XXVI

Cuestión de archivos

A las once, volví a Friendship. En la oscuridad, el edificio en forma de estrella brillaba como un monstruo marino gigante. Las pocas ventanas iluminadas parecían ojos malévolos. El aparcamiento de visitantes estaba vacío y pude aparcar junto a la entrada: la boca de la bestia.

Me puse la bata de Lotty y entré, guiñando los ojos, rápidamente; la doctora está preocupada por la salud de un paciente y no debe ser molestada. Había pocas personas por allí. El mostrador de información en el que me dieron los datos por la mañana estaba vacío. Un par de enfermeros charlaban tranquilamente en un rincón. Delante de mí, un ordenanza se afanaba con una fregona. Con el brillo de las luces de neón, los anuncios de los altavoces y los vestíbulos vacíos, el lugar me recordaba a O'Hare en medio de la noche. No hay lugar más desolado que un edificio vacío que normalmente está lleno.

Las oficinas de administración en las que hablé con la señora Kirkland y Alan Humphries estaban junto a la escalera por la que había subido por la mañana hasta el cuarto de informes. La puerta que conducía a las oficinas estaba cerrada, con una cerradura corriente en el pomo. Saqué mi colección de llaves, encontré una del tamaño adecuado y hurgué con ella en la cerradura. Giró tras unos momentos agónicos durante los cuales esperé que uno de los enfermeros no me descubriera, o que una enfermera pasase por allí y me abordara.

El pequeño despacho de la señora Kirkland estaba justo enfrente de mí. Un cartel de plástico negro con letras blancas anunciaba su nombre y cargo: Directora de Admisiones. Me puse uno de los pares de guantes de Lotty e intenté abrir su puerta por curiosidad: estaba cerrada. El pasillo que llevaba al despacho de Alan Humphries corría paralelo a la habitación de ella; la antesala de su despacho estaba al final de éste. Dos puertas más, también cerradas, conducían de nuevo al pasillo que había a la derecha.

La soledad del lugar me permitió relajarme; abrí la oficina de Humphries con facilidad. La pequeña habitación que estaba en primer lugar era sin duda la de la secretaria, Jackie Bates, con la que había hablado el día anterior por la mañana. Tenía un escritorio moderno, un procesador de textos y su propia fotocopiadora. La pared estaba cubierta de archivadores. Si el informe de Consuelo no estaba en el despacho de Humphries, iba a tener que enfrentarme a la situación con valentía y mirar en todos los cajones.

La puerta que daba al sancta sanctorum de Humphries era de madera maciza, quizás palo rosa. Una vez que conseguí abrir la cerradura y me metí dentro, me di cuenta de que estaba en la parte del hospital en la que se veían los beneficios.

En lugar del linóleo omnipresente, cubría el suelo parqué de madera auténtica. Encima había una alfombra, persa a juzgar por su aspecto, lo bastante grande como para hacerte pensar que había costado un pico, pero no tanto como para ocultar la madera de debajo. Sobre la alfombra se alzaba un escritorio antiguo, con cajones por los dos lados, forrado de suave cuero rojo en la tapa, marquetería dorada por las patas y los cajones. Cortinas drapeadas cubrían los cristales que separaban la oficina del aparcamiento.

Los cajones del escritorio no estaban cerrados; un verdadero alivio, pues forzar aquella hermosa madera antigua hubiese sido una lástima. Me senté en el espacioso sillón de cuero y me puse a buscar en ellos, intentando no desordenar los papeles. Para alguien tan desordenado como yo, la investigación detectivesca que no se tenga que notar es la parte más difícil.

La carpeta de Consuelo no estaba entre los papeles de Humphries que estaban a la vista, pero encontré los de la organización y la propiedad del hospital. Detrás había una carpeta con la etiqueta «Informes mensuales». Saqué todo en un grueso montón. Me sentí tentada de robarlo en lugar de perder el tiempo fotocopiándolo, pero triunfó la virtud; me fui al despacho de Jackie y encendí la máquina.

Mientras esperaba que se calentase, me llamó la atención el discreto archivador de madera empotrado en la pared detrás del escritorio de Humphries. Estaba cerrado, pero al igual que todas las cerraduras de Friendship, cedió fácilmente. Cuando vives en Schaumburg y no esperas que te roben, el trabajo resulta infinitamente fácil a los detectives.

La carpeta de Consuelo estaba en la parte delantera del cajón de arriba. Hice una respiración profunda y la abrí. Esperaba encontrar algo dramático: los informes que le faltaban a Lotty o alguna declaración asombrosa acerca del tratamiento de Consuelo. Sin embargo, no había más que unas cuantas páginas que anunciaban su llegada al hospital: paciente hembra hispana, de dieciséis años, llegada el 29 de julio, inconsciente y de parto… Luego, la cosa degeneraba al lenguaje médico que Lotty habría de interpretar. Las tres páginas estaban escritas a máquina, aparentemente tomadas al dictado de Peter, y fechadas y firmadas por él.

