XIII

Clínica abierta

Lotty trabaja junto a un almacén en Damen Avenue. Damen recorre casi toda la ciudad a lo largo, y recorrerla es como recorrer el corazón de la identidad de Chicago, a través de comunidades étnicas claramente separadas -los lituanos de los negros, los negros de los hispanos, los hispanos de los polacos- a medida que se va hacia el norte. La clínica de Lotty se encuentra en una zona pobre de la larga avenida, con una mezcla de casas y tiendas pequeñas, todas al borde de la desintegración. La mayoría de la gente que vive allí está retirada y mantiene sus deteriorados bungalows gracias a la Seguridad Social. Es una zona tranquila, sin mucha delincuencia, y generalmente llena de sitios para aparcar. Pero aquel día no era así.

Había un coche de la policía bloqueando el cruce por el que yo quería torcer a la derecha, con las luces centelleando. Más allá pude ver a una multitud por la calle y las aceras. Una unidad móvil de la televisión estaba en medio del gentío; no había otros coches. Me pregunté si se estaría celebrando a algún santo local con una procesión; quizá Lotty ni siquiera hubiese abierto la clínica.

Me asomé a la ventanilla del coche para preguntar al hombre uniformado del coche de policía:

– ¿Qué pasa ahí?

Con la parquedad habitual de la policía, el conductor me contestó:

– La calle está cerrada, señora. Tiene que ir por Seeley.

Acabé aparcando cuatro manzanas más allá y encontré una cabina en una esquina cuando volvía sobre mis pasos. Llamé primero al apartamento de Lotty, convencida de que no habría ido a la clínica. Pero no contestó nadie, y llamé a su oficina. Comunicaba.

Llegué al edificio desde el sur. Allí la multitud no era tan numerosa, aunque había otro coche de policía en el extremo de la manzana. Se oían gritos procedentes de un megáfono, y cánticos confusos. El ruido me resultaba familiar desde mis días de protesta estudiantil, años atrás: una manifestación. Me di cuenta preocupada de que cuanto más me acercaba a la clínica, más gente había.

Era evidente que no iba a poder acercarme a la puerta principal sin pelearme con la gente, así que atravesé un terreno hasta llegar al callejón y me dirigí a la puerta trasera. El gentío de la parte delantera, pendiente de las cámaras, no había llegado aún hasta allí. Tuve que llamar y gritar mucho hasta que me abrieron, pero la señora Coltrain, la recepcionista de Lotty, vino finalmente a abrirme. Abrió cautelosa la puerta con la cadena. Se le iluminó la cara al verme.

– Nunca me había alegrado tanto de verla, señorita Warshawski. La doctora Herschel está ocupada y la policía no sirve de ninguna ayuda. En absoluto. Si no los conociese, pensaría que están compinchados con los manifestantes.

– ¿Qué es lo que pasa? -entré y le ayudé a poner la cadena otra vez.

– Están ahí fuera gritando barbaridades. Que la doctora Herschel es una asesina, que vamos a ir todos al infierno. Y, pobre Carol, que acaba de volver del funeral de su hermana.

Fruncí las cejas.

– ¿Antiabortistas?

Asintió preocupada.

– He tenido seis hijos y lo volvería a hacer. Pero mi marido se gana bien la vida; podemos permitirnos alimentarlos a todos. Algunas de las mujeres que vienen aquí no son más que crías. Nadie les da de comer a ellas, y menos al niño. ¿Así que soy una asesina?

Le palmeé el brazo solidaria.

– No es usted una asesina. Ya sé que a usted no le gusta la idea de tener que practicar abortos, y la admiro por seguir junto a Lotty, aunque ella sí los practique. Y defendiéndola, además…

¿Quiénes son ésos? ¿El Foro de las Aguilas, los de IckPiff, o quién?

– No le sé decir. Una pobre chica vino esta mañana a las ocho, y ya estaban ahí esperando. No sé cómo averiguaron quién era, pero en cuanto llegó, empezaron a gritar.

