Durante los cinco o seis días siguientes, antes de que le quitaran los puntos, Ruth no fue a la playa. La molestia de mantener el corte seco irritaba a las niñeras. Eddie detectó un creciente mal humor en el trato entre Ted y Marion. Siempre se habían evitado, pero ahora ya ni se hablaban, ni siquiera se miraban. Cuando uno quería quejarse del otro, se valía de Eddie. Por ejemplo, Ted consideraba a Marion responsable de la herida de Ruth, aunque Eddie le había dicho repetidas veces que era él quien le había permitido a la niña quedarse con la foto
– No se trata de eso -le dijo Ted-. En primer lugar, tú no deberías haber ido a la habitación de Ruth. Ésa es tarea de su madre
– Ya te he dicho que Marion dormía -mintió Eddie
– Lo dudo -replicó Ted-. Dudo de que "dormir" sea la palabra precisa para indicar el estado de Marion. Supongo que, más bien, estaba colocada
Eddie no estaba seguro de lo que Ted quería decir.
– No estaba borracha, si te refieres a eso
– No he dicho que estuviera borracha…, nunca se emborracha -replicó Ted-. He dicho que estaba colocada. ¿No era así?
Eddie no supo qué decirle. Luego se lo comentó a Marion. -¿Le has dicho el motivo? -preguntó al muchacho-. ¿Le has dicho lo que me preguntaste?
Eddie se sintió confuso
– No, claro que no -respondió.
– ¡Díselo! -exclamó Marion
Así pues, Eddie le contó a Ted lo que había sucedido cuando le preguntó a Marion por el accidente
– Supongo que yo soy el culpable de que… se colocara -le explicó Eddie-. Te he dicho una y otra vez que la culpa ha sido sólo mía
– No, la culpa ha sido de Marion -insistió Ted
– Bueno, ¿y a quién le importa de quién sea la culpa? -le preguntó Marion a Eddie
– A mí me importa. Yo le permití a Ruth que se quedara con la fotografía -contestó Eddie
– Esto no tiene que ver con la fotografía, no digas tonterías -le dijo Marion al muchacho-. No tiene nada que ver contigo, Eddie
Eddie O'Hare comprendió que Marion tenía razón, y fue un mazazo para él. Aquélla iba a ser la relación más importante de su vida, y sin embargo lo que ocurría entre Ted y Marion no tenía nada que ver con él
Entretanto, Ruth preguntaba a diario por la fotografía pendiente de devolución. Cada día llamaban a la tienda de marcos de Southampton, pero colocar un paspartú y enmarcar una sola foto de veinte por veinticinco no era una tarea prioritaria en la época de mayor actividad en la tienda
La pequeña quería saber si el nuevo paspartú tendría una mancha de sangre. (No, no la tendría.) ¿Serían el nuevo marco y el nuevo cristal exactamente iguales que el marco y el cristal anteriores? (Serían muy parecidos.)
Y cada día y cada noche, Ruth recorría con las niñeras, con sus padres o con Eddie la galería de fotografías que colgaban de las paredes de la casa de los Cole. ¿Se cortaría con el cristal si tocaba tal foto? Y esa otra, que también tenía un cristal, ¿se rompería si la dejaba caer? ¿El cristal siempre se rompía? Y si el cristal te podía cortar, ¿por qué querías tenerlo en tu casa?
Pero, entre unas y otras preguntas de Ruth, el ecuador del mes de agosto había quedado atrás, y ahora hacía bastante más fresco por las noches. Incluso en la casa vagón se dormía cómodamente. Una noche en que Eddie y Marion durmieron allí, Marion se olvidó de cubrir la claraboya con la toalla, y a primera hora de la mañana los despertó una bandada de gansos que volaban bajo
– ¿Ya vais al sur? -les preguntó Marion. Y durante el resto del día no habló con Eddie ni con Ruth
Ted llevó a cabo una revisión radical de Un ruido como el de alguien que no quiere hacer ruido, y durante casi toda una semana presentó a Eddie un borrador escrito totalmente de nuevo cada mañana. El muchacho volvía a mecanografiar el manuscrito el mismo día, y a la mañana siguiente Ted recibía su nuevo texto. Apenas Eddie había empezado a sentirse como un verdadero ayudante de escritor cuando aquella actividad de reescritura se interrumpió. Eddie no vería Un ruido como el de alguien que no quiere hacer ruido hasta que se publicara. Aunque sería el libro preferido de Ruth entre todos los de su padre, nunca sería uno de los favoritos de Eddie. Había leído demasiadas versiones para apreciar el texto definitivo
Y un día, poco antes de que a Ruth le quitaran los puntos, llegó con el correo un grueso sobre para Eddie enviado por su padre. Contenía los nombres y direcciones de cada exoniano que vivía en los Hamptons. De hecho, era la misma lista de nombres y direcciones que Eddie había tirado en el transbordador cuando cruzaba el canal de Long Island. Alguien había encontrado el sobre con el membrete en relieve del centro Phillips de Exeter, con la dirección del remitente y el nombre del señor O'Hare pulcramente escritos a mano, un portero, o un miembro de la tripulación del transbordador, o alguien que husmeaba entre la basura. Quienquiera que fuese el idiota, había devuelto la lista a Minty O'Hare
