I

El lugar más allá de O'Hare

El calor y la cegadora monotonía de la carretera sumían en el sopor a todo el mundo. El sol de julio brillaba sobre McDonald's, Video King, Computerland, Arby's, Burger King, el Coronel, una tienda de coches, y de nuevo sobre McDonald's. El tráfico, el calor y la monotonía me daban dolor de cabeza. Dios sabe cómo se encontraría Consuelo. Cuando salimos de la clínica, ella estaba de lo más excitada, charlando acerca del trabajo de Fabiano, del dinero, de la canastilla del bebé.

– Ahora mamá me dejará irme a vivir contigo -gritó con entusiasmo, enlazando cariñosa su brazo con el de Fabiano.

Echando un vistazo por el espejo retrovisor, no vi signos de alegría en la cara de él. Fabiano estaba hosco.

– Un mocoso -decía la señora Alvarado, furiosa con Consuelo, la niña mimada de la familia. Que pudiese querer a semejante tipo, que hubiese tenido que quedar embarazada de él… Y que quisiese tener el niño… Consuelo, siempre estrictamente vigilada (pero nadie podía secuestrarla y llevarla a casa desde la escuela cada día), estaba ahora virtualmente bajo arresto domiciliario.

Cuando Consuelo dejó claro que iba a tener el niño, la señora Alvarado insistió en que se celebrase una boda (de blanco, en el Santo Sepulcro). Pero una vez a salvo el honor se quedó con su hija en casa, mientras que Fabiano seguía con su madre. La situación hubiese sido ridícula si no fuera porque la tragedia se cernía sobre la vida de Consuelo. Y para ser justa con la señora Alvarado, eso es lo que ella quería evitarle. No deseaba que Consuelo se convirtiese en la esclava de un bebé y de un hombre que ni siquiera intentaba encontrar trabajo.

Consuelo acababa de terminar la escuela superior con un año de antelación -por su brillantez-, pero no tenía experiencia. En cualquier caso, la señora Alvarado insistió en que fuese a la universidad. Fue la que pronunció el discurso de despedida de su clase, la mejor de la casa, la ganadora de numerosas becas; y no iba a tirar por la borda todas aquellas oportunidades para llevar una vida de trabajo doméstico agotador. La señora Alvarado sabía lo que era una vida semejante. Había educado a seis hijos trabajando como encargada de la cafetería de uno de los mayores bancos del centro. Estaba decidida a que su hija se convirtiese en médico, o abogado o ejecutivo, y a que llevase a los Alvarado a la fama y a la fortuna. Aquel maleante, aquel gamberro[1]no iba a destruir su brillante futuro.

Yo había oído todo aquello más de una vez. Carol Alvarado, la hermana mayor de Consuelo, era la enfermera ayudante de Lotty Herschel. Carol rogó a su hermana y razonó con ella para que abortase. La salud de Consuelo no era buena: había sufrido una operación de vesícula a los catorce años, y era diabética. Carol y Lotty intentaron convencer a Consuelo de que en aquellas condiciones el embarazo podía ser problemático, pero la chica estaba empeñada en tener a su niño. Ser diabética, tener dieciséis años y estar embarazada no es la mejor de las situaciones. En agosto, y sin aire acondicionado, puede ser casi intolerable. Pero Consuelo, demacrada y débil, era feliz. Había encontrado una salida perfecta para la presión a la que desde su nacimiento la tenía sometida toda la familia.

Se sabía que era el miedo a los hermanos de Consuelo lo que impulsaba a Fabiano a buscar trabajo. Su madre se hallaba totalmente dispuesta a seguir manteniéndole durante toda su vida. El parecía pensar que si dejaba las cosas a su aire el tiempo suficiente podría acabar desapareciendo de la vida de Consuelo. Pero Paul, Herman y Diego habían estado encima de él todo el verano. Una vez le habían dado una paliza, me contó Carol un poco preocupada, pues Fabiano tenía algo que ver con una de las bandas de la calle, pero consiguieron que no dejase de buscar trabajo.

Y ahora Fabiano tenía la oportunidad de conseguir uno. Una fábrica cerca de Schaumburg contrataba personal no especializado y el tío de un amigo de Carol era el director; éste había aceptado sin entusiasmo ayudar a Fabiano si el chico iba a hablar con él.

Carol me había despertado a las ocho aquella mañana. Odiaba tener que molestarme, pero todo dependía de que Fabiano realizara aquella entrevista. Su coche se había estropeado. «¡Ese bastardo! Seguro que lo ha estropeado él mismo para no tener que ir.» Lotty estaba ocupada; mamá no sabía conducir; Diego, Paul y Herman estaban trabajando.

