XIX

Uptown Blues

Acabé llevando a Lotty otra vez a la clínica para comprobar por mí misma que los archivos no estaban. Es algo irracional; cuando alguien ha perdido algo, siempre estás convencida de que tú podrás encontrarlo, que no han mirado en algún oscuro lugar del que tú lo sacarás triunfante. Levanté alfombras, miré detrás de los radiadores, debajo de cada superficie plana, saqué los cajones de todos los archivadores para ver si Consuelo y la familia Hernández no se habían escurrido por debajo. Tras un par de horas de tirar y levantar, tuve que admitir que los informes no estaban.

– ¿Y el dictado de Malcolm; las notas que dictó después de ver a Consuelo en Friendship? ¿Tienes todavía la cinta?

Sacudió la cabeza.

– Nunca la he tenido. Cuando asaltaron su casa debieron robar el dictáfono.

– Vaya cosa más rara para robar. No se llevaron la televisión ni el contestador.

– Bueno, puede que no pudieran con la televisión -contestó Lotty sin gran interés-. Era muy grande, antigua, ¿verdad? Se la vendió de segunda mano uno de sus profesores. Para serte sincera, me había olvidado de su dictáfono con el golpe por su muerte. Supongo que podríamos ir ahora a ver si está.

– ¿Por qué no? Total, esta noche, lo único que iba a hacer era dormir.

Conduje con ella las pocas millas que nos separaban del apartamento de Malcolm.

Incluso la parte alta de la ciudad está tranquila a primeras horas de la mañana. Había algunos borrachos en la calle, y un hombre mayor paseando a su perro; los dos iban muy despacio sobre sus piernas artríticas. Pero nadie nos molestó cuando entramos en el destartalado portal y subimos los tres pisos que nos separaban del piso de Malcolm.

– Voy a tener que hacer algo con este sitio -comentó Lotty, rebuscando las llaves en su bolso-. El contrato de alquiler dura un mes más aún. Luego, supongo que tendré que vaciarlo. No sé por qué me nombró su albacea. No se me da especialmente bien este tipo de trabajo.

– Deja que Tessa lo haga -le sugerí-. Ella puede decidir lo que quiere conservar y tirar luego todo lo demás. O dejar la puerta abierta. Las cosas se evaporan bastante deprisa.

Por encima del revoltijo desagradable se sentía ahora el triste olor de las habitaciones abandonadas. En cierto modo, el olor y las capas de polvo hacían que los destrozos resultasen más soportables. Aquel no era ya un lugar en el que vivía una persona. No era más que el resto de un naufragio, algo que se podría encontrar en el fondo del lago.

Lotty, que normalmente rebosaba alegría, se quedó en la puerta mirando mientras yo buscaba. Había sufrido demasiados golpes últimamente: la muerte de Consuelo, la de Malcolm, el desavalijamiento de la clínica, y ahora una demanda por negligencia. Si no fuese una idea inverosímil, yo hubiera pensado que todos aquellos hechos habían sido organizados por alguien que tenía algo contra Lotty. Quizá Dieter Monkfish, con lo loco que estaba, la atacase en lo más vulnerable para obligarla a retirarse. Me senté sobre los talones para pensar en ello. Eso significaría que Fabiano y Monkfish estaban de acuerdo, lo cual era difícil de creer. Y que Monkfish hubiese contratado a gente para apalear a Malcolm, lo cual era absurdo.

Me levanté.

– No está aquí, Lotty. Puede que esté en alguna tienda de empeños de Clark Street, o Malcolm la dejaría en su coche. Podemos comprobarlo si tienes las llaves.

– Claro. Mi cerebro no funciona estos días. Es donde teníamos que haber mirado en primer lugar. Siempre dictaba en el coche cuando no podía acabar en el hospital.

Ni siquiera el reformista Harold Washington se interesa mucho por la parte alta. Sólo funcionaban algunas luces de la calle, y tuvimos que circular despacio calle arriba, mirando cada coche. El hombre artrítico y su perro se habían ido a casa y la mayoría de los borrachos dormían, pero una pareja discutía debajo de una de las farolas junto al extremo de la manzana. El Dodge azul de Malcolm, abollado y oxidado por los años, estaba aparcado junto a ellos. Encajaba tan bien con el vecindario que nadie se había preocupado por él. Seguía teniendo ruedas, las ventanillas estaban intactas y el maletero sin forzar.