"Deberías haberme escrito diciéndome que lo habías perdido -le escribió su padre-. Yo habría copiado los nombres y direcciones y te los habría facilitado de nuevo. Por suerte alguien reconoció su valor. Un notable acto de solidaridad humana, y más en una época de nuestra historia en que los actos solidarios son cada vez menos frecuentes. ¡Fuera quien fuese, hombre o mujer, ni siquiera pidió que le reembolsara el franqueo! Debe de haber sido por el nombre de Exeter, que figuraba en el sobre. Siempre he dicho que no se puede apreciar lo suficiente la influencia del buen nombre de la escuela…" Minty había añadido un nombre y una dirección: sin saber cómo, en la lista original había omitido a un exoniano que vivía en la cercana Wainscott
Aquél fue también un período de irritación para Ted. Ruth decía que los puntos le provocaban pesadillas, y las tenía sobre todo cuando a Ted le tocaba el turno de quedarse con ella. Una noche la niña no dejaba de llorar y llamar a su madre. Sólo su mami y, lo que exasperaba todavía más a Ted, Eddie podía consolarla. Ted se vio obligado a telefonear a la casa vagón y pedirles que regresaran. Entonces Eddie tuvo que llevar a Ted hasta la casa vagón, donde el muchacho imaginaba que las huellas de su cuerpo y el de Marion todavía serían visibles en la cama; tal vez, incluso estarían calientes
Cuando Eddie volvió a la casa de los Cole, todas las luces del piso superior estaban encendidas. Ruth sólo podía tranquilizarse si la llevaban de foto en foto. Eddie se ofreció voluntario para completar la gira con guía a fin de que Marion pudiera volver a la cama, pero ésta parecía pasárselo bien. En realidad, Marion era consciente de que probablemente aquél iba a ser su último recorrido por la historia fotográfica de sus hijos muertos con la pequeña en brazos, y prolongaba la explicación que acompañaba a cada imagen. Eddie se quedó dormido en su habitación, pero con la puerta del pasillo abierta. Durante un rato le llegaron las voces de Ruth y de Marion
Madre e hija estaban en la habitación de invitados situada en el medio, y por la pregunta de la niña Eddie conjeturó que miraban la foto en la que Timothy, cubierto de barro, lloraba
– Pero ¿qué le ha pasado a Timothy? -preguntó Ruth, aunque conocía la respuesta tan bien como Marion. Por entonces, hasta Eddie conocía las historias de todas las fotos
– Thomas le ha empujado a un charco -respondió Marion.
– ¿Qué edad tiene Timothy ahí, en el barro? -quiso saber Ruth
– Tiene tu edad, cielo -le dijo su madre-. Sólo tenía cuatro años…
Eddie también conocía la foto siguiente: Thomas, vestido con el equipo de hockey, tras un partido en la pista de Exeter. Está en pie, rodeando a su madre con un brazo, como si ella se hubiera mostrado fría durante todo el partido; pero también parece orgullosa en extremo por estar ahí, al lado de su hijo, que la rodea con el brazo. Aunque se ha quitado los patines y posa, absurdamente, con el uniforme de hockey y unas zapatillas de baloncesto que tienen los cordones desatados, Thomas es más alto que Marion. Lo que a Ruth le gustaba de la fotografía era que Thomas sonreía de oreja a oreja, sosteniendo un disco de hockey entre los dientes
Poco antes de quedarse dormido, Eddie oyó que Ruth preguntaba a su madre:
– ¿Qué edad tiene Thomas con esa cosa en la boca?
– Tiene la edad de Eddie -le oyó decir el muchacho-. Sólo tenía dieciséis años…
El teléfono sonó hacia las siete de la mañana. Cuando Marion respondió, todavía estaba en la cama. El silencio le indicó que se trataba de la señora Vaughn
– Está en la otra casa -dijo Marion, y colgó el aparato. Durante el desayuno Marion le dijo a Eddie:
– Voy a hacerte una apuesta: Ted va a romper con ella antes de que le quiten los puntos a Ruth
– Pero ¿no se los quitan el viernes? -le preguntó Eddie. Sólo faltaban dos días para el viernes
– Te apuesto a que rompe con ella hoy mismo -replicó Marion- o que por lo menos lo intenta. Si ella le pone pegas, es posible que tarde otro par de días
En efecto, la señora Vaughn iba a poner pegas y Ted, que probablemente las preveía, trató de romper con la señora Vaughn enviando a Eddie para que lo hiciera por él
– ¿Qué dices que he de hacer? -le preguntó el muchacho. Estaban junto a la mesa más grande del cuarto de trabajo de Ted, donde éste había reunido un rimero de unos cien dibujos de la señora Vaughn. A Ted le costaba un poco cerrar la abultada carpeta. Era la más grande que había tenido, con sus iniciales, T. T. C. (Theodore Thomas Cole), grabadas en oro sobre el cuero marrón
– Le darás estos dibujos, pero no la carpeta, ¿de acuerdo? Quiero que me devuelvas la carpeta
Eddie sabía, por Marion, que ésta le había regalado aquella carpeta
– Pero ¿no irás hoy a casa de la señora Vaughn? -le preguntó Eddie-. ¿No te está esperando?