– V. I., ya sé que esto parece una imposición. Pero tú eres como de la familia y no puedo mezclar a extraños en los asuntos de Consuelo.

Yo apreté los dientes. Fabiano era un mocoso medio hosco, medio arrogante, como aquellos con los que yo solía pasarme media vida cuando era abogado de oficio. Me hubiese gustado perderlos de vista cuando me convertí en detective privado ocho años atrás. Pero los Alvarado se lo merecían. Un año antes, en Navidad, Carol se pasó el día cuidándome cuando me di un baño imprevisto en el lago Michigan. Luego, aquella vez que Paul Alvarado cuidó a la niña de Jill Thayer cuando su vida estaba en peligro. Podía recordar un sinnúmero de ocasiones, grandes y pequeñas, así que no tenía elección. Accedí a recogerles en la clínica de Lotty a mediodía.

La clínica se hallaba lo bastante cerca del lago como para que llegase una brisa a disipar algo del terrible calor del verano. Pero cuando llegamos a la autopista y nos dirigimos a los barrios del noroeste, el aire cálido nos golpeó. Mi cochecito no tiene aire acondicionado y el aire caliente que se metía por las ventanillas abiertas acabó incluso con el entusiasmo de Consuelo.

Por el retrovisor la veía pálida y marchita. Fabiano se había alejado al otro extremo del asiento, diciendo huraño que hacía demasiado calor como para acercarse. Llegamos a una intersección de la carretera con la Ruta 58.

– La desviación debe estar por aquí -dije por encima del hombro-. ¿Por qué lado de la carretera es?

– Por el izquierdo -gruñó Fabiano.

– No -dijo Consuelo-. Por el derecho. Carol dijo que era por el lado norte de la autopista.

– Quizá seas tú la que tendrías que hablar con el director -dijo Fabiano enfadado, en español-. Tú organizaste la entrevista, conoces el camino. ¿Te fías de mí como para que vaya, o prefieres hacerlo en mi lugar?

– Lo siento, Fabiano. Perdóname, por favor. Estoy preocupada por el niño. Sé que puedes ocuparte de esto tú solo. -Él rechazó su mano suplicante.

Llegamos a Osage Way. Giré hacia el norte y seguí por la calle durante una milla o dos. Consuelo tenía razón: Canary and Bidwell, fabricantes de pinturas, se encontraba detrás de la carretera, en un moderno parque industrial. El edificio, bajo y blanco, se alzaba en un paisaje que incluía un lago artificial con patos y todo.

Al verlo, Consuelo revivió.

– ¡Qué bonito! Qué bien que puedas trabajar con estos patos tan bonitos y los árboles.

– Qué bonito -asintió Fabiano sarcástico-. Después de haber conducido treinta millas con todo el calor, me va a encantar ver a los patos.

Me metí en el aparcamiento de visitantes.

– Iremos a ver el lago mientras hablas con el señor. Buena suerte.

Puse tanto entusiasmo como pude en el comentario. Si no conseguía el trabajo antes de que naciese el niño, quizá Consuelo se olvidase de él y pidiese el divorcio o una anulación. A pesar de su austera moralidad, la señora Alvarado se ocuparía de su nieto. Tal vez su nacimiento liberase a Consuelo de sus miedos y se decidiese a vivir de una vez su propia vida.

Ella despidió vacilante a Fabiano, deseando besarle pero sin atreverse. Me siguió en silencio hasta el sendero que rodeaba el agua, caminando lenta y dificultosamente con su barriga de siete meses. Nos sentamos en la escasa sombra de los jóvenes árboles y contemplamos, calladas, a las aves. Acostumbradas a las migajas de los visitantes, nadaron hacia nosotras graznando esperanzadas.

– Si es una niña, Lotty y tú seréis las madrinas, V. I.

– ¿Charlotte Victoria? Qué carga más tremenda para un bebé. Tendrías que preguntarle a tu madre, Consuelo. Tal vez eso le ayude a reconciliarse contigo.

– ¿Reconciliarse? Piensa que soy una malvada. Malvada y despilfarradora. Carol, igual. Sólo Paul me apoya un poco… ¿Tú también lo piensas, V. I.? ¿Crees que soy malvada?

– No, cara. Creo que estás asustada. Quieren que vayas tú sola a Gringolandia y ganes premios para ellos. Es difícil hacerlo sola.

Ella me cogió la mano, como una niña pequeña.

– ¿Entonces serás la madrina?

No me gustaba su aspecto: demasiado blanca, con rosetones en las mejillas.