La parte trasera de la clínica se usaba como almacén, todo muy ordenado y estéril. Seguí a la señora Coltrain hasta la parte delantera. Allí se oían mucho mejor los gritos, y se distinguían frases.

– ¡No os importa si mueren los niños! ¡Libertad de elección, qué mentira!

– ¡Asesinos, nazis!

Alguien, probablemente la señora Coltrain, había bajado las persianas de la parte delantera. Separé un poco dos tablillas para poder mirar.

Delante de la clínica, sujetando el megáfono, había un hombre delgado, con aspecto de hipertiroideo. Tenía la cara enrojecida por el ardor de sus sentimientos. No lo había visto nunca antes, pero su foto había salido en los periódicos y en la televisión numerosas veces: Dieter Monkfish, líder de IckPiff -el Comité de Illinois para la Protección del Feto-. Entre sus seguidores había un cierto número de universitarios, todos fervientemente comprometidos a llevar sus propios embarazos a término, y una serie de mujeres de mediana edad cuyos rostros parecían decir: la maternidad me amargó la vida, así que a todo el mundo le tiene que pasar lo mismo.

Lotty se me acercó por detrás y repitió el saludo de la señora Coltrain.

– Nunca me había alegrado tanto de verte, Vic. ¡Qué gentío! Una o dos veces había venido gente a tirar panfletos, pero nunca algo semejante. ¿Cómo te enteraste?

Sus anchas cejas se unieron sobre la nariz prominente.

– Esta mañana practiqué un aborto terapéutico, pero hago tres o cuatro al mes. Y esta vez no era ningún caso especial. Una chica de dieciocho años con un niño, intentando organizar un poco su vida. En el primer trimestre, claro. No puedo hacer otra cosa en la clínica.

»De verdad, Vic, estoy asustada. Una noche, en Viena, una multitud de nazis se arremolinaron frente a nuestra casa. Tenían el mismo aspecto que éstos: animales rebosantes de odio. Rompieron todas las ventanas. Mis padres, mi hermano y yo nos escapamos por el jardín y nos escondimos en casa de un vecino, y vimos cómo quemaban la casa hasta los cimientos. Nunca hubiese esperado volver a sentir el mismo miedo en América.

La sujeté por el hombro.

– Voy a llamar al teniente Mallory. Puede que mande algunos policías más dispuestos que los que tienes aquí. ¿Y tus pacientes?

– La señora Coltrain ha llamado para anular las citas. Seguramente, estos matones no volverán mañana. Estamos mandando las urgencias a Beth Israel. Pero ha habido dos mujeres que se han abierto paso entre la multitud con sus hijos, y no creo que pueda cerrar. No puedo dejar que se metan con mis pacientes y no estar aquí para ayudarles.

»Además, seguimos teniendo aquí a la joven que parece haber sido la causa de todo esto. Se encuentra bien, pero todavía está débil. No puede salir y atravesar esa horda de animales. Y la policía… la policía no hace más que quedarse ahí sentada. Dicen que no hay ningún problema, que no hay disturbios. Claro, el vecindario piensa que es mejor que en el circo.

Carol salió de la sala de espera. Había perdido peso desde la última vez que se había puesto el uniforme; le quedaba flojo en las caderas y en el pecho.

– Hola, Vic. Manifestantes enviados por Dios para mantenernos apartados de nuestros propios problemas. ¿Qué te parece?

– De momento no hacen más que hostigar, actuar ante las cámaras de televisión. ¿Recibisteis algún aviso de que iba a ocurrir esto? ¿Cartas anónimas? ¿Llamadas?

Lotty sacudió la cabeza.

– Dieter Monkfish ha venido por aquí un par de veces tirando panfletos, pero como la mayoría de la gente que viene por aquí son mujeres cargadas de hijos, hasta él se ha sentido un poco tonto sermoneando acerca de lo sagrado de la vida. Gentes bienintencionadas nos mandan anónimos todos los meses, pero no bombas ni cosas así. Como no es en realidad una clínica de abortos, no atrae mucho la atención.