– Dile que no voy a ir, pero que deseo que se quede con los dibujos -respondió Ted
– Me preguntará cuándo vas a ir -observó Eddie
– Dile que no lo sabes. Limítate a darle los dibujos y habla lo menos posible
A Eddie le faltó tiempo para contarle a Marion lo que Ted le había encargado
– Te envía para romper con ella… ¡Qué cobarde! -comentó Marion, tocándole el cabello de aquella manera tan maternal. Él estaba seguro de que iba a decirle algo sobre la insatisfacción perpetua que le producía su corte de pelo, pero le dijo-: Será mejor que vayas temprano, cuando todavía se esté vistiendo. Así no será tan fácil que sienta la tentación de invitarte a entrar y te evitarás un bombardeo de preguntas. Lo mejor que podrías hacer es tocar el timbre y limitarte a darle los dibujos. Procura que no te haga pasar y cierre la puerta… créeme. Y ándate con cuidado, esa mujer podría albergar intenciones asesinas
Eddie O'Hare tenía presentes estas advertencias cuando llegó temprano a la dirección de Gin Lane. A la entrada del sendero de acceso cubierto de costosa gravilla, se detuvo junto al impresionante seto de aligustres para sacar de la carpeta de cuero los cien dibujos de la señora Vaughn. Temía encontrarse en la incómoda situación de darle los dibujos a la mujer y quitarle la carpeta mientras la menuda y morena mujer le miraba hecha una fiera. Pero Eddie había calculado mal la fuerza del viento. Dejó la carpeta en el portaequipajes del Chevrolet y depositó los dibujos en el asiento trasero, donde el viento los revolvió y dejó en un montón desordenado. Eddie tuvo que cerrar las portezuelas y ventanillas del Chevy para poder colocar bien los dibujos en el asiento trasero, y entonces no pudo evitar echarles un vistazo
Estaban primero los retratos de la señora Vaughn con su hijo, el chiquillo de expresión enojada. Las bocas pequeñas y muy apretadas de la madre y el hijo le parecieron a Eddie un rasgo genético poco afortunado. Cuando madre e hijo posaban sentados el uno al lado del otro, tanto la señora Vaughn como su hijo tenían una mirada penetrante e impaciente, con los puños cerrados y colocados rígidamente sobre los muslos. En los dibujos en que el pequeño estaba sentado en el regazo de su madre, parecía a punto de emprenderla a arañazos y patadas para librarse de ella, a menos que la mujer, que también parecía a punto de hacer algo drástico, decidiera impulsivamente estrangularlo primero. Había casi una treintena de estos retratos, cada uno de los cuales transmitía una sensación de descontento crónico y tensión creciente
Entonces dio comienzo la serie de dibujos en los que la señora Vaughn estaba sola, al principio vestida del todo, pero muy sola, y Eddie se compadeció al instante de ella. Si lo que primero había observado Eddie era el carácter esquivo y sigiloso de la mujer, que había cedido el paso a la sumisión, la cual, a su vez, la había conducido a la desesperación, lo que al muchacho se le había pasado por alto era la profunda desdicha de la señora Vaughn. Ted Cole había captado ese rasgo incluso antes de que la mujer empezara a quitarse la ropa
Los desnudos presentaban una triste secuencia. Al principio los puños seguían cerrados sobre los tensos muslos y la señora Vaughn estaba sentada de perfil. A menudo uno de los hombros le ocultaba los senos. Cuando por fin estaba de cara al artista, su destructor, se rodeaba con los brazos para ocultar los pechos y juntaba las rodillas. La entrepierna estaba oculta casi por completo y el vello púbico, cuando era visible, consistía sólo en unas tenues líneas
Entonces Eddie gimió en el coche cerrado. Los desnudos posteriores de la señora Vaughn tenían tan poco disimulo como las fotografías más crudas de un cadáver. Los brazos le pendían fláccidos a los costados, como si se le hubieran dislocado brutalmente los hombros tras una caída violenta. No llevaba sostén y los pechos le colgaban. El pezón de uno de los senos parecía mayor, más oscuro y más caído que el otro. Tenía las rodillas separadas, como si hubiera perdido toda sensación en las piernas o como si se hubiera roto la pelvis. Para ser tan menuda, el ombligo era demasiado grande y el vello púbico demasiado abundante. Los labios de la vagina estaban entreabiertos y laxos. El último de los desnudos era la primera imagen pornográfica que Eddie veía, aunque el muchacho no acababa de comprender qué era lo pornográfico de aquellos dibujos. Se sintió angustiado y lamentó profundamente haber visto tales imágenes, que reducían a la señora Vaughn al orificio que tenía en el centro. Aquellas imágenes degradaban a la mujer todavía más que el fuerte olor que había dejado en las almohadas de la casa alquilada
Por el sendero de acceso a la mansión de los Vaughn, el crujido de las piedrecillas perfectas bajo los neumáticos del Chevy evocaba la rotura de los huesos de pequeños animales. Al pasar ante el surtidor que se alzaba en el centro del sendero circular, vio moverse una cortina en el piso superior. Cuando tocó el timbre, estuvo en un tris de que se le cayeran los dibujos, y sólo pudo evitarlo sujetándolos con ambos brazos contra el pecho. Le pareció que esperaba una eternidad a que le abriera la mujer menuda y morena
Marion había estado en lo cierto. La señora Vaughn no había terminado de vestirse, o tal vez no había completado la fase exacta de desnudez que quizá preparaba para atraer a Ted. Tenía el cabello húmedo y lacio, y el labio superior parecía despellejado. En una comisura de la boca, como la sonrisa sin completar de un payaso, había un resto de la crema depilatoria, que había tratado de eliminar con excesiva rapidez. La señora Vaughn también se había apresurado al elegir la bata, pues apareció en el umbral enfundada en un albornoz blanco que parecía una enorme y fea toalla. Probablemente era de su marido, porque le llegaba hasta los delgados tobillos y uno de los bordes rozaba el umbral de la puerta. Iba descalza. El esmalte de uñas del dedo gordo derecho le había manchado el empeine de tal manera que parecía como si se hubiera cortado el pie y estuviera sangrando
– ¿Qué quieres? -le preguntó la señora Vaughn, la cual miró entonces el coche de Ted. Antes de que Eddie pudiera responderle, le preguntó-: ¿Dónde está? ¿No ha venido? ¿Qué ocurre?
