VI

En los archivos

Aparqué en el garaje que hay al sur del parque Grant, debajo de la avenida Michigan, y caminé hacia mi oficina. El vestíbulo del edificio Pulteney en South Wabash despedía el habitual olor fétido a azulejos mohosos y orina rancia. Pero el edificio era viejo, construido cuando la gente construía para que las cosas durasen; dentro de sus vestíbulos sin aire acondicionado y de sus escaleras se sentía el fresco atrapado entre los gruesos muros de cemento.

El ascensor estaba estropeado, lo que ocurría dos veces por semana. Tuve que abrirme camino a través de huesos de pollo y desperdicios menos apetitosos. Las medias y los tacones no son el calzado perfecto para subir los cuatro pisos que hay hasta mi oficina. No sabía por qué me había molestado, por qué no trabajaba directamente en mi casa. El no poder permitirme alquilar algo en un edificio mejor, y tener una oficina junto al centro financiero (porque la delincuencia que había en él era mi especialidad), no parecía razón suficiente para pasarme la vida luchando en aquel tugurio y sus continuas averías.

Abrí la puerta de mi oficina y contemplé la visión de un montón de correspondencia que se había acumulado durante una semana, esparcida por el suelo. Mi alquiler incluía un chico de dieciséis años que recogía el correo del vestíbulo y lo repartía entre los inquilinos. Ningún empleado postal subiría todos aquellos escalones a diario.

Puse en marcha el aire acondicionado de la ventana y llamé a mi servicio de contestador. Tessa Reynolds quería hablar conmigo. Mientras marcaba el número me di cuenta de que la planta que había comprado para alegrar la habitación se había muerto deshidratada.

– V. I., ¿has oído lo de Malcolm? -su voz profunda sonaba tensa, filtrándose con dificultad entre las cuerdas vocales-. Me… me gustaría contratarte. Quiero asegurarme de que los encuentran, de que retiran a esos bastardos de la circulación.

Le expliqué con tanta paciencia como pude lo que le había dicho a Lotty.

– ¡Vic! ¡No es propio de ti! ¿Qué quieres decir con lo de que es un trabajo para la policía y con lo de la rutina? Quiero estar completamente segura de que cuando esa rutina diga que no hay manera humana de encontrar al asesino, es que de verdad no hay manera. Quiero estar segura de eso. No quiero irme a la tumba pensando que podían haber encontrado al asesino, pero que no buscaron bien y que Malcolm después de todo, aunque fuese un gran cirujano, ¡no dejaba de ser un negro muerto más!

Intenté volver al racionalismo que hacía posible mi trabajo. Tessa no se estaba metiendo conmigo de manera personal. Estaba comportándose del modo en que algunas personas se comportan cuando sienten dolor: con rabia, y exigiendo razones para comprender su aflicción.

– Acabo de tener esta conversación con Lotty, Tessa. Haré las preguntas que pueda en las pocas fuentes que tengo. Y ya he prometido a los Alvarado que hablaré con Fabiano. Pero no puedes esperar de mí que resuelva este crimen. Si averiguo algún camino a seguir, se lo indicaré directamente al oficial de turno porque él tiene los medios para seguirlo.

– Malcolm te respetaba tanto, Vic. Y le estás dando la espalda -un sollozo que quebró su voz profunda fue lo que me impidió darle un grito.

– No le estoy dando la espalda -dije para poner las cosas en su sitio-. Sólo te estoy diciendo que si hago esto como es debido, no voy a conseguir lo que puede conseguir la policía. ¿Crees que soy de piedra, que si a un amigo mío lo apalean hasta morir, yo me quedo tan tranquila, llena de objetividad distante como si fuera Sherlock Holmes? Por Dios, Tessa, Lotty y tú me hacéis sentir como el extremo de un ariete.

– Si yo tuviese tu experiencia y tus contactos, Vic, me sentiría encantada de poder actuar en lugar de quedarme aquí sentada en mi estudio con un martillo intentando cincelar una estatua de la pena.

La comunicación se cortó. Me froté la cabeza con cansancio. Mis hombros polacos no me parecían lo suficientemente anchos como para manejar la carga que hoy soportaban. Los hice girar con suavidad para deshacer los nudos. En circunstancias normales, Tessa hubiera tenido razón: yo arreglo mejor mis problemas actuando que pensando. Por eso soy una buena detective. Así que, ¿por qué me parecía este trabajo tan poco apetecible?