Fui hacia la zona de recepción para usar el teléfono. Todas las luces de la consola estaban encendidas. La señora Coltrain se apresuró a ayudarme a conseguir línea.

– Descolgué todos los teléfonos porque nos inundaron con llamadas molestas. La mayoría obscenas. Espero que nadie esté intentando llamarnos por una emergencia.

Marqué el número de la comisaría de policía de la calle Once y pregunté por el teniente Mallory. Tras una larga serie de clics y esperas, se puso Bobby.

Le pregunté amablemente por Eileen, sus seis hijos y sus cinco nietos, y le expliqué dónde estaba.

– Están espantando a los clientes de la clínica, y la policía del barrio no tiene más que dos coches vigilando la calle. ¿Podrías hacer que viniese alguien a llevarse a toda esta gente de la puerta?

– No puedo, Vicky. No es mi territorio. Es algo que se tiene que decidir localmente. Ya deberías saber que no se puede llamar a la policía para que te quite de encima a unos cuantos alborotadores.

– Bobby, cariño, teniente Mallory. No te estoy pidiendo que eches a un alborotador. Te estoy pidiendo protección para un contribuyente cuyos pacientes son amenazados con daños físicos si intentan entrar en su oficina.

– ¿Has visto tú que amenazasen a alguien?

– De momento, los manifestantes dominan la situación de tal modo que nadie puede acercarse a la clínica lo bastante como para que le amenacen.

– Lo siento, Vicky, pero a mí no me parece un problema serio. Y aunque lo fuera, tendrías que llamar a la policía del distrito. Si intentan asesinar a alguien, iré.

Supuse que eso era su idea de una broma. Si es algo que afecta a mujeres y niños, no puede ser serio. Furiosa, intenté hablar con el detective Rawlings.

Soltó una risita sarcástica cuando le largué mi discurso.

– Nos presta usted ayuda a regañadientes en un caso de asesinato y luego quiere que vayamos corriendo cuando tiene usted problemas. Típico, señorita W., típico. Los ciudadanos no quieren ayudarnos, pero chillan y gritan al menor asomo de peligro: «¿dónde está la policía?»

– Ahórreme el sermón, detective. Si no recuerdo mal, accedí a presentar cargos contra su amigo Sergio en contra del más elemental sentido común. ¿Le cogió ya?

– Seguimos buscando -admitió-. Pero no ha debido irse muy lejos. Alguien me ha dicho que ese gamberro de Fabiano está hecho unos zorros. ¿Sabe algo de eso?

– Por lo que he oído, iba conduciendo demasiado rápido y se metió por la ventanilla de su Eldorado. Al menos, eso es lo que me contaron ayer en el funeral… ¿Podemos conseguir que la calle se despeje un poco?

– Hablaré con el comandante de turno, Warshawski. No es de mi competencia. Pero no espere milagros como no hagan volar el lugar por los aires.

– Justo el momento en que la ayuda será más necesaria -añadí sarcástica, y colgué.

– Lo que necesitamos son varios sheriffs -les dije a Lotty y a Carol-. Pero quizá podamos conseguir algo en lugar de eso. Protección, no enfrentamiento. ¿Podrían ayudar Paul y Herman? ¿Y Diego?

Carol sacudió la cabeza.

– Perdieron mucho tiempo de trabajo la semana pasada a causa de lo de Consuelo. Ya pensé en ellos, pero no puedo pedírselo. Podrían perder sus empleos.

Me mordí el pulgar mientras pensaba.

– ¿No podríamos ir a buscar a la gente al extremo de la calle y acompañarlos hasta aquí por el callejón?

Lotty alzó un hombro.

– Es mejor que nada, supongo. Aunque no sé cómo va a enterarse la gente de a dónde tiene que dirigirse.

– Es cuestión de decirlo. Vuelve a conectar el teléfono. Si llama algún paciente, dame un par de horas para conseguir ayuda, y cítalos para el mediodía.