Sopesé en la mano la carpeta, frunciendo el ceño. Había esperado algo más. Me fui lentamente hasta la antesala, donde copié la carpeta y el masivo documento relativo a la organización del hospital. Al volver a poner las tres hojas en la carpeta, advertí una pequeña hoja de papel en ella, una de esas hojas con el cartelito «Nota de…», en este caso, de Alan Humphries.

No había más que un número de teléfono, sin prefijo, así que seguramente sería el 312, sin nombre ni dirección. Lo copié y volví a ponerlo todo en su lugar original, apagué con cuidado la máquina, apagué las luces y me dirigí a la parte principal del hospital.

En la puerta que conducía de nuevo hacia el pasillo descansé durante un momento, escuchando para asegurarme de que no había nadie al otro lado, y luego me deslicé hacia el ala principal. Dos enfermeras muy enfrascadas en su conversación caminaban hacia mí. No parecieron darse cuenta de que yo estaba donde no debía, y no me echaron ni una ojeada. Me fui pasillo adelante hacia el ala de obstetricia.

Era posible que Peter estuviese atendiendo a un parto de última hora. Mejor curarse en salud. Encontré un teléfono público en una zona de espera y marqué el número de su casa. Contestó a la llamada inmediatamente, así que no estaba durmiendo. Colgué sin decir nada, no fue más que esa molestia que a todos nos pasa de vez en cuando.

Nunca había estado en la oficina de Peter pero sabía, por lo que él contaba, que estaba en la misma zona que las salas de partos. Era en el segundo piso del ala en la que atendieron a Consuelo. Subí por las escaleras y me encontré con una puerta doble que me informaba que para pasar tendría que llevar una mascarilla y una bata. Volví a la planta baja y seguí por pasillo hasta que llegué a otra escalera. Ésta conducía al segundo piso por el otro extremo de la zona reservada.

El vestíbulo estaba desierto, débilmente alumbrado por bombillas ocasionales de emergencia. Había llegado a una zona de oficinas; con suerte, no pasaría nadie por allí hasta la mañana siguiente. Una gran máquina Xerox se encontraba en medio del lugar.

La oficina de Peter era la cuarta puerta. Su título: Director de obstetricia, estaba escrito claramente debajo de su nombre en la puerta de cristal. Abrí y entré.

Igual que Humphries, Peter tenía una pequeña suite para él y su secretaria. Así como Jackie y su jefe vivían en una opulenta pulcritud, aquí todo eran colores brillantes y caos. Una estantería llena de folletos de alegres colores me invitaba a hacer de Friendship mi asesor en todo tipo de asuntos obstétricos. Fotos con madres resplandecientes acunando a saludables bebés me observaban desde las paredes. Un póster con la ilustración de una cigüeña encaramada alegremente en lo alto del hospital en forma de estrella de mar demostraba el buen sitio que era aquél para dar a luz.

Un pequeño manojo de llaves colgaba junto al escritorio. En una ponía «oficina del doctor Burgoyne»; otra era la de la fotocopiadora. El escritorio de la secretaria estaba lleno de carpetas de pacientes y otros documentos. Una fila de archivadores también estaba cubierta de papeles. Les eché una mirada codiciosa antes de coger la llave de la puerta de la oficina de Peter.

El parqué parecía ser prerrogativa de los ejecutivos en Friendship. El linóleo secretarial terminaba bruscamente en la puerta de la oficina de Peter, y comenzaba la madera cara. El suelo tenía un aspecto muy gracioso en la unión, pero no podemos dejar que el personal contratado olvide dónde está su lugar. Y con la puerta cerrada, no se veía nada. Peter no había amueblado su oficina con la opulencia de Humphries. Un escritorio moderno corriente, cubierto también por montones de papeles, se hallaba en el centro de la habitación. Unas cuantas sillas para los pacientes estaban repartidas por allí; la suya era una silla giratoria recubierta de plástico de un modelo corriente. La única contribución personal a la decoración era una gran foto de su sabueso.

Una vez me hube vuelto a poner los guantes de goma, empecé con los papeles que estaban encima del escritorio, hojeándolos rápidamente para comprobar que no hubiera en ellos ninguna referencia a Consuelo. Cuando acabé con el montón de encima, me puse a mirar en los cajones.

Peter lo guardaba todo: recuerdos de niños cuyos partos había atendido, correspondencia con compañías farmacéuticas, notas de MasterCard de que se había excedido en su límite… En una carpeta con el cartel «papeles personales» encontré el contrato original entre Friendship y él hacía cinco años. Alcé las cejas al ver las condiciones. Desde luego que eran más atractivas que un internado de perinatología en Beth Israel. Lo puse a un lado para fotocopiarlo.

En el fondo del último cajón había un informe acerca de Consuelo. Estaba escrito con letra muy pequeña e ilegible; la suya, supuse, pues nunca había visto su letra. No tenía sentido a mis inexpertos ojos.


A las 14,30 llamó el doctor Abercrombie.

A las 15,00 empezamos administración IV de sulf. de mg.