Me levanté rígida y colgué la chaqueta en un viejo colgador que había en un rincón. Todos los muebles de mi oficina son de segunda mano. El gran escritorio de roble y el colgador proceden de una subasta de la policía. La Olivetti manual era de mi madre. Detrás del escritorio hay un archivador de metal verde, regalo de una compañía de artes gráficas para cancelar una cuenta que no me podían pagar.

El archivador contiene todos los papeles que he manejado desde que abandoné los tribunales hace una década. Cuando dejé el puesto de abogado de oficio, los archivos de mis pleitos se los quedó el condado. Pero yo guardé todas las notas y recibos, motivada por un oscuro temor de que el condado (un dios celoso, si es que hay alguno) pudiese hacer una auditoría de mis notas de gastos y pedir que les reembolsase los gastos de kilometraje. A medida que pasaba el tiempo, no me parecía que mereciese la pena ordenarlos y tirar los que no sirviesen. Puse la planta muerta y las páginas desparramadas de un informe para un caso que acababa de terminar en un rincón y volqué el contenido del cajón de abajo del archivador sobre el escritorio.

Encontré viejos recibos de gasolina, nombres y direcciones de testigos cuyas identidades ya no significaban nada para mí, un detallado informe de la defensa de una mujer que había matado al hombre que la había violado cuando le soltaron bajo fianza. Se me pusieron las manos negras y pegajosas con el polvo de una década, y mi blusa de seda beis pálido se volvió gris.

A la una me fui a la tienda de comida rápida de la esquina a comprarme un sandwich de carne en conserva (que no era la mejor elección en un día tan bochornoso). Me llevé dos latas de soda baja en calorías para compensar la sal. Finalmente, hacia el final de la tarde, encontré la nota que estaba buscando, metida entre dos hojas con la lista de libertades bajo fianza que me correspondían en febrero de 1975.

Sergio Rodríguez, delincuente juvenil. Le habían detenido numerosas veces durante su corta vida por actos cada vez más antisociales. Finalmente, a los dieciocho años, tuvo que comparecer ante el tribunal por cargos de asalto con agravantes. Mi alegre trabajo consistió en defenderlo. Era un joven guapo, con mucho encanto y mucha violencia dentro. Lo que tenía era el número de teléfono de su madre. Ella creía en el encanto, no en la violencia. Yo había hecho todo lo que había podido por su descarriado niño.

Conseguimos bajar la sentencia de diez años a la de dos a cinco por ser, se suponía, su primer delito. Sergio salió de Joliet más o menos por la época en que yo me establecí por mi cuenta.

Cuando le defendí llevaba una vida de delincuencia con una banda de Humboldt Park llamada los Forasteros Venenosos. Cuando salió de la cárcel, con su licenciatura carcelaria en violencia y bandas, se colocó rápidamente en una posición poderosa. Contribuyó a que los Forasteros se cambiasen el nombre por el de los Leones Latinos, y proclamó que eran un club privado masculino como los Kiwanis y los Leones no Latinos. Había visto su foto en el Herald Star hacía unos meses, entrando en el juzgado, pues había puesto un pleito al periódico por llamar a los Leones banda callejera. Llevaba un traje de tres piezas cuya tela cara se distinguía hasta en la foto del periódico. Mientras tanto, bajo su tutela, los Leones se habían hecho con la zona de Wrigley Field. Últimamente, según dijo Rawlings, se habían trasladado a la zona hispana de la parte alta de la ciudad.

Metí el número de la señora Rodríguez en mi bolso y contemplé el revoltijo de mi escritorio. Tal vez fuese el momento de deshacerse de todo aquello. Por otro lado, tal vez necesitara algún papelajo perdido en otra ocasión. Lo arrastré todo de nuevo dentro del cajón, cerré el archivador y me fui.

Durante la tarde, el cielo se había llenado de nubes oscuras que parecían privar de oxígeno a toda la ciudad. Mi blusa beis-gris se había convertido en una sucia masa de sudor cuando llegué a casa. No lleven nunca seda en verano, sobre todo para hacer limpiezas a fondo. Me dieron tentaciones de tirarla; no parecía tener arreglo.

Tras una ducha fría, cómodamente vestida con un mono y una camisa de manga corta, me sentí dispuesta a hablar con la señora Rodríguez. Una niña pequeña contestó al teléfono; tras unos minutos de estar gritándole preguntas, llamó a su abuela. El fuerte acento de la señora Rodríguez me llegó a través del teléfono.

