XXXI

Proyección de medianoche

Mientras me dormía entre las sábanas de Lotty, con su olor a lavanda, me acordé del número de teléfono que encontré entre los papeles de Alan Humphries. Me espabilé y volví a marcarlo. Sonó cinco veces: iba a colgar ya cuando una mujer de voz soñolienta contestó.

– Llamo de parte de Alan Humphries -dije.

– ¿Quién? -preguntó-. No sé quién es -hablaba con acento hispano; al fondo se oía llorar a un bebé.

– Quiero hablar con el hombre que ha estado trabajando para Alan Humphries.

Hubo una pausa. Por los murmullos que se oían a través del auricular, me imaginé que estaría conferenciando con alguien. Cuando volvió a hablar, parecía preocupada, o impotente.

– No… no está aquí ahora mismo. Tendrá que llamar más tarde.

Los gritos del bebé se oyeron más fuertes. De pronto, en la relajación total que produce la fatiga, se me vino a la memoria un viejo fragmento de conversación: «Oh, ahora soy un hombre casado, Warshawski. Tengo una mujer muy mona, un niño pequeño…»

No me extrañaba que pareciese preocupada o impotente. La belleza angelical de Sergio debía haberla fascinado. Pero ahora tenía un niño pequeño y un marido que no estaba en casa la mayor parte del tiempo, que tenía frecuentes conversaciones con la policía, que traía a casa grandes cantidades de dinero sobre cuya procedencia ella no debía preguntar.

– ¿Estará en casa mañana, señora Rodríguez?

– No sé. Supongo… supongo que sí. ¿De parte de quién dijo que llamaba?

– De Alan Humphries -repetí.

No me acuerdo ni de haber colgado el teléfono antes de caer profundamente dormida. Cuando me desperté, el sol de agosto se colaba por los bordes de las cortinas color avena de Lotty. Al levantarme, sentí algo desagradable en el estómago. Ah, sí, Peter Burgoyne. Una manzana sana podrida en el corazón. Pero había sido Humphries, no Peter, el que llamaba a Sergio. El que le mandó al apartamento de Malcolm a buscar la grabadora. Tal vez haber golpeado a Malcolm hasta matarlo fuese un toque personal de Sergio, no incluido en el precio de admisión.

Cogí mi reloj de la mesilla de noche. Las siete y media. Demasiado pronto para llamar a Rawlings. Me levanté y me fui a la cocina, donde Lotty estaba ya sentada con su primer café y The New York Times. Lotty nunca hace ejercicio. Mantiene su cuidada silueta a base de fuerza de voluntad. Ningún músculo sería capaz de ponerse fláccido ante una mirada tan severa. Tiene ideas muy rígidas acerca de la dieta, sin embargo. Zumo de naranja fresco, sea cual sea la época del año, y un bol de muesli constituyen su invariable desayuno. Ya se lo había tomado: el bol vacío y el vaso estaban lavados y colocados cuidadosamente en el escurridor.

Me serví una taza de café y me uní a ella en la mesa. Dejó el periódico sobre la mesa y levantó la cabeza para mirarme.

– ¿Estás bien?

Le sonreí.

– ¡Oh, sí, estoy perfectamente! Sólo un poco magullada en el ego. No me gusta tener aventuras con gente que me está utilizando. Pensé que a mí no podían pasarme esas cosas.

Me dio unos golpecitos en la mano.

– Así que eres humana, ¿eh, Victoria? ¿Es tan malo eso? ¿Y qué vas a hacer hoy?

Hice una mueca.

– Esperar. Ver si Rawlings viene a la conferencia de Friendship. Oh, hay una cosa que puedes hacer tú si quieres. ¿Puedes asegurarte de que no den de alta al señor Contreras hasta que pase este fin de semana? Su hija está empeñada en que se vaya a vivir con ella, fuera de los peligros de la capital. El no quiere ir en absoluto, y teme que los médicos insistan en ello. Le dije que le llevaría a casa conmigo si es necesario que alguien le cuide, pero no quiero tener que pasarme media vida preocupada por que pueda estar defendiéndose de Sergio Rodríguez cuando yo no esté.

Me prometió ocuparse de él durante su ronda matinal. Al mirar su reloj, soltó una pequeña exclamación y se fue. Lotty va a Beth Israel a ver pacientes antes de empezar su jornada en la clínica.

Me paseé sombría por el apartamento de Lotty durante un rato. Conque humana, ¿eh? Puede que tuviese razón, puede que no fuese algo tan malo. Puede que si aprendía a aceptar mis propios fallos, fuese más tolerante con los demás. Sonaba muy bien; como una página de Leo Buscaglia. Pero no me lo creía de verdad.

Fui desde el apartamento a la clínica para recoger mi coche, y luego me fui a casa a cambiarme de ropa. A las diez, la secretaria de Max me llamó para decirme que todo estaba preparado para que pudiese ir a la conferencia de Friendship el viernes.

– La ha inscrito con el nombre de Viola da Gamba -me lo deletreó, no muy segura-. ¿Estará bien?

– Sí -dije lúgubre-. Esperemos que sean tan estúpidos como él cree que son. ¿Con qué nombre va Lotty?

Su voz sonó aún más dubitativa.

– Domenica Scarlatti.

Decidí que mis nervios no soportarían demasiadas colaboraciones con Max. Le dije a la secretaria que le diese las gracias, pero que le recordase que las personas más agudas a veces se pinchan a sí mismas.