– No ha podido venir -le informó Eddie-, pero quería que usted tuviera… esto
Debido al fuerte viento, no se atrevía a darle los dibujos y seguía apretándolos desmañadamente contra el pecho
– ¿No ha podido venir? -repitió ella-. ¿Qué significa eso?
– No lo sé -mintió Eddie-, pero aquí están estos dibujos… ¿Puedo dejarlos en alguna parte?
– ¿Qué dibujos? Ah…, ¡los dibujos! ¡Ah! -exclamó la señora Vaughn, como si alguien la hubiera golpeado en el estómago. Dio un paso atrás, tropezó con la larga bata blanca y a punto estuvo de caer. Eddie, sintiéndose como su verdugo, la siguió al interior de la casa. En el suelo de mármol pulimentado se reflejaba la araña de luces que colgaba del techo. A considerable distancia, a través de un par de puertas dobles abiertas, se veía una segunda araña colgada sobre la mesa del comedor. La casa parecía un museo. El distante comedor era tan grande como un salón de banquetes. Eddie tuvo la sensación de que recorría más o menos un kilómetro antes de llegar a la mesa, en la que dejó los dibujos, y al volverse vio que la señora Vaughn le había seguido tan de cerca y silenciosamente como si fuese su sombra. Cuando la mujer vio el primer dibujo, en el que aparecía ella con su hijo, se quedó boquiabierta
– ¡Me los da! -exclamó-. ¿No los quiere?
– No lo sé -dijo Eddie, sintiéndose muy incómodo
La señora Vaughn hojeó rápidamente los dibujos hasta que llegó al primer desnudo. Entonces dio la vuelta al primero y tomó el último dibujo de la parte inferior, que ahora era la superior. Eddie empezó a retirarse. Sabía cuál era el último dibujo
– ¡Ah! -exclamó la señora Vaughn, como si la hubieran golpeado de nuevo-. Pero ¿cuándo va a venir? El viernes, ¿no es cierto? El viernes tengo el día entero para verle… Él sabe que tengo todo el día. ¡Lo sabe!
Eddie intentó marcharse y oyó las pisadas de los pies descalzos de la mujer en el suelo de mármol: corría tras él.
– ¡Espera! -le gritó-. ¿Vendrá el viernes?
– No lo sé -repitió Eddie, retrocediendo hacia la puerta. El viento parecía tratar de mantenerle en el interior
– ¡Sí, claro que lo sabes! -gritó la señora Vaughn-. ¡Dímelo! La mujer le siguió afuera, pero el viento casi la derribó. La bata se abrió y ella se apresuró a cubrirse. Eddie siempre conservaría aquella imagen de la señora Vaughn, como para recordarse a sí mismo cuál era la peor clase de desnudez, el atisbo totalmente indeseado de los senos flácidos de la mujer y su oscuro triángulo de enmarañado vello púbico
– ¡Espera! -volvió a gritarle, pero las agudas piedrecillas del sendero le impidieron seguirle hasta el coche. Se agachó, cogió un puñado de grava y se lo arrojó a Eddie. La mayor parte de las piedras alcanzaron al Chevy
– ¿Te ha enseñado esos dibujos? -le gritó-. ¿Los has mirado? Los has mirado, ¿no es cierto, puñetero?
– No -mintió Eddie
Cuando la señora Vaughn se inclinaba para coger otro puñado de piedrecillas, una ráfaga de viento le hizo perder el equilibrio. La puerta, a sus espaldas, se cerró con un ruido como el de un escopetazo
– Dios mío -le dijo a Eddie-. ¡Me he quedado fuera y sin llave!
– ¿No hay ninguna otra puerta que no esté cerrada con llave? -le preguntó. Sin duda, una mansión como aquélla tenía una docena de puertas
– Creí que era Ted quien venía, y a él le gusta que todas las puertas estén cerradas -respondió la señora Vaughn
– ¿No tiene una llave en alguna parte para casos de emergencia? -inquirió Eddie
– He enviado al jardinero a casa, porque a Ted no le gusta que esté por aquí. El jardinero tiene una llave para casos de emergencia
– ¿No puede llamar al jardinero?
– ¿Con qué teléfono? -gritó la señora ¿tu podrías entrar de alguna manera?