– ¿La señorita Warshawski? Ah, ah, la abogada que tanto hizo por mi Sergio. ¿Cómo está usted? ¿Cómo se encuentra usted después de todo este tiempo?

Charlamos durante unos minutos. Le expliqué que ya no era abogado de oficio, pero que me alegraba de haber visto en los periódicos lo bien que le iba a Sergio.

– ¡Sí, es un líder de la comunidad! Ahora estaría orgullosa de él. Siempre habla de usted con gratitud.

Yo lo dudaba, pero ello me dio la oportunidad de pedirle su número de teléfono.

– Tengo que hablar con él acerca de alguien de su… esto… club masculino. Ha habido algunas actividades de la comunidad últimamente sobre las que me gustaría que me diese su opinión.

Ella se sentía encantada de complacerme. Le pregunté por el resto de sus hijos.

– Y nietos, ¿no?

– Sí, el marido de mi Cecilia la dejó, así que se ha venido aquí con sus dos hijos. Está muy bien tener otra vez gente joven en casa.

Colgamos con amables frases mutuas. ¿Qué pensaría ella que Sergio estaba haciendo realmente? De verdad. Marqué el número que me había dado y lo dejé sonar un buen rato sin que me contestaran.

El sandwich de carne en conserva me pesaba demasiado en el estómago como para pensar en cenar. Me llevé un vaso de vino a la terracita que hay detrás de la puerta de la cocina. Contemplé el callejón y el pequeño patio en el que algunos de los inquilinos cultivan verduras. El viejo señor Contreras, del primero, colocaba cañas alrededor de sus tomates.

Me saludó con la mano.

– Una buena tormenta para esta noche -dijo-. Hay que proteger a estos pequeños.

Bebí el Ruffino y le miré trabajar hasta que se hizo de noche. A las nueve, volví a intentar llamar a Sergio. Seguía sin contestar. Los últimos días me habían agotado. Me fui a la cama y me dormí profundamente.

Como había predicho el señor Contreras, la tormenta se desató durante la noche. Cuando me levanté a dar mi carrera matinal el día brillaba, las hojas eran verde oscuro, el cielo azul oscuro, los pájaros cantaban a todo pulmón. La tormenta había rizado el lago. Las olas se estrellaban contra las rocas y las cabrillas rodaban alegremente más allá del rompeolas.

Volví a casa por el camino más largo, pasando junto al hotel Chesterton, donde el restaurante Dortmunder sirve cappuccinos y croissants para desayunar. El aire fresco y el sueño me habían hecho recobrar la confianza en mí misma. Cualesquiera que fuesen las aprensiones que habían hecho presa en mí el día anterior, me parecían irrelevantes ahora ante mi gran competencia como detective.

De vuelta a casa comprobé que había recuperado mis poderes. El teléfono de Sergio contestó a la tercera llamada.

– ¿Sí? -la voz masculina estaba llena de sospecha.

– Sergio Rodríguez, por favor.

– ¿Quién es usted?

– Soy V. I. Warshawski. Sergio me conoce.

Me dijeron que esperase. Pasaban los minutos. Estaba tumbada de espaldas y levantaba las piernas, sosteniendo el teléfono junto a la oreja derecha. Cuando ya había levantado treinta veces cada pierna, la gruesa voz volvió.

– Sergio dice que no le debe a usted nada. No necesita hablar con usted.

– ¿Quién dice que me deba nada? Yo no. Por favor, me gustaría hablar con Sergio.

Aquella vez esperé menos.

– Si quiere verlo, vaya esta noche a las diez y media al mil seiscientos sesenta y dos de Washtenaw. Vaya sola, sin armas y limpia.

– A la orden, capitán.

– ¿Qué has dicho, tía? -la voz volvía a ser suspicaz.

– «Ya te he oído, tío», según los gringos -colgué.

Me quedé en el suelo durante un rato, mirando la escayola del techo. Washtenaw, el corazón del territorio de los Leones. Deseé poder ir con un batallón de la policía detrás. O mejor aún, delante. Pero lo único que conseguiría con eso sería que me pegasen un tiro, si no era esta noche, unos días más tarde. WARSHAWSKI empezaría a aparecer en letras enormes pintado con spray en las puertas de los garajes de Humboldt Park. O tal vez fuese un nombre demasiado difícil de escribir. Tal vez fuesen sólo mis iniciales.

