XV

Es increíble a quién se encuentra uno en el juzgado de guardia

Cuando el servicio de emergencia acabó de cubrir los marcos rotos de las ventanas del frente, eran ya las cuatro y media. La agente de seguros de Lotty, Claudia Fisher, vino a ver los daños en cuanto la llamé. Una mujer de edad mediana, un poco pesada; trajo una Polaroid y tomó muchas fotos, tanto del interior como de las calles de afuera.

– Es muy chocante -dijo-. Absolutamente injustificado. Conseguiré que la compañía pague la limpieza, pero la doctora Herschel debería conseguir a alguien especializado. Alguien que entienda de informes y de suministros médicos y pueda volver a ponerlo todo en su sitio. De otro modo, se va a encontrar con un jaleo aún peor.

Yo asentí.

– Ya lo había pensado. Le sugeriré que llame a alguien de Beth Israel, a ver si puede conseguir que venga un grupo de enfermeras e internos. Supongo que podrán arreglarlo en un día.

Cuando las ventanas estuvieron otra vez en su sitio, desenterré el contestador automático de Lotty del revoltijo y dejé un mensaje sencillo: la clínica estaría cerrada durante el resto de la semana. Si había alguna emergencia, la gente tendría que llamar a Lotty a su casa.

Saqué a Claudia Fisher por la puerta de atrás y me fui a buscar al señor Contreras. Mi primera parada fue en casa: para bañarme, tomar algo de cena y utilizar el teléfono. Cuando llegué a mi apartamento, la adrenalina que me sostuvo durante la tarde había desaparecido. Sentía los pies de cemento cuando llegué a la puerta principal y subí al apartamento.

Me preparé un baño tan caliente como pude aguantar y me tumbé en la bañera, flexionando con lentitud los músculos entumecidos. El vapor suavizó el rígido lado derecho de mi cara, y pude sonreír y fruncir el ceño sin preocuparme de que se me saltasen los puntos.

Me amodorré en el agua tranquilizadora, y allí estaba medio dormida cuando me despertó el teléfono. Salí despacio de la bañera, envolviéndome en una toalla de baño, y cogí el aparato que estaba junto a mi cama. Era Burgoyne. Había visto la manifestación por televisión y estaba preocupado por mi estado y el de Lotty.

– Estamos bien -le aseguré-. La clínica está hecha un auténtico desastre, sin embargo. Y al pobre señor Contreras le abrieron la cabeza y se lo llevaron en un coche celular. Me voy ahora mismo a buscarle y a rescatarlo.

– ¿Te gustaría ir hasta Barrington mañana por la noche? ¿Ir a cenar a las afueras?

– Tendré que llamarte -dije-. Después de todo lo que he pasado hoy, no puedo pensar más que en lo próximo que tengo que hacer.

– ¿Quieres que vaya y que te acompañe un rato? -me preguntó inquieto.

– Gracias. Pero no sé cuánto tiempo me llevará arreglar todo el lío legal. Intentaré llamarte durante el día de mañana. ¿Quieres darme el número de tu oficina?

Lo apunté y colgué. Mientras me ponía un vestido de algodón de color dorado que parecía lo bastante serio para el juzgado de guardia, empecé a hacer una serie de llamadas telefónicas. Primero, a la comisaría del distrito, después al comisario, donde me tuvieron esperando unos cinco o seis minutos. Finalmente averigüé que al señor Contreras se lo habían llevado a Coock County para que le cosieran la cabeza, y le iban a trasladar al juzgado desde el hospital. Colgué y volví a llamar a una vieja amiga que andaba aún con los de Ayuda Legal. Afortunadamente, estaba en casa.

– Cleo, soy V. I. Warshawski.

Nos contamos las novedades de los diez meses más o menos que habían pasado desde que hablamos por última vez, y luego le expliqué mi problema.

– Han metido a todo el mundo en las celdas de la comisaría y los llevarán al juzgado por la noche. ¿Puedes averiguar quién está de servicio en Ayuda Legal? Voy a ir y presentarme como testigo.

– Oh, vaya, Vic. Tenía que haber sabido que estarías mezclada en el asalto a la clínica ésa de esta tarde. ¡Qué horror! Pensé que Chicago había conseguido librarse de los ataques de esos lunáticos.

