XXI

Bien relacionado

El señor Contreras recobró la consciencia a última hora del domingo. Como iban a mantenerle en cuidados intensivos durante veinticuatro horas más, no podía verle, pero Lotty me dijo que no se acordaba del accidente. Recordaba haber hecho la cena y leído línea a línea los resultados de las carreras en el periódico -su ritual nocturno-, pero no podía acordarse de haber subido las escaleras de mi apartamento.

Ni ella, ni el neurólogo que trajo para que le examinase podían darle a la policía esperanzas de que fuese a recordar nunca a sus asaltantes. Aquel tipo de episodio traumático quedaba a menudo bloqueado en la mente. El detective Rawlings, con el que me tropecé al entrar en el hospital, estaba molesto. Yo me sentía agradecida de que el anciano se fuese a recuperar.

El lunes por la mañana, mi amigo de la fábrica de cajas de Downers Grove decidió que estaba dispuesto a pagar mis tarifas; alguien había estrellado una carretilla elevadora contra el costado del edificio el sábado por la mañana, causando daños por valor de cinco mil dólares. Se suponía que el conductor estaba bajo los efectos del crack. El dueño protestó cuando supo que yo no podría ir personalmente hasta dentro de una semana, pero acabó accediendo a que empezasen los hermanos Streeter. Ellos estaban libres para ir a Downers Grove al día siguiente.

Ahora que tenía un cliente fijo de pago, me concentré en mis propios problemas. Las sospechas acerca de Peter me molestaban, y al acordarme de la última conversación telefónica, me estremecía un poco. Pero no iría muy lejos con mis dudas. Necesitaba demostrarme claramente a mí misma que él no tenía nada que ver con el robo de los archivos de IckPiff de mi sala de estar.

La secretaria de Dick. Me tumbé en el suelo de la sala, en medio de los discos y los libros, y cerré los ojos. Andaba por los cuarenta. Casada. Esbelta, educada, eficiente, ojos castaños. ¿Regina? No, Regner. Harriet Regner.

A las nueve, marqué el número de Friendship en Schaumburg y pregunté por Alan Humphries, el administrador. Contestó una voz femenina que me anunció que hablaba con la oficina del señor Humphries.

– Buenos días -dije con lo que suponía que era una voz agradable, eficaz y ocupada-. Soy Harriet Regner, la secretaria del señor Yarborough, de Crawford & Meade.

– Oh, hola, Harriet. Soy Jackie. ¿Pasaste un buen fin de semana? Tienes la voz un poco tomada.

– No es más que la alergia, Jackie. Ya sabes, es la época -me puse un pañuelo en la nariz para parecer aún más acatarrada-. El señor Yarborough necesita que el señor Humphries le proporcione una pequeña información… No, no hace falta que me pongas con él, seguramente puedes decírmelo tú misma. No estamos seguros de si la cuenta del señor Monkfish debe ir a la cuenta de Friendship o si tenemos que hacer una factura aparte y mandársela directamente al señor Burgoyne.

– Espera un minuto -me tumbé de espaldas mirando al techo, deseando estar presente de algún modo cuando Dick se enterase de esta conversación.

– ¿Harriet? El señor Humphries dice que ya habló de todo esto con el señor Yarborough; que la cuenta se la debéis mandar directamente a él, pero aquí, al hospital. Quiere hablar contigo.

– Muy bien, Jackie. Oh, espera un segundo, el señor Yarborough me está llamando por el interfono. ¿Puedo llamarte dentro de un momento? Estupendo.

Colgué. Así que ya lo sabía. O lo había confirmado. Friendship pagaba la cuenta de Dieter Monkfish. Pero, ¿por qué?, por todos los santos. Puede que Alan Humphries fuese un miembro fanático del así llamado movimiento por el derecho a la vida. Pero probablemente, Friendship practicaba abortos terapéuticos, por lo menos durante el primer trimestre. Puede que Friendship los hiciese y Humphries se retorciera de angustia por ello: era dinero para acallar su conciencia. Después de todo, era él el que estaba pagando la cuenta de Dieter, en lugar de pasarla a la cuenta del hospital.

Pero aquello dejaba sin contestar una penosa pregunta. ¿Qué tenía Peter que ver con todo aquello? La única razón por la que yo había investigado en Friendship era porque Peter había estado en mi casa la noche en que me traje los archivos de IckPiff a casa. Pero, ¿a él qué más le daba? Como no fuese una repugnancia moral hacia el robo…

De mala gana, le llamé a su oficina de Friendship. Su secretaria me informó que estaba en cirugía. ¿Quería dejar algún recado?

A duras penas me contuve para no decir:

«Sí, quiero saber a quién contrató para que le diesen una paliza al señor Contreras» -así que le pregunté por el informe de Consuelo.

– El doctor no dejó instrucciones acerca de eso -me dijo dudosa-. ¿Cuál es su nombre?

Las recepcionistas que llaman a los doctores «doctor» son como las personas mayores que llaman a su padre «papá». Como si fuera el único en el mundo, ya saben. Dios no me dejó instrucciones.

Le di mi nombre y le pedí que dijese a Peter que me llamase cuando saliera de cirugía. Después de colgar, estuve paseando nerviosa por mi apartamento, con ganas de actuar, pero sin saber cómo. Sin estar muy segura de querer encontrar algo más.

