No pensaba en serio que lo hubieras hecho. Claro que puedes coger mi coche.

La seguí a la oficina para que me diera las llaves.

– ¿Me puedes dejar también una de tus batas? O una de las de Carol, que será más de mi talla. Y un par de esos maravillosos guantes de exploración.

Frunció los ojos.

– No creo que quiera saber para qué, pero te los dejo.

Sacó una bata blanca limpia del armario de su oficina y me llevó a una sala de consultas vacía, donde buscó una caja de guantes y me tendió dos pares.

Su venerable Datsun estaba aparcado en el callejón detrás de la clínica. Me acompañó, despidiéndome de una manera preocupada y nada propia de ella.

– Ten cuidado, Vic. Este verano me está resultando muy duro. No podría soportar que te pasase algo.

No solemos ser muy demostrativas, pero la atraje hacia mí y le di un beso antes de marcharme.

– Sí, yo también estoy un poco nerviosa. Intentaré hablar contigo esta noche, pero es posible que vuelva muy tarde. Si… bueno, si soy una estúpida o me descuido, dile a Murray a dónde he ido, ¿de acuerdo?

Asintió y volvió con sus pacientes. Sus estrechos hombros estaban un poco encorvados y aparentaba la edad que tenía.

Lotty se cree Sterling Moss y conduce su coche rápido y sin precaución. Desgraciadamente, su intrepidez no coincide con su pericia y al cabo de los años ha destrozado las marchas de su Datsun. Conducir entre el tráfico de la ciudad requería una paciencia y una atención tales que cuando llegué a la Northwest Tollway, no estaba muy segura de tener la espalda limpia. Tras continuar durante un par de millas, me apoyé en un hombro y contemplé cómo pasaban los coches. Nadie disminuía la velocidad, y cuando me reincorporé al tráfico no vi a nadie que me siguiera.

Parecía que hacía más calor hacia el noroeste. Alejarse del lago hace que la temperatura suba unos cuantos grados en verano. La sencilla visión de Lotty de la vida no incluye el aire acondicionado en el coche. Me quité la chaqueta, pero las sisas de mi blusa estaban cada vez más manchadas a medida que avanzaba la mañana. Cuando salí a la carretera número cincuenta y ocho y me dirigí al sur, hacia el hospital, parecía como si llevase tres o cuatro días recorriendo a pie el Valle de la Muerte.

Aparqué en el aparcamiento de visitantes y entré en el hospital por la entrada principal. Alan Humphries y la persona de admisiones fueron las únicas personas a las que yo había visto la vez anterior. Había sido tres semanas antes y yo iba en vaqueros. Si se cruzaban conmigo, pensarían que yo era una visita y seguramente no repararían en mí.

Encontré unos aseos en los que me lavé la cara y cuello, me sacudí casi todo el polvo de la carretera del pelo e intenté recuperar la apariencia de una profesional. Cuando hube hecho todo lo que pude, volví al mostrador de información en el vestíbulo principal.

Una mujer pulcra de pelo blanco, que llevaba bata rosa de voluntaria, me sonrió y me preguntó en qué podía ayudarme.

– ¿Puede indicarme la oficina de informes médicos?

– Siga recto por este pasillo, después tuerza a la izquierda, suba el primer tramo de escaleras, y al final de éstas lo encontrará fácilmente.

– Es una lata… Tengo una cita con el director a las once y olvidé apuntar su nombre en mi agenda.

Me echó una sonrisa comprensiva: todos hacemos esas tonterías de vez en cuando. Buscó en su listín.

– Ruth Ann Motley.

Le di las gracias y me encaminé pasillo adelante. En lugar de subir por las escaleras, me fui por la entrada de urgencias por la que había traído a Consuelo cuatro semanas antes. Saqué la bata de médico de Lotty del maletín, me la puse, y entré a formar parte inmediatamente del mobiliario del pasillo.

A un lado de la entrada estaba la oficina de admisiones de urgencia. Al revés que las salas de urgencia de un hospital de ciudad, que suelen estar repletas de gente que las utiliza en lugar de un médico de cabecera, no había más que una mujer sentada en la sala de espera. Me miró al pasar yo rápidamente, pareció que iba a decirme algo y se volvió a sentar.

En la pared había un teléfono interior beis, junto a las puertas de fuera. Lo utilicé para llamar a la telefonista del hospital, pidiéndole que llamase a Ruth Ann Motley para que fuese a la sala de urgencias. Tras una corta espera, oí el nombre de Motley por los altavoces.

Me quedé en la puerta desde la que podía ver el vestíbulo y la entrada a la sala de urgencias. Al cabo de unos cinco minutos apareció una mujer alta y desgarbada, casi corriendo. Parecía tener unos cuarenta y tantos, y llevaba el pelo con una permanente medio deshecha. Vestía un traje de algodón azul claro que dejaba ver gran parte de sus huesudas muñecas y carnosos muslos cuando andaba. Unos minutos más tarde volvió a aparecer, frunciendo las cejas contrariada. Miró a su alrededor y volvió hacia el vestíbulo.