– Yo también. Y espero que no sea una señal para un ataque concentrado contra las clínicas de abortos de la ciudad. Lotty Herschel está muy preocupada. Está reviviendo lo que los nazis le hicieron a su hogar en Viena en su niñez.

Cleo prometió volver a llamarme al cabo de unos minutos para darme el nombre. El baño había borrado lo peor de mi fatiga, pero aún me sentía atontada. Había desayunado hacía muchas horas; necesitaba proteínas para recuperarme. Rebusqué sin convicción en la nevera. Hacía casi una semana que no iba a la tienda y no había por allí gran cosa con buen aspecto. De hecho, encontré cierto número de artículos de origen dudoso, pero no me sentía con ganas de ponerme a hacer limpieza. Al final, me decidí por los huevos, haciendo una rápida frittata con cebollas, uno de los tomates del señor Contreras y los restos de un pimiento verde.

El teléfono sonó cuando me tragaba los últimos pedazos. Cleo llamaba para darme el nombre del representante de Ayuda Legal que estaría en el juzgado de guardia aquella noche: Manuel Díaz. Le di las gracias y me dirigí a la calle Once esquina a State.

No hay problemas de aparcamiento más allá de la desértica zona sur de la Circunvalación por la noche. Durante el día, la zona está repleta de gente que se ocupa de ruinosos asuntos en los almacenes, y de los viejos cafés que les sirven. Por la noche, el cuartel general de la Comisaría Central es la única fuente de vida en la zona; la mayoría de los visitantes no llegan conduciendo su propio vehículo.

Aparqué el Chevy junto al edificio y entré. Los vestíbulos, con su pintura descascarillada y el fuerte olor a desinfectante me trajo nostálgicos recuerdos de las visitas a mi padre, sargento hasta su muerte, hacía ya catorce años.

Encontré a Manuel Díaz fumando un cigarrillo en una de las salas de conferencias junto a la sala de audiencias. Era un mexicano robusto. Aunque no me acordaba de él, parecía lo bastante mayor como para haber estado en Ayuda Legal cuando yo estaba allí. Su duro rostro estaba lleno de profundos surcos. Un montón de marcas de viruela le daban a sus mejillas un aspecto pecoso. Le expliqué quién era yo y lo que quería.

– El señor Contreras anda por los setenta. Es un mecánico que solía meterse en jaleos con los sindicatos en sus tiempos, y esta tarde decidió volver a su juventud. No sé de qué le van a acusar. Le vi persiguiendo a alguien con una llave inglesa, pero a él también le dieron bien.

– Todavía no nos han traído los cargos, pero seguramente le habrán detenido por perturbar el orden público -contestó Díaz-. Detuvieron a ochenta personas esta tarde, así que no se anduvieron con muchos detalles a la hora de repartir los cargos.

Charlamos durante un rato. Había sido abogado de oficio durante veinte años, primero en Lake County, y después en la ciudad de Chicago. Vivía en la parte sur, explicó, y el que le trasladasen a la zona norte sería demasiado para él.

– Aunque echo de menos los viejos tiempos tranquilos de aquí. Ahora acaba uno agotado; supongo que ya lo sabe usted.

Yo hice una mueca.

– Sólo estuve aquí cinco años. Supongo que soy demasiado impaciente o egocéntrica. Quería ver resultados, y como abogado, encontraba que la situación no era muy distinta cuando acababa con un cliente que antes de empezar. A veces, las cosas estaban incluso un poco peor.

– Así que se estableció por su cuenta, ¿eh? ¿Por eso le cortaron la cara? Bueno, por lo menos está usted consiguiendo resultados. Yo tengo algunos clientes un poco brutos, pero nunca me atacaron con una navaja.

Me ahorré tener que contestar gracias a la llegada de un ordenanza con las hojas de cargos. Manuel las hojeó con la rapidez que da la experiencia, separando los más sencillos -alteración del orden, conducta desordenada, vagabundeo- de los más graves. Le pidió a un alguacil que trajese todos los casos de alteración del orden y desórdenes en grupo.