– ¿Yo? -dijo el muchacho, perplejo
– Bueno, sabes cómo hacerlo, ¿no? -replicó la mujer-. ¡Yo no tengo ni idea! -añadió en tono quejumbroso
No había ninguna ventana abierta debido al aire acondicionado, que los Vaughn usaban para proteger su colección de arte. En la parte trasera había unas puertas vidrieras que daban al jardín, pero la señora Vaughn advirtió a Eddie que el vidrio tenía un grosor especial y estaba entreverado con una tela metálica que lo hacía casi irrompible. El muchacho ató una piedra en su camiseta, golpeó con ella la puerta y por fin rompió el vidrio, pero aun así necesitó una herramienta del jardinero para desgarrar una extensión suficiente de tela metálica a fin de introducir la mano y abrir la puerta desde el interior. La piedra, que era la pieza central del estanque para pájaros en el jardín, había ensuciado la camiseta de Eddie, y además el cristal roto la había cortado. El muchacho decidió abandonar la camiseta junto con la piedra en el montón de cristales rotos, al lado de la puerta ya abierta
Pero la señora Vaughn, que iba descalza, insistió en que Eddie la tomara en brazos para entrarla en la casa a través de la puerta vidriera, pues no quería correr el riesgo de cortarse los pies con los cristales rotos. Eddie, con el torso desnudo, la tomó en brazos, poniendo cuidado para no tocarle ninguna parte desprotegida por la bata. Parecía ingrávida, como si apenas pesara más que Ruth. Pero cuando la tuvo en sus brazos, incluso durante un momento tan breve, le invadió el intenso olor de la mujer, un olor difícil de definir. Eddie no habría podido decir a qué olía, pero el olor le provocaba arcadas. Cuando la dejó en el suelo, ella percibió una repulsión indisimulada
– Parece como si te repugnara -le dijo-. ¿Cómo te atreves…, cómo te atreves a detestarme?
Eddie se encontraba en una habitación desconocida. No sabía cómo ir a la sala con la gran araña de luces junto a la entrada, y cuando se volvió para mirar la puerta vidriera que daba al jardín, vio un laberinto de puertas abiertas, entre las que no distinguía la puerta por la que acababa de entrar
– ¿Por dónde salgo? -le preguntó a la señora Vaughn.
– ¿Cómo te atreves a detestarme? -repitió ella-. Tú mismo llevas una vida despreciable, ¿no es cierto?
– Por favor, señora…, quiero volver a casa -le dijo Eddie. Tras haber pronunciado estas palabras, se dio cuenta de que lo decía en serio y que se refería a Exeter, New Hampshire, y no a Sagaponack. Eddie quería irse a su auténtica casa. Era una debilidad que acarrearía durante el resto de su vida: siempre se sentiría inclinado a llorar ante mujeres mayores, como una vez lloró ante Marion, como ahora empezaba a llorar ante la señora Vaughn
Sin decir palabra, ella le tomó de la muñeca y le condujo a través del museo que era su casa hasta la estancia de la araña de luces, donde estaba la entrada. Su mano pequeña y fría le pareció la pata de un pájaro, como si un loro minúsculo o un periquito tirase de él. Cuando abrió la puerta y le hizo salir de un empujón, el viento cerró bruscamente varias puertas en el interior de la casa, y al volverse para decirle adiós, vio el súbito remolino de los terribles dibujos de Ted: el viento los había barrido de la mesa del comedor
Eddie no podía hablar, como tampoco la señora Vaughn. Cuando ésta oyó el ruido de los dibujos que revoloteaban a sus espaldas, se volvió con rapidez, como aprestándose para un ataque, enfundada en la enorme bata blanca. En efecto, antes de que el viento volviera a cerrar la puerta principal, como un segundo escopetazo, la señora Vaughn estaba a punto de ser atacada. Sin duda comprobaría en aquellos dibujos hasta qué punto había permitido que la asaltaran
– ¿Dices que te tiró piedras? -!e preguntó Marion a Eddie.
– Eran piedrecillas y la mayor parte alcanzaron al coche -admitió Eddie
– ¿Y te pidió que la llevaras en brazos?
– Estaba descalza -volvió a explicarle Eddie-. ¡Todo estaba lleno de cristales rotos!
– ¿Y dejaste allí tu camiseta? ¿Por qué?
– Estaba hecha un asco…, era sólo una camiseta
En cuanto a Ted, su conversación sobre el particular fue un poco diferente
– ¿Qué quería decir con eso de que el viernes tenía "todo el día"? -inquirió Ted-. ¿Acaso espera que me pase el día entero con ella?
– No lo sé -respondió el muchacho
– ¿Por qué creía que habías mirado los dibujos? ¿Hiciste eso, los miraste?
– No -mintió Eddie
– ¡Qué coño!, claro que los miraste -comentó Ted.
– La vi desnuda -dijo Eddie
– ¡No me digas! ¿Se te desnudó?
– Lo hizo sin querer -admitió Eddie-, pero la vi. Fue el viento, le abrió la bata
– Cielo santo… -dijo Ted
– Se quedó fuera de la casa, sin poder entrar,y el viento cerró la puerta. Dijo que querías que todas las puertas estuvieran cerradas y que el jardinero no anduviera por allí.
– ¿Te dijo eso?
– Tuve que entrar a la fuerza en la casa -se quejó Eddie-
Rompí las puertas vidrieras con una piedra del estanque de los pájaros. Tuve que llevarla en brazos porque el suelo estaba lleno de cristales rotos. Tuve que dejar allí mi camiseta
– ¿A quién le importa tu camiseta? -gritó Ted-. ¡El viernes no puedo pasarme el día entero con ella! El viernes por la mañana me llevarás a su casa, pero tendrás que pasar a recogerme al cabo de tres cuartos de hora…, menos, ¡al cabo de media hora! No podría pasar tres cuartos de hora con esa loca
– Tendrás que confiar en mí, Eddie -le dijo Marion-. Voy a decirte lo que vamos a hacer
– De acuerdo -respondió Eddie
No podía quitarse de la mente el peor de los dibujos. Quería hablarle a Marion del olor que despedía la señora Vaughn, pero no podía describirlo
– El viernes por la mañana le llevarás a casa de la señora Vaughn,¿no?