Abrí la puerta del conductor. Las luces interiores no funcionaban. Utilicé el lápiz-linterna de mi llavero, no vi nada en el asiento ni en la guantera y tanteé debajo del asiento. Mis dedos chocaron con una caja pequeña de cuero y saqué el dictáfono de Malcolm.

Volvimos calle abajo hasta mi coche. Lotty me cogió la máquina y la abrió de golpe.

– Está vacía -dijo-. Debe haber hecho algo más con la cinta.

– O la tenía en el apartamento y sus asesinos la robaron. Se llevaron todas las cintas estéreo.

Ambas estábamos demasiado cansadas como para decir nada más. Mientras volvíamos a casa, Lotty se quedó sentada en silencio, hecha un ovillo en un rincón, con el rostro entre las manos. Eran casi las cuatro cuando llegamos a su apartamento. La ayudé a subir, calenté un poco de leche y eché en ella un buen chorro de coñac, el único alcohol que tenía en casa. El que se lo bebiera sin protestar daba idea de su agotamiento.

– Voy a llamar a la clínica -le dije-, y dejaré recado en el contestador de que llegarás tarde. Necesitas dormir más que nada.

Me miró sin expresión.

– Sí. Sí, debes tener razón. Tú también, Vic. Siento haberte tenido de pie toda la noche. Échate en la habitación libre si quieres. Voy a desconectar el teléfono.

Me deslicé por entre las finas sábanas de la habitación de invitados de Lotty, que olían a lavanda. Me dolían los huesos y estaba molida. Los acontecimientos del día, revueltos, daban vueltas y más vueltas en mi cerebro. Monkfish. La cuenta de Dick. Los archivos de IckPiff. ¿Dónde estaba la cinta de Malcolm? ¿Dónde estaba el informe de Consuelo?

Los tenía el bebé. Estaba sentada en un alto acantilado que dominaba el lago Michigan, agarrando una carpeta de papel manila con sus deditos púrpura. Yo intentaba subir por una duna para quitársela, pero resbalaba por la arena y seguía cayendo. Sudorosa y sedienta, me ponía de pie. Veía a Peter Burgoyne que se acercaba al bebé por detrás. Cogía la carpeta e intentaba quitársela, pero ella la agarraba demasiado fuerte. El dejaba la carpeta y empezaba a estrangularla. Ella no hacía el menor ruido, pero me miraba con ojos suplicantes.

Me desperté sudando y castañeteando los dientes, desorientada. Cuando me di cuenta de que no estaba en mi cama, me entró el pánico durante unos segundos hasta que me acordé de todo lo sucedido la noche anterior. Estaba en casa de Lotty. El reloj de viaje en la elegante mesilla de noche no tenía cuerda. Busqué mi reloj por entre la ropa que había dejado tirada por el suelo. Las siete y media.

Me quedé tumbada intentando relajarme, pero no pude. Me levanté y me di una larga ducha. Abrí la puerta de Lotty. Seguía durmiendo, frunciendo sus espesas cejas. Cerré la puerta con cuidado y me marché del apartamento.

Me di cuenta de que algo andaba mal en cuanto empecé a subir las escaleras de mi casa. Había papeles tirados por los escalones, y cuando llegué al descansillo del segundo piso, vi una mancha que parecía sangre seca. Saqué el revólver sin pensar y subí corriendo los dieciséis escalones que quedaban.

El señor Contreras yacía delante de mi apartamento. Habían roto la puerta con un hacha. Perdí un minuto asegurándome de que ya no había nadie, y luego me arrodillé junto al anciano. Le había sangrado mucho la cabeza por una herida que tenía en el cuero cabelludo, pero la sangre ya se había coagulado. Respiraba con un ritmo algo entrecortado, pero estaba vivo. Le dejé durante un minuto y me colé por el agujero hecho por el hacha. Llamé a una ambulancia, llamé a la policía y saqué una manta de mi apartamento para envolverle. Mientras esperaba, miré a ver cómo estaba. La herida de su cabeza parecía ser la única. Había una llave de tuercas tirada a un metro de su cuerpo encogido.

Los primeros en llegar fueron los bomberos: un joven y una mujer de mediana edad con uniformes azul oscuro, ambos muy musculosos y parcos en palabras. Escucharon lo que les conté mientras colocaban al señor Contreras en una camilla; le bajaron por las escaleras en menos de un minuto. Yo les sujeté las puertas y vi cómo le metían en una ambulancia y se dirigían hacia Beth Israel.