Entraron nueve hombres, incluyendo el señor Contreras y su amigo Jake Sokolowski. Eran con mucho los más viejos del grupo. Los demás, jóvenes de clase media en diferentes estadios de desaliño, parecían a la vez asustados y belicosos. Mitch Kruger, el tercer mecánico, había desaparecido; no le habían detenido, me contó más tarde el señor Contreras. Con sus vendajes en torno a la cabeza y su ropa de trabajo toda rota, el anciano parecía un desecho barriobajero, pero la pelea parecía haber añadido combustible a su abundante reserva de energía, y me sonrió muy desenvuelto.

– ¿Vienes a rescatarme, cielo? Ya sabía yo que podía contar contigo. Por eso no me preocupé demasiado en llamar a Ruthie. Crees que tengo mal aspecto, ¿eh? ¡Pues tendrías que ver al otro!

– Escuche -le interrumpió Manuel-. Lo último que queremos de ustedes es que fanfarroneen de sus hazañas. Mantengan la boca cerrada durante las próximas dos horas, y con un poco de suerte, dormirán esta noche en sus camas.

– Claro, jefe, lo que usted diga -accedió el señor Contreras alegremente. Dio un codazo a Sokolowski en su gran estómago y los dos guiñaron los ojos y sonrieron como un par de adolescentes espiando por primera vez a una chica.

Seis de los otros siete detenidos habían sido arrestados también en la clínica, en la lucha por defender a los fetos. Al otro hombre lo habían encontrado cantando en medio de las oficinas del Fort Dearborn Trust a primera hora de la noche. Nadie sabía cómo había conseguido burlar a los guardias de seguridad, y cuando Manuel se lo preguntó, sonrió alegremente y anunció que había llegado volando.

Manuel interrogó a Sokolowski y al señor Contreras juntos. Decidió alegar defensa propia, decir que estaban intentando ayudar a Lotty a mantener abierta su clínica y que la multitud les había atacado. Cuando el señor Contreras protestó indignado al verse en un papel tan pasivo, le recordé el ruego de Manuel de que permaneciese en silencio.

– Ya fue un héroe esta tarde -le dije-. Si le grita al juez, no va a conseguir más que treinta días o una buena multa. No va a disminuir en nada su hombría el que el juez no conozca hasta el último detalle de sus payasadas.

Acabó accediendo de mala gana, pero con una expresión terca que me hizo sentir lástima por su fallecida esposa. Sokolowski, aunque no tan en forma como su amigo, estaba igual de empeñado en aparecer como el hombre más grande y feroz de toda la avenida Damen. Pero cuando el señor Contreras acabó accediendo a alegar defensa propia, él accedió también.

No me permitieron estar presente durante el interrogatorio de los seis invasores de clínicas. Cuando el alguacil llevó al señor Contreras y a Sokolowski a la celda, me di un paseo por el edificio para ver si estaba el teniente Mallory. Pasé por delante del escritorio del sargento de guardia y bajé al vestíbulo de la zona de homicidios.

Mallory no estaba, pero el amigo de Rawlings, el detective Finchley, sí. Un negro delgado, tranquilo, que se levantó educado cuando yo entré.

– Me alegro de verla, señora Warshawski. ¿Qué le pasó en la cara?

– Me corté afeitándome -dije, harta del asunto-. Creí que su amigo Conrad Rawlings ya se lo habría contado; gracias por el informe que le dio sobre mi carácter -era Finchley el que le había dicho a Rawlings que yo era como un grano en el culo que conseguía resultados-. ¿El teniente Mallory se ha ido ya a casa? ¿Querría decirle usted que he estado aquí? ¿Que me hubiera gustado charlar con él acerca de lo que ocurrió en la clínica de la doctora Herschel esta tarde?

Finchley prometió darle el recado. Me miró cara a cara.

– Es usted un grano en el culo, señora Warshawski. Conque se cortó afeitándose, ¿eh? Pero se preocupa usted por sus amigos y eso me gusta.