La seguí a discreta distancia. Subió hasta el segundo piso por la escalera. Vi cómo se metía en la oficina de informes y me senté con mi maletín a unos veinte metros más allá, en el pasillo.

Creo que estaba en un sector de pacientes externos: unas diez personas, en su mayoría mujeres, estaban repartidas por las sillas de plástico barato que había pegadas a las paredes, esperando su turno para ver al médico. Me quité la bata, la doblé, la metí en el maletín y puse encima un montón de papeles cualquiera que había metido en él.

Más o menos a las doce y cuarto, cuando toda la gente del pasillo había cambiado completamente, Ruth Ann Motley volvió a emerger de su oficina. Se acercó a mí por el pasillo, pero por lo que se ve quería ir al cuarto de baño, no abordarme. Cuando salió, se fue escaleras abajo. Esperé cinco minutos y asumí que se había ido a comer.

Me dirigí hacia la oficina de informes pasillo adelante, adoptando un aire lo más oficial posible. Su interior era el más atiborrado de los que había visto en el hospital. Había media docena de escritorios llenos hasta arriba de carpetas. En cada escritorio se encontraba la terminal de un ordenador. Más allá estaban los informes, en filas de estanterías, metidos en carpetas de distintos colores.

Sólo estaban trabajando allí dos personas de guardia a la hora de comer. Las dos eran mujeres, una de mi edad, más o menos, y la otra, una jovencita que debía ocupar su primer puesto de trabajo tras acabar la universidad. Me dirigí a la mayor, una persona algo gorda y de aspecto dudoso vestida de color salmón. Le lancé la breve sonrisa de una persona muy atareada.

– Soy Elizabeth Phelp, del Estado de Illinois. Estamos haciendo algunas inspecciones sorpresa en todo el estado para asegurarnos que los archivos médicos están bien guardados.

La mujer parpadeó con sus ojos azul celeste. Parecía que la fiebre del heno o algo parecido la hubiese atacado.

– Tiene… eh… tendrá que hablar con la directora, Ruth Ann Motley.

– Muy bien. Lléveme a su despacho.

– Oh. Oh, ahora mismo está comiendo. Si quiere esperarla, volverá dentro de cuarenta y cinco minutos.

– Me gustaría, pero tengo que estar en Downers Grove a la una en punto. No quiero ver informes de pacientes, sólo comprobar si los informes se guardan aquí de manera confidencial. ¿Por qué no me busca el informe de un paciente? Me he traído los nombres de algunas personas que han sido admitidas aquí.

Miré dentro del maletín.

– Ah, sí. ¿Qué le parece Consuelo Hernández? No pensará usted que a la señora Motley le parecerá mal que me muestre si el sistema es seguro enseñándome el informe de un solo paciente, ¿verdad?

Las dos mujeres se miraron. Finalmente, la mayor dijo:

– Supongo que no habrá inconveniente. Lo que hacemos es acceder al sistema a través de una clave, y no puedo darle la mía porque se supone que nadie debe saberla.

Me coloqué detrás de ella. Marcó algunas teclas que no se vieron en la pantalla: una clave secreta. Apareció un menú.

– Sólo puedo acceder a dos menús. Los números de los pacientes según el nombre, y la localización del archivo. ¿Puede deletrearme el nombre de la persona que está buscando?

Le deletreé el nombre de Consuelo amablemente. Ella lo escribió despacio y dio a la tecla de retorno. Tras unos segundos, empezaron a aparecer líneas en la pantalla: el nombre de Consuelo, su fecha de admisión y el número de informe: 610342. Lo memoricé y le pregunté si podía mostrarme la localización del archivo.

Marcó algunas instrucciones más y la pantalla respondió: Archivo retirado el 25-8 por la administración.

– Muchísimas gracias -sonreí. Me ha sido usted de gran ayuda, señora… -di un vistazo a la placa que estaba sobre su escritorio- Digby. No creo que tenga que volver. Puede decirle a la señora Motley que estamos impresionados por la eficacia de su sistema de seguridad.

Me fui rápidamente escaleras abajo y salí del hospital. Sólo eran las doce cuarenta y cinco. Tenía mucho tiempo por delante antes de poder seguir con mis planes, y no estaba de humor para comer. Estuve conduciendo sin rumbo durante un rato y acabé en una piscina pública. Una muy bonita, olímpica.

Me metí en uno de los centros comerciales que hay por todas partes en las afueras y compré un bañador y algunos artículos de tocador, que incluían una crema de protección total para mi cara, que aún necesitaba protegerse de los potentes rayos del sol de mediodía. Con todo aquello y el último libro-basura que cogí de la estantería de best-sellers, estaba lista para enfrentarme a una tarde en el mejor estilo de las afueras.

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