– Le daré el recado -dijo educada-. La conferencia tendrá lugar en el auditorio Stanhope, en el segundo piso del ala principal de Friendship. ¿Necesita instrucciones para llegar?

Le dije que podría encontrarlo y colgué.

Rawlings estaba cuando le llamé.

– ¿Qué quiere, señora W?

– ¿Estará libre el viernes por la mañana? -le pregunté tan despreocupadamente como pude-. ¿Quiere ir a hacer trabajo de campo?

– ¿En qué anda metida, Warshawski?

– Hay una conferencia médica en Schaumburg, en el Friendship. Creo que van a hablar de estadísticas sobre mortalidad y morbilidad muy interesantes.

– ¿Mortalidad y morbilidad? Intenta liarme, pero está hablando de muertes. Sabe algo de la muerte de Fabiano Hernández. Tiene pruebas y me las está ocultando, y eso es un delito, Warshawski, y lo sabe usted perfectamente bien.

– No le estoy ocultando nada acerca de Fabiano -me había olvidado de él. Me detuve un minuto, tratando de encajarle en mi historia, pero no pude. Puede que Sergio le matase, pensando que estaba jugando a dos bandas-. Malcolm Tregiere. Y no sé nada; no hago más que figurarme cosas. Van a presentar un documento que puede, o que puede que no, revelar la verdad acerca de lo que le ocurrió.

Rawlings respiró muy fuerte en mi oído.

– ¿Puede o puede que no? ¿Y qué es lo que puede ser? ¿O no ser?

– Bueno, por eso pienso que debe ir usted a Schaumburg. Por si acaso. Le he inscrito a usted en la conferencia. Empieza a las nueve, y dan café con bollos a las ocho y media.

– Maldita sea su estampa, Warshawski. Como me provoque, la empapelo como testigo presencial.

– Pero se perdería usted la conferencia, detective, y se iría a la tumba preguntándose si de verdad habría averiguado alguna vez lo de Malcolm Tregiere.

– No me extraña que Bobby Mallory se ponga rojo ante la sola mención de su nombre. Lo malo es que es demasiado caballeroso como para poner en práctica la brutalidad policial… A las nueve en Schaumburg ¿eh? La recogeré a las siete y media.

– Ya estaré allí. ¿Por qué no queda con la doctora Herschel para ir con ella? Le puede ayudar a encontrar el lugar.

– Muy fuerte lo suyo, señora W. -refunfuñó.

– Siempre me gusta cumplir con mis deberes de ciudadana ayudando a la policía a mantener la ley, detective -le dije educada. Me colgó de golpe.

Después de aquello, ya no podía hacer nada más que esperar. El servicio de limpieza al que había llamado mandó a una multitud alrededor del mediodía. Les dije que lo recogiesen todo y lo pusiesen en cualquier parte, y que fregasen y encerasen todas las superficies. ¿Por qué no hacer una limpieza a fondo una vez al año? Llamé al amigo que me había fabricado la puerta extragruesa original y le encargué otra. Se disculpó profusamente cuando oyó que no había resistido un hacha, y se ofreció a forrar la nueva con acero por sólo quinientos dólares más.

Me cubrí la cara con una crema de protección solar extrafuerte y me fui a correr junto al lago, en donde pasé la mayor parte de la tarde. El Día del Trabajo estaba a la vuelta de la esquina, y normalmente en esa época hay una gran tormenta que revuelve las aguas del lago, volviéndolas demasiado frías para que se pueda nadar el resto del año. Era el momento de aprovechar. Floté de espaldas, disfrutando la sensación de estar meciéndome en la cuna de las profundidades, segura en los brazos de la Madre Naturaleza.

La secretaria de Max me llamó el jueves a las doce para decirme que las diapositivas estaban listas. Me fui a Beth Israel a buscarlas. Max estaba en una reunión, pero había dejado un paquetito con una etiqueta a mi nombre.

Jueves por la noche. De vuelta al trabajo disfrazada con la bata blanca de Lotty. En esta ocasión, llené una bolsa con cosas para pasar la noche y reservé una habitación en el Marriott. Me encontraría con Lotty y Rawlings allí a las ocho y media de la mañana. Max y Murray irían juntos y nos encontraríamos con ellos en la entrada del hospital.

A medianoche llegué a los terrenos del hospital. Me di una vuelta por el aparcamiento de personal antes de entrar, para asegurarme de que el Maxima de Peter no estaba allí. Luego, vestida con mi bata blanca, y, esperaba yo, con aspecto muy profesional, entré por la entrada principal y subí las escaleras hasta el segundo piso.

El auditorio Stanhope estaba en el extremo más alejado del pasillo que dominaba el aparcamiento. Las puertas dobles estaban cerradas con llave, pero también aquí habían usado un modelo estándar que se forzaba con facilidad. Cerré la puerta tras de mí y encendí una linterna.

Me encontraba en un pequeño teatro, ideal para aquel tipo de reuniones. Veinticinco filas de sillas cubiertas de felpa en gradas que descendían hasta el escenario. El telón estaba echado. Delante había una gran pantalla blanca, con un podio y un micrófono a un lado.

El equipo audiovisual se encontraba en una habitación al fondo. Abrí la puerta con manos un poco temblorosas, a causa del miedo, y comencé a examinar los carruseles llenos de diapositivas.

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