– No soy cristiana. Puede que vuestro párroco tenga algo que decir al respecto… ¿Por qué no te quedas aquí descansando y yo voy a un bar y traigo algo fresco para beber?

– Yo… no te vayas, V. I. Me siento muy rara, me pesan las piernas…, creo que el bebé viene.

– No puede ser. ¡Sólo estás en el séptimo mes!

Le palpé el abdomen, sin saber qué tenía que encontrar. Su falda estaba empapada y cuando la toqué sentí un espasmo.

Miré a mi alrededor aterrada. No se veía un alma. Por supuesto, estábamos más allá de O'Hare [2]. No había calles, ni vida urbana, ni gente; sólo millas y millas de centros comerciales y puestos de comida rápida.

Traté de dominar el pánico y hablé con calma.

– Voy a dejarte sola unos minutos, Consuelo. Necesito entrar en la fábrica y averiguar dónde está el hospital más cercano. Tan pronto como lo sepa, vendré a buscarte… Intenta respirar despacio, contén la respiración y exhala el aire -le apreté la mano y practiqué con ella unas cuantas veces. Sus ojos pardos estaban muy abiertos y aterrorizados y su cara muy cansada y blanca, pero me sonrió débilmente.

Dentro del edificio, me detuve un momento, desorientada. Un débil olor acre llenaba el aire, y se oía una especie de rumor, pero no había ningún mostrador, ni recepcionista ni nada. Podía haber sido la entrada del infierno. Me metí por un pasillo en dirección al ruido. Una habitación enorme se abría a la derecha, llena de hombres, barriles y una espesa niebla. A la izquierda vi una verja en la que se leía RECEPCIÓN. Detrás de ella estaba sentada una señora de mediana edad con pelo desteñido. No era gorda, pero tenía esa barbilla fláccida que provoca la falta de ejercicio y una dieta inadecuada. Se ocupaba de varios montones de papeles, con aspecto poco esperanzado.

Levantó la vista, agobiada y brusca, cuando la llamé. Le expliqué la situación lo mejor que pude.

– Necesito llamar a Chicago para hablar con su médico. Para saber a dónde la llevo.

La luz se reflejaba en las gafas de la mujer. No le podía ver los ojos.

– ¿Una chica embarazada? ¿En el lago? ¡Debe estar usted equivocada!

Tenía el acento nasal del sur de Chicago: Marquette Park trasladado a las afueras.

Respiré profundamente y lo volví a intentar.

– He traído aquí a su marido. Está hablando con el señor Héctor Muñoz. Acerca de un trabajo. Ella vino con nosotros. Tiene dieciséis años. Está embarazada, de parto. Tengo que llamar a su médico, tengo que encontrar un hospital.

La barbilla colgante tembló un poco.

– No estoy segura de entender lo que me está diciendo. Pero si quiere usted hablar por teléfono, bonita, venga por aquí.

Apretó un botón junto a su escritorio, que levantó la verja que había ante la puerta, señaló un teléfono y volvió a sus montones de papeles.

Carol Alvarado contestó con la calma anormal que las crisis provocan en algunas personas. Lotty estaba operando en Beth Israel; Carol podía llamar al departamento de obstetricia de allí y averiguar a qué hospital debería llevar a su hermana. Sabía dónde estaba yo; había ido varias veces a visitar a Héctor. Me dijo que esperase.

Me quedé allí, con el teléfono húmedo en la mano, las axilas empapadas, las piernas temblando, luchando contra el impulso de gritar de impaciencia. Mi compañera de la barbilla colgante me miraba de reojo mientras revolvía sus papeles. Yo respiraba con el diafragma para tranquilizarme y me concentraba en cantar mentalmente Un bel dì. Cuando Carol volvió al teléfono, yo respiraba más o menos con normalidad y podía concentrarme en lo que me estaba diciendo.

– Hay un hospital cerca de donde estás llamado Friendship V. El doctor Hatcher, de Beth Israel, dice que deben tener un centro neonatal de nivel tres. Llévala allí. Enviamos a Malcolm Tregiere hacia allá para ayudar. Intentaré hablar con mamá, cerrar la clínica e ir hasta allí lo más pronto posible.

Malcolm Tregiere era el socio de Lotty. El año anterior, Lotty había accedido de mala gana a disminuir el tiempo de dedicación a la medicina perinatal en Beth Israel, que la había hecho famosa. Si te dedicas a la obstetricia y a tiempo parcial, necesitas alguien que te sustituya. Por primera vez desde que había abierto la clínica, Lotty había cogido un socio. Malcolm Tregiere, especializado en obstetricia, estaba terminando un curso de perinatología. Compartía los puntos de vista de ella sobre medicina y tenía la misma intuición rápida con la gente.