Sorprendida y conmovida por el cumplido, volví hacia la sala de audiencias con un poco más de energía. Tuve que abrirme paso a la fuerza para conseguir sentarme. Aunque los juzgados de día repartidos por la ciudad atraen a cierto número de curiosos que quieren pasar el tiempo, en los juzgados de noche no se reúnen a una hora adecuada, así que suelen estar vacíos. Pero aquella noche, un gran número de antiabortistas, llevando rosas en la mano, estaban allí esperando al juez.

Como habían detenido a tanta gente por destruir la clínica, había un gran número de abogados sentados en la parte delantera esperando a sus clientes. Unos diez polis uniformados se sentaban también con ellos, y un par de periódicos habían mandado asimismo a su gente. Conocía a uno de ellos, una joven reportera de sucesos del Herald Star, que se acercó al ver que me sentaba. Le conté la historia del señor Contreras. Tenía un agradable matiz de interés humano, que podía contribuir a que la muchedumbre antiabortista no estuviese en la primera página. Los periódicos y las emisoras de televisión de Chicago son marcadamente antiabortistas en sus reportajes.

Finalmente, el alguacil murmuró algo y todos nos pusimos de pie. El tribunal comenzó la sesión. Mientras iban llamando a los diferentes sumarios uno tras otro, varios abogados se acercaban, a veces Manuel Díaz, más a menudo uno de los abogados privados. Era una sesión fuera de lo corriente para el juez, que no estaba acostumbrado a tantos clientes de pago.

Estaba distraída, pero no dejaba de mirar la parte de atrás de la cabeza de uno de los abogados. Me parecía de lo más familiar. Estaba deseando que se diese la vuelta para poder echarle un vistazo a su cara, cuando movió los hombros con un gesto de irritación. Aquello me trajo inmediatamente su nombre a la memoria: Richard Yarborough, socio principal de Crawford & Meade, una de las principales firmas de abogados de la ciudad. Me acostumbré a aquel movimiento impaciente de sus hombros durante los dieciocho meses en los que estuvimos casados.

Dejé escapar un silbido silencioso. El tiempo de Dick valía doscientos dólares la hora. Debían haber detenido a alguien muy importante. Estaba pensando en ello sin llegar a ninguna conclusión cuando me di cuenta sobresaltada de que me llamaban. Me dirigí al frente, recité mi papel al juez y me sentí complacida al ver que soltaban a mi nada arrepentido vecino con una simple advertencia.

– Si se le vuelve a ver por la calle con una llave de tuercas o cualquier otra herramienta de tamaño similar, se considerará intención violenta y constituirá una violación de su compromiso. ¿Me comprende usted, señor Contreras?

El anciano rechinó los dientes, pero Manuel y yo le miramos gravemente y él dijo:

– Sí; sí, señor.

Estaba claro que quería seguir hablando, así que le cogí por un brazo, sin apenas esperar oír al juez decir «Absuelto» y dar un martillazo, y le empujé fuera del banquillo.

Iba murmurando para sí acerca de que hubiese preferido ir a la cárcel antes que dejar que la gente pensase que era un gallina, cuando le interrumpí.

– Voy a llevarle a casa -dije-. Pero mi ex marido está aquí en el tribunal. Es pura curiosidad, pero quiero saber por qué. ¿Le importa esperar un momento?

Como esperaba, aquellas noticias le distrajeron inmediatamente.

– No sabía que estuvieses casada. ¡Debí haberlo adivinado! El chico no era lo bastante bueno para ti, ¿eh? Ven a preguntarme la próxima vez. No vuelvas a repetir el mismo error. Como el tipo ese que trajiste la otra noche… A mí me parece una insignificancia.

– Sí, bueno, es médico, no tiene muchas oportunidades de meterse en peleas de bar. El primero es un abogado caro. Si me hubiese quedado con él, tendría ahora una mansión en Oak Brook y tres niños.

Sacudió la cabeza.

– No te hubiera gustado. Créeme, cielo; estás mejor así.

El alguacil nos miraba con el ceño fruncido, así que le pedí al señor Contreras que se callase. Esperamos a que se vieran unos cuantos casos, incluyendo el del hombre que se había metido en las oficinas de Fort Dearborn, que fue enviado a Cook County para que le hiciesen un examen psiquiátrico.