Me pasé la siguiente media hora al teléfono. Como no podía conseguir contactar con los hermanos Streeter, que solían ayudarme con el trabajo pesado, pensé, no muy convencida, en mi vecino de abajo. Como me temía, al señor Contreras le encantó que le convocase a la acción, y prometió buscar a unos cuantos compañeros suyos mecánicos, retirados también, pero, me aseguró, felices de encontrar una ocasión para utilizar sus músculos.

Durante el resto de la mañana estuve sentada en la oficina de Lotty contestando un aluvión de llamadas. La mayoría eran de personas preocupadas por la clínica, no necesitadas de ayuda médica. A los pacientes auténticos se los pasaba a la señora Coltrain. A menos que tuviesen un problema realmente serio, ella les pedía que llamasen un poco más tarde. Lotty les preguntaba los síntomas a algunos por teléfono y les recetaba para que fuesen a la farmacia. A las urgencias las mandaba a Beth Israel.

El resto del tiempo aguanté llamadas obscenas. El amor por la vida fetal despierta en la gente el lenguaje más increíble. Un poco antes del mediodía, cansadas de tanto entretenimiento, volvimos a descolgar los teléfonos durante un rato, mientras yo salía a una ferretería a comprar un silbato. Unos cuantos silbidos en la oreja de un comunicante obsceno le dejaría una impresión duradera. También me acerqué a una tienda de comestibles para comprar algo de comida por si teníamos que enfrentarnos a un auténtico asedio.

A las doce llegó el primero de nuestros escoltas. El señor Contreras llevaba ropa de trabajo y una llave de tuercas colgada del cinturón. Me presentó a Jake Sokolowski y a Mitch Kruger, que también llevaban armas. Sokolowski y Kruger tenían más o menos la edad del señor Contreras pero no se conservaban tan bien. Uno tenía una tripa de cerveza del tamaño de una elefanta embarazada y el otro temblaba un poco, a causa del alcohol, a juzgar por las venas de su nariz.

– Háganme un favor, chicos. No desencadenen un tumulto -les dije-. Esto es una clínica médica y no queremos tener por aquí un montón de maníacos disparando pistolas o lanzando piedras. Sólo queremos que ayuden a los pacientes a acercarse al callejón y a entrar por la puerta trasera. Carol les acompañará para ayudarles a localizar a las personas.

El plan era que Carol esperase en el extremo de la calle. Si reconocía a alguno de los pacientes de Lotty, les explicaría la situación. Si seguían queriendo ver a la doctora, traería a los mecánicos para que les acompañasen hasta la parte trasera. Se llevó a sus colaboradores al callejón mientras yo hacía guardia en la puerta trasera. Si pasaba algo y la escolta volvía porque les atacaban, yo estaría allí para intentar ayudar.

Durante un rato, las cosas fueron muy bien. Conseguimos sacar a la paciente del aborto; Carol le encontró un taxi y la mandó tranquilamente a casa. Pero la multitud de la parte delantera no hacía más que crecer, y los pocos pacientes que consiguieron atravesar las barricadas estaban cada vez más nerviosos. Alrededor de la una y media, el gentío descubrió que estábamos utilizando la entrada trasera y se lanzó al callejón con pancartas y megáfonos.

Lotty, a pesar suyo, decidió que había llegado la hora de cerrar por aquel día, cuando a una mujer embarazada de seis meses y padeciendo toxemia, le impidieron físicamente la entrada. Lotty salió personalmente para intentar razonar con la muchedumbre, una iniciativa que, me dio la sensación, podría ser desastrosa.

Utilizó su truco de aparentar la mayor fuerza posible con su cuerpo de un metro cincuenta y se dirigió a la multitud, que al principio se quedó un instante en silencio.

– Esta mujer está intentando conservar su propia vida y la de su feto. Si impiden ustedes que reciba ayuda médica, pueden ser responsables de su muerte. Seguramente, con su filosofía de la vida, la animarán ustedes a que cuide su cuerpo; no le impedirán el paso.

La recibieron gritos de «asesina». Un valiente joven se acercó a escupirle.