Me sentí algo aliviada cuando colgué y me volví hacia la barbilla colgante. Me estaba contemplando ansiosa. Sí, sabía dónde estaba Friendship. Canary and Bidwell mandaba allí a las personas que sufrían algún accidente. Dos millas carretera adelante, un par de giros, no puede usted perderse.

– ¿Puede usted llamar allí y decir que vamos? Dígales que es una chica joven. Diabética. De parto.

Ahora que se había enterado bien de lo que pasaba, estaba deseosa de ayudar, encantada de llamar.

Me fui volando junto a Consuelo, que yacía sobre la hierba bajo un árbol, jadeando. Me arrodillé junto a ella y le toqué la cara. Tenía la piel fría y sudorosa. No abrió los ojos, pero murmuró algo en español. No podía oír lo que decía, pero creía estar hablando con su madre.

– Sí, aquí estoy, pequeña. No estás sola. Vamos a hacer esto juntas. Venga, cariño, vamos, aguanta, aguanta.

Me sentía como si me estuviese ahogando, como si mis senos se curvaran hacia adentro y se me apretasen contra el corazón.

– Resiste, Consuelo. No te vayas a morir aquí.

No sé cómo, conseguí ponerla de pie. Medio llevándola, medio guiándola, hicimos tambaleantes los noventa metros más o menos que había hasta el coche. Me aterraba que pudiese desmayarse. Una vez en el coche creo que perdió la consciencia, pero yo concentré todas mis energías en seguir las apresuradas instrucciones de la mujer. Volvimos a la carretera por la que habíamos venido, segundo giro a la izquierda, luego a la derecha. El hospital, surgiendo en medio del campo como una estrella de mar gigante, se encontraba ante mí. Dejé el coche contra una barandilla, junto a la entrada de urgencias. Barbilla colgante había cumplido con su tarea. Mientras abría mi puerta, manos expertas sacaron a Consuelo del coche con facilidad y la colocaron en una camilla con ruedas.

– Tiene diabetes -le dije a un ayudante-. Acaba de cumplir la semana veintiocho. Es todo lo que puedo decirles. Su médico de Chicago ha enviado a alguien que conoce su caso.

Las puertas de acero se abrieron silbando sobre unos carriles neumáticos; los ayudantes metieron la camilla a toda velocidad. Yo les seguí lentamente, viendo cómo el largo pasillo se los tragaba. Si Consuelo podía aguantar con los tubos y los aparatos hasta que Malcolm llegara, todo iría bien.

No dejé de repetírmelo a mí misma mientras caminaba en la dirección por la que se había ido la camilla de Consuelo. Llegué a un puesto de enfermeras que estaba a una milla más o menos del vestíbulo. Dos jóvenes blancas con cofias almidonadas se enzarzaban en una conversación en voz baja. A juzgar por una risita sofocada, pensé que no debía tener nada que ver con tratamientos a los pacientes.

– Perdonen. Soy V. I. Warshawski. He venido acompañando a una persona en urgencia obstétrica hace unos minutos. ¿A quién le puedo preguntar por ella?

Una de las mujeres dijo que iba a comprobar el «número 108». La otra se palpó la cofia para asegurarse de que su identidad estaba intacta y se colocó la sonrisa médica. Vacía y condescendiente.

– Me temo que aún no tenemos información sobre ella. ¿Es usted su madre?

¿Madre? El comentario me chocó al principio. Pero para aquellas jóvenes seguro que yo parecería lo suficientemente mayor como para ser abuela.

– No. Una amiga de la familia. Su médico estará aquí dentro de una hora. Malcolm Tregiere. Forma parte del equipo de Lotty Herschel. ¿Pueden ustedes informar de ello al equipo de la sala de urgencias? -Yo me preguntaba si la mundialmente famosa Lotty sería conocida en Schaumburg.

– Mandaré a alguien a decírselo en cuanto haya una enfermera libre -me lanzó una brillante sonrisa perfecta que no significaba nada-. Mientras tanto, ¿por qué no se va usted a la sala de espera que hay al final del pasillo? Preferimos que no haya gente por los pasillos mientras no sea la hora de visita.

Yo parpadeé unas cuantas veces. ¿Qué tenía todo aquello que ver con conseguir información acerca de Consuelo? Pero tal vez fuese mejor conservar mis energías para una batalla auténtica. Volví sobre mis pasos y llegué a la sala de espera.

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