Puede que lo hiciesen aunque yo siguiera sus instrucciones. Me dispararían en cuanto me marchase del edificio. Lotty sentiría entonces haberme forzado a meterme en esto. Lo sentiría, pero sería demasiado tarde. Muy conmovida, me imaginé mi funeral. Lotty se dominaba; Carol sollozaba abiertamente. Mi ex marido venía con su elegante segunda esposa. «¿De verdad estuviste casado con ella, querido? Tan desordenada e irresponsable… Y mezclándose con gángsters, además. No puedo creerlo.»

El pensar en la Terri de plástico me hizo reír un poco. Me levanté del suelo y me quité la ropa de correr, poniéndome unos vaqueros y un jersey de punto rojo brillante. Garabateé una nota diciendo a dónde iba y por qué y la bajé al patio, donde el señor Contreras rondaba preocupado alrededor de sus tomateras. Estaban cargadas de frutos maduros.

– ¿Cómo pasaron la noche? -pregunté solidaria.

– Oh, muy bien. ¿Quieres algunos? Tengo demasiados y no sé qué hacer con ellos. A Ruthie no le gustan.

Ruthie era su hija. Venía a verle periódicamente con dos niños sumisos para intentar convencer a su padre que se fuese a vivir con ella.

– Claro. Déme los que no quiera. Le haré una auténtica salsa de tomate del viejo mundo. Podemos tomar un día pasta juntos este invierno… Tengo que pedirle un favor.

– Claro, cielo. Lo que quieras. -Se volvió a sentar sobre los talones y se limpió cuidadosamente la cara con un pañuelo.

– Tengo que ir a ver a una gentuza esta noche. No creo que corra ningún peligro. Pero por si acaso… He escrito aquí la dirección y por qué voy allí. Si no he vuelto a casa mañana por la mañana, ¿podría ocuparse de que el teniente Mallory reciba esto? Está en Homicidios, en la calle Once.

Cogió el sobre y lo miró. Bobby Mallory había estado en la policía con mi padre, puede que hubiese sido su mejor amigo. Aunque odiase que yo trabajara como detective, si yo muriera se aseguraría de que cazaran a la gentuza correspondiente.

– ¿Quieres que vaya contigo, cielo?

El señor Contreras tenía setenta y tantos años. Bronceado, saludable y fuerte para su edad, pero no aguantaría mucho en una pelea. Sacudí la cabeza.

– Pusieron como condición que fuese sola. Si llevo a alguien conmigo, empezarán a disparar.

El suspiró con pena.

– ¡Qué vida más emocionante llevas! Si tuviese veinte años menos… Estás muy guapa hoy, cielo. En mi opinión, si vas a ir a ver verdadera gentuza, ponte un poco más discreta.

Le di las gracias muy seria y me quedé charlando con él hasta la hora de comer. El señor Contreras había sido mecánico en una pequeña fábrica de herramientas, hasta que se retiró hacía cinco años. Opinaba que escuchar el relato de mis casos era mejor que ver Cagney y Lacey. Como compensación, me obsequiaba con historias acerca de Ruthie y su marido.

Por la tarde me dirigí hacia Wahstenaw Avenue y pasé despacio por delante del lugar de la cita. La calle estaba en una de las zonas más ruinosas de Humboldt Park, cerca de donde limita con Pilsen. La mayoría de los edificios se habían incendiado. Incluso los que seguían ocupados estaban cubiertos de graffitis pintados con spray. Latas y cristales rotos ocupaban el lugar del césped y de los árboles. Los coches estaban subidos en cajones, sin ruedas. Uno aparcado a unas dos yardas del bordillo, medio tapando la calle. No tenía ventanilla de atrás.

La dirección en la que tenía que encontrarme con Sergio pertenecía a la fachada de una tienda con muchas persianas metálicas. A un lado tenía un edificio de tres pisos parcialmente demolido y a la izquierda una ruinosa tienda de licores. Cuando llegase por la noche, los Leones estarían escondidos en el edificio en ruinas, puede que remoloneando delante de la tienda de licores, y haciéndose señas unos a otros desde puestos de vigilancia en ambos extremos de la manzana.

Giré hacia la izquierda por la esquina y encontré el callejón que recorría la parte trasera de los edificios. Los tres niños de unos diez años que jugaban a la pelota a la entrada serían probablemente miembros de la banda. Si me metía con el coche por el callejón o hablaba con ellos, sin duda se lo contarían a Sergio.

No vi ningún modo de aproximarse al lugar de la cita de manera segura. A menos que me arrastrase por las alcantarillas y saliese por la tapa en medio de la calle.

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