XXX

Voz de ultratumba

Cuando llegamos a Beth Israel y nos fuimos al centro de Transcripciones Médicas, encontrar el informe de Malcolm resultó de lo más anticlimático. Las operarias nocturnas se quedaron asombradas al ver entrar a Max. Las risas y las conversaciones que oíamos al acercarnos por el pasillo cesaron inmediatamente y todo el mundo volvió a enfrascarse en sus máquinas con una intensidad tal que parecían estar intentando localizar misiles de largo alcance en las pantallas.

Max, actuando como si el que el director apareciese por allí a las diez de la noche fuese lo más natural del mundo, le pidió a la jefa los trabajos de Malcolm Tregiere. Ella se acercó a un archivador abierto, hojeó hasta llegar a la letra T, y sacó un sobre de papel manila con el nombre de Malcolm escrito encima.

– Me pregunto por qué no habrá venido a por él. Lleva aquí casi un mes.

Eché una mirada a Lotty, que se estaba controlando con grandes esfuerzos.

– Se murió -dijo finalmente con voz ronca-. Puede que no viera usted las noticias y el anuncio aquí en el hospital.

– ¡Oh, vaya…! Lo siento. Era un hombre para el que daba gusto trabajar.

Cuando Max ya se iba con la carpeta, ella dijo, dudando:

– Esto… mire, señor Loewenthal. Se supone que no podemos dejar que los dictados se los lleve nadie más que la persona que los hizo. ¿Podría hacerme el favor de escribirme una notita para mi supervisor? Ya sabe, explicándole que el doctor Tregiere murió y que se hace usted responsable de los papeles.

– No tenía ni idea de que dirigía un hospital tan bien organizado -murmuró Max irónico. Pero cogió obediente un papel y escribió en él unas líneas.

Le seguimos fuera de la habitación, intentando no actuar como tigres alrededor de una gacela. Max sacó un puñado de papeles del sobre y los hojeó, sin dejar de caminar hacia su oficina. Nosotros le seguíamos.

– Sí, aquí está. Consuelo Hernández. «A petición de la doctora Herschel, fui hasta el hospital Friendship el veintinueve de julio, donde acababan de admitir a Consuelo Hernández a las trece cincuenta y dos. Según la enfermera de guardia, llegó inconsciente y de parto…»

Tendió el montón de papeles a Lotty.

– No lo entiendo -dijo Murray mirando hambriento a Lotty-. Si es verdad que los chicos de Friendship querían esto hasta el punto de matar por ello, ¿por qué no hicieron sencillamente lo que acaba de hacer usted? ¿Venir y cogerlo?

Lotty levantó un instante la vista de los papeles.

– No sabían que formaba parte del personal de aquí. Sabían que era socio mío, nada más. Yo ni siquiera pensé en ello. Mi secretaria, la señora Coltrain, mecanografiaba los dictados de las personas que él atendía en la clínica. Nunca se me ocurrió que no le diese a ella todas las notas. ¡Qué estupidez! Pero entre el choque por su asesinato y el ataque contra la clínica, no he discurrido muy bien este último mes. Ni siquiera recuerdo haberme acordado de su informe acerca de Consuelo en Friendship hasta que me enteré de la demanda, la semana pasada.

Llegamos a la oficina de Max y esperamos hasta que abrió la puerta y encendió las luces. Era una habitación confortable, sin la opulencia de sus colegas de Friendship, pero llena de chismes que revelaban la existencia de una vida larga e interesante. El escritorio, arañado por los años de uso, se erguía sobre una alfombra persa, como el de Alan Humphries. Ésta era vieja y gastada por algunos lugares. Max se la había comprado cuando tenía veinticinco años en una tienda de segunda mano en Londres. Las estanterías estaban llenas de libros, la mayoría acerca de dirección de hospitales y finanzas, pero muchos también sobre el arte oriental que tanto le gustaba coleccionar.

Lotty se sentó en un sofá desteñido para acabar de leer. Murray la miraba fijamente, como si pensase que a base de mirarla iba a conseguir absorber el material conectado con sus ondas cerebrales. Yo estaba fatigada; una mezcla de demasiado vino, poca comida y las desagradables reflexiones que me había hecho sobre Peter Burgoyne. Me senté en un sillón un poco apartada de los demás y cerré los ojos. Cuando Lotty habló al fin, no los abrí.

– Está todo aquí. La dejaron sin atención durante más de una hora. Debieron empezar con el sulfato de magnesio cuando tú les dijiste que Malcolm iba para allá, Vic.

No me moví al oír mi nombre y ella continuó.

– Dice que le dijeron que habían utilizado ritodrina. Eso me dijo él por teléfono. Pero él llegó poco después de su primera parada cardíaca y seguía intrigado por lo que podía haberla causado. Así que llamó a la enfermera jefe cuando llegó a Beth Israel y le sacó la verdad: ella estaba preocupada por el estado de Consuelo y quería hablar… Abercrombie apareció justo antes de que Malcolm se fuera. A las seis.

– ¿Abercrombie? -ése era Murray.