– ¡Sí! Estará allí media hora
– No, no estará allí media hora -replicó Marion-. Le dejarás allí y no volverás a buscarle. Sin coche, tardará casi todo el día en regresar a casa. Te apuesto lo que quieras a que la señora Vaughn no se ofrecerá para traerle en el suyo
– Pero ¿qué hará Ted? -le preguntó Eddie
– No debes temerle -le recordó Marion-. ¿Qué hará? Probablemente pensará que su único conocido en Southampton es el doctor Leonardis, con quien suele jugar al squash. Tardará media hora o tres cuartos en ir a pie hasta el consultorio del doctor Leonardis. ¿Y qué hará entonces? Tendrá que esperar durante todo el día, hasta que los pacientes del médico se hayan ido a casa, antes de que el médico pueda traerle aquí…, a menos que Ted conozca a alguno de los pacientes o a alguien que casualmente vaya en dirección a Sagaponack
– Ted va a subirse por las paredes -le advirtió el muchacho
– Tienes que confiar en mí, Eddie.
– Vale
– Después de llevar a Ted a casa de la señora Vaughn, volverás aquí en busca de Ruth -siguió diciéndole Marion-. Entonces la llevarás al médico para que le quite los puntos. A continuación quiero que la lleves a la playa. Que se bañe para celebrar que le han quitado los puntos
– Perdona -le interrumpió Eddie-, pero ¿por qué no la lleva a la playa una de las niñeras?
– El viernes no habrá ninguna niñera -le informó Marion-. Necesito todo el día, o todas las horas del día que puedas conseguirme, para estar aquí sola
– Bueno -dijo Eddie, pero por primera vez notó que no confiaba del todo en Marion. Al fin y al cabo, él era su peón, y ese día ya había pasada la clase de jornada que puede pasar un peón-. Miré los dibujos de la señora Vaughn -le confesó a Marion
– Qué barbaridad -dijo ella
El muchacho no quería llorar de nuevo, pero permitió que ella le atrajera la cabeza hacia sus senos y que la retuviera allí mientras él se esforzaba por contarle lo que sentía
– En esos dibujos no sólo estaba desnuda -empezó a decir.
– Lo sé -le susurró Marion, y le besó en lo alto de la cabeza.
– No sólo estaba desnuda -insistió Eddie-. Era como si pu dieras ver todo aquello a lo que ha estado sometida. Parecía como si la hubieran torturado o algo por el estilo
– Lo sé -dijo Marion-. No sabes cuánto lo siento…
– Y además el viento le abrió la bata y la vi -balbució Eddie-. Sólo la vi desnuda un instante, pero fue como si ya lo supiera todo de ella. -Entonces comprendió a qué olía la señora Vaughn-. Y cuando tuve que llevarla en brazos noté su olor, como el de las almohadas, pero más fuerte. Me dieron arcadas.
– ¿A qué olía? -le preguntó Marion
– Era un olor a algo muerto
– Pobre señora Vaughn -dijo Marion
El viernes, poco antes de las ocho de la mañana, hora en que Eddie recogió a Ted en la casa vagón para llevarlo a Southampton, a ese encuentro con la señora Vaughn que, según el escritor, sólo había de durar media hora, el muchacho estaba muy nervioso, y no sólo porque temía que Ted iba a estar más tiempo del que esperaba con la mujer. Marion había trazado una especie de guión de la jornada de Eddie, y éste tenía mucho que recordar
Cuando hicieron un alto en la tienda de artículos generales de Sagaponack para tomar café, Eddie lo sabía todo acerca del camión de mudanzas aparcado allí y en cuya cabina dos hombres robustos tomaban café y leían la prensa de la mañana. Cuando Eddie regresara de casa de la señora Vaughn y llevara a Ruth al médico, Marion sabría dónde encontrar a los empleados de mudanzas. Éstos, al igual que Eddie, habían recibido instrucciones: debían esperar en la tienda hasta que Marion fuese a buscarlos. Ted, Ruth y las niñeras, cuyos servicios habían sido cancelados aquel día, no verían a los empleados de mudanzas
Cuando Ted llegara de Southampton, los transportistas (y todo lo que Marion quería llevarse consigo) se habrían ido. Marion también habría desaparecido. Se lo había advertido previamente a Eddie, y éste debía explicárselo a Ted. Tal era el guión que el muchacho ensayaba una y otra vez camino de Southampton
– Pero ¿quién va a explicárselo a Ruth? -le había preguntado Eddie, y entonces vio en la expresión de Marion aquel aura de distanciamiento que viera en ella cuando se interesó por el accidente
Era evidente que Marion no había incluido en su guión la parte en la que alguien se lo explicaba todo a Ruth
– Cuando Ted te pregunte adónde he ido, le dices que no lo sabes -le instruyó Marion
– Pero ¿adónde vas? -inquirió Eddie
– No lo sabes -repitió Marion-. Si Ted te pide con insistencia una respuesta más satisfactoria, a eso o a cualquier otra cosa, limítate a decirle que tendrá noticias de mi abogado. Él se lo dirá todo
– Ah, estupendo -dijo Eddie