Encontré una cámara Polaroid en la oficina de Lotty, que ella usaba para fotografiar a madres que llegaban a enseñar a sus bebés recién nacidos. Salí al callejón y empecé a hacer fotos de las caras de la gente. No estaban lo suficientemente organizados como para quitarme la cámara. En lugar de eso, retrocedieron por el callejón unos cuantos metros. Los odiadores anónimos no quieren que se reconozcan sus caras.

Carol aprovechó el momento de calma para meter a la mujer toxémica en un taxi y mandarla a Beth Israel.

– Será mejor aprovechar el momento para cerrar y salir de aquí. De otro modo, vamos a tener que enfrentarnos a problemas para los que no estamos preparadas -le susurré a Lotty.

Ella se mostró de acuerdo. La señora Coltrain estaba visiblemente aliviada. Aunque se hallaba dispuesta a quedarse hasta el final, estaba mucho más preocupada desde la llegada de los mecánicos. El señor Contreras y sus amigos no se alegraron tanto.

– Venga, cielo -dijo impaciente-, no os rindáis tan fácilmente. Aunque estemos en minoría podemos darles su merecido.

– Estamos en minoría en una proporción de cincuenta a uno -dije cansada-. Chicos, ya sé que una vez cogieron a un batallón entero de la policía y les hicieron ponerse de rodillas, pero aquí nadie está dispuesto a romperse las piernas, los dientes, las cabezas ni nada. Necesitamos ayuda de verdad, ayuda legal, y no parece que vaya a venir.

Lotty había vuelto para guardar las drogas y el material. Salió con Carol y la señora Coltrain, deteniéndose en el callejón para conectar la alarma electrónica. Cuando la muchedumbre vio que nos íbamos, volvieron a ponerse en movimiento, cantando y gritando. Nosotros siete formamos un apretado grupo y nos abrimos camino a través de ellos.

– ¡Fuera, asesinos de niños, y no volváis! -chilló uno de ellos, y los otros le corearon.

Se acercaron, blandiendo tablas y botellas que habían encontrado en el callejón. Antes de que ninguno de nosotros pudiese detenerlo, el señor Contreras sacó su llave de tuercas y se lanzó contra el manifestante más cercano. Sokolowski y Kruger le siguieron muy contentos. Era casi divertido ver a los tres ancianos lanzarse a la batalla, tan felices como si aquello tuviese algún sentido. Hubiese sido cómico de no ser por la furia animal de la multitud. Se apresuraron a rodear a los ancianos, agitando tablas y piedras.

El callejón rápidamente hirvió con la batalla. Intenté tirar de la señora Coltrain hacia un lado, pero perdí el equilibrio al recibir un golpe de una piedra perdida. Soltó mi mano al caer yo. Me moví rápidamente para evitar que me pisotearan. Me protegí la cara con las manos y me abrí camino hasta un lateral de la melée. Escudriñé la multitud, pero no vi a Lotty ni al señor Contreras.

Dejé prudentemente guardado el Smith & Wesson en el cinturón y empujé para llegar a la parte delantera del edificio. Un par de hombres con cascos antidisturbios hablaban entre sí mientras Dieter Monkfish continuaba incansable hablando por el megáfono. Hablaba lo suficientemente alto como para que los polis no prestasen atención al jaleo creciente que provenía del callejón.

– Están dando una paliza a tres ancianos en la parte de atrás. -Yo estaba temblando, incómoda, dándome cuenta de que sentía algo húmedo en la mejilla.

Uno de ellos me miró suspicaz.

– ¿Está usted segura?

– Todo lo que tienen que hacer es venir a ver, y podrán comprobarlo. El teniente Mallory me prometió venir si las cosas degeneraban en homicidio. ¿Van a esperar hasta que sea asunto suyo?

El que había hablado primero sacó su radio del cinturón y habló.

– Quédate aquí con ella, Carl. Voy a ir a la parte de atrás a ver.

Recorrió lentamente el estrecho camino que separaba la clínica de la casa de al lado. En unos segundos, la radio de Carl cobró vida. Carl habló por ella, se enteró de las noticias y pidió refuerzos. En unos minutos la zona bullía de policías con cascos antidisturbios.

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