Finalmente, volví al teléfono para llamar a Murray Ryerson, jefe de la sección de sucesos del Herald Star. El periódico había publicado una pequeña noticia acerca del robo a Monkfish en la sección «Chicago Beat». Cuando las noticias de mi atraco llegaron al despacho de sucesos el viernes, Murray me llamó con grandes esperanzas de conseguir una buena historia, pero yo le conté que no estaba trabajando en nada en ese momento.

Aquella mañana, le encontré en la sección de la ciudad.

– ¿Has oído lo del robo en la oficina de IckPiff?

– Estás confesando -dijo inmediatamente-. No es ninguna noticia, V. I. Todo el mundo sabe que eres una lianta.

Se creía gracioso; me alegré de que no pudiera verme la cara.

– Dick Yarborough, de Crawford & Meade, es el abogado de Dieter. ¿Lo sabías? Acabo de consultar mi bola de cristal hace unos minutos, y me ha dicho que Dick tendrá hoy los archivos desaparecidos. Puedes llamarle y preguntárselo.

– Vic, ¿por qué diablos me estás contando eso? Los archivos perdidos de IckPiff no son nada del otro mundo. Aunque los robases tú y se los hubieses mandado al abogado… ¿Cómo se llama? ¿Yarborough?, no tiene ningún interés.

– Bueno. Pensé que un articulito redondeando un poco la historia del robo podía estar bien. No tengo el material, por cierto, ni sé quién lo tiene. Pero creo que mañana, a más tardar, lo tendrá Dick. ¡Hasta luego!

Estaba a punto de colgar, cuando Murray dijo de pronto:

– Eh, espera un minuto. Monkfish lanzó a una multitud contra la clínica de Lotty Herschel hace unas semanas, ¿verdad? Y Yarborough es el tío que le sacó del embrollo. Vale. Lo tengo aquí en la pantalla. Y luego, le entraron en su oficina. Venga, Warshawski, ¿qué está pasando?

– Oye, Murray. Los archivos de IckPiff no son nada del otro mundo, como tú acabas de decir. Perdona por haberte molestado. Llamaré al Trib -me reí al oír sus graznidos y colgué.

Me acerqué a la clínica a ver cómo andaba Lotty. Los negocios habían progresado poco durante los primeros días después de la reapertura, pero aquella mañana, todos los asientos de la sala de espera estaban ocupados. Niños, madres con bebés chillones, mujeres embarazadas, mujeres mayores con hijas adolescentes, y un solo hombre, mirando rígido hacia la nada, con las manos un poco temblorosas.

La señora Coltrain dominaba la situación como un camarero experto ante una multitud nerviosa. Me sonrió profesional, y su pánico de algunas semanas antes se borró de mi memoria. Dijo que iba a avisar a la doctora Herschel que yo estaba allí.

Vi a Lotty un instante, entre dos visitas. Debía haber perdido dos kilos y medio durante el fin de semana; los pómulos sobresalían agudos bajo las espesas cejas negras.

Le conté mis esfuerzos por conseguir los informes de Friendship.

– Intentaré volver a ponerme en contacto con Peter esta tarde. Si no consigo nada, ¿quieres que le diga a Hazeltine que llame? -Morris Hazeltine era su auténtico abogado.

Lotty hizo una mueca.

– No me lleva este asunto. Tengo que hacerlo a través de la compañía de seguros y utilizar los servicios de su abogado. Se lo mencioné a ellos. Están enfadados conmigo por haber perdido los informes.

De pronto, se golpeó la frente con la palma de la mano.

– El cansancio está acabando con mi capacidad de pensar. El estado -el Departamento de Medio Ambiente y Recursos Humanos- hace visitas improvisadas a los hospitales cuando tiene lugar la muerte de una madre o de un niño. Tienen que tener algún informe de Consuelo, al menos el que hizo Malcolm.

– ¿Qué vas a hacer? ¿Llamarles y pedírselo? -mis experiencias con el estado me decían que no solían ser muy colaboradores.

Lotty parecía segura de sí misma.

– Normalmente, no lo haría. Pero una mujer que es asistente del director de ese departamento, Philippa Barnes, estudió conmigo. Fue una de las primeras internas que trabajaron conmigo en Beth Israel. Muy buena. Pero era al principio de los sesenta, y a una mujer le costaba encontrar trabajo como privada, y para colmo, ella era negra. Así que tuvo que ponerse a trabajar para el estado… Mira, tengo todavía unas cuatro horas de trabajo aquí. Si la llamo y le digo que vas a ir a verla, ¿te importaría ir?

– Será un placer. Me gusta tener cosas que hacer. Me siento como si nosotras dos fuésemos esos patitos que se ponen para que les dispares en Riverview -le conté lo de Dick y Dieter Monkfish-. ¿Qué opinas de eso?

Sus espesas cejas negras se unieron en una línea por encima de su nariz.

– Nunca comprendí que te casaras con ese hombre, Vic.

Sonreí.

– Complejo de inferioridad del inmigrante. El es un completo WASP. ¿Pero por qué Friendship?

Ella se hizo eco de mis primeros pensamientos.

– Puede que sea dinero para acallar su conciencia porque allí se hagan abortos. La gente es rara -su mente había vuelto a la consulta-. Voy a llamar a Philippa.

Me apretó rápidamente el brazo y se retiró por el pasillo hasta la oficina, como un gato, tan rápido que un instante estaba aquí y al siguiente ya no estaba. Era un alivio ver cómo había vuelto a su antiguo ser.

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