Me abrí paso a través de la incomprensible letra y vi el momento en que el bebé nació, los esfuerzos por hacerle sobrevivir, la muerte a las 18,10. Después, la muerte de Consuelo al día siguiente a las 17,30.

Fruncí las cejas sin entender nada. Más para Lotty. Me debatí ante la duda de si llevarme los originales, corriendo el riesgo de que Peter los echase de menos o poner en marcha la fotocopiadora del pasillo, con la posibilidad de que una enfermera o un médico pasasen por allí y me interrogasen. De mala gana, decidí que no robaría los archivos. No podía devolverlos por correo.

Me detuve en el escritorio de la secretaria para coger las llaves de la fotocopiadora, luego apagué las luces y cerré las puertas tras de mí sin echar la llave. El pasillo seguía desierto cuando me acerqué a conectar la copiadora. Había media docena de cerraduras sin etiquetar en la parte trasera, pertenecientes sin duda a los diferentes despachos del piso. Fui probando con la llave; funcionó en la cuarta, y la máquina se puso en marcha.

Una fotocopiadora parada puede tardar unos cinco minutos o más en calentarse. Mientras esperaba que ésta lo hiciera, me fui por el pasillo a buscar unos servicios. El de mujeres estaba junto a la escalera. No había hecho más que abrir la puerta cuando oí a alguien que subía por la escalera. No podía volver a apagar la fotocopiadora; tampoco quería que me encontrasen en medio del pasillo con un montón de carpetas de Friendship. Me metí en el aseo sin encender la luz.

Los pasos se acercaron y siguieron sin detenerse, y se dirigieron hacia el extremo del pasillo. Un hombre, por el sonido de las pisadas. Abrí la puerta y miré. Era Peter. ¿Para qué demonios iba al hospital a estas horas de la noche?

Vi nerviosa cómo metía la llave en la cerradura. La giró distraído, no pudo abrir, frunció las cejas y volvió a girar la llave. Encogió los delgados hombros y entró. Vi aparecer unas líneas de luz por debajo de la puerta. Esperé durante una infinidad de tiempo. ¿Llamaría a seguridad cuando se diese cuenta de que su oficina también estaba abierta?

Me puse a cantar «Batti, batti», de Don Giovanni, que me llevó unos cinco minutos. Pronuncié las palabras con cuidado dos veces. Diez minutos, y nada. Ignorando el impulso que me había llevado hasta el servicio, me deslicé pasillo abajo, recuperé la llave de la fotocopiadora y bajé por las escaleras hasta el ala principal del hospital.

Me fui rápidamente por el pasillo, me metí en el coche, y rodeé el edificio hasta que encontré el aparcamiento de personal. En las afueras, si trabajas, tienes que ir conduciendo al trabajo. El aparcamiento estaba lleno de coches de los del turno de noche. No podía meterme dentro sin una tarjeta de plástico que abriese la barrera, pero entré andando y encontré finalmente el coche de Peter en el extremo más alejado.

Volví a mi coche y me alejé por la carretera hacia un lugar en el que no podía ser vista, pero desde donde veía la entrada del aparcamiento. A las tres salió Peter. Le vi entrar en el aparcamiento, esperé hasta que salió el Maxima y le seguí a discreta distancia hasta que me aseguré de que se iba hacia su casa.

Mi camisa de seda volvía a estar empapada de sudor. Eres tonta, me dije a mí misma, ¿por qué te empeñas en ponerte cosas de seda en tus correrías de verano?

En ese momento ya no me preocupaba que nadie pudiese interceptarme. Me fui tranquilamente hasta el ala de la oficina de Peter. Seguía desierta. Una vez más, utilicé la llave de la secretaria para poner en marcha la Xerox. Cuando se encendió la luz verde, copié los papeles, los metí en mi maletín, volví a abrir la oficina de Peter y devolví lo que me había llevado.

Al volver a poner las llaves que había cogido prestadas en el ganchito del escritorio de la secretaria, vi lo que le había hecho volver a la oficina: su conferencia acerca de las embolias por fluido amniótico. Había una nota de su apretada letra encima del montón de papeles: «Listo para mecanografiar y pasar a 35 mm. Perdone que se lo haya traído en el último momento.» La conferencia sería el viernes próximo. No le había dejado a la pobre secretaria más que dos días para ordenar las diapositivas.

Sentí el impulso de coger muestras de los folletos de alegres colores y los metí junto con los otros papeles en mi repleto maletín. Cerré las puertas con cuidado tras de mí y me marché.

Era hora de tomarme un whisky, un baño, y a la cama. Cerca de la entrada a la autopista encontré un Marriott, que incluso a esa hora tardía podría suministrarme las tres cosas. Me llevé del bar un Black Label doble y lo subí a mi habitación. Cuando acabé de remojarme bien en la bañera, me había terminado el whisky. La práctica hace que consigas realizar con precisión ese tipo de ejercicios. Caí en la cama y dormí el sueño perfecto del honrado trabajador.

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