– Oh, sí. Tú no sabes nada de esto, ¿verdad? -contestó Lotty-. Es el perinatólogo que anuncian como parte integrante de su personal. En este momento forma parte del equipo de Outer Suburban, ese gran complejo hospitalario y educativo de Barrington. Cuando le llaman a Friendship, deja a un sustituto.

Nadie dijo nada durante unos cuantos minutos. Luego, me obligué a mí misma a sentarme, pensar y abrir los ojos.

– ¿Tienes una caja fuerte? -le pregunté a Max. Cuando él asintió, dije-: Me sentiría mejor si todo esto estuviese bajo llave. Pero hagamos fotocopias antes. Murray, ¿puedes hacer copias de treinta y cinco milímetros del informe de Malcolm y de las notas de Burgoyne?

– Me temía algo así -dijo-. Va a costar una fortuna. Veinticuatro horas dando vueltas… Tendremos que dividir esas páginas en cuatro para que sean legibles… Doce diapositivas. ¿Tienes seiscientos dólares, Warshawski?

Ya sabía él perfectamente que no los tenía. Max habló:

– Aquí tenemos nuestro propio cuarto oscuro para hacer diapositivas, Ryerson.

Yo me levanté.

– Gracias, Max. Te lo agradezco… Me voy a casa. El día ha sido demasiado largo. He pensado mucho.

– Ven conmigo, querida -dijo Lotty-. No quiero que conduzcas. Y no quiero que vuelvas a ese desastre de apartamento. Además, fuese quien fuese el que entró, puede pensar que tienes algo más que esconder. Me sentiré mejor si estás a salvo conmigo.

Nadie puede sentirse totalmente seguro si tiene que enfrentarse a un recorrido nocturno en coche con Lotty, pero la oferta me animó. La idea de subir las escaleras solitarias de la parte de atrás hasta la puerta de mi cocina no dejaba de darme vueltas en la cabeza.

Esperamos mientras Max estaba abajo en el vestíbulo copiando los papeles. Tenía una pequeña caja fuerte de pared detrás del escritorio, colocada allí por el administrador para que guardase sus papeles personales; «una respuesta absurda al crimen urbano» la llamaba él, pero esa noche se reveló bastante útil.

Murray, casi babeando como un sabueso, cogió las copias. Estuve a punto de reírme al ver su cara cuando intentó leerlas. Nada como la jerga de otro para hacerte sentir completamente ignorante.

– Maldita sea -le dijo a Max-. Si usted y Lotty no me jurasen que estos documentos son amenazadores, estoy seguro de que yo no lo adivinaría ni en cien años. Espero que Nancy Drew Warshawski sepa lo que está haciendo. Yo nunca pegaría un salto y gritaría «Lo siento, yo maté a Malcolm Tregiere» si alguien me enfrentase a ellos.

– ¿No te parece entonces que es mucho mejor que no lleves esto al Star hasta que dispongas de todos los hechos? -le dije impertinente-. De todas formas, no creo que Peter Burgoyne matase a Malcolm. No sé quién lo hizo.

Murray simuló asombro.

– ¿Hay algo que se te haya escapado?

Max nos miraba con evidente regocijo, pero a Lotty la conversación no le parecía especialmente graciosa. Me llevó de prisa hacia el pasillo, sin apenas esperar a que Max se despidiese.

Una vez instalada en el asiento del pasajero del coche de Lotty, me dejé invadir por el cansancio. Si Lotty escogía esa noche para estamparse contra una farola, no sería mi miedo el que se lo impidiese.

Ninguna de las dos habló durante el viaje. Se me ocurrió, desde la lejana concha en la que me mantenía la fatiga, que Lotty necesitaba apoyo. Con sus conocimientos y su experiencia Lotty podía haber exigido cualquier cantidad para que la contratasen en cualquier hospital del país. Pero su mayor logro había sido poder poner su arte al servicio de las personas que más lo necesitaban.

A veces, cuando Lotty me pone furiosa, le pincho acusándola de que se cree que puede salvar al mundo. Pero sospecho que es lo que realmente pretende: librarse de algún modo del infierno que vivió a base de curar a la gente. No me mueven semejantes ideales en mi trabajo de detective. No sólo porque no creo que pueda salvar al mundo, sino porque me parece que la mayoría de la gente está más allá de la redención. No soy más que el barrendero que limpia pequeños montones de porquería aquí y allá.

Como Peter Burgoyne. No me extraña que estuviese tan obsesionado con la muerte de Consuelo y la reacción de Lotty. Porque sabía que la había dejado morir. Yo no podía decir si el tratamiento que le había administrado contribuyó a su muerte o no. Pero aceptar trabajar en un lugar que prometía proporcionar un servicio que no podía proporcionar, había creado la situación que causó su muerte.

Hubo un tiempo en el que había sido un buen médico, muy prometedor. Eso decía en sus referencias el presidente de Friendship, en la carta en la que le ofrecía su puesto de trabajo en el hospital. Ésa debía ser la razón por la que guardó sus notas sobre Consuelo: culpabilidad. Sabía lo que tenía que haber hecho, si hubiese sido el tipo de médico que era Lotty. Pero no tenía agallas como para admitir que estaba equivocado. Así que se atormentaba a sí mismo en privado, sin tener que confesarse en público. El señor Contreras tenía razón, Peter era una insignificancia.

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