Unos minutos más tarde, un par de azul-y-blancos frenaron chirriando delante del edificio. Salieron tres hombres uniformados; uno se quedó en el coche utilizando la radio o haciendo informes o lo que fuera.

Salí a su encuentro.

– Soy V. I. Warshawski. Han entrado en mi apartamento.

Uno de ellos, un hombre negro mayor con barriga, escribió mi nombre lentamente mientras me seguía por las escaleras. Les conté la letanía: a qué hora había llegado a casa, dónde había pasado la noche, que si me faltaba algo.

– No lo sé, acabo de llegar. Mi vecino estaba aquí tirado en estado comatoso frente a la puerta y me preocupé más por él que por un montón de pertenencias de mierda.

Me fallaba la voz. La rabia, el choque, la jodida gota que colmaba el vaso. El asalto y la herida del señor Contreras eran superiores a mis fuerzas.

El más joven del trío quería saber cosas acerca del señor Contreras.

– ¿Su novio?

– ¡Use la cabeza! Anda por los setenta y tantos. Es un mecánico retirado que cree que sigue siendo el forzudo que era hace cuarenta años y se ha erigido en mi padre. Vive en el entresuelo y cada vez que entro o salgo del edificio se asoma para ver si estoy bien. Tiene que haber seguido a quien fuese hasta arriba e intentado echarlos con la llave de tuercas. -Para horror mío, sentí cómo me caían las lágrimas por los bordes de los ojos. Respiré hondo, regularizando la respiración, y esperé la pregunta siguiente.

– ¿Esperaba a alguien?

– Oh, es que hace dos semanas tuve un encuentro con Sergio Rodríguez, de los Leones. El detective Rawlings sabe todo el asunto. El señor Contreras pensó que podía vigilar para ver si venían a por mí por la noche, aunque yo le había dicho que si oía a alguien, les llamase a ustedes en seguida. Pero supongo que sigue pensando que tiene que ser un héroe.

Me interrumpieron en seguida, preguntando acerca de Sergio. Les conté la historia de siempre, de cómo había ido alimentando su odio hacia mí por la larga sentencia de prisión. Uno de ellos llamó por radio al hombre del coche, pidiéndole que llamase a Rawlings. Mientras ellos tomaban notas y esperaban al detective, yo recorrí el apartamento contemplando el desorden. Algo estaba mal en la sala, pero no sabía qué. La televisión seguía allí; el estéreo también, pero todos los libros y los discos habían sido arrojados al suelo en una gran montaña extendida.

Parecían faltar unas cuantas cosas pequeñas, pero las únicas cosas que realmente me importaban -los vasos de vino de mi madre- seguían en el armario del comedor. La caja fuerte del armario de la entrada estaba sin tocar; allí seguían el colgante de diamantes y los pendientes. Yo no podía imaginarme a mí misma llevando aquellas delicadas joyas, pero nunca las vendería. Quién sabe; puede que tuviera una hija algún día. Cosas más raras han pasado.

– No toque nada -me advirtió el poli más joven.

– No, no; no iba a hacerlo.

No es que importase. Con nueve mil asesinatos más o menos al año para aclarar, y con agresiones y violaciones a montones, un robo no iba a ser considerado prioritario. Pero siempre nos parece que la brigada de huellas e investigación conseguirá algo.

La única cosa que no quería que investigasen mucho eran los libros de IckPiff. Volví a la sala a echarles una mirada subrepticia y me di cuenta de lo que estaba mal.

Mi mesita de café suele estar cubierta con ejemplares viejos de The Wall Street Journal, correo que aún no he revisado y un revoltijo de objetos personales. Peter había puesto los libros y el fichero encima de los periódicos. Cuando me marché el día anterior, había vuelto a poner el archivo en precario equilibrio encima del montón. Ahora, no sólo no estaba, sino que faltaban todos los papeles. Alguien lo había recogido todo, los periódicos, las cartas, las revistas y un par de calcetines viejos de correr que había retirado, y se lo había llevado.

– ¿Qué pasa? -preguntó el poli tripudo-. ¿Le falta algo?

No podía hablar de ello. Ni siquiera decir que faltaban mis periódicos viejos. Porque si alguien roba periódicos viejos, tiene que ser porque piensa que escondes algo en ellos.

– No que yo sepa, oficial. Creo que es ahora cuando está empezando a afectarme.

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