Luego, el alguacil anunció el sumario 81523: el pueblo contra Dieter Monkfish. Dick se levantó y se aproximó al banquillo. Mi cerebro se puso a dar vueltas tan rápido que la habitación me pareció girar. ¿Monkfish e IckPiff con uno de los abogados más caros de la ciudad? No pude oír lo que se dijeron Dick y el juez, o el juez, el policía y Monkfish, pero el resultado fue que Monkfish quedó en libertad bajo fianza, fue citado ante el tribunal para octubre y se le amonestó por perturbar la paz. Si accedía, se retirarían los cargos. Murmuró que estaba de acuerdo, mientras le subía y bajaba la nuez, y la función acabó.

El señor Contreras se me acercó para esperar en el vestíbulo que había junto a la sala de conferencias de los abogados. Dick salió unos quince minutos después. Le detuve antes de que se marchase pasillo adelante.

– Hola, Dick. ¿Podemos hablar unos minutos?

– Vic, ¿qué demonios estás haciendo aquí?

– Vaya, Dick, yo también me alegro de verte. ¿Qué tal estás?

Se me quedó mirando. Nunca me ha perdonado realmente por no haberle sabido apreciar en lo que vale.

– Me gustaría irme a casa. ¿Qué es lo que quieres?

– Lo mismo que tú, Dick: hacer que las ruedas de la justicia giren más suavemente. Éste es Salvatore Contreras. Uno de los chicos de tu cliente le dio en la cabeza con un tablón esta tarde.

El señor Contreras tendió una callosa mano hacia Dick, que se la estrechó sin ganas.

– Metió usted bien la pata al dejar irse a esta chiquita, joven -le informó a Dick-. Es una gran chica, de lo mejor. Si tuviese treinta años menos me casaría yo mismo con ella. Aunque sólo fueran veinte.

A Dick se le estaba petrificando la cara, señal de que estaba furioso.

– Gracias -le dije al señor Contreras-, pero ambos estamos mejor como estamos. ¿Le importaría esperarnos un momento? Quiero preguntarle algo que quizá no quiera contestar delante de gente.

El señor Contreras se alejó amablemente por el vestíbulo. Dick me miró sombrío.

– ¿Y bien? Ahora que has conseguido que el viejo me insulte, no estoy seguro de tener ganas de contestarte ninguna pregunta.

– Oh, no le hagas caso. Se ha erigido en mi padre. Puede que se ponga un poco pesado, pero no tiene mala intención… Me sorprendió verte con Dieter Monkfish.

– Ya sé que no estás de acuerdo con sus ideas, Vic, pero eso no significa que no tenga derecho a un abogado.

– No, no -dije rápidamente-. Ya sé que tienes razón. Y te respeto por aceptar defenderle. No debe ser un cliente fácil.

Se permitió sonreír con cuidado.

– No creo que le invitase a acompañarme al Club de la Union League. Pero no creo que tenga que llegar a eso; no es ese tipo de cliente.

– Me estaba preguntado qué tipo de cliente sería. Quiero decir que tú, uno de los abogados más prestigiosos de la ciudad, y él, un fanático con una organización pobre… ¿Cómo pueden permitirse pagar a Crawford & Meade?

Dick sonrió paternal.

– No es asunto tuyo, Vic. Hasta los fanáticos tienen amigos.

Lanzó una ojeada al Rolex que le lastraba la muñeca izquierda y declaró que se tenía que ir.

El señor Contreras volvió a acercarse en cuanto vio que Dick se marchaba.

– Qué mierdecilla. Sí, es un auténtico gilipollas.

Llegamos a mi pequeño Chevy justo a tiempo de ver a Dick derrapando ostentosamente en un Mercedes deportivo. Vaya, vaya, pensé, lo conseguiste, tío. Entendí el mensaje: si yo hubiese sido una buena chica, podría andar en uno de esos coches en lugar de este trasto.

Abrí las puertas y ayudé al señor Contreras a entrar. Mientras él charlaba alegremente junto a mí, yo pensaba. Así que Monkfish no se pagaba su cuenta. Dick tenía razón; no era asunto mío. Pero de todas formas, me moría de curiosidad.

Загрузка...