– Y si te pega, pégale también. Por cierto, no te dará un puñetazo…, una bofetada como máximo, pero tú arréale con el puño. Dale un puñetazo en la nariz. Si le golpeas en la nariz se detendrá
Pero ¿qué haría con Ruth? Los planes con respecto a la niña eran vagos. Si Ted empezaba a gritar, ¿hasta qué punto debería oírle Ruth? Si había una pelea, ¿hasta qué punto debería presenciarla la niña? Si las niñeras habían sido despedidas, Ruth tendría que quedarse o con Ted, o con Eddie, o con ambos. Lo más probable sería que estuviera trastornada
– Si necesitas ayuda para cuidar de Ruth, puedes llamar a Alice -le sugirió Marion-. Le he dicho a Alice que tú o Ted podríais llamarla. Incluso le he dicho que llame a casa a media tarde, por si la necesitáis
Alice era la niñera de la tarde, la guapa universitaria que tenía su propio coche. Eddie le recordó a Marion que, de todas las niñeras, aquélla era la que menos le gustaba
– Será mejor que cambies un poco de idea -replicó Marion-. Si Ted te manda a paseo, y no veo por qué no habría de hacerlo, necesitarás que te lleven a Orient Point para tomar el transbordador. Ted tiene prohibido conducir, ya lo sabes… Claro que, aunque pudiera, no creo que quisiera llevarte
– Ted me mandará a paseo y tendré que pedirle a Alice que me lleve -resumió Eddie
Marion se limitó a darle un beso
Por fin llegó el momento. Cuando Eddie se detuvo en el sendero de acceso a la casa de la señora Vaughn, en Gin Lane, Ted le dijo:
– Espérame aquí, porque no voy a aguantar media hora con esa mujer. Tal vez veinte minutos como mucho. Quizá diez…
– Me voy y vuelvo -mintió Eddie
– Vuelve dentro de un cuarto de hora -dijo Ted
Entonces reparó en las largas tiras de su habitual papel de dibujo. El viento hacía revolotear los fragmentos de sus dibujos, que habían sido hechos pedazos. La imponente barrera de aligustres había impedido que la mayor parte de los fragmentos llegaran a la calle, pero los setos estaban cubiertos de banderolas ondeantes y tiras de papel, como si los revoltosos invitados a un banquete de bodas hubieran sembrado de confeti improvisado la finca de los Vaughn
Mientras Ted avanzaba a paso lento y agobiado, Eddie bajó del coche para observar. Incluso siguió a Ted un corto trecho. El patio estaba lleno de trozos de papel con dibujos de Ted, y el surtidor estaba obturado por un amasijo de papel. El agua de la pila tenía un color marrón grisáceo, una tonalidad sepia
– La tinta de calamar… -dijo Ted en voz alta
Eddie, caminando hacia atrás, retrocedía ya hacia el coche. Había visto al jardinero encaramado a una escalera de mano, retirando papeles del seto. El hombre los había mirado a los dos con el ceño fruncido, pero Ted no había reparado ni en el jardinero ni en la escalera. La tinta de calamar que ensuciaba el agua del surtidor le había atraído por completo la atención.
– Dios mío… -musitó mientras Eddie se marchaba
En comparación con Ted, el jardinero vestía mejor. Ted siempre vestía con descuido, en general prendas arrugadas: tejanos, una camiseta de media manga metida bajo el pantalón y (aquella mañana de viernes algo fría) una camisa de franela sin abrochar que aleteaba al viento. Además, no se había afeitado, pues quería dar la peor impresión posible a la señora Vaughn. (Ted y sus dibujos ya habían causado la peor impresión posible al jardinero.)
– ¡Que sean cinco minutos! -le gritó Ted a Eddie
En vista de la larga jornada que tenía por delante, poco importaba que Eddie no le hubiera oído
En Sagaponack, Marion había metido en una bolsa una toalla grande de playa para Ruth, la cual llevaba ya el bañador bajo los pantalones cortos y la camiseta. La bolsa contenía además toallas corrientes y dos mudas, incluidos unos pantalones largos y una sudadera
– Puedes llevarla a almorzar donde te parezca -le dijo Marion a Eddie-. Recuerda que sólo come emparedados de queso a la plancha con patatas fritas
– Y ketchup -puntualizó Ruth
Marion intentó darle a Eddie un billete de diez dólares para la comida
– Tengo dinero -replicó el muchacho, pero cuando éste se volvió para acomodar a Ruth en el Chevy, Marion le metió el billete en el bolsillo trasero derecho de los tejanos, y él recordó lo que había sentido la primera vez que ella le atrajo tirando de la cintura de sus pantalones, la sensación de los nudillos femeninos contra el vientre desnudo. Entonces le quitó la presilla del pantalón y le bajó la cremallera de la bragueta, un gesto que Eddie recordaría durante cinco o diez años cada vez que se desvistiera
– Cariño -le dijo Marion a Ruth-, recuerda que no debes llorar cuando el médico te quite los puntos. Te prometo que no te hará ningún daño
– ¿Puedo quedarme los puntos? -le preguntó la niña.
– Supongo que sí… -replicó Marion
– Claro que puedes quedártelos -le aseguró Eddie.
– Hasta la vista, Eddie -dijo Marion
Vestía pantalones cortos y zapatillas de tenis, aunque no jugaba al tenis, y una holgada camisa de franela que era de Ted y le iba demasiado grande. No llevaba sostén. Aquella mañana, a primera hora, cuando Eddie se marchaba para recoger a Ted en la casa vagón, Marion le había tomado la mano para aplicarla sobre su pecho desnudo. Pero cuando el muchacho intentó besarla, ella retrocedió. La sensación de su pecho permaneció en la mano derecha de Eddie, y ahí seguiría durante diez o quince años
– Háblame de los puntos -le pidió Ruth a Eddie mientras él giraba a la izquierda
– No los notarás mucho cuando el doctor te los quite -dijo Eddie
– ¿Por qué no?
Antes de tomar el siguiente giro, a la derecha, el muchacho tuvo el último atisbo de Marion por el retrovisor. Marion estaba al volante del Mercedes. Eddie sabía que ella no iba a girar a la derecha, pues el lugar donde la esperaban los empleados de mudanzas estaba en línea recta. El sol de la mañana, que brillaba intensamente por el lado del conductor, iluminaba el lado izquierdo del rostro de Marion. El cristal de la ventanilla estaba bajado, y Eddie vio que el viento le hacía ondear el cabello. Poco antes de que él girase, Marion saludó a Eddie y a Ruth agitando la mano, como si todavía se propusiera estar allí cuando regresaran
– ¿Por qué no me dolerá cuando me quiten los puntos? -volvió a preguntarle la niña
– Porque la herida está curada, la piel ha vuelto a crecer -le dijo Eddie
Marion había desaparecido de la vista, y el muchacho se preguntaba si todo había terminado. "Hasta la vista, Eddie." ¿Habían sido ésas sus últimas palabras? "Supongo que sí…" era lo último que le había dicho a su hija. Eddie no podía creer que la despedida hubiese sido tan brusca: la ventanilla abierta del Mercedes, el cabello de Marion ondeando al viento, el brazo que la mujer agitaba fuera de la ventanilla. Y la luz del sol le iluminaba sólo media cara; el resto no se veía. Eddie O'Hare no podía saber que ni Ruth ni él verían de nuevo a Marion hasta pasados treinta y siete años. Pero, durante ese largo tiempo, Eddie se haría cruces de la aparente indiferencia de su partida
¿Cómo había podido hacerlo?, se preguntaría Eddie, el mismo interrogante que un día Ruth se plantearía acerca de su madre
Le extrajeron los dos puntos con tal rapidez que Ruth no tuvo tiempo de llorar. La pequeña estaba más interesada en los puntos que en la cicatriz casi perfecta. La tenue línea blanca sólo estaba algo descolorida por los restos de yodo o cualquiera que fuese el antiséptico, el cual había dejado una mancha pardoamarillenta. El médico le dijo que ahora podía volver a mojarse el dedo y que con el primer baño que se diera la mancha desaparecería. Pero a Ruth le interesaba más que no sufrieran ningún daño los dos puntos, cada uno de ellos cortado por la mitad y metidos en un sobre junto con la costra, ésta cerca del extremo anudado de uno de los cuatro trocitos de hilo
– Quiero enseñarle a mamá los puntos y la costra -dijo Ruth.
– Primero vayamos a la playa -sugirió Eddie
– Primero vamos a enseñarle la costra y luego los puntos -replicó Ruth
– Ya veremos… -empezó a decirle Eddie
Pensó que el consultorio del médico en Southampton no estaba a más de quince minutos a pie desde la mansión de la señora Vaughn en Gin Lane. Eran las diez menos cuarto de la mañana. Si Ted seguía allí, ya llevaba más de una hora con la señora Vaughn. Lo más probable era que Ted no estuviera con la señora Vaughn, pero tal vez había recordado que a Ruth le quitaban los puntos aquella mañana y quizá sabía dónde estaba el consultorio del médico
– Vamos a la playa -le dijo Eddie a la pequeña-. Démonos prisa
– Primero la costra, luego los puntos y después a la playa -replicó la niña
– Hablemos de todo eso en el coche -sugirió Eddie
Pero no hay manera de efectuar una negociación directa con una criatura de cuatro años. Aunque no toda negociación tiene que ser difícil, pocas son las que no requieren una considerable cantidad de tiempo
– ¿Nos hemos olvidado de la foto? -le preguntó Ruth.
– ¿La foto? -replicó Eddie-. ¿Qué foto?
– ¡Los pies! -exclamó Ruth.
– Ah, pues… la foto no está lista
– ¡Eso está muy mal! -exclamó la niña-. Mis puntos están listos, mi corte está curado
– Sí -convino Eddie
Creyó ver en eso una manera de desviar la atención de la pequeña; de este modo se olvidaría de que quería mostrar la costra y los puntos a su madre antes de ir a la playa
– Mira, iremos a la tienda y les diremos que nos den la foto -sugirió Eddie
– La foto arreglada -precisó Ruth.
– ¡Buena idea! -exclamó Eddie
El muchacho se dijo que a Ted no se le ocurriría pensar en la tienda de marcos, por lo que era un lugar casi tan seguro como la playa. Pensó que primero debía hablar mucho de la foto, para que Ruth se olvidara de que quería enseñarle a Marion la costra y los puntos. (Mientras la niña miraba a un perro que se estaba rascando en el aparcamiento, Eddie metió en la guantera la costra y los preciados puntos.) Pero la tienda de marcos no era tan segura como Eddie había supuesto